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ACTOS DE CONTRICIÓN: LAS RAÍCES MÁS PROFUNDAS DE LA PENITENCIA
MUCHAS PERSONAS CREEN que la confesión es algo que ha sido introducido por la Iglesia Católica. En cierto sentido es así, pues la confesión es un sacramento de la Nueva Alianza, y por lo tanto no pudo ser instituido hasta que Jesús selló dicha alianza con Su sangre (Mt 26, 27). No obstante, en la tradición de Israel, a la que Jesús era fiel, la promulgación de la Alianza contenía disposiciones para el perdón de los pecados[1].
La confesión, pues, era nueva, pero sólo en el sentido en que una flor es nueva. Estaba presente desde el principio de los tiempos —como una flor en sus semillas, brotes y capullos— y aparece en numerosas páginas del Antiguo Testamento. La confesión, la penitencia y la reconciliación existen desde que hay pecado en el mundo.
Abre tu Biblia, empieza desde el principio, y no necesitarás ir muy lejos para encontrar los primeros anuncios de la confesión. De hecho, aparece con el pecado original, el primer pecado del primer hombre y la primera mujer.
LA VERDAD DESNUDA
Adán y Eva pecaron. En este momento, no es preciso entrar en la naturaleza de su pecado. (Lo estudiaremos en profundidad en un capítulo posterior.) Bastará que todo lo que sepamos de su pecado sea que desobedecieron al Señor Dios. Era su Creador; era su Padre, y ellos habían violado su único mandato: «De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás» (Gen 2, 16-17).
Tentados por una serpiente maligna, tomaron el fruto y lo comieron. Inmediatamente supieron que todo había cambiado. De repente, les avergonzó su desnudez; de repente, sintieron miedo. «Oyeron a Yahvé Dios, que se paseaba por el jardín al fresco del día, y se escondieron de Yahvé Dios el hombre y la mujer en la arboleda del jardín» (Gen 3, 8). Éste es el comportamiento del que yo hablaba en el capítulo anterior. Se escondieron detrás de los arbustos como si pudieran ocultarse de un Padre amoroso que todo lo sabe y todo lo ve.
Entonces, ¿qué hace Dios? Tú y yo esperaríamos un tronante «¡Os he visto!» desde los cielos. Pero no lo hace; al contrario, sigue el juego del engaño de Adán y Eva. Dios llama a Adán: «¿Dónde estás?» (Gen 3, 9), ¡como si necesitara informarse del paradero de alguien!
Adán responde con una evasiva: «Te he oído en el jardín y, temeroso porque estaba desnudo, me escondí» (Gen 3, 10). Es curioso: en unas pocas palabras se las arregla para manifestar temor, vergüenza, actitud defensiva y autocompasión, pero no contrición. De hecho, parece estar culpando a Dios, cuyo poder Adán encuentra súbitamente amedrentador.
Dios responde de nuevo con una pregunta: «¿Quién te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol del que te prohibí comer?» (Gen 3, 11).
Adán no duda en cargar directamente a su mujer con la culpa: «La mujer que me diste por compañera me dio de él, y comí» (Gen 3, 12).
Dios no pronuncia su sentencia todavía, sino que hace otra pregunta, esta vez expresamente a la mujer: «¿Por qué has hecho eso?» (Gen 3, 13).
Dios todopoderoso ha formulado cuatro preguntas en cuatro cortos versículos. ¿Qué está haciendo? Si Dios lo sabe todo, ya conoce la respuesta a cada una de esas preguntas, y la conoce mejor que esta pareja auto-engañada y engañada por la serpiente. ¿Qué quiere Dios de ellos?
A través del texto se deduce claramente que Él desea que confiesen su pecado con auténtico dolor. Empieza con unas preguntas indefinidas que invitan amablemente a una explicación. A continuación, se muestra más concreto, hasta que, por fin, pregunta tajantemente a la mujer por lo que ha hecho. Sin embargo, a través de todo ello —desde el cariño hasta el interrogatorio— no surge una confesión. En lugar de responsabilizarse de su acción, Adán culpa primeramente a su compañera y luego culpa a Dios: «Tú me diste a esa mujer, ¡y ella me dio el fruto!»[2].
Como he dicho al comienzo del capítulo anterior, cuanto más necesitamos de la confesión, menos parecemos desearla. Eso es tan cierto en el caso de Adán y Eva como en el de sus descendientes de la raza humana.
LA INCAPACIDAD DE CAÍN
Pensemos solamente en su descendiente inmediato, Caín, el hijo primogénito.
Fuera de sí de envidia, Caín comete el primer asesinato del mundo. Tan pronto como el asesino acaba con su hermano Abel, su víctima, Dios dice a Caín: «¿Dónde está Abel, tu hermano?» (Gen 4, 9).
Una vez más, Dios no está buscando información. No necesita que le comuniquen el paradero de Abel. Más bien, está dando a Caín la oportunidad de confesar su pecado.
Sin embargo, Caín no acepta el ofrecimiento del Señor. En lugar de ello, miente. ¿Dónde está su hermano Abel? «No sé, replica Caín. ¿Soy acaso el guardián de mi hermano?»
De nuevo, Dios no acusa a Caín, sino que le invita a confesar, incluso manifestándole la evidencia de su crimen: «¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano está clamando a Mí desde la tierra» (Gen 4, 10).
No obstante, al final de este episodio, Caín continúa impenitente, y su pecado inconfeso. En lugar de confesar que ha hecho de Abel una víctima, ¡Caín acusa a Dios de hacer una víctima de él! Cuando se queja: «Demasiado grande es mi castigo para poder soportarlo» (Gen 4, 13), no está diciendo: «¡Ay de mí!» sino que está diciendo a Dios: «eres injusto». En lugar de confesar su propia injusticia, Caín acusa a Dios de ella. Luego continúa censurando a Dios por haberle arrebatado su gozo y su medio de vida: «Puesto que me arrojas hoy de la tierra cultivable, oculto a Tu rostro habré de andar» (Gen 4, 14). Ciertamente, Caín llega hasta el punto de acusar a Dios de entregarle a un mundo lleno de asesinos: «Andaré fugitivo y errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará» (Gen 4, 14).
No es precisa la presencia de un psiquiatra para ver lo que va a ocurrir a continuación. Caín asume el status de víctima de Abel y proyecta su propia culpa en Dios: «Ahora no puedo trabajar. Ahora no puedo relacionarme contigo. Ahora tengo que sufrir la injusticia». Además, acusa al resto de la humanidad de intento de asesinato, cuando, hasta el momento, él es el único asesino de la historia. Como sus padres, Caín muestra una serie de emociones —temor, vergüenza, actitud defensiva, autocompasión— pero no dirá que lo siente. Se niega a reconocer su pecado.
ARREPENTIMIENTO O RESENTIMIENTO
El comportamiento de Caín podría resultarnos familiar. Al cabo de los siglos, hombres y mujeres no están mejor dispuestos a confesar sus fallos. Y el modelo de evasiva es el mismo. Las personas que no se arrepienten llegarán al resentimiento. Los que se niegan a acusarse encontrarán modos disparatados para excusarse. Ellos —nosotros— culparemos a las circunstancias, a las limitaciones, a la herencia, al entorno. En última instancia, al hacerlo seguimos los pasos de nuestros primeros padres. Estamos culpando a Dios y haciéndole objeto de nuestro resentimiento, porque Él fue quien creó nuestras circunstancias, nuestra herencia y nuestro entorno.
Cuando más optamos por pecar, menos deseamos hablar de nuestros pecados. Como Caín, Adán y Eva, hablamos sobre casi cualquier cosa —las causas y las consecuencias, la culpa y el castigo—, pero no de la confesión.
DIOS LO HACE RITO
En sucesivas alianzas —con Noé, Abraham, Moisés y David— Dios fue revelando gradualmente más cosas sobre Sí mismo y sobre Sus caminos a gran número de personas. Si la confesión no tuvo éxito entre las primeras generaciones humanas, Dios no se cansó de invitarlas a ella. De hecho, en puntos concretos de la Ley de Moisés, dio a Su pueblo unos rituales muy concretos para confesar los pecados. Hoy, hay quien hace caso omiso del ritual considerándolo como un hecho mecánico y absurdo, pero eso, sencillamente, es falso. Nosotros, los seres humanos, dependemos de la rutina; sin ella, no seríamos capaces de organizar nuestros días ni nuestra vida. Desde lavarnos los dientes o cerrar las puertas, decir «te quiero» o pronunciar las promesas del matrimonio, las acciones rutinarias —algunas grandes y otras menudas— nos capacitan para realizar el trabajo realmente importante de nuestra vida cotidiana.
Numerosos puntos de la Ley se refieren a tales rutinas y rituales, y muchos de ellos se relacionan concretamente con la confesión de los pecados. Veamos, por ejemplo, el Levítico 5, 5-6, que trata de los distintos pecados que comete el pueblo cuando jura en vano. «El que de uno de estos modos incurre en reato, por el reato de uno de estos modos contraído confesará su pecado y ofrecerá a Yahvé por su pecado una hembra de ganado menor, oveja o cabra, y el sacerdote le expiará de su pecado»[3].
Al dar a su pueblo un claro plan de acción, Dios hace posible que los individuos confiesen sus pecados. En primer lugar, insiste explícitamente en dicha confesión. Después, manda hacer algo a los pecadores: un acto litúrgico de sacrificio y expiación. Por último, insiste en que todo ello se haga con la ayuda y la intercesión de un sacerdote. Todos esos elementos sobrevivirán intactos a lo largo de la historia de Israel y del renovado Israel, la Iglesia de Jesucristo.
No deberíamos subestimar el poder de esos «actos» de contrición. En palabras de un santo moderno: El amor exige hechos, no palabras dulces[4]. En los pasados 1970 un slogan popular era: «El amor significa no tener que decir “lo siento”». Pero no es cierto. El amor no sólo significa decir «lo siento», sino también demostrarlo. Así es la naturaleza humana —aunque nuestra naturaleza caída se resiste enormemente—, y el Dios que la creó sabe lo que necesitamos. Necesitamos pedir «perdón»; necesitamos demostrarlo; y necesitamos hacer algo sobre ello.
La Ley de Dios reconoce esos sutiles aspectos de la psicología humana y los emplea venciendo, en primer lugar, la resistencia de Su pueblo a la confesión y orientándole después a la confesión litúrgica para su satisfacción legal. «Habló Yahvé a Moisés, diciendo: “Di a los hijos de Israel: Si uno, hombre o mujer, comete uno de esos pecados que perjudican al prójimo, prevaricando contra Yahvé y haciéndose culpable, confesará su pecado y restituirá el daño añadiendo un quinto, y restituirá a aquel al que perjudicó”». (Num 5, 5-7). (Ambos aspectos de la confesión, el legal y el jurídico, aparecerán en posteriores consideraciones sobre el sacramento de la penitencia en la Nueva Alianza.)
Como la fe, el dolor de los pecados debe mostrarse a través de las obras (ver Mt 3, 8-10; Sant 2, 19, 22, 26). Esto lo podemos ver incluso en las relaciones humanas. Cuando ofendemos a alguien, con frecuencia admitimos lentamente nuestra falta. Nos excusamos; negamos nuestra responsabilidad. Pero, con objeto de salvar nuestra relación, necesitamos confesar —pedir perdón— incluso aunque no queramos hacerlo. Y no sólo eso: necesitamos reconciliarnos con la persona a la que hemos ofendido. Por supuesto, cuando el ofendido es el Señor, todo esto se aplica en mucho mayor grado.
UN DESBARAJUSTE PARA CONFESAR
En la liturgia de Israel, Dios hizo posible la confesión promulgándola en la ley. Sin embargo, no debemos subestimar la dificultad de los actos de penitencia de la Antigua Alianza. Pueden haber sido las vías claras del arrepentimiento para el hombre, pero no necesariamente lo facilitaban. Solamente un estratega de la interpretación podría despachar la confesión, el sacrificio y la penitencia de Israel como meros ritos. No: eran temas arduos, y bastante costosos.
Imagínate a ti mismo, después de reconocer que has pecado, preparándote para hacer tu confesión y tu sacrificio. Eso únicamente se llevaba a cabo en el Templo de Jerusalén, de modo que tendrías que preparar tu viaje —quizá de varios días a pie o a caballo— a través de caminos polvorientos y rocosos infestados de bandidos y de animales depredadores.
Según el tipo de tu pecado y su gravedad, debías ofrecer una cabra, una oveja, o incluso un buey. Podrías llevarlo tú mismo o, si tenías dinero, comprarlo a los comerciantes de Jerusalén. Naturalmente, tendrías que dominar al animal, lo que en el caso de un toro, sería bastante agotador. Y aún, tu expiación solamente acababa de empezar.
Una vez en Jerusalén, conducirías a tu bestia cuesta arriba hasta el patio exterior del Templo. En el patio interior, explicarías el motivo de tu sacrificio. Después, delante del altar, alguien te ofrecería un cuchillo, y tú —tú mismo— matarías al animal. Harías una carnicería con él. Lo cortarías y lo despedazarías. Lo harías separándolo en piezas. Apartarías los miembros ensangrentados, y sacarías los órganos, uno a uno, y los entregarías al sacerdote para que los quemara. Purificarías los intestinos tras limpiar los residuos. También tendrías que entonar salmos penitenciales mientras el sacerdote tomaba la sangre del animal y rociaba con ella el altar.
Todo esto constituía el «acto de contrición» que nunca olvidaría el pecador. Gordon Wenham, estudioso del Antiguo Testamento, ha descrito esos sacrificios detalladamente (¡y exhaustivamente!) en sus comentarios sobre el Levítico y los Números. Al final, concluye: «Cada lector del Antiguo Testamente que use la imaginación comprenderá enseguida que aquellos antiguos sacrificios eran acontecimientos muy emocionantes. En comparación, hacen que los modernos servicios en las iglesias resulten sosos y aburridos. El fiel antiguo no se limitaba a escuchar al sacerdote y entonar unos pocos himnos: se implicaba activamente en el culto. Había elegido un animal sin tacha de entre su propio rebaño, lo había llevado al santuario, lo había matado y despedazado con sus propias manos, y luego, con sus propios ojos, lo veía ascender en humo»[5].
El Sacrificio penitencial en la Antigua Alianza era un asunto profundamente personal, pero era también un asunto público; era, además, humillante y caro. Tenías que sacrificar ganado, y en una cultura agraria, eso es crucial: es el poder económico. No cabe duda: Dios inspiró en su pueblo el piadoso arrepentimiento del pecado y el auténtico sacrificio personal.
¿Con qué frecuencia tenían que llevar esto a cabo los israelitas? El pueblo llano confesaba sus pecados al menos una vez al año durante la Pascua; los sacerdotes lo hacían el Día de la Expiación[6].
ROMPER EN LAMENTOS
A lo largo del tiempo, el pueblo de Dios elaboró un variado vocabulario para la contrición, la confesión y la penitencia por medio de palabras y de himnos, pero también con actos y gestos. Antes como ahora, la confesión no era exactamente un tema espiritual; era algo que expresaba el pecador; algo que llevaba en su carne; el signo exterior de una realidad interior. Era un sacramento de la Antigua Alianza. Esto no significa que fuera un simple rito. Los pecadores mostraban su dolor y su amor, no exactamente con palabras dulces sino con hechos trabajosos y sangrientos; y sus hechos, a cambio, contribuían a profundizar en su dolor y en su humildad.
Repito, esas confesiones no eran meros ejercicios mentales: se plasmaban de modo elocuente. No eran simplemente privados; tenían lugar en presencia de la Iglesia, la asamblea de Israel, o de sus delegados, los sacerdotes.
«Cuando Acab hubo oído las palabras de Elías, rasgó sus vestiduras, se vistió de saco, y ayunó; dormía con saco y caminaba humildemente» (1 Reyes 21, 27).
«Entonces David y los ancianos, vestidos de saco, cayeron sobre sus rostros. Y David dijo a Dios, “¿No soy yo el que he mandado hacer el censo del pueblo? Yo soy quien ha pecado y hecho el mal”» (1, Par 21, 16-17).
«Luego... se reunieron los hijos de Israel en ayuno, vestidos de saco y cubiertos de polvo. Ya la estirpe de Israel se había apartado de todos los extranjeros, y puestos en pie confesaron sus pecados y las iniquidades de sus padres» (Neh 9, 1-2).
Saco y cenizas, llanto, caer postrado en el suelo: esas eran las muestras habituales de duelo en el mundo antiguo. Los israelitas las empleaban con toda espontaneidad, para expresar el dolor por los pecados. Y la metáfora es perfecta, porque el pecado causa la muerte: una auténtica pérdida de la vida espiritual, que es mucho más mortal que cualquier muerte física. Los pecadores, pues, tienen buenas razones para lamentarse.
Nosotros, los pecadores modernos, podemos aprender mucho de nuestros antepasados, como hicieron, ciertamente, los primeros cristianos[7].
[1] Cf. J. Klawans, Impurity and Sin in Ancient Judaism, New York, Oxford University Press, 2000; E. Mazza, The Origins of the Eucharistic Prayer; Collegeville, Minn, Liturgical Press, 1995, p. 7; S. Lyonnet y L. Sabourin, Sin, Redention and Sacrifice: A Biblical and Patristic Study, Roma, Biblical Institute Press, 1970; S. Porubcan, Sin in the Old Testament: A soteriological Study, Roma, Herder, 1963; B. F. Minchin, Covenant and Sacrifice, New York, Longman, Green and Co., 1958.
Juan Pablo II subraya la necesidad de recuperar un verdadero sentido del pecado inspirándose en la Escritura: «Hay buenas razones para esperar que florezca de nuevo un saludable sentido del pecado... Será iluminado por la teología bíblica de la alianza...». Para conocer la naturaleza y el método de la teología bíblica, cf. A. Cardinal Bea, «Progress in the Interpretation of Sacred Scripture», Teology Digest 1.2 (primavera de 1953), p. 71.
[2] Cf. G. A. Anderson, «Punishment and Penance for Adam and Eve», en The Genesis of perfection, Louisville, Westminster John Knox, 2001, pp. 135-154.
[3] Cf. H. Maccoby, The Ritual Purity System and its Place in Judaism, New York, Cambridge U. P., 1999, p. 192. «Ya que la función de ofrecer sacrificios por los pecados (correctamente así llamada), es (...) expiar el pecado del que ofrece. Porque la culminación de la ofrenda es la declaración... “y él será perdonado”». Cf. J. Milgrom, Leviticus, 1-16, New York, Doubleday, 1991; N. Kiuchi, The Purification Offering in the Priestly Literature, JSOT, 1981.
[4] Cf. San Josemaría Escrivá, Camino, Madrid, Rialp, 80.ª ed. 2004, n. 933.
[5] G. J. Wenham, The Book of Leviticus, Grand Rapids, Mich., Eerdmans, 1979, pp. 52-55. Cf. G. J. Wenham, Numbers: An Introduction and Commentary, Inter-Varsity Press, 1981, pp. 26-30. Cf. también: A. I. Baumgarten (ed.), Sacrifice and Religious Experience, Leiden, E. J. Brill, 2002; S. Sykes, Sacrifice and Redemption, New York, Cambridge University Press, 1991. Sobre el modo en que el antiguo Israel consideraba la culpabilidad y la inocencia, el sufrimiento y la penitencia, cf. G. Kwakkel, According to my Righteousness, Leiden, E. J. Brill, 2002; F. Lindstrom, Suffering and Sin, Estocolmo, Almqvist & Wiksell, 1994.
[6] Cf. J. Bonsirven, Palestinian Judaism in the Time of Jesus, New York, Holt, Rinehart and Winston, 1964, p. 116: «La penitencia incluye varios actos. Primero habría una confesión de los pecados, que debería preceder a alguna ofrenda. Es también aconsejable confesar una vez al año, en el Día de la Expiación, junto al sumo sacerdote, y alguna vez más durante la vida de uno (Tos. Yom. Hakkippurim, v. 14). Para que fuera sincera, debería incluir una detallada admisión de todas las faltas de las que uno fuera culpable, y la promesa de no volver a pecar. Si estas dos condiciones no se cumplen, es falsa penitencia, y no puede obtener el perdón divino (Tos. Taan, 1, 8). Además, si has hecho el mal a alguien, debes reparar el daño y reconciliarte con él».
[7] Para una reciente y fructífera aplicación de la «teoría de palabras que actúan» a la confesión de los pecados y a la absolución (como «palabras que realizan»), cf. R. S. Briggs, Words in Action. Speech act Theory and Biblical Interpretation, New York, T&T Clark, 2001, pp. 217-255.