Читать книгу Dios te salve, Reina y Madre - Scott Hahn - Страница 7
ОглавлениеINTRODUCCIÓN:
TODO HIJO DE MADRE
CONFESIONES DE UN HIJO PRÓDIGO DE MARÍA
A pesar de mi piedad recién encontrada, sólo tenía quince años y estaba demasiado pendiente de quedar «guay».
Apenas unos meses antes, había dejado atrás varios años de delincuencia juvenil y había aceptado a Jesús como mi Señor y Salvador. Mis padres, que no eran unos presbiterianos particularmente devotos, se dieron cuenta del cambio que había dado y lo aprobaban de corazón. Si le había tocado a la religión mantenerme alejado de un arresto juvenil, bienvenida fuera.
El celo por mi nueva fe me consumía la mayor parte del tiempo. Un día de primavera, me di cuenta de que algo más me estaba consumiendo. Tenía una infección de estómago, con todos sus desagradables síntomas. Expliqué mi situación al profesor encargado de curso y me envió a la enfermería del colegio. Tras tomarme la temperatura, la enfermera me dijo que me echara mientras telefoneaba a mi madre.
Por lo que pude oír de la conversación, deduje que me iría a casa. Sentí un alivio inmediato y me quedé dormido.
Me desperté con un sonido cortante como una cuchilla. Era la voz de mi madre que rezumaba materna compasión.
«¡Ah!», dijo cuando me vio tumbado allí.
De repente, caí en la cuenta. Mi madre me va a llevar a casa. ¿Qué pasará si mis amigos la ven sacándome de la escuela?, ¿y si intenta echarme el brazo por encima? Seré el hazmerreír...
La humillación estaba a las puertas. Ya podía oír a los compañeros que se burlaban de mí. ¿Viste a su madre secándole la frente?
Si hubiese sido católico, habría descrito los siguientes quince minutos como un purgatorio. Para mi imaginación evangélica, se trataba del mismísimo infierno. Aunque miraba fijamente al techo que tenía sobre la camilla de la enfermería, todo lo que podía ver era un largo e insoportable futuro como «el niño de mamá».
Me senté para estar cara a cara ante una mujer que se me acercaba con una pena mayúscula. En realidad era su pena lo que me resultaba más repugnante. En toda compasión materna está implícito lo que necesita su «pequeño» chico; y tal pequeñez y necesidad no quedan nada «guay».
«Mamá, musité antes de que ella pudiera pronunciar palabra. ¿Qué te parece si sales por delante de mí? No quiero que mis amigos te vean llevándome a casa».
Mi madre no dijo palabra. Se dio la vuelta, dejó atrás la enfermería, salió del colegio y se fue directamente al coche. Desde ese lugar, me fue mimando hasta casa, preguntándome cómo me sentía y asegurándose de que me iría a la cama con los remedios habituales.
¡Por los pelos...!, pero estaba totalmente seguro de que había escapado con mi imagen de «tío guay» intacta. Me quedé dormido con una paz casi perfecta.
No fue hasta esa noche cuando volví a pensar en mi quedar «guay». Vino mi padre al cuarto, para ver cómo me sentía. Bien, le dije. Entonces me miró con seriedad.
«Scottie, dijo, tu religión no vale mucho si se queda en meras palabras. Tienes que pensar en cómo tratas a los demás». A continuación vino el golpe de gracia: «nunca más te avergüences de que te vean con tu madre».
No necesitaba más explicaciones. Me di cuenta de que papá tenía razón y me llené de vergüenza por haberme avergonzado de mi madre.
ADOLESCENTES ESPIRITUALES
Pero, ¿no es eso lo que pasa con muchos cristianos? Cuando Jesús estaba a punto de morir en la cruz, en su última voluntad y testamento, nos dejó una madre. «Cuando Jesús vio a su madre y al discípulo a quien amaba junto a Ella, dijo a su madre: “Mujer, ¡ahí tienes a tu hijo!” Entonces dijo al discípulo: “¡Ahí tienes a tu madre!” Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19, 26-27).
Nosotros somos sus discípulos amados, sus hermanos pequeños (cf. Hb 2, 12). Su casa del cielo es nuestra, su Padre es nuestro, y su madre es nuestra. Pero ¿cuántos cristianos la reciben en su casa?
Más aún, ¿cuántas iglesias cristianas están cumpliendo la profecía del Nuevo Testamento de que «todas las generaciones» llamarían «bienaventurada» a María (Lc 1, 48)? La mayoría de los ministros protestantes —y en esto hablo por propia experiencia— evitan hasta mencionar a la madre de Jesús, por miedo a ser acusados de criptocatolicismo. A veces los miembros más celosos de sus congregaciones han sido influenciados por exaltadas polémicas anticatólicas. Para ellos, la devoción mariana es una idolatría que coloca a la Virgen entre Dios y el hombre y enaltece a María a expensas de Jesús. Podrás encontrar iglesias protestantes dedicadas a San Pablo, San Pedro, Santiago o San Juan... pero difícilmente una dedicada a Santa María. Encontrarás con frecuencia pastores que predican sobre Abrahán o David, antepasados lejanos de Jesús, pero casi nunca escucharás un sermón sobre María, su madre. Lejos de llamarla bienaventurada, la mayoría de las generaciones protestantes se pasan la vida sin llamarla de ninguna manera.
No se trata sólo de un problema protestante. Demasiados cristianos católicos y ortodoxos han abandonado la rica herencia de devociones marianas que poseen. Están acobardados ante las polémicas de los fundamentalistas, avergonzados por las sonrisitas de teólogos del disenso, o achantados por sensibilidades ecuménicas bienintencionadas pero descaminadas. Se alegran de tener una madre que reza por ellos, les prepara la comida y cuida la casa; sólo que les gustaría que estuviera fuera de la vista cuando haya cerca otros que no van a comprender.
«MARY, MARY, QUITE CONTRARY»[1]
Yo también he sido culpable de esta negligencia filial... no sólo con mi madre de la tierra, sino también con mi madre en Jesucristo, la Bienaventurada Virgen María. La senda de mi conversión me llevó de la delincuencia juvenil a ser ministro presbiteriano. A lo largo del camino, tuve mis momentos antimarianos.
Mi primer encuentro con la devoción mariana tuvo lugar cuando murió mi abuela Hahn. Había sido la única católica por ambas partes de mi familia: un alma tranquila, humilde y santa. Como yo era el único miembro religioso de la familia, al morir ella, mi padre me dio sus objetos religiosos. Los miré con horror. Agarré su rosario y lo destrocé totalmente, diciendo: «Dios, líbrala de las cadenas del catolicismo que la han tenido atada». Lo decía tan en serio como actuaba. Veía al Rosario y a la Virgen María como obstáculos que se interponían entre la abuela y Jesucristo.
Incluso a medida que me acercaba lentamente a la fe católica —movido inexorablemente por la verdad de una doctrina tras otra— no lograba aceptar la enseñanza mariana de la Iglesia.
La prueba de su maternidad habría de llegar, para mí, únicamente cuando tomé la decisión de empezar a ser hijo suyo. A pesar de los poderosos escrúpulos de mi formación protestante —recuerda que unos años antes había roto el rosario de mi abuela—, un día tomé un rosario y empecé a rezarlo. Rezaba por una intención muy personal y aparentemente imposible. Al día siguiente, volví a cogerlo, y al día siguiente y al siguiente. Pasaron meses antes de que me diera cuenta de que aquella intención mía, aquella situación en apariencia imposible, se había resuelto desde el día en que recé el Rosario por primera vez. Mi petición había sido concedida.
DE AQUÍ A LA MATERNIDAD
Desde ese momento, conocí a mi madre; conocí verdaderamente cuál era mi hogar en la familia de la alianza de Dios: sí, Cristo era mi hermano. Sí, me había enseñado a rezar «Padre nuestro». Ahora, en mi corazón, aceptaba su mandato de mirar a mi madre.
Con este libro me gustaría compartir esa mirada —y sus inquebrantables fundamentos escriturísticos— con cuantos cristianos quieran escucharme, piadosamente, con mente abierta. Me gustaría dirigirme de modo particular a mis compañeros católicos, porque muchos de nosotros necesitamos volver a descubrir a nuestra madre, descubrirla por vez primera, o quizá verla con nuevos ojos. Hasta los que se mantienen fieles a la Madre de Dios pueden hacerlo, a veces, de forma innecesariamente defensiva: apoyan a su madre de manera desafiante, aunque apenas puedan dar un mínimo sentido bíblico a sus devociones. Se aferran a unos cuantos pasajes del Nuevo Testamento como a una especie de último recurso mariano. Estos buenos católicos —aunque ciertamente reverencian a su madre— no comprenden plenamente su significado dentro del plan divino.
María llena las páginas de la Sagrada Escritura desde el principio del primer libro hasta el final del último. En el plan de Dios, estaba presente desde el comienzo de los tiempos, al igual que los apóstoles, la Iglesia y el Salvador; y lo estará también en el momento en que se cumplan todas las cosas. Mientras tanto, su maternidad es un descubrimiento que está a la espera de que se haga. Cuando aún era protestante, y aspirante a profesor de Sagrada Escritura, me propuse en cierta ocasión investigar la maternidad y la paternidad en la Biblia. Encontré cientos de páginas de estudios excelentes sobre paternidad, patriarcado, etcétera... pero tan sólo unos pocos párrafos acerca de la maternidad, matriarcado o condición de las madres.
¿Qué es lo que pasa? Quizá la maternidad nos resulte tan poco conocida y apreciada, porque nuestras madres están demasiado unidas a nosotros. Los niños, por ejemplo, no pueden comprender que «madre» es una entidad separada, hasta que tienen varios meses de edad. Algunos investigadores dicen que no llegan a darse cuenta del todo hasta que son destetados. No estoy seguro de que podamos nunca distanciarnos psíquicamente de nuestras madres... aunque de quinceañeros las hagamos caminar unos pasos por delante de nosotros.
EN MARCHA
Hagamos, pues, este descubrimiento juntos. Caminemos con el Pueblo de Dios a través de los momentos de la creación y de la caída..., y de la promesa de la redención, desde la entrega de la Ley hasta el establecimiento de un reino. A cada paso encontraremos la promesa de una patria, que incluye una deslumbrante reina que es también una madre para su pueblo. A cada paso encontraremos la promesa de un hogar, con una madre que es también poderosa intercesora para sus hijos. En la etapa más importante, encontraremos una reina madre, que llena por sí sola el reino de Cristo y su casa.
Aunque pienses que debes emprender este viaje unos cuantos pasos por detrás —a cierta distancia de la madre más bendita de la historia—, te ruego que sigas caminando conmigo, y con María, hacia nuestro común destino, nuestra casa común de la Jerusalén celestial.
[1] Hemos dejado este título sin traducir, pues corresponde al primer verso de una popular canción infantil. Es característico de Scott Hahn dividir los capítulos mediante subtítulos llamativos, que no guardan mucha relación con el contenido. Al traducirlos al español, muchos de ellos pierden la fuerza evocadora o provocadora que tienen en inglés. Así, por ejemplo, «Huellas de amor» (p. 30) está en lugar de «Traces of love, long ago», de la canción Traces de Gloria Estefan; «Seamos metafísicos» (p. 27) traduce el original «Let’s get metaphysical», conocido tema instrumental de David Gilmour; «María tuvo un hombrecillo» (p. 57) es una variante de otra canción infantil («Mary had a little lamb/man»). A veces el porqué de un subtítulo estriba en el juego de la homofonía (lógicamente en inglés): «Justin Time» con just in time («Los tiempos de Justino», p. 47), «Ark the herald angels sing», con Hark, the herald angels sing (un famoso villancico, que no hace referencia a un arca: p. 56). Aunque el efecto sorpresa de estos subtítulos está matizado por la imposibilidad de traducirlos, el lector español puede hacerse una idea con algunos que lo evocan aun traducidos, como, por ejemplo: «Cutting the Umbiblical Cord» (p. 40), «Fetal Attraction» (p. 95; que juega con el título de la película Fatal Attraction), «The Mediatrix is the Message» (p. 118; remedo de El medio es el mensaje, de Marshall Mc Luhan), etc. (n. del tr.).