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CAPÍTULO I

MI TIPO DE MADRE

LA LÓGICA DE AMOR DE LA MATERNIDAD DE MARÍA

Las madres son las personas más difíciles de estudiar. Se escapan a nuestro examen. Por naturaleza y por definición, son relacionales. Se las puede considerar como madres únicamente con relación a sus hijos. Es ahí adonde dirigen su atención, y ahí es donde querrían concentrar la nuestra.

La naturaleza mantiene tan unidos a la madre y al hijo que, en los nueve primeros meses de vida, casi no se distinguen como individuos. Sus cuerpos están hechos el uno para el otro. Durante el embarazo, comparten la misma comida, sangre y oxígeno. Después del parto, la naturaleza sitúa al hijo ante el pecho de la madre para alimentarse. Los ojos del neonato apenas pueden ver más allá que para mantener contacto visual con mamá[1]. Los oídos del recién nacido pueden percibir claramente los latidos del corazón de su madre y los tonos agudos de la voz femenina. La naturaleza ha hecho que incluso la piel de la mujer sea más suave que la del marido, más adecuada para acunar la sensible piel de un bebé. La madre, en cuerpo y alma, apunta más allá de sí misma, hacia su hijo.

Pero por más unidos que nos mantenga la naturaleza a nuestras madres, siguen siendo misteriosas para sus hijos. Continúan siendo un misterio. En palabras del padre Brown de G. K. Chesterton: «a veces algo puede estar demasiado cerca para verlo».

Como Madre de Dios, María es la madre por excelencia. Por eso, si todas las madres se nos escapan, Ella más aún. Si todas las madres se dan a sí mismas, Ella todavía más. Si todas las madres apuntan más allá de sí mismas, María en mucho mayor grado.

En tanto que verdadera madre, María considera que ninguna de las glorias que posee le pertenece. A fin de cuentas, Ella señala hacia fuera de sí, tan sólo está cumpliendo órdenes de Dios: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Incluso cuando reconoce sus excelsos dones, reconoce que son dones: «todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1, 48). Por su parte, el alma de María no se «magnifica» a sí misma, sino «al Señor» (Lc 1, 46).

¿Cómo, pues, podremos acercarnos a este escurridizo tema, si Ella ha de ser siempre relacional?, ¿cómo podemos empezar a estudiar a esta mujer que siempre desvía la atención de sí misma hacia su Hijo?

SEAMOS METAFÍSICOS

Para entender a la Madre de Dios, debemos empezar por Dios. Toda mariología, toda devoción mariana, tiene que comenzar por una sólida teología y una fe firme en el Credo. Todo lo que hace María, y todo lo que es, deriva de su relación con Dios y de su correspondencia al plan divino. Ella es su madre, su esposa, su hija, su sierva. No podemos empezar a conocerla si, primeramente, no tenemos nociones claras sobre Él: sobre Dios, su providencia y la relación con su Pueblo.

Y eso no es tan sencillo como alguna gente querría hacernos creer. A fin de cuentas, dependemos del lenguaje que engarza con nuestra imaginación y hace comprensibles cosas invisibles, bien por comparación con las cosas que vemos: Dios es ilimitado, como el cielo; ilumina, como el fuego; está en todas partes, como el viento. O bien oponiendo cualidades de Dios con nuestras propias cualidades: somos finitos, pero Él es infinito; nuestro poder es limitado, pero Él es omnipotente.

A conocerle por analogía y por oposición es a todo lo más que alcanza la mayoría de la gente en su consideración de Dios... y hasta donde llegan, expresan cualidades verdaderas. Pero no van muy allá. Dios es espíritu puro, y todas nuestras analogías terrenas se quedarán cortas al pretender describirle como realmente es.

La teología es el modo por el que nos acercamos a Dios en sus propios términos, más que en los nuestros. Por tanto, aunque no es un camino fácil de recorrer, no podemos profundizar en nuestra fe, si no estamos dispuestos a asumir en cierto grado la tarea teológica.

La verdad última acerca de Dios no puede depender de nada más que de Dios. No podemos definirle en términos de algo contingente, como sucede en las analogías con la creación. Dios no depende de la creación para su identidad. Incluso su título de creador es algo relativo y no absoluto. Aunque es eterno y es creador, no es el eterno creador. La creación es algo que tiene lugar en el tiempo y Dios transciende el tiempo. Por tanto, aunque la creación es algo que Dios hace, no define quién es. Lo mismo sucede con la redención y la santificación. Aunque Dios es redentor y santificador, estos títulos no definen su identidad eterna, sino más bien alguna de sus obras. Los términos «creador», «redentor», «legislador» y «santificador» dependen del mundo... de algo que necesita ser creado, redimido, gobernado y santificado.

CUÁL-ES-SU-NOMBRE

Entonces, ¿cómo podemos conocer a Dios tal como es? Primeramente, porque se nos ha revelado. Nos ha dicho su identidad eterna: su nombre. Al final del Evangelio de San Mateo (28, 19), Jesús manda a sus discípulos bautizar «en el nombre» de la Santísima Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Date cuenta de que no habla de éstos como si fueran tres títulos, sino como de un nombre en singular. En la cultura del antiguo Israel, el nombre de uno equivalía a su identidad. Este nombre singular, por tanto, revela quién es Dios desde toda la eternidad: es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Al llegar aquí podrías objetar razonablemente que se trata de títulos que dependen de la creación. ¿Acaso «Padre» e «Hijo» no son meras analogías con las funciones familiares que encontramos en la tierra?

No. En realidad, es precisamente al revés. Más bien esas funciones terrenas de padre e hijo son metáforas vivas de algo divino y eterno. Dios mismo es, de alguna manera, una familia eterna y perfecta. Juan Pablo II lo expresó adecuadamente: «Dios en su misterio más íntimo no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia, que es el amor»[2].

¿Lo has captado? Dios no es como una familia: es una familia. Desde la eternidad, sólo Dios posee los atributos esenciales de una familia, y sólo la Trinidad los posee en su perfección. Los hogares de la tierra tienen estos atributos, pero imperfectamente.

LA DIVINIDAD ES, COMO LA DIVINIDAD OBRA

Pero la trascendencia de Dios no deja a la creación sin ninguna pista de Él. La creación nos dice algo acerca de su creador. Una obra de arte siempre revela un rastro del carácter del artista. Por eso, podemos aprender más acerca de quién es Dios, observando lo que hace.

El proceso funciona también a la inversa. Podemos aprender más acerca de la creación, la redención y las obras de Dios, estudiándolas a la luz de la auto-revelación divina. Puesto que la Trinidad revela la dimensión más profunda de quién es Dios, revela también el sentido más profundo de lo que hace Dios. El misterio de la Santísima Trinidad es «el misterio central de la fe y de la vida cristiana», dice el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 234). «Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina». Por tanto, nuestra comprensión de Dios como familia, afectará también profundamente a nuestra comprensión de todas sus obras. En todo lo que existe, podemos discernir —con los ojos de la fe— una intención familiar, que la tradición teológica llama «huellas de la Trinidad».

La reflexión sobre el misterio de Dios y sobre los misterios de la creación resulta, entonces, mutuamente enriquecedora. Dice el Catecismo: «las obras de Dios revelan quién es en sí mismo; e inversamente, el misterio de su Ser íntimo ilumina la inteligencia de todas sus obras. Así sucede, analógicamente, entre las personas humanas. La persona se muestra en su obrar y a medida que conocemos mejor a una persona, mejor comprendemos su obrar» (n. 236).

HUELLAS DE AMOR

Vislumbramos a Dios no sólo en el mundo, sino también —y especialmente— en las Sagradas Escrituras, que son las únicas inspiradas por Dios para expresar su verdad. El Catecismo prosigue explicando que Dios ha revelado «su ser trinitario» explícitamente en el Nuevo Testamento, pero que también ha dejado «huellas [...] en su Revelación a lo largo del Antiguo Testamento» (n. 237).

Así pues, el conjunto de las Escrituras puede verse como la historia de la preparación, y de la realización por parte de Dios, de su obra más grande: su definitiva auto-revelación en Jesucristo. San Agustín decía que el Nuevo Testamento está oculto en el Antiguo, y que el Antiguo está revelado en el Nuevo. Toda la historia ha consistido en preparar al mundo para el momento en que la Palabra se hizo carne, en que Dios se hizo una criatura humana en el seno de una joven virgen de Nazaret.

Como Jesucristo, la Biblia es única. No hay otro libro que pueda reivindicar de verdad que tiene autores humanos y un autor divino, el Espíritu Santo. Jesucristo es la Palabra de Dios encarnada, plenamente divino y plenamente humano... como todos nosotros, excepto en que no tiene pecado. La Biblia es la Palabra de Dios inspirada, plenamente divina y plenamente humana... como cualquier otro libro, excepto en que no tiene error. Tanto Cristo como la Sagrada Escritura son dados, dijo el Concilio Vaticano II, «para nuestra salvación» (Dei Verbum, n. 1).

Por eso, cuando leemos la Biblia, tenemos que leerla en dos niveles simultáneos. Leemos la Biblia en sentido literal como leemos cualquier otra literatura humana. Pero la leemos también en un sentido espiritual, descubriendo lo que el Espíritu Santo intenta decirnos a través de las palabras (cf. Catecismo, nn. 115-119).

Lo hacemos así a imitación de Jesús, porque ésta es la manera en que leía las Escrituras. Se refirió a Jonás (Mt 12, 39), Salomón (Mt 12, 42), el templo (Jn 2, 19), y la serpiente de bronce (Jn 3, 14) como «signos» que le prefiguraban. En el Evangelio de San Lucas, cuando nuestro Señor confortaba a los discípulos camino de Emaús, vemos que, «comenzando por Moisés y todos los profetas, les interpretó lo referente a Él en todas las Escrituras» (Lc 24, 27). Tras esta lectura espiritual del Antiguo Testamento, los corazones de los discípulos ardían en su interior.

¿Qué encendió este fuego en sus corazones? A través de las Escrituras, Jesús había iniciado a sus discípulos en un mundo que iba más allá de sus sentidos. Como buen maestro, Dios presentó lo que no era familiar en términos que resultaban familiares. Más aún, había creado lo relativo a la familia con este fin en la mente: moldear las personas e instituciones que pudieran prepararnos mejor para la venida de Cristo y las glorias de su reino.

APRENDIENDO TIPOLOGÍA

Los primeros cristianos siguieron a su Maestro, leyendo la Biblia de esa manera. En la Carta a los Hebreos, se describe el tabernáculo del Antiguo Testamento y sus rituales como «tipos y sombras de las realidades del cielo» (8, 5), y la Ley como una «sombra de los bienes que han de venir» (10, 1). San Pedro, por su parte, hacía notar que Noé y su familia «fueron salvados a través del agua» y que «esto prefiguraba el Bautismo, que os salva ahora» (1 Pe 3, 20-21). La palabra de Pedro que hemos traducido por «prefiguraba» es exactamente la palabra griega que significa «tipificar» o «hacer un tipo». El apóstol San Pablo, por su parte, describía a Adán como «tipo» de Jesucristo (Rm 5, 14).

Entonces, ¿qué es un tipo? Tipo es una persona, lugar, cosa o acontecimiento real del Antiguo Testamento que prefigura algo más grande del Nuevo Testamento. De «tipo» proviene la palabra «tipología», el estudio de las prefiguraciones de Cristo en el Antiguo Testamento (cf. Catecismo, nn. 128-130)[3].

Debemos subrayar que los tipos no son símbolos de ficción. Son literalmente detalles históricos verdaderos. Cuando, por ejemplo, San Pablo interpretaba el relato del hijo de Abrahán como «una alegoría» (Gal 4, 24), no pretendía decir que nunca hubiera ocurrido en realidad; estaba afirmándolo como algo histórico, pero como una historia que ocupa un lugar en el plan de Dios, una historia cuyo significado quedó claro sólo después de su cumplimiento final.

La tipología nos desvela muchas más cosas aparte de la persona de Cristo; nos habla también del cielo, la Iglesia, los apóstoles, la Eucaristía, los lugares del nacimiento y muerte de Jesús, y la persona de la madre de Jesús. De los primeros cristianos aprendemos que el templo de Jerusalén prefiguraba la morada celestial de los santos en la gloria (2 Cor 5, 1-2; Ap 21, 9-22); que Israel prefiguraba la Iglesia (Gal 6, 16); que los doce patriarcas del Antiguo Testamento prefiguraban los doce apóstoles del Nuevo Testamento (Lc 22, 30); y que el arca de la alianza era tipo de la Virgen María (Ap 11, 19; 12, 1-6.13-17).

Además de los tipos del Antiguo Testamento tratados explícitamente en el Nuevo Testamento, hay muchos otros implícitos, pero obvios. Por ejemplo, el papel de San José en la infancia de Jesús tiene claramente como telón de fondo el papel del patriarca José en la temprana vida de Israel. Los dos llevan el mismo nombre; ambos son descritos como «recto», o «justo»; reciben revelaciones en sueños; ambos se ven desterrados a Egipto; y los dos entran en escena a fin de preparar el camino de un acontecimiento mayor: en el caso del patriarca José, el éxodo guiado por Moisés, el Libertador; en el caso de San José, la redención efectuada por Jesús, el Redentor[4].

Los tipos marianos abundan en el Antiguo Testamento. Encontramos a María prefigurada en Eva, la madre de todos los vivientes; en Sara, esposa de Abrahán, que concibió milagrosamente a su hijo; en la reina madre de la monarquía de Israel, que intercedía ante el rey en favor del pueblo de la tierra; y en otros muchos lugares, de otras muchas maneras (por ejemplo, Ana y Ester). El tipo más explícitamente mencionado en el Nuevo Testamento, el arca de la alianza, lo trataré con mayor detalle en un capítulo propio. En este momento quiero señalar simplemente que, al igual que el arca primitiva fue hecha para portar la antigua alianza, la Virgen María fue creada para llevar la nueva alianza.

COSAS DE FAMILIA

Esa nueva alianza, traída al mundo por la Santísima Virgen María, es la que lo cambia todo en nuestras vidas —en la mía y en la tuya— y en la historia humana. En efecto, todos los encuentros decisivos entre Dios y el hombre están marcados por alianzas. La relación de Dios con Israel quedó definida por una alianza, como lo fueron sus relaciones con Adán, Noé, Abrahán, Moisés y David. Jesús mismo habló de su sacrificio redentor como la nueva alianza en su Sangre (Lc 22, 20).

Oímos esas palabras en la Plegaria eucarística de la Misa, pero ¿nos paramos alguna vez a preguntarnos: qué es una alianza? Se trata de una pregunta absolutamente crucial, que nos lleva al corazón de la fe y de la vida cristiana. De hecho, nos lleva al corazón mismo de Dios.

¿Qué es una alianza?[5]. La cuestión nos devuelve a la realidad primordial que tratábamos al comienzo de este capítulo: la familia. En el antiguo Oriente medio, una alianza era un vínculo sagrado de parentesco, basado en un solemne juramento que introducía a alguien en una relación de familia con otra persona o tribu. Cuando Dios hizo su alianza con Adán, Noé, Abrahán, Moisés y David, fue invitando a entrar en su familia a un círculo cada vez más amplio de personas: primero una pareja, después una familia, después una nación y finalmente el mundo entero.

Sin embargo, todas aquellas alianzas se rompieron a causa de la infidelidad y del pecado del hombre. Dios permaneció constantemente fiel; no así Adán, ni Moisés, ni David. De hecho, la historia sagrada nos lleva a concluir que sólo Dios guarda las promesas de la alianza. Entonces, ¿cómo podrá la humanidad cumplir la parte que le corresponde de una alianza, de forma que dure por siempre? Sería preciso un hombre sin pecado y tan fiel como Dios. Por eso, para la nueva y eterna alianza, Dios se hizo hombre en Jesucristo y Él estableció la alianza por la cual entramos a formar parte de su familia: la familia de Dios.

Esto entraña más que un mero compañerismo con Dios. Pues «Dios en su misterio más íntimo es [...] una familia». Dios mismo es Padre, Hijo y el Espíritu de Amor... y los cristianos son elevados a la vida de esa familia. En el bautismo somos identificados con Cristo, bautizados en el nombre trinitario de Dios; asumimos su nombre de familia y así llegamos a ser hijos en el Hijo. Somos introducidos en la vida misma de la Trinidad, donde podemos vivir enamorados para siempre. Si Dios es familia, el cielo es hogar[6]; y con Jesús, el cielo ha venido a la tierra.

LA FAMILIA MÁS FUNCIONAL

La familia de la alianza divina es perfecta, no le falta nada. La Iglesia mira a Dios como Padre, a Jesús como hermano, y al cielo como su casa. ¿Qué falta entonces?

En verdad, nada. Toda familia necesita una madre; sólo Cristo podía escoger a la que sería suya, y la escogió providencialmente para toda su familia de la alianza. Ahora, todo lo que tiene lo comparte con nosotros. Su vida divina es nuestra; su casa es nuestra casa; su Padre es nuestro Padre; sus hermanos son nuestros hermanos; y, también, su madre es nuestra madre.

Una familia resulta incompleta sin una madre amorosa. Las iglesias cristianas separadas que disminuyen el papel de María inevitablemente terminan por dar la sensación de un pisito de soltero: masculino a más no poder; ordenado, pero no hogareño; funcional y productivo... pero con poco sentido de la belleza y la poesía.

Todas las Escrituras, todos los tipos, la creación entera y nuestras necesidades humanas más profundas nos dicen que ninguna familia debería ser de esa manera... y ciertamente no la familia de Dios establecida por la alianza. Los apóstoles lo sabían y esa fue la razón por la que estuvieron juntos con María en Jerusalén el día de Pentecostés. Las primeras generaciones cristianas lo sabían y por eso pintaron su imagen en las catacumbas y le dedicaron iglesias.

En los iconos más antiguos de María, casi siempre se la retrata sosteniendo a su hijo pequeño: dándole siempre al mundo, como en el capítulo 12 del Apocalipsis. Como verdadera madre, habitualmente se la retrata señalando a su hijo, pero dirigiendo la mirada hacia los espectadores, sus otros hijos. Cuida maternalmente de su hijo —puesto que un niño pequeño no puede mantenerse en pie por sí mismo—, al tiempo que cuida como madre a sus hijos que están en el mundo y nos atrae junto a Él.

[1] Cf. Herbert Ratner, M.D., «The Natural Institution of the Family», en Child and Family 20 (1988) 89-106.

[2] Juan Pablo II, Homilía 28 enero 1979, en CELAM, Puebla, Edica, Madrid 1979, pp. 46-47. Cf. también Antoine E. Nachef, The Mystery of the Trinity in the Theological Thought of Pope John Paul II, Peter Lang, Nueva York 1999, pp. 49-62; Bertrand de Margerie, S. J., The Christian Trinity in History, St. Bede’s Publications, Still River, Mass., 1982, pp. 274-324.

[3] Sobre la tipología y los sentidos literal y espiritual de la Sagrada Escritura, cf. Mark Shea, Making Senses Out of Scripture: Reading the Bible as the First Christians Did, Basilica Press, San Diego 1999; Ignace de la Potterie, S. J., «The Spiritual Sense of Scripture», Communio 23 (1996), 738-756; William Kurz, S. J. y Kevin Miller, «The Use of Scripture in the Catechism of the Catholic Church», Communio 23 (1996), 480-507; Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, L.E.V., Città del Vaticano 1993, pp. 71-78; Leonhard Goppelt, Typos: The Typological Interpretation of the Old Testament in the New, Eerdmans, Grand Rapids, Mich., 1982; R.M. Davidson, Typology in Scripture, Andrews University Press, Berrien Springs, Mich., 1982; G.W.H. Lampe y K.J. Woollcombe, Essays on Typology, S.C.M. Press, London 1957; Jean Daniélou, The Bible and the Liturgy, University of Notre Dame Press, Notre Dame, Ind., 1956.

[4] Raymond Brown, S.S., El nacimiento del Mesías, Cristiandad, Madrid 1982, p. 23.

[5] Sobre la naturaleza familiar de las relaciones y obligaciones de la alianza en el antiguo Israel, cf. Frank Moore Cross, «God as Divine Kinsman: What Covenant meant in Ancient Israel», en Biblical Archaeology Review jul/ag (1999), 32-33, 60; idem, «Kinship and Covenant in Ancient Israel», en From Epic to Canon: History and Literature in Ancient Israel, Johns Hopkins University Press, Baltimore 1998, pp. 3-21; Scott Hahn, A Father Who Keeps His Promises: God’s Covenant Love in Scripture, Servant, Ann Arbor 1998; idem, Kinship by Covenant: A Biblical-Theological Study of Covenant Types and Texts in the Old and New Testaments, Tesis doctoral, Marquette University 1995; Paul Kalluveettil, Declaration and Covenant, Pontifical Biblical Institute Press, Roma 1982, p. 212; D. J. McCarthy, S. J., Old Testament Covenant: A Survey of Current Opinions, John Knox Press, Richmond, Va., 1972, p. 33.

[6] Sobre el punto de vista católico de la justificación como nuestra participación sobrenatural en la filiación divina de Cristo, cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1996-1997, y Sesión VI, cap. 4 del Concilio de Trento, en Heinrich Denzinger y Peter Hünermann, El magisterio de la Iglesia. Enchiridion Symbolorum definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Herder, Barcelona 1999, n. 1524. Véase también Richard A. White, «Justification as Divine Sonship» en Catholic for a Reason: Scripture and the Mystery of the Family of God, Emmaus Road, Steubenville, Ohio, 1998, pp. 88-105; M. J. Scheeben, Los misterios del cristianismo, Herder, Barcelona 1953, pp. 659-662.

Dios te salve, Reina y Madre

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