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Nazaret/Cafarnaún

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San Jerónimo solía llamar a la Tierra Santa el «quinto evangelio», y me parece a mí que tenía toda la razón. Visitar los lugares de los que se habla en los evangelios hace que ganen vida. Pero incluso sin poder visitarlos en persona, los diferentes sitios citados en los evangelios tienen un significado especial. La capilla del Centro Pastoral de Boston se llama capilla de Betania, porque era en Betania donde Jesús se sentía en casa, en la casa de sus queridos amigos Lázaro, Marta y María. Son las palabras de Marta, tomadas del evangelio de Juan, las que adornan la pared de la capilla de Braintree: Magister adest et vocat te («el Maestro está aquí y te llama»).

Cuando yo estudiaba en el seminario de San Fidel de Sigmaringa, también conocido cariñosamente como Escuela Agrícola Capuchina, formaba parte del grupo de los que el rector apodó como «los genesarenos». El padre rector se levantaba repetidamente a las dos de la mañana para ir al cementerio parroquial, porque nuestra piara tenía la costumbre de huir de la pocilga y, al igual que los cerdos poseídos por una legión de demonios se precipitaron al mar, los nuestros corrían a las frescas campas de los piadosos agricultores alemanes recién enterrados. Entonces, a media noche, vestidos apenas con nuestros pijamas y blandiendo bates de béisbol, conducíamos a los animales de vuelta a sus embarradas pocilgas.

Sea como sea, la Tierra Santa es el quinto evangelio. En la meditación de hoy me gustaría reflexionar sobre el significado teológico de dos localidades del evangelio.

Los evangelios dicen que la vida de Jesús comienza en Belén y termina en Jerusalén; sin embargo, pasa muy poco tiempo en estas dos ciudades. Durante la mayor parte de su vida, Jesús vivió en Nazaret y Cafarnaún, hasta el punto de ser conocido como «el Nazareno».

El evangelio que nos enseña a Jesús predicando su primer sermón en la sinagoga de Nazaret termina con una poderosa frase: «Hoy se cumple esta frase de la Escritura que acabáis de oír».

Si seguimos leyendo, el evangelio nos regala otro pequeño tesoro. Lucas comenta que «todos hablaban de él y se admiraban de las palabras llenas de sabiduría que salían de su boca».

Pero no hizo falta mucho para que cambiaran de discurso: «¿No es este el hijo de José? Todo lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún, hazlo también aquí, en tu tierra». Jesús responde diciendo que ningún profeta es bien recibido en su casa y pone como ejemplo a Elías y Eliseo, que obraron milagros con extranjeros.

Los españoles tienen un estupendo refrán para describir a alguien que está siempre cambiando de sitio con la esperanza cambiarse a sí mismo: «La fiebre no está en las sábanas». A veces, el contexto forma parte de lo que somos. En una expresión muy de Boston: You can take the boy out of Southie but you can’t take the Southie out of the boy, que es como decir que un chico puede salir del barrio, pero no se puede sacar el barrio de él.

¡Estos dos lugares, Nazaret y Cafarnaún, son tan importantes para la identidad y el ministerio de Jesús!... Después de Jerusalén, son las ciudades más citadas en los evangelios. Las Concordancias muestran que Nazaret es mencionada quince veces, y Cafarnaún, dieciséis.

Cafarnaún fue abandonada durante mucho tiempo, hasta el punto de que su localización se perdió. Pero fue redescubierta y, en 1894, la Custodia Franciscana de Tierra Santa adquirió tierras y continuó las excavaciones de la sinagoga y de la casa de Pedro, guiándose por las descripciones hechas por Egeria, peregrina del siglo IV.

Hace unos años visité Cafarnaún con un grupo de sacerdotes. Vimos las magníficas ruinas de la sinagoga construida por el centurión cuya oración repetimos en la liturgia: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa...». Ahí, en el mismo lugar en que Jesús pronunció el discurso sobre la eucaristía, citado en el capítulo 6 de Juan, se lee en voz alta el sermón del pan de vida.

Probablemente fue ahí, en esa sinagoga donde Jesús predicó tantas veces, donde también curó a la hija de Jairo, así como a la hemorroísa y al hombre de la mano seca.

Los evangelios nos dicen que María fue a Cafarnaún con Jesús después del milagro de las bodas de Caná, y nos describen su actividad en esa ciudad, todo lo que hizo a orillas del lago, y en particular en la sinagoga y en casa de Pedro y Andrés (Mc 1,2a).

Dicha casa no era solo el lugar donde vivía Jesús, sino que era de hecho una casa de formación para sus discípulos, bella y elocuente imagen de la Iglesia. Es el evangelista Marcos quien nos ilumina acerca del papel de la casa de Pedro en el ministerio de la Iglesia. Después de proclamar parábolas y otras enseñanzas a las multitudes, es en casa de Pedro donde Jesús se para a dar explicaciones, como en una clase particular.

En esta casa concurrían tantos discípulos que a veces era difícil entrar. En una ocasión, nuestra Señora y los apóstoles tuvieron que esperar fuera, y los amigos del paralítico tuvieron incluso que abrir un boquete en el tejado para conseguir acercar a su amigo hasta Jesús.

Me gusta imaginar la casa de Pedro en Cafarnaún como ese hospital de campaña del que habla el papa Francisco. Los evangelios nos cuentan que la gente traía desde muy lejos, y también de cerca, a los enfermos y afligidos hasta la puerta de la casa de Pedro.

Celebramos la misa en el lugar donde estuvo la casa de Pedro. Por las ruinas que aún existen, es evidente que los antiguos cristianos hicieron una iglesia doméstica de este espacio donde Pedro, Andrés, la suegra de Pedro y su familia amplia vivían con Jesús. La casa de Pedro era una colmena de actividad apostólica, de predicación, de sanación, de formación de ministros.

En Cafarnaún, como en nuestro ministerio, Jesús también experimenta la frustración, el fracaso, la desilusión. En cierto momento comenta incluso que si Sodoma y Gomorra hubiesen visto lo mismo que se estaba realizando en Cafarnaún, sus habitantes se habrían convertido hacía mucho.

Nuestras expectativas, nuestra esperanza de que las cosas salgan bien, tienen que estar condicionadas por la convicción de que uno siembra y otro recoge. No podemos tener siempre el consuelo de los frutos de nuestra labor.

Nuestro Cafarnaún puede ser muy difícil. Como suelo decir, ser un católico en Boston es como participar en un deporte de lucha. Puede haber mucha desilusión y sufrimiento en Cafarnaún.

El período de treinta años en Nazaret comienza cuando Jesús regresa de su breve exilio en Egipto. Hablo de regreso, porque fue en Nazaret donde Jesús fue concebido en la anunciación. En la basílica, el lugar está marcado con una inscripción: Hic Verbum caro factum est.

Tras la muerte de Herodes, José lleva a María y al niño de vuelta a la tierra de Israel, pero, avisado en sueños de que Arquelao, hijo de Herodes, gobernaba en Judea, va a Galilea, a la ciudad de Nazaret, y así se cumplía lo que había sido dicho por boca del profeta: «Será llamado el Nazareno». A todos los efectos también podía haber sido llamado «el cafarnaeno».

Los dos polos de la vida de Jesús son Nazaret y Cafarnaún. Reflexionar sobre esta realidad tiene importantes implicaciones para nuestro propio ministerio.

Tres décadas de la corta vida de Jesús en la tierra se desarrollaron en Nazaret. Estos años constituyen un importante prefacio para lo que vino a continuación en su ministerio público. Para nosotros, a día de hoy, es evidente que la larga vida escondida de Jesús no fue un desperdicio, y que él no estaba en compás de espera. Al contrario, son un capítulo crucial de su paso por la tierra, parte de su identidad y misión.

En Nazaret tuve la alegría de visitar el monasterio de las clarisas donde Carlos de Foucauld fue jardinero y factótum. Bien que intenté que las hermanas también me dieran a mí ese trabajo, pero ellas dijeron que yo no tenía las facultades necesarias. En la homilía de la beatificación de Foucauld, el papa Benedicto XVI dijo que fue en Nazaret donde el beato Carlos descubrió la verdad sobre la humanidad de Jesús y nos invita a contemplar el misterio de la encarnación. El beato Carlos percibió que, al unirse a nosotros en nuestra humanidad, Jesús nos invita a la hermandad universal. Como sacerdote, el beato Carlos puso la eucaristía y el Evangelio en el corazón de su vida, las dos mesas de la Palabra y del pan, fuentes de la vida y misión cristianas.

En Nazaret acontece la kénosis de Jesús, su vaciarse en la encarnación. Jesús es enviado por el Padre a anunciar buenas noticias al mundo. Los largos y escondidos años de Nazaret son parte constitutiva del mensaje evangélico. Es allí donde Jesús asume la condición de pobre y transforma la vida diaria en lugar de encuentro con el Padre.

Nazaret es el sitio de la vida escondida de Jesús, de la vida corriente, un lugar para la vida de familia, de oración, de trabajo, de virtudes silenciosas, de hospitalidad, amistad, rutina, de la repetición banal de las tareas diarias y los quehaceres aburridos, y es también lugar de la comunidad que comparte, tanto las tristezas como las alegrías. Es el lugar de un estilo de vida sencillo, de servicio humilde y de amor recíproco.

En nuestra vida como obispos necesitamos Nazaret y Cafarnaún. Hay una tensión entre las dos, pero compete a cada uno de nosotros resolver esa tensión abrazando ambos aspectos de nuestra vocación.

Jesús pasó treinta años en Nazaret y tres en Cafarnaún –diez veces más en Nazaret que en Cafarnaún–. Nosotros, americanos, somos dados al activismo y nos sentimos más cómodos en Cafarnaún, pero sin Nazaret no se puede vivir bien en Cafarnaún.

Nazaret es ese lugar seguro donde se vive la intimidad de estar cerca de un pequeño círculo de amigos o familia que comparten nuestra fe e ideales. Nazaret es tiempo y espacio para hacer crecer nuestra relación con la eucaristía y la Palabra de Dios. Es en Nazaret donde nuestra intimidad con el Señor nos permite abrazar un estilo de vida sencillo y también el celibato, perseverar en el ministerio y afrontar el fracaso. Nazaret es ese oasis de oración y espiritualidad sin el que no es posible atravesar el desierto, llevar el tesoro de Dios a quienes esperan al otro lado, en Cafarnaún. Nazaret mantiene a Cristo en el centro de nuestra vida, su amistad se convierte en fuerza motora de todas nuestras acciones.

Nazaret tiene que ver con amistad, renovación personal, estudio, oración, con conocerse a sí mismo, con los propósitos que nacen de nuestro amor por el Evangelio.

Incluso estando en Cafarnaún, Jesús creaba «momentos Nazaret» en su vida: la oración bien entrada la noche, cuarenta días de retiro en oración y ayuno, horas gastadas en el huerto de los Olivos.

Sin Nazaret podemos entrar en torbellino y alejarnos de Dios y de nuestros hermanos. Sin Nazaret nos centramos demasiado en nosotros mismos, obsesionándonos con nuestra privacidad, nuestro tiempo, nuestros pasatiempos, las comodidades que usamos para compensar el celibato y otros sacrificios inherentes a nuestra vocación.

Es en Nazaret donde nos podemos alimentar con una vida de fe profunda capaz de vivir con pasión nuestro ministerio. Sin Nazaret, Cafarnaún puede volverse agotador, frustrante e incluso alienante.

Cafarnaún es el otro polo en nuestra vida. Es ministerio, amor pastoral, servicio, es dar la propia vida por el rebaño. Como en el evangelio, Cafarnaún tiene que ver con predicar el Evangelio y curar a los enfermos. En Cafarnaún, Jesús y los apóstoles quedan en casa de Pedro. El paradigma para la Iglesia es siempre la familia que incluye la familia del cónyuge, los fuera de la ley y siempre la suegra 1. La casa de Pedro viene equipada con una suegra que cocina para Jesús.

Cafarnaún muestra la predilección de Jesús por los enfermos y afligidos. Un pastor que quiera parecerse a Cristo ve siempre como una prioridad de su ministerio un especial compromiso con los que sufren. Nuestra misión es ser mensajeros de la Buena Noticia a los pobres, es liberar a los oprimidos de las duras circunstancias de su vida.

Nuestro plan pastoral debe subrayar la importancia de tejer comunidades que sean de hecho la familia de Cristo. Un pastor tiene que ser aquel que construye la unión en la vida de comunidad haciendo la unión de las personas con Dios y de unos con otros.

Cafarnaún es también el lugar para entrenar a las personas para el ministerio. Los apóstoles recibieron mucha de su formación en casa de Pedro. Una parte importante de nuestra tarea en Cafarnaún es la de promover tanto las vocaciones sacerdotales como los ministerios laicales, de manera que la Iglesia sea de hecho una comunidad que evangelice, que llame a las personas a ser evangelizadoras y animadoras de discípulos. La cultura del encuentro y el arte del acompañamiento de los que tanto habla el papa Francisco deben caracterizar nuestra experiencia de Cafarnaún.

Gran parte del esfuerzo de reclutamiento vocacional de Jesús se centra en la región de Cafarnaún. Fue allí donde llamó a Pedro, Andrés, Santiago, Juan y Mateo. Una parte de nuestra experiencia pastoral de Cafarnaún debe ser también la preocupación constante por promover vocaciones, desafiando a los jóvenes a considerar la hipótesis de una vocación.

Hace algunos años fui a la parroquia de mi infancia a celebrar su 70º aniversario. Había cuarenta sacerdotes concelebrando, todos ellos vocaciones surgidas de esa parroquia. En la archidiócesis tenemos las cenas de San Andrés, que se celebran cinco o seis veces al año, reuniones vocacionales donde reunimos a jóvenes para visitar el seminario, rezar Vísperas, escuchar el testimonio de seminaristas y participar en un diálogo conmigo. La idea viene del evangelio, que cuenta la vocación de Pedro en la que es Andrés quien lleva a Pedro hasta Jesús. A pesar de todos los problemas que tenemos, este mes vinieron cincuenta y un universitarios a un retiro vocacional en Boston, dispuestos a considerar una vocación. Los retiros vocacionales muestran claramente que hay comunidades que se toman muy en serio proponer a los jóvenes el sacerdocio y, por otro lado, hay otras parroquias que nunca mandan a nadie. Nuestra esperanza es que el proceso de planificación pastoral ayude a ver lo importante que es el ministerio vocacional para el futuro de la Iglesia.

Para un obispo tiene que ser una prioridad pastoral invitar a los chicos a considerar la vocación sacerdotal. Todos los estudios indican que una invitación tiene un enorme impacto cuando es realizada por parte de un cura o un obispo. Como esa llamada era una de las principales preocupaciones de Jesús en Cafarnaún, así también debe ser una prioridad de nuestro ministerio diario en Cafarnaún. De esta manera, nos ocupamos no solo de las necesidades pastorales presentes de nuestros feligreses, sino también de las necesidades futuras de la comunidad de fe.

Nazaret y Cafarnaún tienen que ser constantes en la vida de un obispo. A medida que vamos viviendo, recibimos nuevas oportunidades para pasar más tiempo en Nazaret y dedicar más tiempo a la adoración y oración para que, como hicieron Aarón y Hur, podamos sostener levantados los brazos de Moisés. Nuestra oración nos permite seguir contribuyendo a la vida de fe de la Iglesia. En el bonito episodio de la presentación en el Templo vemos a María con el Niño y con José y las tórtolas, pero también vemos a los ancianos en oración, dando testimonio y ánimo.

Ellos son también protagonistas en la misión actual de la Iglesia. Simeón y Ana son signo de esperanza y fuente de fuerza espiritual para la Iglesia. Muchos de nuestros obispos y sacerdotes reformados me cuentan cuán fervorosamente rezan por la Iglesia. Su servicio sacerdotal continúa al modo del ministerio de Nazaret. Muchos de nuestros padres reformados, cuyo infatigable trabajo construyó las parroquias y los ministerios de nuestra archidiócesis, a medida que el centro gravitacional de su vida vuelve de Cafarnaún a Nazaret, son ahora los prayer warriors –guerreros de la oración–, cuya intercesión es fuente de vigor y de fuerza para nuestro presbiterio y nuestro pueblo.

Considero que la llamada del papa Francisco a abrazar una cultura del encuentro, así como el arte del acompañamiento, se refleja en la virtud de la hospitalidad, común a Nazaret y Cafarnaún. El Santo Padre nos anima a ser abiertos y acogedores. Una vez, el papa mencionó que cierta secretaria parroquial de la archidiócesis de Buenos Aires era conocida como la tarántula. Andrew Greeley, en su libro Catholic Revolution, sugería que los obispos, curas y personal de los servicios parroquiales hiciesen un curso en la cadena de hoteles Four Seasons para aprender con ellos cómo acoger, ser simpático y cautivar a quienes pretenden recibir los sacramentos. Según el padre Greenley, parece que, en lugar de eso, fuimos a pedir consejo a los burócratas de los servicios postales americanos –no sé cuál es el problema con nuestro Correos ni sé si en Portugal también tiene mala fama...–.

En sus cartas pastorales, Pablo describe los atributos necesarios de aquellos llamados al ministerio, y la hospitalidad es uno de esos atributos esenciales. Las epístolas están salpicadas de la urgencia de ser acogedor. La carta a los Hebreos dice: «Que el amor fraterno sea duradero. No olvidéis la hospitalidad, por la cual algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles» (Heb 13,1-2). Se trata sin duda de una alusión a Abrahán y Sara, que tan gratuitamente hospedaron a los tres desconocidos en el oasis de Mambré.

En la parábola del Juicio final, Jesús dice: «Fui forastero y me hospedasteis» (Mt 25,35b). Esos benditos ni siquiera sabían que estaban acogiendo a Jesús bajo un angustiante disfraz, por usar la expresión de la Madre Teresa.

Cuando invitamos a Cristo a venir a nuestra vida, y es de eso de lo que trata la hospitalidad de Nazaret, Cristo –que es el invitado– se convierte en el anfitrión, como hizo con los discípulos del camino de Emaús.

En la última cena, la primera eucaristía y la primera ordenación son precedidas por el más absoluto gesto de hospitalidad cuando Jesús lava los pies de sus discípulos. Nuestro planeamiento pastoral y nuestro esfuerzo de evangelización tendrán éxito en la medida en que nosotros, pastores, vivamos el espíritu de hospitalidad, ya sea de Nazaret, ya sea de la casa de Pedro en Cafarnaún.

La hospitalidad del Evangelio tiene que ver con acoger al extranjero y, como buen samaritano, hacer del extranjero objeto de nuestro amor, parte de nuestra comunidad, un auténtico hermano. La hospitalidad del Evangelio es siempre desinteresada. Cuando demos un banquete, dice Jesús, no invitemos solo a los vecinos ricos y a los amigos que pueden retribuir, sino invitemos a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos. Al invitarlos estamos invitando a Cristo, y seremos recompensados en la resurrección de los justos.

La hospitalidad tiene que ver con tejer relaciones y formar comunidad. En nuestras parroquias, la hospitalidad tiene que ser contagiosa, y debería comenzar por el espíritu de apertura y actitud acogedora del clero –que enseña más con el ejemplo y testimonio que con las palabras–.

Un fantástico sacerdote dijo una vez: «Las dos preguntas más gratificantes que un cura puede oír de alguien son: “Señor cura, ¿puede escuchar mi confesión?”, y: “Señor cura, ¿cómo puedo hacerme católico?”».

Cuando se visita un convento de las Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa, encontramos siempre, junto al crucifijo de la capilla, las palabras: Sitio («Tengo sed»). Cristo tiene sed de almas. El sacerdote, como el buen pastor, tiene prisa por traer a las ovejas de la periferia hacia el centro, donde puedan convertirse en protagonistas.

El sacerdote es siempre el hombre de la hospitalidad, acogiendo al hijo o la hija pródigos, vendando las heridas del extranjero abandonado a la orilla del camino medio muerto, alimentando a los hambrientos con pan, perdón y esperanza.

La hospitalidad de Nazaret, acogiendo a Cristo, dejando que la Palabra se haga carne en nuestros corazones, es lo que nos prepara para la hospitalidad de Cafarnaún, la hospitalidad del hospital de campaña.

No estamos solos, nuestro sacerdocio nos une a Cristo y unos a otros en una relación profunda y permanente. La ceremonia de ordenación en la que el presbiterio entero impone las manos sobre los recién ordenados y, después, da un paso al frente para darles un abrazo de paz, es un profundo y conmovedor signo de la hospitalidad que debemos practicar unos con otros, cuidando unos de otros, dándonos ánimo y ayudándonos. Cuando renovamos juntos nuestros votos sacerdotales, nos comprometemos a formar parte de un presbiterio de intención, hermanos de armas empeñados en vivir la hospitalidad de Nazaret y de Cafarnaún para que el amor del Buen Pastor se haga visible y presente, especialmente en las periferias. Para que la unción que compartimos pueda llegar a todo el pueblo de Dios y llenar sus corazones de esperanza y alegría.

Por ser el inglés una lengua con una ortografía tan difícil, en América hay un concurso llamado Spelling Bees, cuyo vencedor es quien sabe deletrear el mayor número de palabras correctamente, pasando por progresivos grados de dificultad. Aunque este conocimiento esté siendo relegado como basura de la era previrtual, siendo superado por el corrector del ordenador, yo no puedo evitar encontrar fascinante este juego. ¡Recientemente, una de las palabras consideradas «arcaicas», usadas en una final nacional del Spelling Bees, en Washington, fue «Cafarnaún»!

El diccionario Webster’s unabridged da una definición a la palabra «Cafarnaún»: gran confusión, desorden, embrollo; lugar marcado por una acumulación desordenada de objetos –como la multitud ante la casa de Pedro en Cafarnaún–. En el diccionario francés, la definición es parecida: «Lugar en desorden».

Estoy convencido de que nuestro ministerio puede ser Cafarnaún –un caos confuso y desordenado– si faltan los valores nazarenos de la contemplación, oración, amistad cercana, sentimiento de fraternidad. Hemos de vivir siempre con un pie en Nazaret y otro en Cafarnaún para ser sacerdotes según el corazón del Buen Pastor.

Se buscan amigos y lavadores de pies

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