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Jardín y poética

Como artificio, el jardín supone un doble problema de composición. En primer lugar, el artista o jardinero tendrá que sintetizar su imaginación con las condiciones del clima, del suelo y de la superficie del terreno para seleccionar las especies, combinar sus colores, texturas y volúmenes, determinar la cantidad y la distribución de los elementos, trazar los senderos y limitar los macizos, entre las muchas posibilidades que dispone la lengua del diseño de todo jardín. Sin embargo, el jardín, a lo largo de la historia de la cultura, supone también un problema a la hora de ser representado. Esta segunda composición está signada por una imposibilidad fenoménica que es marca de nacimiento de las consiguientes representaciones de aquel espacio. De acuerdo con Michael Jakob, el jardín, en su presentación, es una realidad fugitiva ante el ojo y la perspectiva panorámica tampoco garantiza la percepción del espacio como una totalidad:

todo jardín es, en el sentido radical del término, no representable… un jardín nunca puede ser aprehendido de un solo golpe, a la manera de un cuadro. Ninguna imagen o representación interior producida in situ podrá contener la totalidad-jardín, ninguna imagen podrá ser exhaustiva o verdaderamente representativa1.

Por consiguiente, la imagen capaz de dar cuenta totalmente de un jardín será aquella percibida por un observador que ha abandonado la perspectiva para obtener una vista a ojo de pájaro. Michael Jakob reconoce esa imagen ideal, por ejemplo, en Jardín meridional (fig. 1) de Paul Klee (1879-1940), pintura que simula ser más bien el plano de un jardín. De este modo, el pintor alemán “deconstruye la perspectiva en beneficio de la mezcla de varios modos de aparición de la realidad de algo que, con excesiva rapidez, identificamos con el término «jardín»”2.


Fig. 1. Paul Klee. Jardín meridional, 1914.

Acuarela sobre papel. 11,4 x 13,6 cm.

Colección Museo de Arte de Basilea.

Tal vez no sea una exageración afirmar que todas las representaciones de un jardín, sean estas pictóricas, fotográficas o verbales, se enfrentan a esta limitación o falla original: un sujeto que, dada su limitación perceptiva, ha establecido una relación fragmentaria con el espacio que se manifiesta. No obstante, cabe preguntarse por qué el conocimiento visual de un jardín es parcial, puesto que la presentación ante nuestros ojos de muchos otros espacios también podría serlo. Es posible que esta particularidad del jardín como objeto a representar tenga que ver con la tensa relación entre la naturaleza y el artificio. El jardín es una composición artificial que no es posible sin la naturaleza. Se opone a ella, pero al mismo tiempo la contiene o es su continuación. Es como si ambas realidades fuesen opuestas, pero al mismo tiempo cada una de ellas estaría “preñad[a] de su contrario”3 para usar la expresión con la cual Marshall Berman da cuenta de la contradictoria modernidad. El jardín primitivo provee de placer en la medida que se opone a una naturaleza caótica y amenazante. El jardín del claustro medieval remitía a otro mundo que no era el nuestro. El jardín humanista del Renacimiento, en cambio, traza una continuidad entre el mundo natural y el humano:

La variedad del mundo real es una variedad no querida, cruel, sin sentido. El jardín solo puede proponerse como fragmento de ella, para hacer visible un orden que no aparece necesariamente ante los ojos4.

Haciendo presente y visible un mundo variable, diverso, heterogéneo y muchas veces carente de sentido, el jardín inicial de la modernidad presta atención a ese mundo natural que no podemos dominar del todo ni siquiera visualmente. En este sentido, el jardinero humanista no tiene necesariamente un “ojo imperial”5, sino más bien un ojo razonado o una “vista razonada”6 como dirían Silvestri y Aliata. En suma, el jardín, en tanto cita de una naturaleza en parte ininteligible, contiene una dosis de indeterminación que podría poner en jaque la mímesis. En otras palabras, el jardín padece una herida abierta a esa dimensión de la naturaleza que ha escapado de nuestra percepción semiotizante. Como indica Pogue Harrison, los jardines:

no imponen, como se suele afirmar, un orden a la naturaleza: más bien, ordenan nuestra relación con ella. Es nuestra relación con la naturaleza la que define las tensiones al centro de las cuales no se encuentra solamente el jardín, sino la polis humana como tal7.

L’annunciazione (fig. 2) de Leonardo da Vinci (1452-1519) es un ejemplo elocuente acerca de un jardín que, al develar o transparentar su propio fondo de misterio y naturaleza, debilita su misma representación. Se trata de una pintura que en su particularidad podría expresar metapictóricamente aquel mensaje cifrado sobre la imposibilidad de una representación total. Su valor metapictórico guarda relación con el paisaje. A través de este género, el jardín expresa su imposibilidad y, al mismo tiempo, nos recuerda sus complicidades con el paisaje entendido no solo como pintura, sino también en todas sus amplias significaciones:

El jardín pretendió reunir los sentidos, pero la preeminencia de la pintura –la preeminencia del ojo, que también cubrió la arquitectura– no permitió la emergencia plena de otra forma de sensibilidad. Esta historia no puede desligarse de la conformación de la noción de paisaje, porque precisamente en este pasaje de jardín real a jardín representado, para luego construir imitando la representación pictórica, se jugó una de las apuestas más interesantes de la civilización europea8.


Fig. 2. Leonardo da Vinci. L’annunciazione, c. 1472. Témpera sobre madera. Galleria degli Uffizi. Florencia.

Ahora bien, el ejemplo dado es marginal, pese a que se trata de Leonardo de Vinci. En la obra del gran artista del quattrocento, en efecto, el paisaje equivale, por lo general, a un fondo, a una lejanía, aspecto no menor si consideramos la perspectiva y las reglas de proporción del Renacimiento: “En la dialéctica entre la lejanía y la cercanía, entre lo conocido y lo extraño, entre lo representable y lo evocable, se mueve la pintura del Renacimiento”9. Al ser situado en un segundo o tercer plano, el paisaje incorpora “toda la variedad del mundo”10 que no estaba contenida en el paisaje ameno o civilizado tan recomendado por Alberti (1404-1472) y, posteriormente, por Palladio (1508-1580) como lugar donde construir un edificio de bella arquitectura.

En L’annunciazione, Leonardo ha situado el hecho evangélico en un jardín cerrado, rompiendo la tradición iconográfica. Podría tratarse de un hortus conclusus que alude simbólicamente al cuerpo mariano siempre virgen. Se reconoce el espacio como un jardín gracias a un plano rectangular de hierba salpicada por flores en el cual el arcángel se ha posado y a los muros que lo encierran: el ángulo recto de la alta construcción y un muro bajo que se corta, generando una apertura cuya correspondencia en el primer plano es ocupada por la mano alzada del arcángel y por la flor que sostiene con su otra mano. No obstante, el espacio que hay tras el muro bajo también podría ser un jardín, pero esta vez un jardín abierto, espacio que el Renacimiento ya había imaginado:

La gran innovación del Renacimiento, en este ámbito, fue el jardín abierto, sobre el cual Leon Battista Alberti elaboró una teoría en su De re ædificatoria (1452). Su idea, nueva para la época, es que la casa y el jardín deben ser tratados como un todo y que el espacio verde, remodelado por el arquitecto, debe estar en armonía con el paisaje circundante y abrirse a él. La realización de Bramante respondía, al menos particularmente, a este programa11.

Sobre la superficie de este jardín abierto, crecen coníferas de diferentes especies cuyos volúmenes geométricos no corresponden a un ejercicio de abstracción de Leonardo, sino a una imitación fiel a la naturaleza. Se trata de un bosco que Jean Delumeau define como “los arreglos boscosos que crean una transición con el paisaje circundante”12. En efecto, no se trata de un “bosque natural”, puesto que tal combinación de diferentes especies de coníferas no se da tan fácilmente en la naturaleza. El dosel arbóreo tiene una singularidad. Pese a que las alas del arcángel impiden ver la totalidad del bosco conformada por trece árboles, podríamos inferir que el follaje de estos comienza más o menos a una altura dada por la línea de horizonte. Algunos un poco más abajo, otros un poco más arriba, el extremo superior de los troncos desnudos no se aleja de aquella línea. Por otro lado, el sotobosque es el único signo que indica que este bosque podría ser natural. El plano final, a su vez, está compuesto por agua, barcas, un pueblo y, para terminar, rocas y montañas de difusas tonalidades celestes, grises y de aquel azul “con que se disuelve el horizonte”13. En contraste con la nitidez de la escena principal, este paisaje evoca lo misterioso y lo extraño. Este paisaje es el fondo del jardín. En otras palabras, el paisaje de fondo es lo que circunda, circunscribe, amenaza, pero también posibilita el jardín.

Ese fondo de L’annunciazione podría ser descrito de la misma manera con la cual el poeta Rilke (1875-1926) se refiere al paisaje al cual la Mona Lisa da la espalda:

Nadie todavía ha pintado un paisaje que sea tan completamente paisaje y por tanto confesión y mirada personal como esta profundidad que se abre detrás de Mona Lisa. Como si todo lo que es humano estuviera contenido en su imagen infinitamente silenciosa, y como si todo el resto, todo lo que está por delante del hombre y que lo sobrepasa, estuviera contenido en estas relaciones misteriosas de montañas, de árboles, de puentes, de cielos y de agua. Este paisaje no es la imagen de una impresión, no es la opinión de un hombre sobre cosas inmóviles, es naturaleza por venir, mundo en gestación, tan ajeno al hombre como un bosque desconocido sobre una isla desierta14.

Es como si, en L’annunciazione, el misterio no radicara en la Encarnación del Verbo, sino en este mundo que no logramos habitar del todo: el paisaje pictórico, gracias a la representación, convierte la naturaleza que nos es lejana y extraña en un espacio familiar y, al mismo tiempo, el jardín donde la anunciación tiene lugar debe contener esa realidad extraña y, en cierta medida, invisible que, según Jackob, nos impide percibir visualmente su totalidad. En suma, el jardín podría ser definido como representación (ordenadora) de la naturaleza y, al mismo tiempo, una composición en la que ha irrumpido el caos desconocido de aquello que representa. Diríamos entonces que Leonardo, al pintar un paisaje, vuelve visible un misterio invisible que pertenece a este mundo y, a través de esta treta, convierte el paisaje en un jardín abierto “a la irrupción de lo infinito”15. El maestro del Renacimiento no fue indolente a este doble y contradictorio principio de constitución en el cual paisaje y jardín se vuelven una misma cosa. Al respecto, Luis Oyarzún (1920-1972), en su ensayo titulado “Arte e imagen del mundo en Leonardo” (1953), identifica una “sombría contemplación”16 en las observaciones del artista. En ella, las irrupciones de las sombras tras la luminosa percepción del mundo permiten la fusión y la anulación de las fronteras entre el cosmos y el caos, la cultura y la naturaleza, el misterio ininteligible y la representación, el paisaje y el jardín:

Como en la simbología de algunos místicos, la luz, condición del ver, se nos aparece en los fragmentos de Leonardo como el principio que origina la singularidad de las cosas, singularidad que él ama, y la oscuridad o la noche, en cambio, como el principio de su fusión, de la destrucción de los límites, que él ama también, pues goza sintiendo la unidad profunda de todas las esferas de lo real17.

La tensión existente entre el paisaje de fondo de L’annunciazione y el primer plano en el cual figuran la Virgen y el Arcángel no difiere tanto de lo que podemos apreciar en La Gioconda. Según Adolfo Couve,

[s]u dibujo se vuelve impreciso, el fondo penetra al motivo y el volumen es solucionado con una gradación paulatina, yendo desde la luz intensa, a través de una media tinta, hasta perderse en la sombra profunda18.

¿No sucede acaso algo similar en la pintura que representa el pasaje evangélico? El fondo, ese paisaje misterioso por cuanto es cubierto por una niebla azulada que desdibuja el contorno de las cosas, ha invadido el plano del jardín no para alterar sus dibujos ni la nitidez de sus colores, sino más bien para indicar que lo que ahí sucede es misterio no sujeto a una total visualización.

La técnica pictórica de Leonardo, el esfumado, también guarda relación con tal misterio, puesto que refleja la impresión del sujeto ante un mundo lejano que habrá de conocerse:

Paradójicamente, el esfumado leonardesco, sus fondos de rocas y los paisajes neblinosos de vastas llanuras, no representan para nosotros la nitidez de la razón sino el misterio en que se mueve aún el mundo… la novedad técnico-productiva se convierte en belleza oscura, las flores y los árboles aparecen en este clima como signos extraños19.

Extrañeza, misterio y oscuridad de la naturaleza que se hacen presentes en un jardín impiden la representación total de este artificio.

Sin embargo, podríamos también suponer en Leonardo el deseo de una mímesis absoluta: una representación que goza de totalidad al superar los límites de la percepción subjetiva y, por ende, de la perspectiva. Relativizar el poder de la perspectiva cuando nos referimos al Renacimiento es un gesto riesgoso. En efecto, este modo de composición y visión rigió no solo gran parte de la pintura, sino también el arte de los jardines. Al respecto, Javier Maderuelo se refiere a “la mirada perspectiva en el jardín”, dando como ejemplo el palazzo Piccolomini en Pienza:

Algunos de estos nuevos jardines no sólo han prescindido de las plantas productivas, sino que empiezan a ubicarse en el interior de los palacios urbanos, perdiendo, además, el carácter rústico que es propio del huerto para pasar a entenderse como una prolongación de las construcciones arquitectónicas, a las que responde configurando ejes y calles que continúan el ritmo pétreo de pilastras y ventanas con formas vegetales que, desde el plano del suelo, se elevan en líneas verticales y en muros de verzura20.

Pese a lo anterior, los mapas de las posesiones de César Borgia confeccionados por Leonardo nos indican la ilusión del artista por un tipo de representación que era necesaria para una sofisticación territorial: “la precisión de todos ellos anticipa la cartografía moderna, solucionando el pasaje de la perspectiva al plano de terreno”21. Así como Klee, a la luz de Michael Jakob, hace abandono de la perspectiva para optar formalmente por el plano, Leonardo opta también por una visión ideal que ningún punto de la tierra garantiza. Mucho se ha conjeturado acerca del supuesto error de perspectiva en el que Leonardo cayó al representar, en L’annunciazione, el brazo de María. Algunos atribuyen este error a un Leonardo joven y primerizo en las artes del dibujo y de la pintura. Otros, en cambio, han desenmascarado el supuesto error, indicando que se trata más bien de una anamorfosis. Sea como sea, lo interesante aquí es que el atentado contra la perspectiva nos permite vincular esta obra con esa ilusión de una representación total comentada por Michael Jackob y que encontraríamos en los planos o en las perspectivas aéreas. Solo en esa visión, el jardín, espacio que se manifiesta ante un sujeto cuyo ojo quiere percibirlo todo, lograría presentarse en una imagen que contiene y evidencia la inconmensurabilidad del paisaje. Las referencias a Leonardo y a Klee, autores tan distanciados por el tiempo y por los contextos culturales, no es una mera arbitrariedad. Las asociaciones que surgen tras la visión de ambos artistas coinciden con lo que Didi-Huberman denomina “configuraciones anacrónicas”22. Al plantear la pregunta por una representación total, hemos interrogado la imagen correspondiente a la acuarela Jardín meridional. Esta obra ha develado los tiempos de la memoria que, superando los órdenes cronológicos, se vuelve un “receptáculo de tiempos heterogéneos, repletos de disparidades que hacen trizas las cronologías”23. La superación de la perspectiva y la adopción del formato del plano en la obra de Klee configuran un paisaje que trae a la memoria la oscuridad de los fondos de Leonardo, un problema que supervive para presentarse otra vez. Se trata entonces de la intrusión de un tiempo en otro, de sensibilidades cuyos diálogos deben resistir a la clausura o prohibición por parte de una historia que condena el anacronismo.

La imposibilidad de una representación no solo radica en los límites del ojo frente a la dimensión oculta de los misterios del mundo. La verosimilitud de la belleza de un jardín es posible también cuando la elocuencia asume sus límites. De este modo, el que ve, calla. En Hypnerotomachia Poliphili de Francesco Colonna (1433-1527) –alegoría que recoge convenciones del amor cortesano–, la descripción de la grandeza de un jardín onírico y simbólico consiste en afirmar la incapacidad del propio hablante de dar cuenta de tal magnificencia:

Se ofrecía este a los sentidos tan benigno y grato, tan delicioso y bello, tan adornado de árboles, que nunca ojos humanos pudieron ver nada más excelente y placentero, y la lengua más fecunda sería acusada de parca al contarlo y yo no podría comparar sin abuso ese lugar con ningún otro de los que vi antes, porque era increíblemente agradable y estaba colmado de delicias, siendo a la vez huerto de hortalizas y de hierbas y frutales, ameno prado y gracioso y alegre jardín de árboles y arbustos24.

Cultivando el tópico de la falsa modestia, la voz reconoce un poder menor en comparación con el del ojo. Al mismo tiempo, su experiencia se vuelve inútil: no hay referente conocido con el cual la isla de Citerea pueda ser comparada. Se trata de un jardín inédito ante los ojos y de una realidad que supera los recursos de representación descriptiva.

Este pasaje de Francesco Colonna podría ser comprendido como una imagen. No se trata precisamente de una descripción que, a través de sus recursos icónicos, genere efectos visualizantes tales que el receptor llega a leer la descripción como si estuviese “mirando” lo descrito. Tampoco es una imagen porque el tratado humanista en el cual se inserta esta descripción contenga una serie de xilografías que ilustran las acciones narradas o representan los espacios mencionados y descritos. Más bien esta descripción es una imagen en la medida que es una reproducción fallida de lo visualizado en sueños. Se trata de una imagen que es el reverso del objeto al que alude. En lugar del jardín, el texto más bien ofrece adjetivos vinculados al placer sensorial y a afirmaciones que niegan su representación o la posibilidad de su representación. Acerca de este jardín, solo sabemos que tiene árboles frutales, arbustos, prado y hortalizas. Pienso desde luego en una imagen en la que nada figura o en una imagen negra o negativa, es decir, en un plano sobre el cual se ha inscrito el vacío que han dejado las líneas y formas figurativas de la imagen positiva original que, en este caso, nunca tuvimos. Es la posibilidad de percibir “aquello que se está diciendo en su silencio” o de ver “lo que un documento muestra en su ser incompleto”25. Lo anterior guarda relación con el tópico de lo inefable que, por ejemplo, Laurence Sterne cultiva en su novela The Life and Opinions of Tristam Shandy, Gentleman (1759-1767) con aquellas páginas en blanco y otras en negro. Marcela Labraña, en Ensayos sobre el silencio. Gestos, mapas y colores, afirma que estas imágenes insertadas en diferentes partes de la novela indican “lo que el narrador no puede describir con palabras”26. Al tratarse del blanco y del negro, la autora indica que estas imágenes expresan también los límites de la representación: “Este mecanismo metapoético… gatilla una doble renuncia: se propone reemplazar la representación textual por una de naturaleza visual y luego el narrador declina ejecutarla para encomendársela al lector”27.

En suma, las imágenes descriptivas de jardines que revisaremos a lo largo de este libro padecen de una contradictoria composición o se presentan como síntesis de esas oposiciones constituyentes. Ubicados en el pliegue en el que una diferencia se visualiza, los jardines por visitar son el escenario en el que actúan la presencia y la ausencia, la luz y la sombra. Las imágenes de los jardines gozan de esta doble vocación no porque describan ruinas que permiten leer los textos como alegorías. Su naturaleza paradójica tampoco se debe a que sean el escenario de la muerte de un sujeto que hasta ese entonces estuvo amparado por la modernidad, por el orden o por la metafísica. Durante el transcurso de su propia manifestación, estas imágenes más bien se acaban y, por ende, desintegran el referente real siempre ausente y supuesto. Son imágenes en las que lo fantasmático ya no tendrá lugar. Son imágenes que hablan gracias a su propia (auto)destrucción. Son imágenes, para utilizar la expresión de Didi-Huberman, que arden:

En esto, pues, la imagen arde. Arde con lo real al que, en un momento dado, se ha acercado (como se dice, en los juegos de adivinanzas, “caliente” cuando “uno se acerca al objeto escondido”). Arde por el deseo que la anima, por la intencionalidad que la estructura, por la enunciación, incluso la urgencia que manifiesta (como se dice “ardo de amor por vos” o “me consume la impaciencia") Arde por la destrucción, por el incendio que casi la pulveriza, del que ha escapado y cuyo archivo y posible imaginación es, por consiguiente, capaz de ofrecer hoy. Arde por el resplandor, es decir por la posibilidad visual abierta por su misma consumación: verdad valiosa pero pasajera, puesto que está destinada a apagarse (como una vela que nos alumbra pero que al arder se destruye a sí misma)... Finalmente, la imagen arde por la memoria, es decir que todavía arde, cuando ya no es más que ceniza: una forma de decir su esencial vocación por la supervivencia, a pesar de todo28.

Para terminar esta reflexión, pienso en una imagen ejemplar en la medida que corresponde a un paisaje local compartido por muchos. En la Zona Central de Chile, la Cordillera de los Andes tiende a adquirir un tono azuloso durante los crepúsculos de tardes despejadas. Gabriela Mistral, en el himno titulado “Cordillera”, afirma:

En los umbrales de mis casas,

tengo tu sombra amoratada29.

Por su parte, Eduardo Vilches comentaba en sus clases de color –según el testimonio de su alumna, Teresa Cox– que la cordillera a esa hora de la tarde padecía un color tal que se volvía ingrávida. Como si las luces, las sombras y los colores resultantes afectaran la naturaleza de las cosas, la Cordillera de los Andes manifiesta su magnificencia esencial en el momento en que pierde su peso y en el que su volumen desaparece ante nuestros ojos próximos a la noche inminente. No es casual entonces que el grabador chileno trabajara tanto con ausencias cromáticas aunque, paradójicamente, fuera un experto en color. Su uso frecuente del blanco y del negro formaliza una abstracción en la que las cosas que reconocemos ya han perdido su figuración y se vuelven invisibles (fig. 3).


Fig. 3. Eduardo Vilches. Érase una vez, 1962. Xilografía.

Este gesto de su poética llega a su consumación con la exposición “Otro jardín” (fig. 4). Se trata de un registro fotográfico en color de algunos cementerios de Chiloé: “Para mí el cementerio también es un jardín, por lo que estaba haciendo un paralelo con otra exposición anterior acerca del jardín en mi casa en Ñuñoa”30. Posteriormente, esas imágenes pierden su color a través de reproducciones amplificadas en blanco y negro. El resultado es una imagen compuesta por expresivas siluetas a las cuales se les eliminan o agregan algunos elementos por medio de la témpera blanca aplicada con pincel. El proceso de intervención finaliza al fotografiar las imágenes con cámara digital para luego ampliarlas otra vez.


Fig. 4. Eduardo Vilches. Chonchi IV. Dimensiones 6,07 x 3,40 m. Exposición “Otro jardín. Eduardo Vilches”. Galería Gabriela Mistral, 2007.

El catálogo de la exposición, editado por la Galería Gabriela Mistral, se abre con una cita de la novela de José Donoso, El jardín de al lado:

Es curioso considerar como cada ser humano reproduce inevitablemente sus circunstancias, sea cual sea la localidad que transitoriamente habita, arrastra consigo sus limitaciones, y con ellas traza una vez más su perímetro, propone las reglas del juego y elige por contrincantes a los que las aceptan31.

Esta referencia narrativa será resignificada por Carlos Navarrete, autor del texto de dicho catálogo, en la medida que las imágenes sin color reproducen no lo que los jardines son, sino lo que fueron. El jardín como una huella del pasado en el presente, un rastrojo que señala siembras y cosechas ya consumadas. No en vano, esos jardines son cementerios:

Sus tomas fotográficas por el contrario asumen la existencia fantasmal del dolor, la muerte y la pérdida, debido a que indagan –por su condición monocroma– en el interior del paisaje. Asumiendo esos decorados, formas y figuras, en que él certeramente registra un deseo de presentarse ante nuestra observación no como una simple imagen, sino más bien, como una sombra de lo que una vez fueron. En ese orden de reflexión la sentencia de José Donoso que abre este texto, es tremendamente acertada para acercarnos a su modo de observar el reino vegetal32.

En suma, los imaginarios del jardín revisados en este libro presentan una naturaleza modificada hasta el límite de lo extraño. Es esta extrañeza la que hace una composición de lugar donde la distinción entre lo visible y lo invisible, el color y su ausencia, el pasado y el presente, lo figurativo y lo abstracto, e incluso la muerte y la vida ya no es del todo posible.

1 Jakob, Michael. El jardín y la representación. Pinturas, cine y fotografía. p. 12.

2 Ibídem, p. 25.

3 Berman, Marshall. Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad. p. 10.

4 Silvestri, Graciela y Fernando Aliata. El paisaje como cifra de armonía. p. 42.

5 Ver Pratt, Mary Louise. Ojos imperiales.

6 Silvestri, Graciela y Fernando Aliata. op. cit. p. 57.

7 Citado por Andermann, Jens. Tierras en trance. Arte y naturaleza después del paisaje. p. 13.

8 Silvestri, Graciela y Fernando Aliata. op. cit. p. 57.

9 Ibídem, p. 60.

10 Ibídem, p. 61.

11 Delumeau, Jean. Historia del Paraíso. 1. El jardín de las delicias. p. 238.

12 Ibídem, p. 239.

13 Silvestri, Graciela y Fernando Aliata. op. cit., p. 60.

14 Citado por Silvestri, Graciela y Fernando Aliata, op. cit. p. 9.

15 Silvestri, Graciela y Fernando Aliata, op. cit. p. 62.

16 Oyarzún, Luis. “Arte e imagen del mundo en Leonardo”. p. 19.

17 Ibídem. p. 16.

18 Couve, Adolfo. “Aproximaciones de La Gioconda”. pp. 67-68.

19 Silvestri, Graciela y Fernando Aliata, op. cit. p. 62.

20 Maderuelo, Javier. “La mirada perspectiva en el jardín”. p. 168.

21 Silvestri, Graciela y Fernando Aliata, op. cit. p. 60.

22 Didi-Huberman, G. Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. p. 47. Expongo el fragmento de este libro en el cual la expresión es mencionada: “Me aparecieron así configuraciones anacrónicas que estructuraban objetos o problemas históricos tan diferentes entre sí que como una escultura de Donatello –capaz de reunir referencias heterogéneas de la antigüedad, de lo medieval y de lo moderno–, la evolución de una técnica como el grabado –capaz de reunir el gesto prehistórico y la palabra vanguardista–, el abanico antropológico de un material como la cera –capaz de reunir la larga duración de las supervivencias formales y la corta duración del objeto a fundir–”.

23 Oviedo, Antonio. “Nota preliminar”. p. 13.

24 Colonna, Francesco. Sueño de Polífilo. p. 475.

25 Didi-Huberman, G. “Cuando las imágenes tocan lo real” §7.

26 Labraña, Marcela. Ensayos sobre el silencio: gestos, mapas y colores. p. 246.

27 Ibídem, p. 248.

28 Didi-Huberman, G. op. cit. §28.

29 Mistral. Gabriela. “Cordillera”. Antología Mayor. Tala. pp. 69-70.

30 Hernández Cerda, Jorge. “Eduardo Vilches y el otro jardín. Entrevista” §2.

31 Navarrete, Carlos. “Armonía y naturaleza en los trabajos recientes de Eduardo Vilches”. Otro jardín. Eduardo Vilches. p. 4.

32 Ibídem, p. 10-11.

Ensayos sobre el patio y el jardín

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