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UN RUBIO CON CARA DE ÁNGEL

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Le he escrito a la señora Anita, mi antigua patrona de la Ciudad Condal, contándole que la familia me tira mucho y que Málaga también me gusta, con lo que ella me ha contestado:

«¡Consuelito, Pirulín! Tómate tu tiempo y si algo no va bien, vuélvete a Barcelona con los tuyos, ya sabes que aquí todos te queremos. La maña, tu pinche de cocina se ha metido la faena en el bolsillo y ya trabaja igual que tú, así que cuando vuelvas te harás cargo del salón con Joaquina porque Matilde se casa dentro de un mes. Y te diré más, hasta Matea, con quien no te llevabas bien, te echa de menos. Y sobre todo yo, los guisantes con jamón como tú no los hace nadie, por favor, no nos olvides y vuelve».

Lloré cuando leí su carta tan cariñosa. En Cataluña había vivido siete años de mi vida, los cinco últimos con ella. Pero Málaga me gustaba de más en más, y mi destino (como Mari lo llama) siempre está aquí en Málaga y me saltará a la vista en cualquier esquina. La verdad es que eso me trae sin cuidado, lo único que me interesa aquí es el trabajo, que me gusta, por lo demás, no tengo prisa. Pero parece que mi hermana se ha confabulado con el diablo para buscarme novios con la idea de que no me vaya de Málaga y, en efecto, su conjuro da resultado. «Mi destino» se materializa en forma de chico rubio con bonitos ojos azules que desde hacía ya varias noches venía a la cafetería. Antonio me dice:

—Secti, ese gringo está aquí por ti.

—¡Sí, hombre! La cosa es que su cara me suena.

—¡Qué sí, que te lo digo yo! Que ayer me preguntó que a qué hora salías, pero tú te fuiste por la puerta de atrás y el pobre estuvo aquí hasta las doce de la noche.

—¡Ya me parecía a mí que me miraba todo el tiempo, pero nunca me hablaba! Claro, que a mí con el vocerío de los camareros nadie podía hablarme.

—El rubio se bebía un café y hablaba con Antonio el cafetero, así pudo enterarse de quién era yo, de cómo me llamaba y del horario de mi turno de trabajo. Una noche, a mi salida, me esperaba fuera.

—Hola, Secti, buenas noches.

—Hola… ¿Nos conocemos?

—Yo a ti sí. Llevo ya muchos días viéndote aquí en la cafetería y en la zapatería de calle Carretería.

—¡Oye, tú sabes muchas cosas de mí! ¿No serás un sádico que me está siguiendo?

—No, para nada. ¡Además, conozco a Pepe Luis, tu cuñado!

—¿Cómo sabes tú todo eso?

—Porque también es mi cartero. ¡Yo trabajo en el bar Monteblanco en la calle Ollerías y te veo pasar todos los días cuando vas a tu trabajo. Me gustas mucho, ¿sabes? Y quisiera ser tu amigo.

—¡Mi amigo!

—Bueno, tu amigo por el momento, y después lo que tú quieras.

—Lo que yo quiero es que te vuelvas ya… Porque estoy llegando a mi casa y no quiero que mi familia me vea acompañada.

Muy correcto, él no insistió y me dijo:

—Bueno, hasta mañana. —Casi sin interés le respondí:

—¡Eso, hasta mañana!

La verdad, no pensaba que volvería, pero sí volvió, al día siguiente, pasado, al otro y al otro, y de amigos pasamos a ser casi novios. Cada noche venía a buscarme a la salida del trabajo. Yo lo veía bastante formal y muy entusiasmado conmigo. Sin embargo, un hecho vendrá a perturbar mis ilusiones y mi confianza en él. Pepe Luis, mi cuñado, me dijo que le parecía que no era trigo limpio.

—¿Y eso por qué? Que yo sepa, conmigo no se ha propasado lo más mínimo.

—El pinche que tienen de camarero me dijo el otro día: «Dile a tu cuñada que tenga cuidado, que se van a reír de ella». Entonces yo le pregunté: «¿Y tú como sabes eso?», a lo que él me contestó: «Porque he oído hablar a los dos camareros y se partían de risa cuando hablaban de ella».

—¡Con que esas tenemos! ¿Así que los malagueños del bar Monteblanco piensan reírse de esta catalana? Pues eso no me cuadra, ya que el domingo me dijo que me va a llevar a Torremolinos a la inauguración de un gran hotel que han hecho en la costa que se llama Pez Espada.

—¡Ahí, ahí es donde está el truco! —dice Pepe Luis.

—¿Qué truco?

—Consuelito, mi niña, ¿tú no sabes lo que se cuece en Torremolinos? Ese es un lugar poco recomendable para las chicas decentes como tú. A Torremolinos solo van las suecas y las prostitutas, no es lugar para ti.

Yo todo se lo contaba a Pepe Luis, para mí era como un padre, por eso yo le escuchaba y seguía siempre sus consejos al pie de la letra.

—Tu novio lo que quiere es llevarte allí y aprovecharse de ti, aunque la verdad es que no es el estilo de ese chico, comportarse así, pero… ¿Quién sabe lo que puede pasar? Tú no vayas a ese sitio. ¡No y no!

Al otro día se lo comento a Antonio, el cafetero:

—¿Qué te parece? El rubio me quiere llevar a Torremolinos. —Y Antonio me contesta:

—Como hacen los andaluces: ¡Uy, yuyuy…! Eso no me gusta nada para ti, Sectiva.

Cuando mi compañero me llama Sectiva es que pasa algo serio, sin embargo, yo no me creo todas estas patrañas y decido averiguarlo por mí misma, así que le digo al rubio que sí, que iré con él a Torremolinos a pesar de que en mi fuero interno lo que sentía no era que se fuera a reír de mí, sino una rabia inmensa por haberme dejado embaucar por este don juan de pacotilla. Pero ya le haría yo ver lo que es una catalana furiosa.

El domingo, a las cuatro en punto, cogimos el autobús en la calle Córdoba para ir «al Torremolinos ese» y cuando me senté a su lado llevaba la escopeta bien cargada por lo que pudiera pasar. Yo no dejaba de mirarlo y, como una psicóloga, trataba de averiguar su pensamiento.

¿Cómo es posible que un rubito tan mono tenga tan malos pensamientos hacia a mí? ¿Por quién me ha tomado este imbécil?

Ese día me arreglé lo más guapa que pude, me puse mi mejor vestido que me ceñía todo el cuerpo y, como era muy delgada, me hacía una silueta preciosa. Con mis zapatos blancos de tacón alto y mi bolso a juego no me pasaron desapercibidas las miradas que le echaba a mi cuerpo serrano y a mi cola de caballo ondeando al viento.

Yo sabía ya por algunos compañeros que en los años sesenta Torremolinos no era recomendable, pero me arriesgué pensando: «No va a ser este rubio imbécil con cara de ángel el que me las dé con queso a mí».

Al llegar a Torremolinos dejamos el autobús y emprendimos el resto de camino a pie por un descampado (aún no había ninguna casa entre Torremolinos y el Pez Espada; todo era campo). Yo pensaba: «Pepe Luis está en lo cierto, este me lleva a un descampado, pero se va a enterar de quién soy yo». Y de pronto me dice:

—¿Qué te pasa? Te noto nerviosa.

—¿Quién, yo? Para nada, lo único que veo aquí es campo, y según tú debería haber un hotel…

—Y lo hay, lo hay, ya verás…

Y tal como había dicho «mi Rubio», de pronto, de en medio de la nada surgió un edificio majestuoso para la época, con su playa privada (en ese tiempo, hotel que se hacía, hotel que cercaba su playa; allí nadie se bañaba, nada más que sus clientes).

Al ver el gran edificio, me quedé un poco más tranquila y casi me culpabilicé de haber pensado mal de aquel niño con cara de ángel, aunque todavía no había terminado la tarde y yo no sabía lo que aquel chulito podía dar de sí. Por el momento tuve que admitir que no me había mentido, aunque yo seguía con la pulga detrás de la oreja. Allí estábamos los dos, copa de champán en mano, y su correspondiente y bien roja cerecita.

Víctor, que así se llamaba mi rubio, me presentó a unos amigos como su novia, y yo pensé: «Sí, tú échame flores para meterme en confianza, pero si te crees que me fío de ti, estás muy equivocado». En su honor debo decir que me pasé una feliz tarde. Había anochecido cuando atravesamos de nuevo el descampado hasta llegar a Torremolinos y me preguntó:

—¿Qué hacemos ahora? —Como yo quería vengarme, y hacerle gastar el máximo de dinero posible porque seguía sin fiarme de él, le dije:

—¿Ahora? Comemos, busca un buen restaurante. —Y yo con mis malas ideas pensaba: «Voy a pedir lo más caro que haya en la carta y seguro que no llevará mucho dinero encima, tendrá que quedarse a lavar los platos del restaurante y yo me largaré en el autobús dejándole plantado allí». Pero yo, con mi maldad, qué equivocada estaba. Cuando entramos al restaurante, como ya he dicho, pedí lo más caro: dos entrecots, después dos postres de helado, más café. Víctor pagó sin rechistar. Yo pensaba: «¡O sea, que también maneja dinero el tipo este!». Paseamos un rato por Torremolinos cogiditos de la mano y en ningún momento se propasó conmigo en nada. Se le veía feliz y yo estaba de más en más confundida. De pronto me preguntó:

—Secti, ¿por qué en el descampado te quitaste los zapatos?

—Pues, mira, te lo voy a decir, ya que te has portado bien conmigo todo el día: porque no me fiaba de ti, así que, si intentabas algo, te equivocabas porque yo sin zapatos corro como una cabra montesa.

—¡Por Dios! ¿Pero qué te habías imaginado? ¡O sea, que toda la tarde has estado pensando cosas malas de mí!

—Pues sí, para que te enteres, porque ha llegado a los oídos de Pepe Luis que vienes a reírte de mí. Ahora ya sabes por qué he estado más tiesa que un junco toda la tarde.

—¡Madre del amor hermoso! ¡Pero qué mala es la gente! ¿Quién diablos le ha metido eso en la cabeza a Pepe Luis? El lunes tendré que hablar con él.

Cuando llegué a mi casa eran casi las doce de la noche. Pepe Luis y Mari no se habían acostado, me estaban esperando.

—¿Qué ha pasado Consuelito, mi niña?

—Nada, Pepe Luis, no ha pasado nada y deja ya de tratarme como a tu bebé, ¡que tengo veinticuatro años ya pasados! Y en cuanto a lo que tú pensabas de este chico, estás muy equivocado. Hasta la carne se la he tenido que cortar yo de lo nervioso que estaba. Para mí es dulce e inofensivo como un corderito, así que no escuches más los comadreos de la gente, que yo sé guardarme sola.

—Perdona, Consuelito, pero es que yo quiero que el día de mañana, cuando tú te cases, llevarte al altar pura y virgen, como tu padre que soy.

—¡Que sí, papá, que ya lo sé! —Sin embargo, me siento muy culpable de haber pensado tan mal de él, el pobre ni siquiera me cogió la mano en toda la tarde. ¡Yo sí se la cogí prometiéndome a mí misma que nunca más dudaría de su honestidad! Este chico me quiere de verdad, se ha enamorado de mí, como yo de él; yo, que nunca he sido chica de novios, me siento feliz a su lado.

A partir de ese momento ya no habrá más dudas entre nosotros. A pesar de que solo llevamos dos meses saliendo, ya estamos pensando en ahorrar para dar la entrada de un piso para el día de mañana. Yo gano poco, solo ochocientas pesetas al mes, no sé cuánto ganará él en su cafetería Monteblanco, pero supongo que mucho más que yo, porque empieza a hacerme regalos de ajuar. Un día lo veo venir por el fondo de mi calle, con una caja que le arrastraba por el suelo.

—¡Pero, Víctor!, ¿qué traes en esa caja?

—Esto es una manta de matrimonio, para que veas que voy formal contigo, porque, aunque tú no lo digas, yo sé que desconfías de mí de la cabeza a los pies.

Además de buena persona, es psicólogo; tendré que vigilar más mi comportamiento hacia él. Aún me estoy reprochando: «¿Cómo he podido ser tan mala con la carita de ángel que tiene? Mea culpa y prometo enmendarme, y no pensar tanto en catalán».

Llega Navidad y me regala una máquina de coser Singer (sabe que me gusta la costura).

—Secti, esta máquina es para que empieces a preparar «nuestro» ajuar.

—¡Pero, Víctor, esto es un regalo muy importante, te ha tenido que costar un ojo de la cara!

—Es que hoy es nuestro aniver-mesario.

—¿Aniver-mesario?

—Pues sí, hoy hace cuatro meses desde que nos conocimos y que yo me enamoré de ti. Bueno, a decir verdad, primero me enamoré de tus piernas.

—¿De mis piernas?

—Así es. ¿No te acuerdas del día que fuiste a la entrevista de trabajo del Solymar? Estuviste esperando a Pepe Luis enfrente del bar donde yo trabajo en la calle Carretería y tú dabas paseo para arriba, paseo para abajo… Pues yo estaba justo en el bar de enfrente y por la ventana yo veía tus piernas, pero cuando vi el resto me gustó aún más.

—¿Y cómo sabías tú que yo estaba esperando al cartero?

—Pues porque tu cuñado también es mi cartero.

—¡Claro, ahora comprendo muchas cosas! Porque a pesar de todas las maldades que he tenido para contigo, tú siempre jugabas con ventaja…

—Así es, cuando a uno le interesa algo pregunta, y el fin justifica los medios.


Esta es la foto que enamoró a mi rubio. Y yo, que en esa época me creía fea…

Desde ese día salimos muchas veces con Mari y Pepe Luis y vamos al cine y de excursiones. En septiembre próximo hará un año desde que nos conocimos. En ese momento, me regalará la vajilla y decidiremos que nos casaremos en la próxima primavera, allá por marzo o abril, pero de pronto me dice:

—¿Sabes, Sety? Mi hermano Manolo no está de acuerdo con nuestra boda, dice que el primero en casarse es él, que lleva ocho años con su novia Paquita.

—¿Esa foca gorda y rechoncha que se sienta en dos sillas porque en una no cabe? —Está visto que estoy muy enfadada porque digo cosas horribles sobre esa Paquita gorda y fea— ¿Que viene a arruinar nuestros planes de boda? ¡Víctor! ¿No te das cuenta de que tu hermano no quiere a esta mujer? Si no, ¿por qué llevaría ocho años dorando la perdiz?

—Lo sé, Secti. Y tienes razón, pero él es mayor que yo y para la familia tiene preferencia para celebrar su boda antes que la nuestra.

—¿Pero cómo se va a casar antes que nosotros si no está enamorado de ella? ¿No ves que la mira como a un sapo viejo?

—¡Mira que eres mala, pobre chica!

—Pero si es dos veces más grande que él y pesa ciento veinte kilos! —Víctor se pega una carcajada y dice:

—Por eso yo te he escogido a ti, que eres chiquitita como yo. ¿No te has fijado que somos de la misma altura?

—Víctor, no me cambies el tema porque, como yo me enfríe, no hay casorio.

—¡Secti, te juro que va en serio, nunca había visto a mi hermano Manolo hablar así! Y según mi padre es verdad que primero le toca a él.

Esa noche llego a casa un poco cabizbaja. Pepe Luis me abre la puerta:

—¿Qué te pasa Consuelito? ¡Mari, a la niña le pasa algo!

—¡Que no, que no me pasa nada!

—Mira, Consuelito, te conozco como si te hubiera parido y a ti te pasa algo.

—Bueno, no es nada, solo que Víctor y yo hemos discutido un poco sobre la fecha de nuestra boda que, dicho sea de paso, se va al garete.

—¿Y eso por qué?

—Porque su hermano Manolo dice que primero se casa él.

—¿Con la foca?... —dice Pepe Luis—. Pero es verdad que el chico tiene razón, es mucho mayor que tu novio.

—¿Y por qué no se ha casado en los ocho años que lleva? ¡Me importa un huevo que sea más o menos viejo, nosotros tenemos el dinero del piso, queremos organizar nuestras vidas juntos y para eso tenemos que casarnos!

Aquella tarde, cuando llego a la cafería Solymar, la conversación es sobre un tema nuevo. Antonio, el cafetero, me pone al corriente:

—¿Sabes, Secti? El dueño de la cafetería Solymar, nuestro patrón, va a abrir un hotel en Torremolinos que se llamará el Carihuela Palace y dicen que estará listo en tres meses. Yo quisiera irme, ahí seguro que se gana más que aquí. También están buscando camareras de piso para el hotel y pagan el doble que en Málaga. Solo hay un inconveniente: hay que saber idiomas como inglés o francés. Y la verdad que nosotros de idiomas, nada de nada.

La información de Antonio me deja muy pensativa y mi cabeza de aventurera empieza rápidamente a hacer planes. Como ya no me puedo casar en la fecha prevista, voy a ocupar mi tiempo en estudiar un idioma; el francés es el que más me gusta, me suena musical al oído. El problema es dónde aprenderlo en tres meses, cuando estará abierto ese hotel. Con todos estos turistas que han desembarcado en Torremolinos en los años sesenta habrá que meterse a aprender idiomas, si no se queda uno en la estancada. Al volver a mi casa esa tarde, me paso por una librería y me compro un libro de francés para principiantes. Yo sé catalán y dicen que se le parece, así que por probar no se pierde nada.

Hablando con la librera me dice que una de sus clientas da clases de francés e inmediatamente me pongo en contacto con ella. Es una chica jovencísima, que viene de Madagascar, donde vivía con sus padres. Me ha explicado que los malgaches se han levantado en revolución desde hace dos años para obtener la independencia de su isla y que todos los extranjeros se han tenido que marchar bajo pena de ser masacrados. Como la isla de Madagascar es una antigua colonia francesa, ella habla perfectamente el francés. Antoñita, se llama la muchacha, solo tiene diecisiete años y va a la universidad, donde está cursando estudios de magisterio.

Me agarro a ella como a mi tabla de salvación para no aburrirme en mi rincón de los camareros, donde paso la mayor parte del día ahora con mi libro de francés y tres clases de una hora por semana. Todo el día estoy chapurreando este idioma del diablo, que tiene más patas de araña que un hormiguero, verbo va y verbo viene (j`ai, tu as il a, nuous avons, vous avez, ils ont).

Al cabo de un mes, Antoñita me dice:

—Secti, estoy sorprendida con usted, si yo pudiera aprender inglés con la rapidez que usted aprende el francés, me daría por satisfecha con mis estudios.

—Señorita, es que yo tengo más prisa que usted.

Cuando vuelvo a la cafetería, Antonio me dice:

—¿Sabes, Secti?, ¡las entrevistas para las camareras del hotel empiezan el lunes!

—¿El lunes?, ¿pero no me habías dicho dentro de tres meses?

—Dentro de tres meses abren el hotel, pero el reclutamiento de personal es ahora.

—¡Pero si todavía no hablo francés!

Esa tarde le digo a mi profe:

—Señorita, enséñeme las primeras palabras de una entrevista de trabajo en francés—. Y ella me contesta:

—Tres bien, voiyons! (muy bien, ¡veamos!).

—Bonjours, mademoisselle! (¡buenos días, señorita!).

—Bonjours, madame! (¡buenos días, señora!).

—Coment ‘al ez vous? (¿cómo está usted?).

—Tres bien, merci. Et vous? (muy bien, gracias. ¿Y usted?).

—Bueno, no está mal, te desenvuelves muy bien.

—Sí, aquí con usted, veremos a ver con la entrevistadora…

En el mes que queda para la apertura del hotel, para mí es una carrera a contrarreloj, tanto que cuando viene mi novio a verme no le hago ni puto caso y mi hermana me dice:

—Este chico te quiere de verdad porque yo no te soportaría, no le haces ni caso.

—No tengo tiempo, y a él le pregunto:

—Víctor, lo siento, ¿te importa que siga estudiando?

—No, para nada, tú sigue así, yo soy feliz escuchándote y viendo cómo avanzas.

Los dos meses que faltan se me pasan en un santiamén, y de pronto me encuentro en la cola del hotel Carihuela Palace de Torremolinos al lado de unos monumentos de chicas, largas como la Diagonal de Barcelona y bellas como diosas. Vamos, que yo a su lado parezco el punto de la i. Me veo más pequeña de lo que soy. ¡Dios mío!, ¿dónde me he metido?. Y si además hablan idiomas, estoy muerta.

La chica que va delante de mí me mira con desprecio y parece decir:

—¿Dónde vas tú, piojo? —En ese momento me acuerdo de Romualdo que nunca tuvo miedo a nada y le contesto con la mirada:

—Pues a lo mismo que tú, mona. —¡Dios mío, qué miedo, se parece a Ava Gardner! Esto no me gusta nada.

Después de hablar con la entrevistadora, «Ava Gardner» sale con cara de vinagre y me atrevo a preguntarle:

—¡Oye!, ¿qué te han preguntado? —Y me contesta en andaluz cerrao:

—¿Que zi ze inglé o francé… ¿Qué ze abrá creio la tía eza?, aquí estamos en Andalucía y hablamos to andaluuuu… Y, además, yo creo que la tía eza es una zádica, me ha dicho que zi me pica la ingle. —La chica que va delante de mí le dice:

—No, te ha preguntado «You speak English?».

—¡Po ezo, que si me pica la ingle!

La chica del inglés se llama Pepi y sale con su hoja en la mano, la han cogido. La chica que tengo detrás dice:

—Las hay con enchufe.

Es mi turno:

—¿Cómo te llamas?

—Sectiva Lozano.

—¿Hablas algún idioma?

—Estoy estudiando francés y hablo catalán.

—Tres bien, coment alez vous?

—Tres bien, mercie! Et vous, meme?

—¡Perfecto, está usted contratada! —Y salgo con mi hoja en la mano.

Si la entrevistadora hubiera indagado más lejos en la conversación, no sé qué hubiera sido de mí, pero salgo de allí con la firme promesa de aprender bien el francés en el mes que me queda antes de entrar al hotel.

El cafetero Antonio no se puede creer que me hayan cogido, con lo poco que hablo francés aún, y me dice:

—¿No será que a ti te ha gustado más Torremolinos que a las suecas?

—¿Y quiénes son las suecas?

—Las suecas son esas rubias despampanantes que se pasean por la playa con la teta fuera y además son facilitas.

Antonio me dice:

—Secti, eres más atrevida de lo que yo pensaba. ¿Pero tú conoces Torremolinos?

—Pues verás, conozco el Pez Espada y un buen bistec que me comí con Víctor allí. Lo importante es que me han dado cita para dentro de seis semanas en las que tengo que aprender francés y despedirme de la cafetería Solymar. Aparte, he de inscribirme en el hotel Carihuela Palace, o sea, pasar de «su cafetería a su hotel» porque resulta que don Juan es el mismo dueño, lo que él no sabe es que yo ya trabajo en su casa. —Seis semanas para aprender la lengua de Napoleón y ya veremos Bonaparte quién gana esta batalla.

De la entrevista salí eufórica arbolando mi hoja en mano y le dije a Ava Gardner:

—¡Portento, me han cogido!

—Como dice esta: «Las hay con suerte o con enchufe».

—¿Pero qué enchufe ni que niño muerto? El saludo francés que llevo currándomelo una semana.

No me creo todo lo que dice el cafetero de las suecas, eso de que son despampanantes, de acuerdo, pero que se acuestan con cualquiera no me lo creo. Y a pesar de que Torremolinos esté lleno de todas esas diosas, yo voy a trabajar y pienso hacerme mi hueco allí. Aunque tenga el pelo más negro que un grajo, pienso triunfar entre todos esos bellezones (por lo menos con mi trabajo).

A partir de hoy y durante dos horas, tres veces a la semana me desgañito en el cuarto de mi profe de francés (je suis, tu es, il est…) ¡Caray con los verbos! Y yo que hasta ahora solo conocía: «Y el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros»… Pero al parecer no es el mismo, y entre bandeja y bandeja de camareros yo repito en mi rincón: «el agua se dice l´eau, la luz, lumiere…».

Antonio me mira con sospecha:

—¡Secti! ¿Desde cuándo hablas sola?

—Desde hoy y durante varias semanas, pero no se lo digas a nadie que estoy estudiando francés. —Y él dice:

—¡Anda, la paya! ¿Y crees que merecerá la pena?, ¿piensas que llegarás a aprenderlo a tiempo?

—¡Pues claro que sí! Para tener un mejor puesto de trabajo, alcornoque, o por lo menos mejor pagado, y no como tú, ¡desgraciado! Todo el día tirando del mango de la cafetera.

Una contrariedad viene a perturbar mis propósitos de clase. El encargado me dice:

—¡Sectiva! La semana que viene es la Feria de Málaga y está usted de noche.

—¡Pero si ya estoy de noche! ¡A mí la semana que viene me toca de día!

—¡Si yo digo que está usted de noche, es que está de noche! —Juanito, el enlace sindical me dice:

—No pierdas tu tiempo en discusiones inútiles, ¿no ves que la Conchi es su amiguita? La misma que le adorna su cama, así que llevas las de perder.

—¿Será hijo de puta? Pues por ahí no paso, aunque tenga que llevarlo al sindicato, pero su amiguita hará el turno que le corresponde, pero este imbécil no me quitará mis clases de francés. —Y cogiendo a Juanito por la solapa, le digo:

—¡Pero, bueno, tú eres el enlace sindical? ¿De qué te sirve si no defiendes al obrero? ¿O es una pura pantomima lo que tú representas?

—¡Mira, Secti! Aquí los enlaces sindicales no pintan nada, no es como en Cataluña. Aquí donde manda patrón, no manda marinero, así que haz tu turno de noche y tengamos la semana en paz.

—¡Ni hablar! ¡Este se va a enterar de lo que vale un peine! —Claro, que yo hablo así de fuerte porque ya tengo otro empleo en reserva, pero eso él no lo sabe.

El lunes me presento en mi turno de mañana y no me deja ni ponerme el uniforme, pero yo no me rindo y le digo: «De aquí me voy al sindicato». Y así lo hice.

Convocan al encargado y este dice que no me admite, que en realidad era lo que yo iba buscando. Me tiene que pagar el sueldo y la indemnización de despido, lo que me permite estudiar a pleno rendimiento antes de entrar al hotel, pero antes de irme tengo otra conversación con Juanito, el enlace sindical.

—¡O sea, Juanito! ¿Qué tú aquí ni pinchas ni cortas ni defiendes a nadie?

—¡Mira, Secti!, donde hay dos tetas, no mandan dos carretas.

—Este todo lo arregla con refranes, pero de defender al obrero no tiene ni puta idea.

—Entonces ¿quién nos va a llenar nuestras bandejas si tú te vas? —dice Juanito.

—Pues su querida, Conchi, ya es hora que la ponga a trabajar.

Si el encargado supiera que me voy a Torremolinos a trabajar con el mismo dueño me hundiría, pero esa es una ventaja que no tiene el ser humano, la de ser adivino. El lunes empiezo en el hotel y estoy muy nerviosa. Paso el domingo entero achicándome el uniforme que me llega a los pies. Todos son de metro ochenta. El lunes, uniformada y con mi cofia en la cabeza, me coloco entre el batallón de camareras, botones y limpiazapatos, y todos en fila escuchamos a la señorita Katy, una madrileña con la cincuentena bien sonada (que es nuestra gobernanta).

—¡Lolita, usted que habla inglés, al segundo piso! ¡Sectiva, usted que habla francés, tercer piso! Las otras dos, que solo manejan el español, al primero y al bajo. Cada cliente será dirigido al piso que le corresponda, y ahora vamos todos a desayunar al sótano.

¡Ufff… menos mal! Desde las seis de la mañana que estamos todos formando aquí, tengo ya las tripas en bandolera. Después del desayuno (café negro con pan tostado y aceite), cada una de nosotras coge su carro de limpieza y derechas a la lavandería. A coger sábanas, toallas y otros neceseres. Y para arriba (a mí, «la France»). Hablar con los franceses me resulta más duro que hablar con la profe. A menudo cojo el principio y el final de una frase y el resto lo completo con las manos, que es el lenguaje universal, y así voy tirando entre ir y venir a Torremolinos. Entre los portillos y los momentos que paso con mi novio, me veo y me deseo. ¡No tengo tiempo para nada! Mari me dice:

—No sé cómo te aguanta este chico, yo ya te hubiera dejado. —Por suerte para mí, él no piensa lo mismo.

Como cada camarera, tengo catorce habitaciones que arreglar, entre ellas, dos suites, compuestas de tres habitaciones cada una, lo que supone una suma de veinte habitáculos con sus correspondientes cuartos de baño.

Carmen Peña, que está acostumbrada a los hoteles, me da algunos consejos para trabajar de prisa y menos cansada.

—¡Tú entras al cuarto de baño, echas unas gotitas de jabón y con las mismas toallas que ellos han ensuciado limpias bañera y lavabo, y no deshagas las camas, simplemente las estiras bien y ya está! —Desde luego sus consejos me ayudan mucho y avanzo mucho más en mi trabajo, sin contar que a mi manera terminaba el día completamente muerta.

Sacamos más de propinas que de sueldo, ganamos unas mil pesetas a la semana, que vienen a ser unas cuatro mil al mes. Con las propinas me pago el autobús y algunos caprichos. También le tengo a mi hermana Mari la despensa llena antes de entrar a su casa todas las tardes (mi trabajo es de 6 de la mañana a 4 de la tarde).

Me paso por la tienda de ultramarinos y compro: un día, lentejas; otro, azúcar; otro, harina… Todo esto para agradecerle que me tiene en su casa. Antes su despensa estaba casi vacía, ahora parece el Perú, hay de todo, es mi forma de agradecerles lo que hacen por mí.

Mari no trabaja, se gana la vida cogiendo carreras de medias con una máquina que ha comprado a plazos, también tiene un chiringuito en su casa (de novelas románticas), que alquila a todas las muchachas del barrio, ávidas de historias de amor, y la propaganda corre a cargo de Pepe Luis, que les dice a las chicas:

—¡Llévate esta! Tiene una historia de amor… Es de Carlos de Santander ¡Bueno, le pasan de cosas! Ya verás, ya verás… —Total, que cuando la chica le devolvía la novela, esta le decía:

—Pepe Luis, usted se ha equivocado, ¡aquí no está el drama que usted me dijo!

—¡Ah, pues entonces es la otra de Corín Tellado! —Con más de tres mil novelas que escribió Corín Tellado, Pepe Luis tenía cuento para rato.

Mari también vendía colonias, Heno de Pravia, Maja y otras marcas que las muchachas le compraban a dos reales y a peseta un par de centímetros. Así transcurría mi vida en 1961.

Víctor y yo empezamos a replantearnos de nuevo nuestra boda, puesto que su hermano (como el perro del hortelano) ni se casa ni deja casar. Lo primero para nosotros es dar la entrada de un piso e ir preparándolo todo tranquilamente para el futuro.

Mi suegro Manolito, que ya me conoce, nos dice:

—¡Mirad, chicos! Yo voy a comprar una casa mata que hay en calle Bailén y pienso echarle un piso encima, lo que haría una vivienda para vosotros, salida por calle Bailén y en el piso de arriba sería para María, salida por calle Pajarito. Ahora solo tenéis que arreglar la parte de abajo y amueblarla para vosotros.

Nunca me ha gustado que me den nada gratuito. Trabajo desde que tenía diez años y no estoy acostumbrada a que me hagan regalos, pero no digo nada, ya que mi novio está encantado con la oferta de su padre y no voy a contrariarlo. Así pues, nos ponemos manos a la obra, empezamos por arreglar el cuarto de baño, pintar toda la casa y reformar la cocina. Finalmente nos gastamos las treinta mil pesetas que teníamos para la entrada del piso. Pero no tenemos ninguna prisa, ya que yo acabo de colocarme en el hotel y, según me ha dicho Carmen Peña, en los hoteles no quieren chicas casaderas porque después vienen los críos y las bajas en el trabajo. Así que me han aconsejado no decir nada sobre mi boda. De todas formas, aún queda muy lejos, ya que dependemos de la boda de Manolo.

Pero como estamos muy ocupados con el arreglo de nuestra casa, el tiempo pasará más deprisa. Por el momento toda mi atención se la dedico al hotel Carihuela Palace, atendiendo a cuanto turista francés me envían al tercer piso.

Desde los años sesenta, Málaga está más de moda que nunca para los extranjeros. La calle Larios está rebosante de turistas rubios, lo que quiere decir que estamos de moda en los países nórdicos. La terraza de la heladería de Casa Mira está repleta.

La propina más pequeña que me dan en el hotel es de cincuenta pesetas, lo que me permite sacar un sobresueldo, esto me pone eufórica.

Mi francés aumenta cada día, ahora ya no puedo dar clases porque no tengo tiempo, pero yo continúo estudiando sola.

Ayer, a eso de las diez de la mañana, oí unos gritos procedentes del pasillo: «¡Plaz, plaz!». ¡Dios mío!, ¿qué es eso? Salgo al pasillo y veo a una rubia preciosa que le ha pegado al marido dos bofetadas de campeonato con lo que me dije para mis adentros: «¡Santo cielo, con lo bonita que es y la mala leche que tiene!». Dirigiéndose a su marido, le dice mil cosas en un idioma desconocido para mí.

Por la escalera sube el encargado, que había escuchado los gritos, por lo que venía a apaciguar la pelea:

—Esa chica es miss Suecia 1956 y ese es su amigo.

¡Caray! Tendré que guardarme de las suecas. ¡Vaya temperamento! Pero el día que se marcharon me plantó doscientas pesetas en la mano, con una sonrisa toda dulzura, lo que me hizo cambiar de opinión respecto a ella.

Otro turista famoso era Mister Orson Wells, el tío gordo ese americano con su puro en la boca, que viene a Almería a supervisar no sé qué película, aunque se hospeda en la Costa del Sol porque no aguanta el calor que hace allí (suda por todos sus poros y siempre lleva el bolsillo lleno de pañuelos con los que se seca la frente y luego los tira).

Aprovechando su paso por España, va a ver corridas de toros. Cada noche un helicóptero lo deja en el Carihuela Palace donde ocupa una suite para él solo.

Orson tiene complejo de foca, siempre sumergido en la bañera. Un día que entré a limpiar pensando que no había nadie, con su mal castellano, me habló desde la bañera:

—¡Siga, siga usted! Haga como si yo no estuviera aquí.

Cada vez que me lo encuentro por el pasillo se mete la mano en el bolsillo y me da todo lo que lleva. Nunca es menos de varios billetes de diez duros.

—¡Tenga una propinilla!

Yo rezaba para que no se fuera en la vida. Mi compañera del segundo piso está celosa de las propinas que me da Orson.

—¡No es justo, habla inglés, tenían que habérmelo enviado a mí!

Rosario, la del piso de abajo, también se queja:

—¡Menudo enchufe tenéis vosotras con eso del inglés y el franchute! ¡Os envían los mejores clientes a vuestros pisos!

—Pues a estudiar, guapa, a estudiar.

Lolita, la del segundo, se fue unos meses a Inglaterra a trabajar, pero no se acostumbró a comerse el «chicken—pollo» con mermelada y se volvió a su Málaga natal a tomarse su cervecita fresca en la Mar Chica.

Casi llevo un año en el hotel. Víctor vino hoy a recogerme al autobús:

—¿Sabes, Secti? Mi hermano ha dejado a su novia, la foca.

—¡No me digas! ¿Y ahora qué hacemos?

—Pues replantearnos de nuevo nuestra boda. Les diré a mis padres que vayan a pedir tu mano. —Así sucedió, unos días más tarde mis futuros suegros, Manolito y Dolores, se presentaron en casa de mi hermana:

—Mire usted, cartero, a lo que venimos mi mujer y yo: es simple, los muchachos se quieren acostar juntos, y venimos a pedir la mano de la muchacha.

Esa fue toda la ceremonia de mis dichos, bueno esa y una pequeña fiesta que Víctor y mi hermana me habían preparado. Acto seguido le hacemos unas cuantas visitas al cura de la divina pastora del barrio de Capuchinos en su tertulia, donde nos cuenta las obligaciones sobre el sagrado matrimonio. Ni Víctor ni yo somos muy creyentes y menos practicantes, pero cuando hay que hacerlo, hay que hacerlo.

Fijamos la boda para los primeros días del mes de marzo y espero mis papeles que deben llegar de Sevilla; estamos en febrero y hace un viento helado que corta el cutis. Meto los papeles en el bolsillo de mi chaqueta y cuando llego a la pastora a llevárselos al cura, todo ha desaparecido (seguramente se me han volado del bolsillo con el viento). ¡Horror! ¿Y ahora qué hacemos? Víctor y yo recorremos varias veces el trayecto desde mi casa hasta la iglesia, pero no aparece nada de nada, se los ha tragado la tierra.

Vamos a poner un anuncio a la radio, allí encontramos a María Teresa Campos y a Diego Gómez, que pasan el anuncio tres veces en antena, pero nada aparece. Desesperados, volvemos a hablar con el cura de La Pastora, quien bromea conmigo:

—¡Claro! Con ese nombre ateo que tienes, Dios no te quiere en su rebaño. Con la de nombres bonitos que tienen todas las vírgenes españolas. —Vuelvo a mi casa llorando y le digo a Mari:

—¡Ya verás que ese cura del demonio no me casa!

Pepe Luis va a hablar con el cura, que es amigo suyo, y le dice:

—Hombre, don Benito, tiene usted que casar a los chicos, que solo faltan tres días y ya lo tienen todo preparado. Han mandado las invitaciones, el convite y todo está ya arreglado. Yo le prometo que en cuanto lleguen los papeles de nuevo, yo personalmente se los traeré.

Entre el disgusto de los papeles y que lleva tres días lloviendo sin parar, estoy de los nervios que no hay quien me aguante. El día de mi boda el cura me hace otra de la suyas y me pregunta:

—¡Señorita María Sectiva! ¿Quiere usted por esposo a Víctor?

—¡Claro que quiero, llevo meses esperando este momento! Pero… ¿por qué me llama María?

—Porque siempre cuando se tiene un nombre como el tuyo, se antepone el nombre de la Virgen María.

—¡Bueno, lo que usted diga! A estas alturas, ya es la tercera vez que me cambian el nombre, así que me da igual, lo que quiero es casarme con mi Víctor.


Y por fin llegó el día de nuestra boda, tan deseado por los dos.

A pesar de que el cura dijera que Dios no me quería en su rebaño, yo sabía que para mí había hecho un milagrito, ya que después de llover tres días seguidos, en el día de mi boda, a las diez de la mañana escampó y salió un sol radiante que lo secó todo. Esto me permitió lucir mi lindo vestido de novia que Dolores, mi suegra, me había regalado el día que vino a pedir mi mano. Esta, a escondidas de Manolito, me dijo:

—¡Toma, Secti, diez mil pesetas para que te compres el vestido más bonito que veas! —Y hasta me quedó dinero para los zapatos y los abalorios.

Cuando llegué a la iglesia, iba radiante de felicidad, y cuando vi a Víctor esperándome al pie de la escalinata, un grito me salió del corazón:

—¡Pero qué guapo estás con tu traje gris marengo!

Cogida del brazo de Pepe Luis, que ese día no cojeaba (Pepe Luis tuvo una parálisis de niño), yo fui la novia más feliz del mundo y mi padre adoptivo no cabía en sí de gozo.

Mi viaje de novios lo pasamos entre Granada y Almería, donde fuimos a ver a Romualdo, que ya estaba casado y con dos hijos, y que dijo al verme:

—¡No me lo puedo creer, mi niña Consuelito hecha toda una mujer y casada!

A la vuelta fui a despedirme del hotel Carihuela, pues Víctor quería que trabajara con él en el bar de su padre, ya que mis suegros y mi cuñada María se habían mudado al piso nuevo de calle Bailén, sobre nuestra casa, y así fue como yo empecé mi vida de casada, trabajando junto a mi marido y mi cuñado Manolo, quien al cabo de un año conoció a una muchacha muy guapa llamada Carmela y que estaba sirviendo en la plaza de la Merced.

A mi cuñado Manolo le urgía casarse, primero porque ya era mayorcito y se le estaba pasando el arroz, y segundo porque la muchacha valía la pena. Esta chica era la hermana de Pepe, un guardia urbano rechonchete que dirigía la circulación en el cruce de Carretería con calle Ollerías delante del bar Monteblanco.

El bar Monteblanco era el segundo bar que mi suegro Manolito arrendaba en Málaga. El otro se hallaba en calle Mármoles, donde colocó a su hija Josefina y a su yerno José Antonio, que ya tenían varios hijos.

Mis suegros eran una familia que siempre había vivido en el campo entre dos cortijos: uno alquilado y otro de ellos que mi suegro vendió para venirse a vivir a Málaga.

En sus inicios se compró una tienda (que no tuvo mucho éxito) en los pisos de Cantón, junto al hotel Myramar, motivo por el cual se decantó por los bares. Al constar ya uno a su nombre, tuvo miedo de la Fiscalía a causa de los impuestos; por consiguiente Monteblanco lo rentó a nombre de su hijo Manolo. Esto supondrá un pequeño problema más tarde para sus otros hermanos, como, por ejemplo: Dolores, Miguel, José y Josefina, que no estaban muy conformes con ello. Al único que le importó un bledo fue a Víctor.

Por esa época mi cuñada Dolores contrajo matrimonio con un chico de Ronda, José María. Ellos se trasladaron a Bilbao, allí él encontró un empleo en los altos hornos, junto a mí cuñado Miguel, que también trabaja en aquel lugar. Así pues, me encontré sola en el bar con mi marido y mi cuñado Manolo.

Víctor y yo dormíamos en nuestra casa de calle Bailén y pasábamos todo el día en el bar trabajando: de la apertura nos encargábamos Víctor y yo, y mi cuñado llegaba más tarde, que se quedaba hasta el cierre por la noche.

De este modo transcurrió más de un año. Nadie tenía un salario fijo, cada uno cogía el dinero que le fuese necesario. Al cabo de ese año, mi cuñado Manolo también se casó y se trajo al bar a toda la familia de su mujer, algo normal por aquel entonces, y eso quería decir que nosotros ya estorbábamos. Nos vimos obligados a buscarnos la vida.

Por otra parte, se nos presentó un nuevo inconveniente del cual yo no era consciente: nos iban a quitar la casa (el piso de abajo). Manolo lo vio claro, tenía casi todos sus planes resueltos: sus padres y mi cuñada María ya estaban instalados en el piso de arriba, lo único que faltaba era poner a trabajar a mi cuñada, y para ello necesitaba mi casa.

No sé cómo lograron convencer a mi suegro Manolito, pero un buen día Manolo se los llevó al notario y los dos pisos los pusieron a nombre de mi cuñada María. Sin más preámbulos, a nosotros nos dejaron en la calle.

Mi cuñada María era muy beata, sin embargo, su religión no le impidió arrebatarle la casa a su hermano Víctor, ocasionándole el disgusto de su vida. Manolito nos indemnizó con ciento cincuenta mil pesetas (un poco más de lo que nos habíamos gastado en reformar la casa). El dinero de Manolito nos permitió coger el traspaso de una tienda en Ciudad Jardín.

Aquello me pilló en muy mal momento porque estaba a punto de dar a luz a mi hija.

Mi cuñada María abrió una pastelería en lo que había sido mi dormitorio y que yo había arreglado con tanto amor (dieciocho meses antes). En un principio mi tienda iba bien, pero tuve que irme a dar a luz y las cosas se estancaron un poco, ya que lo pasé bastante mal y estuve quince días sin poderme mover (no sé por qué razón mi cuerpo no se abría para dejar pasar a mi hija y casi me muero).

En el sanatorio Gálvez no me atendieron correctamente. Mis contracciones comenzaron a las nueve de la noche; tras el horrible sufrimiento a las cuatro de la mañana tuvieron que despertar a mi médico cuando se percataron de que algo no iba bien.

Nunca podré olvidar a aquella comadrona y a la enfermara de turno que se «ocupaban» de mí. Estaban leyendo Lo que el viento se llevó, y a mí no me hacían ni puto caso. Es más, la comadrona hasta fue un poco sádica conmigo:

—Todas las primerizas sois iguales, cuando hacéis el amor no pensáis en lo que viene después. —Me fijé en su mano y vi que no llevaba anillo de casada, sería una solterona amargada. Pero a las cuatro de la mañana se asustó y llamó a mi médico, quien le echó una bronca tremenda:

—¡Antes, antes, tenía usted que haberme llamado antes! ¡Dos minutos más y esta mujer se nos va!

—Yo solo sentí la máscara de oxígeno y el corte tan tremendo que me llegó hasta el ano, lo que dejó salir a mi hija. Después, la noche total.

Estuve sedada un día entero. Cuando me desperté el 22 de noviembre estaban a mi lado mi hermana y mi suegra (que había venido a ponerle a mi hija de nombre Dolores).

—¿Dolores? ¡Dolores ni lo sueñes! Dolores los que yo he tenido para parirla… ¡Mi hija se llamará Marina! Como las olas del mar.

—¿Víctor no ha venido? —le preguntó a mi hermana.

—Sí, ha estado aquí toda la noche, acaba de salir a estirar las piernas y a comprar el periódico. No sé qué cosa ha pasado en América.

En ese preciso instante se abre la puerta y Víctor me tiende el periódico:

—¡Secti, han matado a Kennedy!

—¡Y a mí qué me importa eso! ¡Mira, mira tú aquí a mi lado lo que yo hice ayer! Mira qué cosa tan rica de niña.

Víctor cuelga su mirada encima de la cuna:

—¡Qué cosa más chica!

—Ah, ¿tú esperabas un elefante? ¿Es que no te has fijado cómo somos de chiquitos los dos? —¡Santo cielo! Es frustrante para una mujer que las ha pasado canutas durante el paritorio, que le digan que su hija es minúscula. Y que han matado al fulano ese de América (yo no tengo nada contra ese hombre) que en este momento me importa un comino.

Las coincidencias con la historia empiezan a ponerme nerviosa. Por ejemplo, en 1906 nació mi madre y el terremoto de San Francisco arrasa a miles de personas; en 1936 nazco yo y estalla la Guerra Civil; para colmo el 21 de noviembre de 1963 nace ni hija y a las pocas horas matan al presidente de los Estados Unidos de América, estoy más que harta de todas estas unánimes citas con la historia.

Al cabo de una semana regreso a casa y a mi tienda, pero aún no puedo trabajar. Apenas puedo ponerme de pie, mi hermana me ayuda un poco mientras procedo a llevar de nuevo las riendas yo sola.

El problema de las tiendas pequeñas es que se vende muy poco género, además en esa época instalan grandes supermercados por todos sitios donde la gente compra de todo, así que mi tienda va de mal en peor.

Un problema me surge de nuevo, tengo que buscar una solución y se la planteo a Víctor:

—Mira, esto no marcha bien, deberíamos traspasar la tienda antes de que sea demasiado tarde. Con el dinero podremos comprar un piso, meter nuestras cosas e irnos a trabajar fuera. Por ejemplo, a Barcelona, que ya la conozco. Víctor no lo tiene tan claro, nunca ha salido de su Málaga natal ni de su bar, para él es difícil irse a trabajar fuera. Además, me dice:

—Ya tengo un empleo en los nuevos depósitos petrolíferos que están haciendo en Málaga cerca de la carretera de Cádiz y empiezo mañana.

Víctor es conocedor de la soldadura autógena, la electricidad, la albañilería, etc. Es un verdadero «manitas», todo lo ha aprendido solo, no obstante, carece de certificado que lo justifique. Después de su primer día de trabajo me viene cabizbajo.

—¿Y ahora qué pasa?

—Pues imagínate, el encargado me quiere pagar como aprendiz a mis treinta y pico años, y eso que he sido yo el que ha estado todo el día enseñando al otro la soldadura, pero el tío quiere papeles que justifiquen mi saber y, como no los tengo, pues no sé qué va a pasar conmigo.

No sé si ha sido su desilusión en el trabajo o que ve que no hago caja en la tienda lo que ha decidido que al final acepte que la traspasemos.

Tengo un cliente que viene a verla y se queda con ella, por doscientas cincuenta mil pesetas, lo que nos permite comprarnos un piso de tres dormitorios, en las Flores, que vale trescientas mil pesetas, por lo que nos obliga a pedir al banco una hipoteca de cincuenta mil pesetas que iremos pagando poco a poco.

A pesar del disgusto de Víctor, acepta ser pagado como aprendiz; de todas formas, no nos queda otro remedio. En las Flores, como tengo tres dormitorios, acepto alquilar a una chica que es enfermera y que me paga quinientas pesetas al mes, las mismas que yo pago de hipoteca.

Con lo que gana Víctor y algunas horas que hago yo, vamos tirando.

Una mañana hablando con una vecina del primero, esta me dice:

—¡Oye! ¿Y por qué no os vais a Alemania?... Mi marido está allí y cada año me trae un montón de marcos.

—¿Y tú por qué no te vas con él?

—¡Yo, ni loca! ¿Que voy a dejar yo mi Málaga?

Me quedo mirándola y veo que lleva los dedos de las manos y las muñecas llenas de joyas. ¿Cómo se puede ser tan egoísta? Anda que quedarse aquí y esperar a su marido y verlo una sola vez por año… Yo no podría, si mi marido se va a alguna parte, yo me voy con él, sea donde sea.

Dejo a esta gorda egoísta con sus pulseras y me voy a trabajar a mis horas. Aquella noche se lo digo a Víctor:

—¿Y si nos fuéramos a Alemania?, mucha gente se va.

—Secti, ¿tan mal estamos?

—Bueno, pues si no fuera por las chapuzas de fontanería que tú haces los domingos y mis dos horas de menaje, estaríamos aun peor, y eso que me organizo lo mejor que puedo entre mis potajes y los huevos fritos, pero a Marinita tengo que darle otras cosas de comer.

—¡Bueno, si tú crees que debemos irnos! Ve preparando los pasaportes, porque con lo que pagan en los depósitos no vamos a salir de pobres.

En esos días, mi vecina María Elodia, que vive en frente, pone su piso en venta.

—¡Chica, me voy a calle la Victoria! Para que mi hijo vaya a la escuela de los Maristas. —El piso lo vende en seguida.

Una emigrante bajo la Torre Eiffel

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