Читать книгу ¿Por qué fracasan todos los gobiernos? - Sergio Berensztein - Страница 10

1 La necesidad de un cambio institucional Cambios institucionales decisivos, integrales y consensuados

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El proceso de reformas que la Argentina debe emprender incluye tres características centrales que están, a su vez, interrelacionadas:

1 Es decisivo, apunta al fondo de la cuestión, no son meras tácticas gatopardistas para distraer la atención de la opinión pública. Esto implica coordinar las expectativas de los principales actores sobre la existencia de un cambio de régimen.

2 Es integral, abarcando el régimen electoral, el funcionamiento del Estado y de las instituciones fiscales federales. Estamos convencidos de que las reformas parciales, acotadas y desincronizadas están destinadas al fracaso.

3 Surge de un acuerdo político amplio y sólido. La implementación de estos procesos de cambio suele llevar mucho tiempo y estar sujeto a múltiples presiones de grupos de interés. Algunas cuestiones requieren ajustes y revisiones casi permanentes. Más aún, la permanencia de estas nuevas reglas de juego en el tiempo es fundamental, para que echen raíces, se incorporen al comportamiento de los principales actores y terminen, en el tiempo, conformando una nueva cultura política, más democrática, participativa y transparente.

Cambios decisivos

Es imposible que la Argentina emprenda una senda de crecimiento sustentable sin un cambio decisivo en la percepción del régimen institucional por parte los principales actores políticos y sociales, incluyendo naturalmente a los trabajadores y a los empresarios. Necesitamos un conjunto de reglas claras, inteligentes y perdurables que contribuyan al desarrollo humano. Esto implica una regulación apropiada; ni un Estado ausente ni un intervencionismo extremo, depredador e irracional.

Los cambios en las reglas de juego son una constante de la política económica argentina desde hace décadas, pero se incrementaron notablemente en los últimos años. Esa inestabilidad genera incertidumbre, la instalación de un ambiente de desconfianza y hasta temor por lo que puede pasar.

Como resultado, se promueven comportamientos muy defensivos con criterios extremadamente cortoplacistas. Es lo que se denomina un mal clima de negocios, que explica por qué los capitales, incluyendo los argentinos, se desplazan hacia destinos mucho más seguros y confiables. Como los empresarios no gozan de derechos de propiedad efectivos sobre sus inversiones, ¿quién va a estar dispuesto, en estas condiciones, a invertir grandes sumas de dinero a largo plazo en proyectos para, por ejemplo, revertir el problema energético? Esto va más allá de un gobierno en particular. Quizás haya una administración que busque generar las condiciones para atraer inversiones y hasta logre algún resultado. La cuestión es si dichas reglas perdurán en el tiempo. Lo importante no son las personas, ni un gobierno en particular, sino la estabilidad en las reglas del juego de mediano y largo plazo. Para que no cambien, para que podamos romper la inercia pendular y enfermiza que caracteriza a la Argentina, resulta fundamental que las reglas del juego sean fruto de un proceso de deliberación amplio e inclusivo. Esto lleva tiempo y esfuerzo, pero de nada sirve forzar cambios que a la corta o a la larga se revierten y generan más inestabilidad.

Respecto de los trabajadores, vale la pena preguntarnos: ¿cuál es en la actualidad el incentivo para invertir en la propia educación, en mejorar el capital humano, en ser socios activos de un proceso de desarrollo basados en la innovación y el aumento de la productividad? No sorprende que la Argentina esté cada vez más rezagada en términos de los principales indicadores de calidad educativa, como el porcentaje de alumnos que completan la escuela secundaria. Muchos de los que sí apuestan a su propia capacitación terminan mudándose a otros países con entornos más estables para desarrollar sus actividades profesionales, pues no encuentran las oportunidades en un país donde lamentablemente el progreso no se logra en base al esfuerzo individual. Más aún, ¿tiene un trabajador argentino un incentivo claro para contribuir al sistema jubilatorio? ¿Puede acaso confiar que cuando tenga la edad para retirarse, el ahorro acumulado y administrado por el Estado alcanzará para tener una calidad de vida digna?

Los derechos de propiedad no son los privilegios de los ricos para mantener sus ventajas, sino el marco jurídico fundamental para que todos los actores sociales puedan aportar al proceso de desarrollo confiando en que se habrán de respetar los pactos elementales, formales e informales, incluyendo, por ejemplo, el valor de la moneda y el cuidado del ahorro solidario acumulado por la sociedad para financiar a las personas mayores.

En consecuencia, es importante generar un cambio decisivo en la percepción que empresarios y trabajadores tienen sobre sus derechos de propiedad. Si perciben que las nuevas reglas de juego se mantendrán en el tiempo, van a estar dispuestos a invertir e innovar. Para asegurar dicha estabilidad en el tiempo, se requieren modificaciones al régimen institucional que lleven a un sistema donde se pueda gozar plenamente de los beneficios de la libertad.

Se requiere un cambio integral y consensuado en el sistema institucional que genere las fortalezas y los frenos y contrapesos adecuados para que empresarios y trabajadores confíen que en el futuro se evitarán los saltos permanentes de las reglas de juego, que habrá estabilidad micro y macroeconómica y que será posible implementar políticas públicas que apunten a responder a las nuevas demandas de la ciudadanía sin poner en riesgo los logros alcanzados. Solo así se percibirá que disfrutar de los beneficios de la libertad es posible y aumentará la inversión en capital físico y humano para que el país pueda experimentar un desarrollo equitativo y sustentable.

Cambios integrales

El sistema institucional argentino posee hoy un Congreso que no es lo suficientemente independiente del Poder Ejecutivo Nacional (PEN). Para sus carreras políticas, los legisladores dependen de los gobernadores, que, a su vez, se subordinan al PEN, debido a las deficiencias del sistema de coparticipación federal. Esto vulnera las autonomías provinciales y tergiversa todo el funcionamiento del sistema político. En efecto, el presidente, que es el titular del PEN, tiene una influencia determinante tanto en el Poder Legislativo como en la vida interna de los estados provinciales.

Cuando James Madison y otros “padres fundadores” crearon un esquema presidencial de tres poderes para los Estados Unidos (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), luego adoptado por la Argentina y casi todos los países de la región, pensaron en un sistema en el cual la “ambición” de un poder contrarrestase la de los otros. Se trata de un equilibrio complejo, no exento de tensiones, pero la idea de controles mutuos y permanentes surgía de una meta común: evitar los excesos característicos de las monarquías.

Como es evidente, estos contrapesos no existieron nunca en la Argentina. Los presidentes suelen desarrollar sus agendas sin el consenso del conjunto del sistema político, y para lograrlo disponen de mecanismos de coacción, sobre todo en términos fiscales, que limitan la capacidad de decisión de los gobernadores y de ese modo logran que el Congreso no le ponga trabas. Esto puede significar un giro a la derecha, que implique privatizar y abrir la economía, o bien a la izquierda, con las consabidas estatizaciones y controles extremos de la economía. Lo que es más interesante aún, muchas veces se trata de los mismos legisladores que votan con la misma “convicción” políticas totalmente opuestas desde el punto de vista ideológico. Para peor, las típicas cesiones de facultades, como las leyes de emergencia o los “superpoderes”, profundizan este desbalance institucional.

El sistema electoral, además, genera un sistema de partidos fragmentado y otorga ventajas legislativas al partido más grande e influyente, el peronismo. Esto ocurre porque las provincias chicas en términos de población, donde el PJ construyó un sistema de poder muy sólido, están sobrerrepresentadas en el Congreso. Paradójicamente, esto fue exacerbado en una de las últimas decisiones políticas de la dictadura militar. Como consecuencia, dada la fragmentación de los partidos de la oposición, el sistema político queda totalmente desbalanceado, dificultando la posibilidad de una alternancia efectiva.

La falta de controles firmes sobre el manejo de recursos públicos deriva en un uso electoral del aparato estatal a través del patronazgo (otorgamiento de empleo estatal a la tropa propia) y del clientelismo (beneficios sociales contra “prestaciones”, como el voto o la participación en manifestaciones). Estos factores disminuyen la calidad de las políticas públicas, dada la falta de un “servicio civil” profesional y meritocrático, como existe en muchos países, como Singapur y Francia. También entorpecen la competencia electoral, “inclinando la cancha” hacia quien está en el gobierno. La evidencia empírica es concluyente: desde la vuelta de la democracia, casi ningún gobernador que buscó la reelección fue derrotado. Y, por lo general, el partido que está en el gobierno tiene enormes chances de seguir en el poder, aun con un cambio en el liderazgo.

El patronazgo y el clientelismo también ganan relevancia en las provincias más chicas. El gobierno nacional les transfiere muchos más recursos per cápita, dado que es más “barato” conseguir allí los apoyos necesarios para que el Poder Ejecutivo pueda ver aprobadas las leyes que envía al Congreso. Estas provincias suelen ser, además, las de menor calidad democrática. Así, los actores con peores instituciones republicanas logran un poder de decisión clave en asuntos nacionales y trasladan las prácticas de sus cuasifeudos a la esfera nacional.

Las fallas en el sistema electoral, el desbalance institucional y el sistema clientelar imposibilitan el funcionamiento de sistemas de control en el Poder Judicial y en la Auditoría General de la Nación (AGN), que deberían imponer restricciones a las acciones del PEN y castigar a los funcionarios públicos que violasen sus obligaciones. Así se cierra el círculo vicioso: los políticos no deben rendir cuentas a los votantes (sus “clientes”), pero sí a los gobernadores de sus provincias, que dependen de los recursos del PEN. Por lo tanto, diputados y senadores carecen de incentivos para establecer organismos de control efectivos, cuya ausencia habilita el uso clientelar del Estado. Las deficiencias del sistema institucional se retroalimentan. Es preciso romper este perverso círculo vicioso desbaratándolas en simultáneo.

Nuestra propuesta consiste en un conjunto interrelacionado de reformas al sistema electoral, al sistema de controles públicos y de funcionamiento del Estado y a la distribución de recursos fiscales federales (Figura 1).

Figura 1. Los cambios institucionales deben estar interrelacionados. Fuente: elaboración propia.

Es preciso enfatizar que estas reformas se deben implementar en conjunto. De otro modo, es muy probable que fallen, como un trípode al que se le rompe una pata. En años recientes se crearon agencias de control para, en teoría, garantizar la transparencia del gasto público o mecanismos para aumentar supuestamente la independencia del Poder Judicial. Todas fracasaron al calor del hiperpresidencialismo, no solo porque resultaron parciales e inconexas, sino porque no había un consenso amplio y sólido en mejorar la calidad de las instituciones democráticas. El denominado Sinapa (Sistema Nacional de Administración Pública), en los años noventa, parecía inaugurar una era de servicio civil independiente y profesional, pero el tiempo lo relegó casi al olvido. Hoy, la mayor parte de los nuevos empleados públicos son contratados sin concurso ni calificación más allá de la lealtad a un grupo, facción o partido determinado. Una reforma electoral que no solucione al mismo tiempo los otros déficits institucionales sería entonces ineficiente y de corta vida.1

Cambios surgidos del consenso

En los países desarrollados, sobre todo luego de la segunda posguerra, las instituciones políticas suelen nacer fuertes. Se mantienen en el tiempo y las reglas que crean tienden a cumplirse, pues de lo contrario existen sanciones rápidas y ejemplificadoras. Esas instituciones son el resultado de un equilibrio político, en el que los actores relevantes opinan, negocian y votan, y esos acuerdos reflejan una distribución de poder, pensados en el largo plazo para generar un entorno de baja incertidumbre a pesar de eventuales cambios electorales y en las preferencias de los ciudadanos, incluso en materia económica. Pues, si se requieren cambios, también estos son debatidos en función de los dispositivos existentes, respetando el derecho de las minorías y contemplando el derecho al disenso.

En la Argentina, por el contrario, somos “reformadores seriales”. Las instituciones nacidas tras cada reforma no se respetan ni son duraderas. Ejemplos de este hiperactivismo de patas cortas son las votaciones a velocidad récord de políticas tan importantes como la privatización o la estatización del sistema de pensiones y de YPF, la Ley de Medios o los nuevos Códigos Civil y Procesal Penal.

Creemos, sin embargo, que la actual coyuntura presenta una oportunidad única para gestar un cambio institucional consensuado por gran parte de las fuerzas políticas más relevantes, que sea resistente a los embates de grupos de poder y en consecuencia constituya un compromiso más duradero. Así como la experiencia de la última dictadura cementó la idea en la población y en los actores políticos de que la democracia era el único camino para construir poder, la experiencia de los últimos años y los fracasos recurrentes están generando un consenso acerca de la necesidad de introducir cambios institucionales para que la democracia funcione en sus objetivos de elevar el bienestar general y disfrutar de los beneficios de la libertad.

Muchas veces se escucha hablar de “políticas de Estado”, que suelen referirse a aspectos operativos: ¿YPF tiene que ser estatal o privada? ¿Debe generalizarse la Asignación Universal por Hijo? Pensamos, por el contrario, que las políticas de Estado que se deben consensuar son las referidas a las reglas del juego más sensibles: el sistema electoral, de controles y el federalismo. Solo los nuevos incentivos que estos cambios institucionales impondrán sobre políticos y ciudadanos harán posible la implementación de políticas sociales y económicas efectivas y duraderas. Proponemos entonces modificar esos incentivos, para que los actores políticos, sociales y empresariales ganen también individualmente con comportamientos que promuevan una interacción estratégica mucho más virtuosa en términos de calidad democrática, desarrollo humano e inclusión.

¿Por qué fracasan todos los gobiernos?

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