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LA LLUVIA NOS AYUDA

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Mientras tomaba su café, el Inglesito trató de establecer la diferencia entre el frío y el miedo. Cada tanto le asaltaba un brusco temblor que disimulaba apretando los codos sobre la mesa o cruzando los brazos sobre el pecho. Lo presentía, lo veía avanzar desde el fondo de su cuerpo segundos antes de que el escalofrío estallara, probablemente nacido desde un estómago que se resistía a beber el café que esperaba dentro de un pocillo en la mesa de formica. Con una certeza implacable, sentía que se aproximaba la sacudida y se preparaba para recibirla tratando de evitar que la gente advirtiera el espasmo. Nacía en algún lugar desconocido y se extendía como la raíz de un árbol desbocado que busca afirmar su cuerpo en la tierra. El calambre subía hacia las piernas y los brazos sin endurecer los músculos ni producir dolor. Temblaba. El cuerpo se estremecía apenas un segundo y él procuraba dominarlo aspirando hondo, tan hondo que los pulmones parecían quejarse por el dilatado estiramiento de los tejidos. Luego dejaba escapar el aire lentamente con los ojos siempre atentos para controlar el entorno. Tomaba más café para que el calor le quitara el frío, porque tenía que ser el frío y no el miedo lo que castigaba su cuerpo. Pero solo conseguía aumentar la sensación de náusea que desde una semana atrás merodeaba su estómago, inflamándole el pecho. Es miedo, pensó. Debo confesármelo porque esa será la única manera de dominar y controlar sus efectos. Hay que conocerse a uno mismo. Pero este clima no me ayuda y la ropa tampoco. Miró a través de la ventana y se convenció de que todo el mundo estaba tiritando de frío, y que era el frío lo que le obligaba a tiritar a él. Compartir con el mundo esa sensación le produjo unos minutos de alivio. Demasiado escasos para sus deseos. Si tuviera un sobretodo quizá no sufriría tanto el miedo. Afuera, la gente que esperaba el colectivo se refugiaba contra las paredes para evitar el viento y luchaba con los paraguas que, con un solo golpe de aire, invertían su figura de hongo para transformarse en recipientes que miraban al cielo. Si fuera verano no estaría tiritando como un infeliz. En verano todo es mejor porque el viento cálido y el sol hacen que sea más fácil dominar el cuerpo, se convenció en el preciso instante en que un nuevo calambre comenzó a gestarse allí abajo, en el estómago, o mejor dicho en el pecho, no estaba muy seguro, preludio de un escalofrío general. Se afirmó otra vez en la mesa con los codos, apretó una mano contra la otra, aspiró aire y esperó la sacudida. Estoy muerto de miedo.

—Estás pálido —dijo Berta cuando se sentó junto a él—. Te noto un poco pálido...

—Estoy muerto de frío.

—Sí, el tiempo está horrible. Pero a nosotros nos ayuda, hay poca gente en la calle. Espero que dure hasta mañana... cuanta más lluvia, mejor.

Pidió un café y miró a su alrededor, distraídamente. Luego dejó las llaves sobre la mesa y esperó a que el mozo se fuera.

—El coche está estacionado en Canning, a veinte metros. La chapa termina en 320 y es azul. ¿Querés creer que no sé qué marca es porque nunca supe de autos? De todos modos no te podés equivocar. Debajo del asiento vas a encontrar un paquete. No cometas infracciones, andá con cuidado y no estaciones cerca de tu casa; dejalo a dos o tres cuadras.


Se tomó el café con rapidez, casi indiferente a la presencia de la gente, aunque en los ojos, quien la conociera, habría advertido un brillo fugaz que denotaba saber qué ocurría a su alrededor. Los ruidos, las conversaciones, la gente que entraba y salía, los pedidos del mozo, el estrépito de los platos al chocar unos con otros en la cocina. Un brillo de atención que pocos, solo los muy amigos, podían percibir. Vestía una falda corta, elegante, el paraguas tenía el mismo color que el piloto que todavía tenía puesto, un pañuelo azul que parecía de seda rodeaba su cuello y estaba maquillada con suficiente discreción como para que no se advirtiera. Todos decían que era linda y si bien el Inglesito no acostumbraba a hablar sobre la belleza o fealdad de sus compañeras, reconocía en Berta a un hermoso ejemplar de mujer. Una belleza distante, es cierto, porque sabía mantener a los varones, fueran subordinados o jefes, fuera de la línea imaginaria que trazaba a su alrededor para evitar malos entendidos.


—Me voy. Todavía tengo mucho para hacer.


El Inglesito trató de disimular su frustración; tenía deseos de conversar y había llegado a la cita con la vehemente ilusión de pasar un largo rato junto a Berta. Necesitaba conversar con ella porque tenía la secreta esperanza de que esa muchacha podría transmitirle la confianza que demostraba en todos sus actos y que él anhelaba en ese momento. El beso que acababa de darle en la mejilla era una prueba. Infundía fuerza y seguridad al apoyar sus labios, lo hacía con la mirada, con el gesto de sus manos; toda ella irradiaba un control sobre su cuerpo y una certeza en sus convicciones que resultaba contagiosa y que varios compañeros le envidiaban. Berta era casi eléctrica en sus movimientos y los ojos poseían el rigor verdadero, no fingido, de aquel que sabe lo que hace. Ella hubiera sido la persona ideal, seguramente la única, para conversar una hora frente a esas tazas de café y luego, más tarde, en algún restaurante que infundiera valor con ese remedio tan eficaz que es la comida y el vino. ¿Con quién podría hablar de su miedo y de las dudas acerca de su propia capacidad para participar en ese acto que hoy atormentaba a su estómago? Desde una semana atrás tenía la cabeza ocupada completamente en lo que habría de ocurrir mañana, sin poder despejar su mente siquiera un instante, un instante que le procurara una paz efímera, pero paz al fin.

Por la tarde se encontraría con Roberto para ajustar algunos detalles. Pero Roberto era otra cosa, un hombre de pocas palabras; el «oso iletrado», como lo llamaban en el grupo y sin duda el mejor apodo que hubieran podido imaginar. ¿Acerca de qué conversaría con él salvo aspectos técnicos que tendrían que ver con la disciplina, el comportamiento, la necesaria serenidad y la obediencia? Roberto era un profesional, un guerrero medieval, aunque en algunas ocasiones disimulara su verdadera vocación con cierta retórica que convocaba a la conciencia, al pueblo y otros escasos conceptos aprendidos en manuales.

Berta era la contracara. Inteligente y sensible, caminaba por el mundo con la seguridad de hacer lo correcto. Los años en la universidad y la militancia estudiantil en el centro de su facultad la habían destacado como una dirigente creíble, arremetedora y justa con sus compañeros. Era hábil para manejar grupos y poseía la cualidad de saber escuchar, sin perder ni un solo detalle, las ingenuas o a veces presuntuosas preguntas y discrepancias de algunos de los jóvenes que entraban vírgenes a las agrupaciones universitarias. Siempre al frente de grupos estudiantiles, ocupaba ahora un cargo jerárquico en la organización y aunque el tono autoritario aparecía en su voz rápidamente si de imponer orden se trataba, también podía ser maternal y comprensiva con aquellos que se estaban fogueando en las listas que disputaban la dirección del centro de estudiantes. Les dedicaba todo el tiempo necesario para darles consejos y educarlos en el difícil arte de la negociación, pero era severa e impenetrable cuando no se cumplían sus órdenes.

El Inglesito lamentó su partida; en los escasos minutos compartidos, los escalofríos habían desaparecido milagrosamente y su cuerpo estaba en paz. Hasta el sabor del tercer café le pareció más agradable. En los próximos minutos, se dijo, cuando nos separemos, comprobaré si esta relativa serenidad solo fue el fugaz contagio de su personalidad.

Más tarde, pocas horas después, se recriminó no haber insistido con mayor energía para hablar durante un par de horas. Cualquier sitio hubiera sido adecuado, aun ese bar en el que se habían encontrado, lleno de gente que fumaba y hablaba en voz alta con la prepotencia que el Inglesito atribuía a la sociedad argentina. Es muy probable que Berta hubiera cancelado sus obligaciones para dedicarse a él y, con su voz, despojarlo de sus dudas, alimentarle la fe y demostrarle que la vida solo valía ser vivida si uno afrontaba las dificultades con coraje y pasión.

Esas dos palabras, a las que ella agregaba Conocimiento, y repetía, conocimiento con C mayúscula, formaban el trípode en el que se asentaba Berta. Era el cimiento de su conducta cotidiana.

La acompañó hasta la puerta y esperó a que ella subiera a un taxi. Luego caminó por la vereda indicada de Canning, tratando de pegarse a las paredes para protegerse, ilusamente, de la lluvia que ahora caía casi horizontalmente desplazada por el vendaval. El automóvil estaba en el lugar indicado. Era un nuevo modelo de Peugeot azul. Se sentó frente al volante y comprobó la documentación, que estaba detrás del parasol, memorizó los datos particulares del que figuraba como propietario y descubrió, tocando con las puntas de sus dedos, el paquete muy prolijo —seguramente hecho por ella— que asomaba por debajo del asiento. Puso en marcha el motor y condujo por calles secundarias sin dejar de mirar de tanto en tanto por el espejo retrovisor.

El limpiaparabrisas bailaba delante de sus ojos y las ráfagas de viento se oían al golpear contra el auto en un vano intento de desviar su recorrido. Los diarios y los noticieros de televisión anunciaban la caída de árboles y peligrosas inundaciones en algunas zonas de la Capital Federal. Prendió la radio y escuchó cuando el locutor, con voz grave y preocupada, informaba de que desde hacía muchos años no se producía una tormenta tan severa y sobre todo, prolongada. Había numerosos damnificados y las autoridades estaban enviando equipos de rescate a los vecinos que veían avanzar el agua dentro de sus casas. El tornado llevaba ya varios días de duración y el pronóstico para la semana anunciaba la continuación de la lluvia y el viento.

El Inglesito escuchaba la radio pero su pensamiento estaba lejos de esa catástrofe ciudadana. Las fantasías que rondaban su cabeza eran ajenas a la tormenta. Si me enfermara, si hoy tuviera fiebre, si una repentina temperatura aumentara hasta cuarenta grados y no pudiera levantarme de la cama, si eso ocurriera en las próximas horas, tendrían que sustituirme; sería inadmisible postergar un hecho tan importante porque uno de los participantes se enferma. Habría que buscar a otro, alguien que pudiera integrarse rápidamente en el equipo, alguien que tuviera mucha calle y facilidad de adaptación al grupo. En la vida, a veces, suceden esas cosas. Es el azar, la casualidad, episodios imprevistos que obligan a realizar cambios sobre la marcha. ¿Cuántas veces grandes proyectos se han desmoronado por causas fútiles que ni siquiera la más prolija organización no contemplaba? Cuestiones insignificantes pueden hacer zozobrar empresas humanas rigurosamente planificadas. Y en este caso particular ni siquiera sería necesario suspender nada. Las cosas podrían hacerse igual porque su presencia, lo sabía muy bien, era accesoria. Podía estar o podía no estar, daba lo mismo. Sobraban, además, los candidatos; más de uno se moría de ganas de estar en su puesto y poder protagonizar la escena que a él le producía escalofríos. ¿Por qué no darle a algún voluntario, se preguntaba, la posibilidad de hacerlo si hay gente con más disposición que otra para ciertas tareas? ¿Por qué no alentarla y formar buenos profesionales? Incentivar aquellas predisposiciones naturales de las personas hacia algunas actividades era parte de la vida. Así se forjaba la personalidad, el carácter de los hombres y las mujeres. En todas las disciplinas académicas, en los oficios más complicados o en los más sencillos, hay gente que se destaca sobre otra y darle la oportunidad de lucirse es moneda corriente.

Llegado a esa conclusión que nadie podía rebatir, se detenía. Se sabía incapaz de manifestar públicamente ese pensamiento porque conocía el resultado, se reirían, le señalarían desviaciones ideológicas. Lo mirarían con desprecio algunos, con conmiseración otros. Cruzarían sus miradas entre ellos y hasta podía imaginar un gesto de impaciencia. Pero buscaba argumentos, recovecos de la razón, réplicas pronunciadas ante sus compañeros para recapacitar sobre las condiciones naturales que demostraban algunos cuando se trataba de realizar algo importante, algo trascendente que impactaría en la opinión pública. Si esta tarde, cuando Roberto llegara a su casa, simulara sentirse mal, muy mal, con fiebre que no cede, con articulaciones doloridas, sin esos reflejos tan vitales para la supervivencia... El Inglesito imaginó su cuerpo postrado en la cama y vio el rostro preocupado de Roberto opinando que en esas condiciones era imposible su participación y que esa misma noche habría que encontrar a alguien para reemplazarlo. Detrás del limpiaparabrisas, que apenas alcanzaba a barrer el agua de la lluvia, vio a Roberto acercarse a su cama y escuchó su voz, diciéndole paternalmente: no te preocupes, otra vez te tocará a vos, yo salgo para conectarme con Berta y buscar un suplente. Mañana, cuando terminemos, vengo a visitarte y te cuento cómo nos fue.

La imagen lo acompañó durante varias cuadras y se fue esfumando junto con la aparición de una certeza: nunca podría hacerlo. La fiebre no iba a llegar porque él la convocara ni Roberto sería tan complaciente con su enfermedad. Lo siento, pero a pesar de todo vas a tener que participar. Ya no hay tiempo para buscar un recambio y además es hora de que entres en acción; mañana antes de salir dos aspirinas te van a reconfortar y te sentirás bien. Y no te preocupes porque yo voy a estar a tu lado para cualquier imprevisto que surja.

No hay excusa posible, no se puede cambiar el rumbo de las cosas, se dijo el Inglesito mientras estacionaba el coche, controlaba que todas las puertas estuvieran bien aseguradas y comenzaba a caminar las tres cuadras que lo separaban de su casa. Resignado a los acontecimientos que se producirían, caminó llevando bajo el brazo el pesado paquete que se empapaba con la lluvia.

Una bala para el comisario Valtierra

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