Читать книгу Una bala para el comisario Valtierra - Sergio Bufano - Страница 6
DESIREE
ОглавлениеSentado junto al conductor en el primer vehículo, Valtierra volteó la cabeza hacia atrás y controló a los cinco automóviles que lo seguían. La caravana circulaba por las calles sin que los porteños advirtieran su paso. Los vecinos estaban demasiado ocupados en protegerse del frío para detener su mirada en esa curiosa hilera de coches que avanzaba sin apuro hacia su destino. El comisario advirtió que sus muchachos estaban entusiasmados y se sintió satisfecho. Era un buen grupo el que había entrenado y estaba orgulloso de la actitud y disposición para el trabajo. Prendió la radio en el preciso instante en que Alberto Marino comenzaba a cantar Farolito de papel.
No hay duda, se dijo, este es un día de suerte.
Avanzaron por la calle Sarmiento y antes de llegar a plaza Once se desviaron hacia Rivadavia; más adelante buscarían la avenida del Trabajo hasta encontrar a los técnicos que esperaban en el camión. Prendió un cigarrillo y se dejó llevar, repitiendo mentalmente la letra del tango.
Al llegar a Rivadavia y Sánchez de Bustamante los detuvo el semáforo. Con la mano limpió el cristal empañado y a través de la lluvia reconoció el cartel desteñido por el tiempo en el que todavía podía leerse «Desiree». En esa esquina, pocos años antes, había funcionado un local bailable en donde las parejas se apretaban en la penumbra.
El recuerdo de Dorita apareció nuevamente. ¿Otra vez?, se preguntó. Le pareció curiosa la reiteración de ese nombre luego de tantos meses de clausura a la que había sometido a su memoria. La tentación de llamarla al día siguiente por teléfono jugó durante unos minutos en sus pensamientos, pero rápidamente prefirió desdeñarla. No. Es mejor que no. Esas cosas nunca se sabe cómo terminan. Y quizá no terminan nunca.
Cinco años antes, durante la madrugada de un sábado, había entrado en ese boliche al frente del personal antidrogas. Bloquearon la puerta de salida y prendieron las luces por sorpresa. Detuvieron a todos, separaron a hombres de mujeres y comenzaron a revisar los bolsillos, las carteras, los cajones del mostrador, los baños, todo el local fue inspeccionado minuciosamente. Entre los asistentes Valtierra observó a una mujer que lucía un vestido negro, corto y elegante; sus ojos reflejaban pánico, aterrada por los policías que daban órdenes bruscamente. Adivinó que era ajena a cualquier delito, pero se ensañó con ella. La separó del grupo y la interrogó durante una hora aun convencido de su inocencia. No pertenecía al mundo de la droga, ni siquiera de la noche. Había acompañado a una amiga que iba con su novio y ahora estaba desesperada porque se encontraba metida en un lío. Valtierra se empecinó en preguntarle cada uno de los detalles de su vida, exigió que le relatara minuciosamente todos sus horarios de trabajo, la casa de sus padres, las amistades. Puso cara de desconfiado y la hizo llorar sin conmoverse. Le miró el cuerpo mientras ella tapaba su cara y se convenció de que era demasiado linda para dejarla ir. Tenía el atractivo que las mujeres alcanzan a los cuarenta años, distantes de pudores y caprichos juveniles.
Satisfecho de su interrogatorio, la sacó del local y en vez de llevarla a la seccional policial, la dejó en la puerta de su casa. Durante el trayecto le habló serenamente para tranquilizarla, trató de hacerla reír y finalmente le sugirió que se retocara la pintura del rostro porque las lágrimas se la habían corrido. Para no asustar a sus padres.
Esperó a que entrara en su casa y antes anotó el número de teléfono para comprobar al día siguiente, según le dijo, que todo estaba bien. Luego regresó a la seccional y allí interrogó durante toda la noche a los detenidos en el operativo. Había un rubio que le resultaba antipático y con él se ensañó hasta la madrugada. Le repitió las mismas preguntas cien veces, le pegó una cachetada, le revisó los brazos para comprobar si se había inyectado y esperó impaciente hasta la mañana para conseguir una orden judicial de allanamiento. Cuando revisaron su departamento encontraron varios saquitos de cocaína escondidos en el fondo de un placard. Volvió entonces a la celda y le pegó dos trompadas que lo derribaron al suelo; cuando se aprestaba a pegarle otras dos, lo impidieron dos agentes que le sacaron al detenido de las manos. Además de la tenencia de drogas para la comercialización, el preso fue acusado de resistencia a la autoridad y lesiones a un agente del orden.
Cumplida su labor, Valtierra fue a su casa a almorzar y dormir la siesta. Aunque estaba acostumbrado, la madrugada en vela había terminado por cansarlo.
Al día siguiente llamó a Dorita y con la excusa de averiguar su estado emocional la invitó a cenar. No puedo, dijo ella, y en su voz advirtió cierto rencor por el susto de la noche anterior. Recurrió entonces a todos sus argumentos y le pidió disculpas por la rudeza del trato. Le explicó que la vida de un policía es difícil porque debe enfrentarse a toda clase de delincuentes. Le dijo que a veces se equivocaba, pero que siempre estaba dispuesto a reconocer su error y precisamente por eso la llamaba, para demostrarle que la policía está al servicio del ciudadano. Le contó sobre el terrible flagelo que significan las drogas y la reprendió, suavemente, por concurrir a un local en donde era frecuente la asistencia de pasadores. Afortunadamente, insistió, gracias a nuestra labor hemos encontrado a un proveedor y secuestramos polvo en su casa; ya ve, aunque usted esté enojada por mi actitud, hemos salvado a la sociedad de otro delincuente.
Después de media hora de explicaciones y nuevas disculpas telefónicas logró arrancarle una cita y se comprometió a buscarla en su casa. Esa noche, con el traje azul que pocas veces descolgaba del ropero, Valtierra se presentó ante sus padres y todos quedaron encantados; un hombre formal, respetuoso, que prometió arreglarles rápidamente el trámite para reponer una cédula de identidad perdida. Solicitó permiso a los ancianos para llevar a Dorita al cine y se fueron juntos como una pareja dominguera. Después cenaron en un buen restaurante y conversaron sobre la vida del comisario. Ahora le toca a usted responder a mis preguntas, dijo Dorita.
Tratando de evitar algunos detalles, Valtierra narró, por primera vez, buena parte de su vida; la muerte de su padre y su hermano, el trabajo de policía, los cuidados que prodigaba a su madre y las costumbres de un hombre que está solo y al que le gusta la calle. Cierto encanto que irradiaba Dorita le permitió confiarse y descargar palabras que pocas veces pronunciaba. A decir verdad, que nunca pronunciaba. Reservado, casi hosco, el comisario inspiraba confianza entre sus hombres y eran ellos quienes se confesaban ante su figura severa y paternal. En esas ocasiones sus subordinados esperaban una palabra, quizá un gesto, que les daría la solución a sus íntimos conflictos. En los bares, particularmente de madrugada, cuando mataban el tiempo con unas copas, truco y una partida de billar, alguno de los muchachos se acercaba y le pedía un consejo, alguna ayuda que disipara sus dudas. Y siempre lo encontraban dispuesto, benévolo, también sabio cuando se trataba de cosas de la vida. Nunca, en cambio, le escucharon hablar de su propia vida, de su familia, ni siquiera de su madre, que lo esperaba todas las mañanas para desayunar juntos.
Para quienes no lo conocían, Valtierra era una persona desagradable, áspera, de pocas palabras, escondida detrás de esa cortina metálica que era su rostro y en donde los ojos mostraban su poca paciencia. Aun en situaciones feas, cuando, boca abajo en el barro esperaba que algún loco gastara todos los proyectiles del arma, el rostro permanecía intacto, sin muecas que delataran miedo, fervor o un leve entusiasmo.
En ese primer encuentro, Dorita despertó en él un sentimiento desconocido que le permitió abrir una pequeña compuerta. Valtierra sintió que podía confiarse, con las reservas del caso debido a su condición de mujer, sin temor a sentirse descubierto ni arrepentirse más tarde. Ella ya no era una chiquilina y tampoco tenía el rictus que invariablemente cruza la cara de las solteronas. Era una mujer adulta, de su casa, cuidadosa con sus padres y con ese particular espíritu paciente que se adquiere con los años. Dorita sabía escuchar y guardar las cosas que escuchaba. Mientras Valtierra hablaba, entre cigarrillos, whisky y gestos muy medidos, ella permaneció en silencio con todos los sentidos puestos en cada frase, analizando una tras otra las palabras del comisario. Seria, absorta, dejó que ese hombre de aspecto tosco conversara sobre su vida. Tuvo la intuición, sospechó, que esa era la primera vez que lo hacía. Y no se equivocaba.
Comenzaron a frecuentarse. Los sábados iban al cine y luego a comer a pequeños restaurantes que trataban de descubrir al azar, en un juego de albures nocturnos. En pocos meses la relación comenzó a formalizarse y Valtierra se encontró un día visitando la casa todos los miércoles y cenando junto con los padres. Se sentía sorprendido y también curioso porque era la primera vez en su vida que actuaba como un novio después de tantos años visitando prostíbulos y acostándose con mujeres de las que no recordaba ni el nombre ni el color del pelo. Lo curioso era, precisamente, que se sentía cómodo y bien dispuesto a conversar en esas cenas familiares. Dorita se esmeraba en preparar buenos platos y él llegaba invariablemente con una botella de buen vino. Luego del coñac, los padres se retiraban para ver la televisión y la pareja se quedaba charlando en la sala.
Besos furtivos y caricias respetuosas fueron convenciendo a Valtierra de que esta vez la cosa venía en serio y que a pesar de tener ya sus años estaba viviendo un romance adolescente.
—Tome, jefe —interrumpió uno de sus muchachos mientras pasaba una ametralladora por encima del respaldo del asiento.
—No, ahora no, después —dijo, y regresó al silencio mientras miraba por la ventanilla del automóvil. La lluvia se había detenido pero las nubes estaban tan negras y bajas que no anunciaban nada bueno.
La mañana en que decidió llevarla a la casa de su madre era precisamente una mañana de domingo muy fría. La ayudó a sacarse el tapado de piel mientras la vieja simulaba indiferencia para esconder su alegría y ponía sobre la mesita del comedor los vasos del vermut, las aceitunas y las rodajas de chorizo colorado.
—Esta es Dorita, mamá —había dicho Valtierra como si alguna vez le hubiera hablado de esa mujer. Y a la madre le brillaron los ojos mientras la observaba de pies a cabeza con gesto de aprobación.
Valtierra se sintió a gusto cuando advirtió que entre ellas se establecía un lazo espontáneo de simpatía y también de complicidad. Bebieron el copetín y luego Dorita ayudó a la anciana a poner la mesa, elegir el mantel y servir los acostumbrados ravioles del fin de semana. Y después de comer fueron a conversar al dormitorio, dejando solo a Valtierra para que durmiera la siesta en el sofá del comedor.
Al comisario siempre le había preocupado la situación de su madre y en varias ocasiones sugirió la conveniencia de vivir juntos, pero ¿cómo convencerla? Cada uno tiene sus gustos y yo tengo los míos, repetía ella. Prefería vivir sola, ocuparse de que su casa estuviera bien arreglada, salir por las tardes a mirar las vidrieras de los comercios del barrio; le entusiasmaba ir al supermercado y elegir cuidadosamente las verduras y frutas que luego comería sentada en la cocina para no ensuciar el comedor.
Y en realidad, para qué engañarse, él no había insistido con demasiada convicción. En sus adentros prefería vivir solo en su departamento y estar tranquilo, ver la televisión en calzoncillos, tomar una cerveza en verano o un whisky en las noches de invierno. Además, no eran buenos tiempos para compartir con una anciana. Desde el traslado a Seguridad Política las cosas habían cambiado para mal y prefería no arriesgar a su madre inútilmente. Ya llevaba varios años con esos niños bien que jugaban a la guerra y despreciaban la vida de los ciudadanos.
Y allí estaba la vieja, con sus ochenta años, arrugada, encorvada pero siempre activa. Había sobrevivido a su marido y a su otro hijo, había sobrevivido a toda la familia y ahora quedaban ellos dos, únicos en el mundo. Por esa razón se sintió feliz cuando advirtió que la anciana simpatizaba con Dorita; hasta se emocionó cuando la madre le obligó a prometer que a partir de ese momento vendrían todos los domingos al mediodía a comer ravioles con estofado.
Llegaban a las diez de la mañana con algunos quesos comprados por Valtierra, que se ocupaba de preparar el aperitivo. Dorita llevaba postres que hacía con sus propias manos, y luego de comer él dormía la siesta mientras las mujeres conversaban y lavaban los platos.
Una noche Dorita decidió dormir en la casa de la madre del comisario. El sábado, luego del cine, fueron a cenar con la Vieja, que había transformado el cuarto de planchar en un hermoso dormitorio para su nueva hija, como le gustaba llamarla. Después de comer, las mujeres fueron a dormir y él se quedó mirando una serie de televisión. Luego se acostó en el sillón y allí permaneció hasta escuchar los ronquidos de su madre.
Se levantó en puntas de pie y entró en el cuarto de Dorita. Cubierta con un camisón, ella se dejó acariciar el cabello y no se resistió cuando las manos de Valtierra bajaron hasta sus pechos y recorrieron los muslos. En voz baja, pegado a su oído, el comisario le dijo que la quería, y que la quería bien. Cuando ella levantó las sábanas para hacerle un lugar en la cama, él detuvo sus caricias, le dio un beso en la frente, regresó a su sillón en silencio y se quedó dormido.