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Prólogo

por Enrique Vila-Matas

Empiezo como terminaré: a la deriva. Y lo hago preguntándome si tienen forzosamente las novelas que narrar una historia. La respuesta es más que sencilla: pretendan contarla o no, siempre la cuentan. Porque no hay un solo lector inteligente que, por mucho que le den a leer algo raro e incluso la novela más hermética del mundo, no sepa leer una historia detrás del impenetrable texto que hayan podido darle. Ahora bien, ¿qué puede suceder si el lector es inteligente y en cambio el novelista no lo es? Sospecho que en esos casos tiene lugar siempre una gran fiesta. Me acuerdo de Georges Simenon, que dijo que no es en absoluto necesario que un novelista sea inteligente, sino todo lo contrario: cuanto menos inteligente sea, más posibilidades se abren para él de ser novelista. Sin duda llevaba toda la razón del mundo, porque yo he tratado a grandes novelistas a lo largo de mi vida y ninguno me ha parecido muy inteligente, sobre todo comparado con otras personas que he conocido, personas dedicadas a otras artes, negocios o ciencias. Claro está que hay excepciones a esta regla. El gran novelista argentino Sergio Chejfec es una de ellas. Aunque, si lo pienso bien, Chejfec es alguien inteligente a quien no le cuadra bien la palabra novelista, porque él más bien crea artefactos, narraciones, libros, pensamiento narrado antes que novelas. Mis dos mundos, por ejemplo, es ante todo un libro que nos recuerda que hay novelas con historias, pero también novelas que no son tan ortodoxas –la de Chejfec se sitúa en este apartado–, aunque contienen asimismo historias. La que se cuenta en Mis dos mundos no es fácil de sintetizar porque, como sucede en todas las demás novelas de este escritor, lo importante parece ser excusa para destacar el papel dramático de lo accesorio. Y así, en Mis dos mundos, el efecto que provoca la vacilante búsqueda del narrador termina por hacernos ver cómo en el propio relato se va dibujando el sendero de una decepción: el camino que va forjando un cierto estado del alma del narrador que oscila entre el miedo, la confusión y la incertidumbre. Así las cosas, la inseguridad o perplejidad es visible en cualquier nueva frase que asoma y que nos parece el nuevo centro de significado del libro (y por fin una interpretación válida del mismo), pero que, sin embargo, termina irremediablemente diluido unos párrafos más adelante. En parte, todo esto es algo que el autor ha explicado en algún lugar refiriéndose a su gusto por ver cuánto puede resistir una frase, no en términos solamente técnicos, sino en una especie de tono: las frases estarían siendo empujadas hacia la expansión, porque existiría un mensaje, pero estaría constreñido por la fórmula, por la ecuación de la oración. A Chejfec le gustaría bordear ese límite, tratar de hacer elástica la frase, no hasta el punto de que ésta fuera incomprensible, pero sí trabajar con ese límite para que se viera que existía en cuanto tal. Por eso, seguramente, le gusta poner frases sin terminar y recomenzar con otra oración para evidenciar que la arbitrariedad del narrador también juega un papel en el campo más estrictamente lingüístico.

Parecidos problemas tengo ahora como prologuista para resumir en una fórmula constreñida el inmenso material en expansión de este libro. Pero si tuviera que resumirlo de alguna forma, diría que estamos ante la historia de un escritor que está a punto de cumplir cincuenta años y, probablemente debido a esta fecha crucial, quisiera convertirse en un no-escritor. Esto lo sabremos cerca del final, aunque es una ilusión que organiza el relato. No la ilusión de escribir mal (ese sueño imposible de las vanguardias), sino la ilusión de que la historia se disuelva en su imposibilidad, o peor, en su inutilidad. Al final, no escribir y resignarse a una vida absurda podría venir a ser lo mismo que escribir y no resignarse a nada.

El escritor está visitando una ciudad del sur y decide recorrer su parque más emblemático. La caminata, el paseo, ocupa casi todo el libro. Allí encontrará elementos en los que descubrirá vínculos con su propio pasado, con su condición, con su identidad. La descripción de la naturaleza acotada entusiasma a este discreto viajero, que ve en el parque medio abandonado (incluyendo las barcas con forma de cisne, las aves cautivas, los peces y tortugas) señales de su propia condición incompleta, una prueba cósmica de que cualquier autenticidad es imposible.

Allí donde el narrador (cuyos dos mundos parecen confundirse tanto como en ocasiones se mezclan en el libro el estilo ensayístico con el narrativo) vacila y duda sobre lo que está narrando o bien se pregunta cómo hacerlo, Chejfec, en el fondo, no se lo pregunta jamás. Es más, está entre quienes dominan con mayor maestría tanto el arte de la digresión como el de la narración en la literatura actual. Ante Chejfec, en una primera impresión recordamos a muchos autores admirados, y en un segundo momento –más sólido y perdurable en el tiempo– advertimos que no se parece a nadie y que ha elegido un camino insólito, único, muy diferenciado, que tarda en distinguirse a causa de las exigentes y muy personales búsquedas que el propio autor realiza en su narrativa.

Me hacen recordar las páginas de este libro que me he ido encontrando, a lo largo del camino de la vida, con algún que otro novelista inteligente y que ha sido todo siempre muy curioso, pues en cuanto he dado con uno de ellos he terminado oyendo decir de él que era una lástima que no fueran adaptables al cine sus obras. Seguramente, esta casta de escritores –Chejfec parece uno de ellos– pertenece a un tipo, todavía hoy muy singular, que debió comenzar a existir allá por los tiempos en los que Marcel Proust mostró su desprecio por una novelística reducida a un desfile cinematográfico de las cosas. Siempre he pensado que esa suerte de desfiles, aparte de ser simplonas traducciones de la vida interior del narrador, operaban perniciosamente, actuaban como impedimento para que pudiéramos hundirnos en el fragmento de una historia –o en el detalle de un fragmento de esa historia– y dedicarnos por fin a la deriva feliz que podríamos hallar, por ejemplo, en el análisis a fondo de la condición de relato de un relato –nuestro propio mundo, sin ir más lejos– desprovisto, en realidad, por completo –para qué engañarnos– de sentido.

Sugiero tímidamente incluir a Chejfec dentro del grupo de los novelistas que de un tiempo a esta parte vienen esforzándose –dentro de la línea más noble de la literatura en lengua española, más concretamente del sur de América, aunque Chejfec tiene todo el aire de ser el rey de las prosas apátridas– por traducir su vida interior al género del pensamiento narrado, género del que, aun no sabiéndose mucho, se sabe al menos que escapa con inteligencia ensayística de la corriente de aire limitado de los grandes novelistas con tendencia obtusa al desfile cinematográfico de las cosas. Y de paso sugiero que pensemos Mis dos mundos como una narración que intenta tanto transmitir una experiencia de percepción como mostrar, con ficticia indolencia, hasta qué punto un escritor bien dotado mentalmente puede concederle vacaciones a un lector y permitirle a éste ver de pronto potenciadas todas sus posibilidades de alegría al descubrir que se ha aventurado en un libro que parece creer a fondo que en arte, y especialmente en literatura, cuentan únicamente los que se lanzan hacia lo desconocido. Porque no se descubre tierra nueva sin acceder a perder de vista, primeramente, y por largo tiempo, toda costa.

Preferiría no hacerlo, pero si tuviera que adscribir este libro a algún apartado concreto de la literatura contemporánea, lo situaría en la vertiente más viva y más precisamente contemporánea de esa misma literatura. Situaría Mis dos mundos como una rara avis de la narrativa actual, entre esos libros que aún son capaces de abrir nuevos caminos a la azarosa trayectoria de la historia de la novela moderna. Sus referentes pueden ser autores europeos, pero también cierta narrativa latinoamericana –digamos que ampliamente despierta y cerebral– que no se ajusta del todo al latinoamericanismo literario en boga. Y es que Chejfec, en Mis dos mundos, se alinea con los escritores que no temen la alta mar y que saben congeniar con una clase de lectores que llevan seguramente tiempo queriendo abandonarse a sí mismos en territorios inestables, perderse por los territorios dramáticos de lo accesorio, de lo que parece no tener importancia, de lo que «generalmente no se anota, lo que se nota, lo que no tiene importancia, lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes», que diría Georges Perec.

En este sentido, o quizás en otro –quede así constancia de mi absurda voluntad, tal vez completamente inútil, de neutralidad respecto a esta novela que admiro tan especialmente–, Mis dos mundos me sigue pareciendo, meses después de haberla leído por primera vez, el paseo más completo que hasta el día de hoy he podido hacer por la siempre incompleta geografía de los territorios dramáticos de lo accesorio, por la solitaria geografía de nuestras fisuras, por la honda geografía de esos huecos que suelen ser precisamente puertas que dan a lo desconocido, a sitios olvidados que disparan nuestra imaginación y también nuestras derivas y hasta disparan la celebración de fiestas de cumpleaños que a veces –en esas raras ocasiones en las que cae la tarde de un modo distinto– no exigen que haya previamente ni tan siquiera un tiempo vivido. Basta con el crepúsculo.

Mis dos mundos

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