Читать книгу Mis dos mundos - Sergio Chejfec - Страница 7

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Quedan pocos días hasta un nuevo cumpleaños, y si decido comenzar de este modo es porque dos amigos a través de sus libros me hicieron ver que estas fechas pueden ser motivo de reflexión, y de excusa o de justificación, sobre el tiempo vivido. La idea se me ocurrió en el Brasil, mientras pasaba dos días en una ciudad del sur. En realidad no entendía cómo me había plegado a trasladarme hasta allí, sin conocer a nadie y sabiendo muy poco sobre el lugar. Era por la tarde, hacía calor, y andaba caminando en busca de un parque del que no tenía casi ninguna referencia, salvo su nombre medianamente musical, y por lo tanto promisorio, según mi criterio, y el hecho de aparecer como la superficie verde más grande en el plano de la ciudad. Pensaba que siendo tan extenso sería imposible que no fuese bueno. Para mí los parques son buenos cuando no están impecables, en primer lugar, y cuando la soledad se ha apropiado de ellos de tal modo que se ha convertido en una seña propia y una divisa compartida por los caminantes, que pueden ser esporádicos, pero que desde mi punto de vista deben estar irrevocablemente abstraídos, o absortos, también un poco confundidos, como cuando se camina por un sitio ajeno y familiar a la vez. No sé si llamarlos lugares de abandono; algo parecido a regiones relegadas es lo que quiero decir, donde el entorno se suspende momentáneamente y uno puede imaginar estar en un parque de cualquier lugar, aún en las antípodas. El sitio arrumbado, indistinto, o mejor todavía, el sitio donde la persona, movida quién sabe por qué tipo de distracciones, se ausenta, se convierte en nadie y ella misma termina siendo imprecisa.

El día anterior había asistido a una conferencia sobre literatura, a cuyo término había paseado por la plaza donde se organizaba la Feria del Libro local, en uno de los sectores antiguos de la ciudad, presumí, aunque ya muchas reliquias o marcas históricas parecían definitivamente ausentes. La gente caminaba despacio, llenando las vías de circulación como consecuencia del mismo tumulto. Yo habré sido el único paseante solitario de la jornada, cosa que de todos modos y por suerte no extrañó a nadie, porque las familias, los grupos de amigos o las parejas siguieron en lo suyo mientras estuve andando por ahí. Durante el tiempo que aguardé en el salón desierto el comienzo de la conferencia, leí en el periódico que cada año, cuando se organiza la Feria del Libro, los artesanos habituales mudan de la plaza sus quioscos y tablas a calles cercanas. Ignoro por qué esa información me pareció importante y, más aún, por qué se me quedó grabada. (Al día siguiente encontré el lugar provisorio de los artesanos, en unas cuadras aledañas a la plaza, donde se ordenaban por rubros y parecían reunidos por alguna prevención o emergencia.) Después, al término de la charla no hice ninguna pregunta; más aún, fui el primero en abandonar la sala y en buscar rápido el camino hacia la calle. Bajé por unos ascensores de vidrio que miraban hacia un amplio jardín interior, y cuando por fin dejé el edificio de eventos, algo que parecía haber sido un ministerio, sumarme a la procesión de la gente, como si fuera un fugitivo que precisa disimular, resultó ser mi única opción.

El trazado de aquella plaza es como tengo dicho de los antiguos: una manzana cuadrangular con dos diagonales y dos líneas cruzadas que se tocan en el centro, donde hay una estatua. Pese a tan simple diseño, igual llegó un momento en que me sentí extraviado, probablemente a causa de la multitud, a lo que habría que sumar el volumen de la vegetación y la oscuridad nocturna. Cada tanto terminaba atracando en los mismos puestos de libros, en realidad eran muy pocos los que ofrecían títulos que despertaran mi curiosidad, por otra parte muy endeble, y sólo al rato de observar las mesas por entre los hombros de un ejército de curiosos, advertía que ya había estado en ese lugar, y que por supuesto me había detenido ante los mismos libros. Pero como presentía que quedaban lugares por recorrer, tampoco estaba seguro de los ya visitados. Por lo tanto volvía al flujo de la procesión y me dejaba llevar por ella. Recuerdo que mientras caminaba me adormecía la sucesión reiterada de las lámparas incandescentes que adornaban los puestos, tal como ocurre en algunas películas. De espaldas a la plaza teniendo en cuenta la orientación de la estatua central, sobre un corto pasaje que daba a un conjunto de edificios públicos, se ordenaban los puestos de comida de la Feria del Libro, también repletos. Los vahos de las cocinas, en general de frituras o de grasa fundida, llegaban según la brisa; y en varias oportunidades pude notar al levantar la vista las ráfagas de las humaredas atravesando las lámparas y los flecos o ribetes de los toldos. En fin. Debo decir que fue esta sensación de encierro dentro de la continua marea de gente la que me llevó a pensar en la existencia del parque que me gustaría visitar. Pensaba en la justicia de que se produjera una compensación.

Uno consulta el plano de la primera ciudad que se le ocurre y todos los lugares parecen accesibles: sólo es necesario obedecer el mapa. Pero en la tarde que vengo mencionando, y como pasa casi siempre, la realidad se me reveló distinta. Los muros de contención de las calles elevadas, los costados de accesos y de puentes, las rampas de circulación peatonal o las exclusivas para autos, a cada momento y de distintas formas me impedían dejar atrás el punto de la zona céntrica al que había llegado con el solo objeto de continuar hasta el parque. Por otra parte, si intentaba un rodeo me exponía al riesgo de perderme o, peor todavía, a caminar a tientas y hasta el fin del día por calles indistintas y fatalmente tristes; porque si el mapa se había mostrado inútil para orientarme en el camino más corto, era absurdo obedecerlo para tomar el más largo.

A un costado tenía el predio de un hospital gigantesco, como los de antes, con pabellones enormes y jardines interminables. Frente a mí se levantaba un viaducto, con rampas y caminerías que no daban a ningún lado cierto. Y hacia el otro costado una vía rápida cortaba en dos la trama de las calles. No obstante yo era el único ser indeciso en esa parte del mundo, porque el resto de la gente iba y venía, segura de su camino y con ejemplar naturalidad. Pude notar que cuanto más miraba el mapa menos lo entendía; aparte, por tener la vista ya malograda y por carecer del aumento adecuado, mi actitud era seguramente muy lastimera, ya que debía poner el mapa casi sobre mi cara para verlo por encima de los anteojos. De cuando en cuando levantaba la vista hacia la calle con la esperanza de encontrar un punto o un cartel orientador, pero enseguida entendía que era un esfuerzo vano y bajaba otra vez los ojos, debiendo ocupar un valioso tiempo en ubicarme de nuevo dentro del mapa. Estuve así un buen rato. Veía que mi sentido de la orientación, del que secretamente había estado siempre orgulloso, por otra parte casi lo único de lo que podía vanagloriarme, también de pronto me había abandonado.

Y curiosamente, debido quizás al flujo incesante de gente que corría a mi lado, nadie se detuvo a ofrecer ayuda, o a preguntarme si todo estaba bien. Me sentía invisible, como si tuviera el rostro oculto y no quisiera comunicarme con nadie. En un momento alguien chistó hacia el lugar donde yo estaba. Era un vendedor ambulante que debía levantar un bulto pesado y ponerlo en un carrito de dos ruedas, de esos que se empujan. Pensé que me llamaba a mí, lo miré entre curioso y esperanzado: a lo mejor se compadecía y me hacía señas para que fuera a su encuentro porque no quería dejar sola su mercadería. Pero resultó que se dirigía a otra persona que pasaba por detrás de mí, un hombre joven, a quien le pidió ayuda para levantar el pesado bulto. O sea que la ayuda hay que pedirla, pensé... Me puse a imaginar una vista aérea de esa zona de la ciudad, parecida probablemente a la dibujada en el mapa, con mi silueta inmóvil mientras alrededor no dejaban de pasar personas y autos. No sé por qué, esa imagen física de mi soledad o desamparo me impacientó. La consecuencia fue que movido por un impulso injustificado comencé a mover el mapa para poder verlo desde otro ángulo y a girarlo incluso como si fuera un manubrio; acaso eso aclararía las cosas, pensé. El observador aéreo que me estaba mirando daba vueltas, supuse enseguida, y por eso el mapa giraba de ese modo.

En mi paseo de la noche previa, en la Feria del Libro, recién comencé a alarmarme cuando me asomé por novena o décima vez al stand de la sociedad histórica local. Pero lo que me inquietó no fue sentir en cada nueva vuelta el mismo candor de los primeros momentos, o sea, mi ansiedad por descubrir un libro importante, algo que esperaba acaso desde hacía años sin advertirlo y que me permitiría acceder a un saber muy difícil y medio guardado; no, más bien me alarmó que la misma repetición a la que me plegaba hubiese dejado de impacientarme. Hasta cuando alzaba la vista al cielo, buscando encontrar algo simple y nítido para aliviar mi confusión, descubría sobre todo las ráfagas de humo que volaban rápido desde las parrillas; casi ninguna otra cosa veía, nada que pudiera encontrar como consuelo o inspiración. Otro puesto de venta que ya me resultaba bastante familiar era el de la asociación de editores, y también el de una librería que ofrecía un compendio de títulos de moda. Quise olvidar el motivo de mi visita a la ciudad y hasta me tentó la idea de olvidar mi propio nombre y tratar de ser otro, alguien nuevo.

Arrancó en ese momento una larga disquisición mental que no vale la pena resumir. Sólo digo que ser otro significaba no tanto un nuevo comienzo o una nueva personalidad, sino más bien un mundo nuevo, o sea, que la realidad y todos los individuos perdieran o dejaran de lado su memoria y me admitieran como un miembro hasta entonces desconocido, recién llegado, o como alguien sin ostensibles ataduras con el pasado. Después, como tengo dicho, cuando la multitud empezó a cansarme tomé la decisión de conseguir apenas pudiera un plano de la ciudad, para ver si confirmaba la existencia de ese gran parque, uno bien extenso y a la medida de mis intenciones.

Ya casi me había dado por vencido cuando se me ocurrió una idea bastante obvia, aunque en esas circunstancias me pareció providencial: antes que al recorrido preciso de las calles o a la continuidad de nombres, debía obedecer a la ubicación relativa de los lugares. Las calles dibujadas en el mapa señalaban caminos no solo imposibles sino también inverificables, en cambio la organización espacial del conjunto difícilmente podía ser falsa, a lo sumo sería aproximada, lo que de todos modos representaba una ventaja y nunca me expondría a hacer demasiado camino de más. En ese momento arrastraba el cansancio y la sensación de haber estado pululando por la ciudad durante demasiado tiempo, desde que había salido del hotel por la mañana temprano, cuando aún estaba fresco. En más de una ocasión, al recorrer la misma cuadra por segunda o tercera vez, por supuesto de manera involuntaria, lo había hecho porque el azar y la desorientación, o directamente el desinterés, me habían llevado de nuevo hasta ahí; en más de una ocasión había creído notar miradas de sorpresa, o quizá sencillamente de curiosidad, ante este visitante foráneo que actuaba raro y se repetía.

El vagabundeo se me ha convertido en una de esas adicciones pasibles de ser tanto la ruina como la salvación. Contraje la costumbre en la infancia, cuando por las secuelas de una enfermedad dejé de caminar. Me sentaban en el umbral para ver pasar la gente y los autos. En esa época, usar las piernas llegó a ser una lejana y elegante virtud anatómica para la que yo no estaba preparado, quién sabe por qué oscuros motivos, una virtud que incluía el don del desplazamiento. Al cabo de un año, un nuevo dictamen autorizó a que me pusiera de pie, y para mí fue recuperar una disposición física gracias a la palabra, como si un dios me delegara parte de su libertad. A esa corta edad no podía sino ir hasta la esquina o dar vueltas a la manzana; pero como dicen las personas de éxito, desde entonces ya nada me detendría. Aún antes de poder aprenderlo y asumirlo como certeza, probablemente el instinto me indicó que el principal argumento de la caminata es su velocidad; era lo más indicado para la observación y el pensamiento, e incluso más, la experiencia corporal con la mejor sintaxis para acompañar la vida. Sin embargo, temo no estar seguro.

Es verdad que han cambiado muchas cosas relacionadas con el caminar, algunas de las cuales enseguida referiré, pero la misma costumbre que he conservado, aún en épocas de desdichas o de altibajos en general, apoya esta idea que me hago de eterno caminador; y es también lo que en definitiva me ha salvado, es cierto que no sé muy bien de qué, acaso del peligro de no ser yo mismo, cosa que me tienta cada vez más, como recién puse, porque caminar es poner en escena la ilusión de autonomía y sobre todo el mito de la autenticidad. De este modo, la misma costumbre actual me ayuda a sostener esa versión, porque apenas llego a una ciudad la primera decisión que tomo es salir, quiero conocer el ámbito circundante, compenetrarme a través de la acción más sencilla, más socorrida y más a la mano como es el andar a pie.

Apenas estuve de regreso en el hotel pregunté en la recepción si podían darme un plano de la ciudad. Dada la noche avanzada, y posiblemente debido también a la costumbre de los empleados de verme todo el tiempo entrar y salir, saludando a cada momento y haciendo preguntas o comentarios anodinos, este pedido los tomó por sorpresa. Por lo tanto esperé un buen rato acodado contra el mostrador. No puedo decir que tuve el recuerdo de experiencias similares, porque en realidad no recordé nada en particular. Más bien tuve la clara convicción de haber pasado por ese género de trances. Las esperas en los mostradores de hotel, el mundo insólito, entre clandestino y deshilvanado, al que uno se asoma cuando espera algo en la recepción. De repente pusieron un plano frente a mí, de esos que se doblan en ocho o en doce y que llevan publicidad de comercios importantes. Mi primera reacción fue buscar en el mapa la mancha verde. No me demoré nada: la vi entera, casi redonda, derramada como una tinta a duras penas contenida. Me sentí aliviado de saber que al día siguiente me sumergiría en ella. Después quise ubicar el hotel, cosa que me llevó más tiempo y al final conseguí gracias a la ayuda de un recepcionista. Entonces me puse a planificar la caminata, que por otra parte no requería demasiada preparación; se trataba solamente de una preparación mental.

Si bien durante todos mis años disfruté de las caminatas, y lo sigo haciendo hasta el punto de sentirlas como un componente esencial de mi verdadera vida, una costumbre sin la cual no me reconocería a mí mismo, de un tiempo a esta parte caminar se ha ido vaciando de significado, o por lo menos de misterio, y a veces tan solo me queda el antiguo entusiasmo, que por lo general se disipa a la media hora como un humo demasiado liviano. A veces he pensado que son las mismas ciudades las que tienen la culpa. La uniformidad visual y económica, las grandes cadenas comerciales, las modas y los estilos transfronterizos, que relegan lo particular a un segundo plano, a un fondo borroso de colores envejecidos. Me cuesta encontrar modales propios en las calles, aun en el caso en que los encuentre y reconozca, como si el idioma local hubiera hecho silencio y se impusieran las señales de un lenguaje práctico y omnipresente, archisabido por todos e indistinto, incluso innecesario, sin modos particulares.

Pero también es probable que yo mismo sea el culpable; que llegado un momento, y por distintos motivos, ya solo me queden ojos para distinguir lo repetido. Incluso he llegado a advertir, para mortificación propia, cómo el aliento de aventura, en todo caso de intriga, que siempre me ha acompañado en mis interminables excursiones callejeras a través de cada nueva o conocida ciudad o localidad que me pongo a recorrer, cada vez más frecuentemente ese deseo de aventura cede paso al desgano, al interés de poco vuelo o directamente a la confusión. Camino cantidad de cuadras, comienzo con avidez y entusiasmo, digamos que observo todo sin dejar escapar los menores detalles, pero poco a poco me va invadiendo una sensación de desgano y de hartazgo por anticipado.

Es un sentimiento de inutilidad y de tedio inminente. La jornada promete ser interminable; pienso que me queda el resto del día para seguir andando, cuadras y cuadras, tránsito enredado, esquinas ruidosas, gentíos, etc., o al contrario: desamparo, soledad, orden o descuido. Presumo también que las sorpresas no serán importantes, verdaderas sorpresas, sino experiencias de menor importancia; por otra parte sé que nunca estuve a la caza de sorpresas, la palabra sorpresa siempre me ha producido rechazo, cuando no verdadero temor; entiendo que mi sensibilidad de viajero admite como sorpresas, en el lenguaje privado del pensamiento, ciertas impresiones cercanas al reconocimiento, estados de satisfacción ante un objeto o hecho novedoso, o inadvertido, cualquier cosa, una conexión entre el pasado y la novedad, a veces un poco exótica, encontrada en ese momento en la aglomeración poco conocida de cuadras de que se trate, etc. La verdad es que he dejado de buscar sorpresas porque creo que me resulta ya muy difícil encontrarlas. Por lo tanto conservo del antiguo anhelo el mecanismo básico, una suerte de tic físico y social a la vez, que es la caminata.

Una vez que dejé la recepción del hotel fui hasta la sala de internet, ubicada también en la planta baja, para ver si podía revisar el correo. Como era tarde encontré una computadora libre. Desde el día anterior había entendido que uno debe ir a la sala de internet a esas horas, digamos la noche avanzada, porque si va temprano en la noche encuentra gente, y si va cuando ha pasado el tiempo y ya es de madrugada, también: uno encontrará a los insomnes. Abrí el correo y me intrigó un mensaje anónimo, o más bien de alguien que a lo mejor quería ocultar su identidad, sin éxito si era el caso. El mensaje tenía una o dos líneas, creo que una sola, se expresaba en estilo irónico y me sugería abrir un enlace pegado más abajo, cuyo contenido me resultaría muy interesante o provechoso, no recuerdo bien cómo decía. No tenía motivos para dudar; así que, curioso, seguí las instrucciones. El enlace daba a una nota crítica aparecida pocos días antes en un periódico, sobre una novela que yo había publicado en los meses previos.

La crítica era bastante negativa, decía que se trataba de un libro fallido por donde se lo mire. Me quedé pensando en los argumentos, que juzgué endebles. Después contesté con dos líneas al remitente, escribí otras respuestas que debía mandar, leí durante un rato innecesariamente largo las noticias argentinas y subí a mi cuarto. A lo mejor el mensajero anónimo buscaba mi mortificación, pensaba que yo me derrumbaría o que renunciaría a la literatura por publicar novelas fallidas, o novelas que no son novelas, no recuerdo cómo lo pensé con exactitud. Fue curioso, porque si bien yo debía sentirme entristecido porque alguien buscaba mi humillación y encontraba con facilidad instrumentos que consideraba útiles para su propósito, me consoló sobre todo el hecho de haber dado con una persona que evidentemente era peor que yo, porque nadie superior habría tenido esa ocurrencia.

Por varios y complicados motivos yo estaba por entonces bastante disconforme con mis escritos, eso no ha cambiado, incluso puedo decir que lo estoy cada vez más. Mientras subía por el ascensor pensé en lo que acababa de ocurrir, y al abrir un momento después la puerta de mi cuarto, para lo cual debí ayudarme con el hombro porque parecía trabada, entendí que el mensajero anónimo era resultado de mi propia ficción. Que mis novelas, malas o buenas, creaban seres resentidos condenados a una equívoca servidumbre. Hasta yo podía ser uno de ellos. Encendí el televisor y oscurecí la pantalla, de modo de hacer de cuenta que era la radio. Después puse un libro en mi pequeño morral, el cuaderno para escribir, mis documentos de identidad, dinero, una cámara de fotos de esas compactas, me aseguré de tener una lapicera y así dejé listo el equipo de caminante que usaría al día siguiente. Todavía tenía el mapa en la mano, que desplegué sobre la cama para estudiarlo con atención.

El televisor debía estar sintonizado en un canal local, por eso pasaban a esa hora un programa sobre las ventajas de la soja, su gran rendimiento económico, y los cuidados que precisaban los terrenos dedicados a cultivarla. Más tarde hubo un microprograma sobre las hortalizas y el transporte. Mientras tanto devoré el mapa, intentando memorizar algo casi desconocido y que para mí carecía de significado, porque ningún nombre de avenida ni concentración de calles remitía a jerarquía alguna ni a ningún paisaje visual. Identifiqué en cambio puntos emblemáticos gracias a las referencias, que numeraban del 1 al 15 los sitios de importancia. Pero aún estos lugares neurálgicos eran bastante mudos, porque obviamente ignoraba todo sobre ellos.

Pensé que lo único que sostenía el mapa sobre la cama y frente a mí era la gran mancha verde, como la llamé. El parque absoluto que absorbía la presencia de la ciudad y radiaba energía a través de las calles que terminaban en él. Estuve contemplándolo un rato queriendo extraer alguna noción valiosa, una especie de viaje por adelantado, y en un momento de máxima concentración, al ver el pequeño 9 de color negro dibujado en el corazón del parque, de un tamaño similar al resto de las referencias, ese tamaño convencional para referirse a la justificación última de la ciudad y su principal sostenedor, me pareció de una suprema injusticia, que sin embargo tenía en mí un efecto paradójico, en todo caso inverso al buscado, porque reafirmaba mi decisión de visitarlo al día siguiente, después de un previsible o más bien obligado recorrido por el centro y sus aledaños que también pensaba encarar.

De manera entonces que mis días son escenificaciones de vagabundo sin apremios; la vida regalada que transcurre en la calle como el dandy asomado a un mundo ajeno, donde sin embargo no encuentra la evasión esperada. Quizás esto se relacione con el paso del tiempo, a cuyos efectos todos sucumbimos –aunque por supuesto de diferente modo–. Toda tarea es acumulativa; y si al cabo de caminar de arriba abajo por las calles durante muchos años uno padece de cierto cansancio, es lógico suponer que la causa está en el tiempo más que en la costumbre. Hora tras hora como un autómata, mañana y tarde, como un asocial. Recibía atontado la caída del sol, a merced de una especie de hipnosis bajo cuyo efecto cualquier cosa me producía curiosidad y desinterés al mismo tiempo. Se me activaba un deseo de conocer y en el mismo trance me sumergía en la desidia más negligente. Me distraía cualquier detalle, aunque en general por contados segundos: las luces de los comercios, los modelos de los autos y las formas de los autobuses. Cualquier cosa menos la gente, porque mi inercia de caminante programado me impedía fijar la vista en nadie.

Si me pongo a pensar, mi evolución de caminante contemporáneo, entre curioso e incrédulo, que siempre quise ser, derivó hacia mi actual condición de caminante defraudado y por momentos furioso a través de un largo proceso que se arrastra desde hace varios años. Todo comenzó cuando, sin advertirlo en ese momento, me puse a buscar en el paisaje urbano rastros generales del pasado. Fue una debilidad tremenda e irreparable, a la que terminé sucumbiendo. Es posible que hayan influido las ciudades europeas, a través de las cuales caminé bastante durante una larga época. Como se sabe, todas se caracterizan por venerar la historia, o la herencia, y celebran su escenografía de presente dichoso y abundante como extensión de un pasado supuestamente vivo y que de este modo se demuestra benigno. Me dejé llevar por ese lugar común de antigüedades bien mantenidas y ruinas vigentes, y de entonces me habrá quedado algún tipo de sensibilidad condicionada, no sé, para buscar en cada sitio por donde camino las huellas de días olvidados, cuando es evidente que casi nunca vale la pena encontrarlas. Porque aparte, fuera de las ciudades europeas esas huellas son otras, no están presentes como tales o tienen otro rango, o directamente no hay apogeo alguno que celebrar. En cualquier caso me desacostumbré, esa fue la elusiva enseñanza europea que aprendí, y quizá por eso persigo ahora cosas que no encuentro y que básicamente no aparecen, o no existen; y que cuando encuentro no me satisfacen porque no creo en ellas. Mis paseos se han convertido de esta manera en ceremonias tortuosas, asumidas con el empuje de la indiferencia derivada de años y años de actuar del mismo modo.

Es así como casi todo me lleva a abandonar las caminatas: tanto lo que busco, ahora inhallable, como lo que encuentro, casi nada. Y sin embargo me sostiene un deseo imperioso y contradictorio; no puedo abdicar y dejar de lanzarme a caminar por las calles. Cuando llego a un sitio el primer sentimiento en activarse es la curiosidad: suena un poco vitalista y probablemente ingenuo, pero ansío conocer la vida, los usos nativos, quiero sumergirme en la idiosincrasia y empaparme de hábito local. Una lectura para descubrir, o una historia para vivir. Pero en mi afán mimético hay siempre un punto demasiado cercano que, encima, encuentro cada vez más pronto, después de no muchas cuadras de haber iniciado la caminata; es el referido cansancio, la distracción, algo que intento denominar «la zozobra del caminante», una mezcla de rabia y vacío, de sed y rechazo. A partir de ese punto actúo a la manera de un zombi: veo a la gente como si no viera, lo mismo si se trata de las fachadas de los edificios y de la profundidad de calles o avenidas. Soy capaz de apreciar ciertos detalles, reconocer ejemplos valiosos de décadas o centurias pasadas, por lo general ambiguos y ya bastante estropeados aunque se mantengan en condiciones, un montón de paisajes urbanos, tics y formas sociales que despiertan mi curiosidad y son únicas, etc. Pero como si terminara consumido por la ciega tracción de mi marcha automática, que sólo busca devorar la superficie hasta que caiga la tarde, olvido inmediatamente todo lo que acabo de ver y de registrar, o más bien lo arrojo a un rincón desordenado de la memoria, donde todo se amontona sin jerarquía ni organización.

Así, soy capaz de retener esquinas, escenas, episodios, células en general de realidad, pero no puedo asignarles una secuencia y mucho menos algún contexto asequible, ninguna referencia. Aquello observado dos cuadras atrás está en el mismo nivel de cualquier cosa vista ayer, por ejemplo, o hace varios meses. No obstante sigo caminando empujado, más bien remolcado, por la sensación de ambigüedad, la referida zozobra. Acaso la experiencia propiamente dicha no sea otra cosa; quiero decir, de tanto caminar se me ha reducido la capacidad de admiración o sorpresa: la primera cuadra de cualquier ciudad activa un mecanismo de reminiscencia y de comparación que socava la ilusión o la confianza supuestamente depositada en el conjunto observado. Las cosas dejan de ser únicas y se manifiestan como eslabones.

En el televisor comenzaba un programa de entrevistas a personas conocidas del medio rural, donde podían hablar de sus comienzos, de las familias o de las costumbres del ayer, como decían en la presentación. En ese momento creí llegada la hora de prepararme para acostarme y dormir. Fui hasta el baño, donde me impresionó de nuevo la luz impecable del interior, como un quirófano sin sombra. Al salir del baño hablaba un señor por cuya modulación supuse mayor. Decía que pese a haber pasado toda su vida en el campo, nunca se había librado del temor a la oscuridad, y que desde la infancia concebía las labores del día –no sólo las propias, sino las de todo el mundo– como un intento de evadir o aplazar la llegada de la noche. Al hombre se lo reconocía por sus dotes de conversador, dijo con tono enjundioso la periodista. Sin embargo, no supe distinguir si más que una invitación a seguir hablando era un elogio. El señor temeroso se mantuvo en silencio tratando de responder; eso pensé en un principio, pero cuando pasaron varios minutos sin que volviera a hablar, me dije que a lo mejor la transmisión había terminado de golpe. Mientras tanto tuve tiempo de volver al baño, salir, plegar el mapa, guardarlo en el morral, meterme en la cama y apagar la luz. Mi último acto físico, por lo menos que recuerde, fue apagar el televisor con el control remoto, por si el sonido regresaba.

Mientras escuchaba el pesado y rumoroso silencio de la noche que subía desde la calle, me puse a pensar obviamente en el paseo del día siguiente. Por un lado estaba entusiasmado con la idea de conocer lo desconocido; pero también, como di a entender más arriba, me sentía con derecho a sentirme defraudado por anticipado. Pensé en el señor reporteado y su miedo, que no había podido vencer pese a la vida transcurrida en el campo, donde, como se sabe, uno convive con la oscuridad más neta y cargada de amenazas, de manera que había estado permanentemente expuesto a múltiples trances, y por ello mismo debía haber pasado por infinitas oportunidades de superarlo. Las últimas ideas que recuerdo estuvieron dedicadas al día siguiente y al recorrido previsto. Tenía la ilusión del día perfecto, quizá debido a ello no quería fabricarme ninguna imagen de la ciudad por adelantado; sin embargo, algo también me trabajaba en sentido contrario, me iba naciendo una decepción evidente y muy difícil de contrarrestar, y se debía a la única pero constante certeza que podía tener, a saber, que mi moral de caminante estaba un tanto maltrecha desde bastante tiempo atrás.

La siguiente argumentación puede parecer un poco abstracta, por eso trataré de explayarme rápido. Mi impresión es que durante las caminatas me gana una sensibilidad digital, desplegante. No lo digo con orgullo, sino con contrariedad: es de lo peor que me podía pasar porque afecta mi faceta intuitiva y se impone como una condena. Los puntos o circunstancias donde concentro mi atención toman la forma de enlaces de internet: no solamente se trata de los objetos mismos de observación, en general urbanos, pertenecientes al mundo de la calle o de la vida en general de la ciudad, precisos en sus formatos y discriminados del entorno, también significan la asociación que sugieren, la reminiscencia de lo percibido como relacionado, como parecido o directamente como distinto, o sea, en cualquier aspecto que uno pueda establecer esos vínculos. En las caminatas una imagen me lleva a un recuerdo, o a varios, que a su vez imponen otras evocaciones y pensamientos conectados, muchas veces azarosos, etc., creando en general delirantes ramificaciones temáticas que me desbordan y dejan exhausto. Quiero decir, soy víctima de los primeros tiempos de internet, cuando el recorrido o la navegación a través de la red estaban menos regidos por la fatalidad o la eficacia de los buscadores como lo está hoy, y uno debía derivar entre cosas parecidas, extravagantes o difusamente relacionadas. Hasta que en un punto llegaba el momento del agotamiento del viaje innecesariamente extendido a través de internet con la consiguiente falta de motivación para seguir buceando (en mi caso caminando), y en especial llegaba el momento de la distorsión, o la naturaleza paralela, no sé, cuando advertía que cada cosa se había convertido básicamente en un eslabón y su propia materialidad había pasado a un segundo plano de profundidad relativa, periférica y flotante.

Internet no tiene la culpa, obvio, pero conservo el estigma de haber atravesado esa etapa de vínculos flotantes y disparatados, cuando la navegación parecía un ejercicio de relaciones caprichosas. Al principio representó una metáfora sumamente descriptiva de mi conducta en los paseos urbanos, como los llamo a veces, y de las lucubraciones asociadas mientras camino; y en un segundo momento se produjo un típico caso de deslizamiento, o contaminación, la metáfora dejó de ser descriptiva para apresar su correlato y convertirse en acontecimiento analógico. No estoy en condiciones de saber en qué aspecto mi antigua percepción, preinternet, fue diferente; es probable que lo haya sido en varios. Antes de internet mi sensibilidad urbana se organizaba de otra manera, las primeras impresiones conservaban una identidad de origen y obedecían a su momento específico, digamos, de conformación, estaban acotadas por el paso del tiempo y por nuevas experiencias; todo eso producía una sedimentación, donde cada recuerdo mantenía su relativa autonomía. Pero después de internet ocurrió que el mismo sistema formateó mi sensibilidad, y desde entonces tiende a enlazar los hechos en secuencias de familiaridad, aunque sea forzada y muchas veces disparatada. Esas secuencias de familiaridad resultan en agrupamientos más o menos volátiles, es cierto, que sin embargo tienden a dejar en un segundo plano lo propio de cada impresión, diluyendo por otra parte el espesor de la experiencia.

Entonces aquella tarde, cuando estaba a punto de darme por vencido en el intento de llegar hasta el parque, la idea de atender a la posición relativa de los lugares dentro del plano, y no a su trazado, digamos, literal, resultó afortunadamente inspirada, aunque no podría decir si se debió a mi denostada sensibilidad flotante o a alguna repentina distracción. Di una última mirada general sobre el mapa, lo plegué sin guardarlo –no fuera a ser que lo precisara enseguida–, me despedí mentalmente de esa máquina tumultuosa que era la esquina y me encaminé hacia el parque. Para ello debía seguir bastante recto por una caminería a primera vista escondida, que de a ratos se ocultaba bajo autovías o puentes en general. A un costado había una facultad de medicina, con antiguos edificios de pocos pero elevados pisos, hermanados obviamente con los pabellones del hospital, antes mencionado. Más allá, el sendero se tomaba un descanso para convertirse en una ancha plataforma pavimentada donde cada vez más gente esperaba los autobuses. Había varias concentraciones de viajeros, y evidentemente cada grupo esperaba un bus distinto. En uno de esos claros entre las paradas volví a ver al vendedor ambulante, el del carrito de dos ruedas, que en este caso estaba pidiendo ayuda para bajar la mercancía que antes le había visto subir. El hombre vendía ropas de mujer, por un lado, y pilas y repuestos eléctricos por el otro. Supongo que lo pesado habrán sido las pilas y los repuestos. Así fue como me puse a pensar en los vendedores callejeros...

Ya en la mañana, mi primer pensamiento estuvo dirigido al señor del campo. No sé por qué caminos del sueño lo tuve presente durante la noche, pero recuerdo que apenas advertí que estaba a punto de despertar y dar así por comenzada la jornada, en un estado de semivigilia parecido al del semisueño, ambos muy habituales en mí, recordé al señor temeroso de la oscuridad. Yo no sabía si ya era de día, pero me dije que si todavía era de noche, y si yo fuera aquel personaje, en ese momento debía sentir miedo. El siguiente paso fue suponer que el reportaje había equivocado la palabra. Miedo, o temor, términos que por lo general es bueno matizar ya que pueden significar varias cosas. A lo mejor se referían a un tipo de prevención, como cuando uno dice «temo que llueva, me da miedo que llueva», mientras que el miedo también puede ser algo más primario e incontrolable.

Cuando abrí la cortina del cuarto encontré el comienzo de una mañana espléndida y primaveral. Al pie de la ventana se veía, enfrente de la calle, un edificio en construcción, y por encima de él, ya que el terreno subía hacia esa dirección, podía verse, a través de una hilera de árboles frondosos y separados, la cúpula y las agujas neoclásicas de algo que parecía ser la catedral. Encendí el televisor para escuchar mientras me preparaba. Una voz para mí diferente recitaba los precios de las semillas y decía que enseguida vendrían los granos. Recordé la noche anterior, en la Feria del Libro, cuando, cada vez que me acercaba al stand de la sociedad histórica local, veía títulos de temas camperos que lógicamente me recordaban la cultura argentina en su vertiente rural, pampeana, escolar, no sé cómo llamarla. Por lo demás, quería tomar el café cuanto antes para lanzarme a las calles; entonces terminé de ordenar mis cosas y me metí en el baño.

En cierta ocasión, estaba en la zona céntrica de otra ciudad y vi cómo robaron a un vendedor callejero. Supongo que acababa de llegar o planeaba irse, en cualquier caso se inclinaba sobre unas cajas de cartón de espaldas a su puesto de venta. Un caminante advirtió el descuido, se acercó a la tarima y se llevó una bolsa con bufandas o pashminas, como se las llama. Eso me hizo pensar que los momentos de mayor exposición, o directamente de debilidad, de los vendedores callejeros es cuando instalan o guardan sus cosas. La calle estaba muy concurrida, gente por todos lados; y no obstante fui el único que advirtió lo ocurrido. Hasta el mismo afectado, al darse vuelta, siguió ordenando sus cosas como si nada. Por un momento intuyó que algo raro ocurría, porque la organización física de su mostrador ahora era distinta, faltaban cosas, aunque probablemente tampoco podía estar seguro. Esto me tentó a decirle que acababa de ser robado, pero desistí porque no podría justificar mi demora en ponerlo sobre aviso. Entonces miré hacia atrás, como siempre hago, y sobre la masa de caminantes vi a una cuadra de distancia a la persona que se había llevado la bolsa, un hombre bastante alto que caminaba calle abajo y cada tanto desviaba la vista hacia el costado para ver si no había peligro detrás de él.

Mis dos mundos

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