Читать книгу Edgar Allan Poe y la literatura fantástica mexicana (1859-1922) - Sergio Hernández Roura - Страница 5

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El cuento fantástico en México

Antes de hablar de la recepción que la obra de Edgar Allan Poe tuvo en México, es imprescindible que señale algunos antecedentes que permitan entender las particularidades del arribo de su obra, así como su relevancia para la literatura mexicana decimonónica; para ello, haré un breve recorrido por la literatura fantástica mexicana anterior a la década de 1860, periodo en cuyos últimos años aparece la referencia más antigua que he podido encontrar al autor estadunidense.

La literatura fantástica mexicana

Sobre el género fantástico

Entenderé como fantástico el género estrechamente ligado a la Modernidad, proceso que comenzó a gestarse en el siglo XVI, tuvo su radicalización en el siglo XVIII, primero con la Ilustración y luego con la Revolución Francesa, sucesos determinantes para que el paradigma de pensamiento racionalista se erigiera como la única manera válida de conocer la realidad, quedando así desterradas la religión, la superstición y cualquier otro medio alternativo de conocimiento (Roas, 2003: 11). En este contexto, la búsqueda de la emoción que despertaba lo sobrenatural, “lo sublime”,1 se trasladó a la literatura (Roas, 2003: 12), primero a la novela gótica y, posteriormente, al cuento fantástico.

La intromisión del fenómeno “sobrenatural” como condición indispensable para lo fantástico (Roas, 2001: 7-8) debe constituir una transgresión a las leyes que organizan el mundo además de carecer de explicación y validez.2 La irreductibilidad del suceso, la incapacidad de entenderlo, tiene como efecto el miedo, más particularmente el miedo metafísico o intelectual “propio y exclusivo del género fantástico”, que “si bien suele manifestarse en los personajes, atañe directamente al lector (o al espectador), puesto que se produce cuando nuestras convicciones sobre lo real dejan de funcionar, cuando […] perdemos pie frente a un mundo que antes nos era familiar” (Roas, 2006a: 111). Por ello, este género literario3 se encuentra estrechamente ligado al concepto de realidad de cada época y se adapta a las expectativas de los lectores. Para lograr la transgresión que supone la irrupción de lo imposible es fundamental el “efecto de realidad”,4 o más bien dicho, el manejo de la verosimilitud que permita construir “un marco de referencia extratextual –compartido por el narrador y el lector– que delimite lo posible y lo imposible” (Roas, 2006a: 97). No se trata pues de un género inocuo, como muchas veces se ha supuesto, ya que el texto fantástico muestra su carácter subversivo y virulento al poner en duda la realidad, desestabilizar sus límites y “en definitiva cuestionar la validez de los sistemas de percepción de la realidad comúnmente admitidos” (Roas, 2006a: 97). Al sembrar la duda en el lector, la literatura fantástica deja ver su carácter escéptico y en algunos casos nihilista y pesimista. Es importante aclarar que desde este punto de vista el carácter fantástico de una narración no está dado por el uso de ciertos temas asociados con el género, tales como la aparición de fantasmas o vampiros, sino por la transgresión que ello supondría; es decir, la tematización del conflicto que dicha irrupción supone, como señala Roas (2011b: 36): “la problematización del fenómeno es lo que determina, en suma, su fantasticidad”.

Los cambios en el concepto de realidad son fundamentales para entender las transformaciones de la literatura fantástica. Como es posible notar en su desarrollo a lo largo del siglo XIX, poco a poco fue ganando lugar en estas narraciones el hecho carente de explicación, el vacío de significado o la ambigüedad. En la obra de E.T.A. Hoffmann, principalmente, los textos abandonaron su carácter gótico y adoptaron uno más cotidiano, cercano a los lectores, al además de que los fenómenos adoptaron un carácter psicológico. Posteriormente, con Poe los textos allanarán la mente de los lectores mediante el uso de la lógica y la ciencia.

La literatura fantástica en México antes de Poe

Si bien se ha destacado la importancia que ha tenido para la literatura fantástica en Hispanoamérica la impresión de asombro que supuso la realidad americana para el hombre europeo (Hahn, 1998: 7), es importante señalar que esto no quiere decir que este primer impacto sea la fuente de la literatura fantástica hispanoamericana, “pero sí el de la gestación de una idea de lo fantástico inherentemente asociada a Hispanoamérica desde el descubrimiento y que, con el tiempo, la voz y el imaginario popular irían enriqueciendo” (López Martín, 2006: XIV). Los cronistas intentaron transmitir su fascinación por medio de la escritura y “se encontraron con el desafío de readecuar el lenguaje para describir una realidad inusitada que no cabía en los modelos comunes” (López Martín, 2006: XIII). Así pues, la fabulación se entreveró en las Crónicas de Indias, “representación de un mundo nuevo, desconocido y digno de ser descrito para quienes sólo podían imaginarlo” (Oviedo, 2001: 9). Pese a este primer deslumbramiento, la producción literaria de este periodo tuvo que enfrentarse a la prohibición que la Corona había extendido con respecto a las obras de ficción y, particularmente, a la novela; circunstancia que ha sido considerada como un impedimento para su desarrollo (Mata, 2003: 23). La Real Cédula del 4 de abril de 1531 dirigida a la Casa de Contratación de Sevilla, prohibió el paso a las colonias españolas de algunas obras:

Yo he seydo ynformada que se pasan a las yndias muchos libros de Romance de ystorias vanas y de profanidad como son el amadis y otros desta calidad y por que este es mal exercicio para los yndios e cosa en que no es bien que se ocupen ni lean, por ende yo vos mando que de aquí adelante no consyntays ni deys lugar a persona alguna pasar a las yndias libros ningunos de ystorias y cosas profanas salvo tocante a la Religión xpiana e de virtud en que se exerciten y ocupen los dhos yndios e los otros pobladores de las dichas yndias por que a otra cosa no se ha de dar lugar (Citado por Leonard, 1953: 92).

La censura, la dificultad de acceso a materiales bibliográficos y el analfabetismo de la mayor parte de la población fueron algunos de los factores que permiten entender la ausencia del género novelístico y también del cuento en suelo novohispano.5 En tales circunstancias no es extraño que la publicación de la primera novela mexicana, El Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi, apareciera estrechamente vinculada a la Independencia; aunque es preciso señalar que el género novelístico tuvo importantes antecedentes en obras como Los infortunios de Alonso Ramírez (1690) de Carlos de Sigüenza y Góngora o La portentosa vida de la muerte (1792) de Fray Joaquín Bolaños. Las dificultades mencionadas no impidieron el desarrollo de la literatura durante ese periodo, en el que aparecieron prosistas importantes como Sigüenza y Góngora, sor Juana Inés de la Cruz y Juan de Palafox y Mendoza (Leal, 2010: 38).

Aunque el cuento, “como género autónomo no se cultivó en Nueva España” formó parte de “las historias, crónicas y otros escritos de los conquistadores, religiosos y letrados” (Leal, 2010: 35). Es posible encontrar narraciones de hechos prodigiosos o sobrenaturales en los que se pueden ver “que los aparecidos, los sucesos truculentos, los choques entre la normalidad y la rareza se filtran de la mano del milagro y la maravilla y van preparando el camino para lo que será después el cuento de aparecidos y de anécdotas curiosas que surge en muchos de los primeros cuentistas de las postrimerías del Virreinato y los inicios del México independiente” (Morales, 2008: XX-XXI). Así pues, los antecedentes del género fantástico se encuentran intercalados en textos de carácter hagiográfico, misceláneas, sermones “e incluso [en] documentos que no se consideran realmente literarios (declaraciones, relaciones, cartas) […] que, si bien no caben en una definición restringida de fantástico, sí sirven para enfatizar una tradición mexicana de literatura de imaginación, misma que no es reconocida abiertamente” (Morales, 2008: XX-XXI).

En el siglo XVIII, época de cambios orientado por la historia, la crítica y la filosofía, hizo su aparición el periodismo. En ese momento aparecen textos de carácter narrativo bastante cercanos al cuento, en los que es posible encontrar sus antecedentes (Oviedo, 2001: 10).

La consumación de la Independencia de México en 1821 trajo al país retos apremiantes de carácter político y económico. Si bien ya existía una clase letrada muy pequeña, el interés por influir en el destino de la nación y la conciencia del papel fundamental de la imprenta fueron decisivos para la literatura del periodo. En los primeros años de vida independiente, los impresos mexicanos se beneficiaron de las innovaciones de carácter mecánico, técnico y material.

Sin embargo, es necesario aclarar que, sería un error suponer que se gozó de entera libertad. Como señala Staples (1997: 110), la legislación española con respecto a la circulación de libros persistió después de la Independencia. Con el objeto de cumplir las tres garantías proclamadas en Iguala, desde 1822 el Consejo de Estado solicitó a Iturbide un reglamento

que impidiera la introducción en México de libros contrarios a la religión y que detuviera la circulación y venta de los ya existentes. Ya que se abolió la Inquisición el deber de velar por las lecturas recaía en el Estado, quien consideraba como subversivo lo que atacaba a la religión oficial y trastornaba el orden y la tranquilidad públicos. Para facilitar su labor, el Consejo de Estado pedía a las autoridades eclesiásticas un informe sobre libros prohibidos para poder mandar recogerlos e impedir su paso por las aduanas. Se responsabilizaba a los jueces seculares y a los alcaldes de los pueblos el cumplimiento del reglamento, ya que el Estado seguía siendo, aún después de la Independencia, el brazo secular que apoyaba las medidas administrativas y disciplinarias de la Iglesia (Staples, 1997: 110).

Esto afectó la difusión de las nuevas tendencias literarias, ya que ante el peligro de que la sociedad fuera contaminada por la difusión de ideas perjudiciales al dogma católico, la Iglesia decidió seguir velando por la moral del pueblo mexicano (Staples, 1997: 95). Su intervención se prolongó hasta que las leyes sobre la prohibición de libros cambiaron en la década de 1830, durante la presidencia de Antonio López de Santa Anna y la vicepresidencia de Valentín Gómez Farías; decisión que marcó la primera etapa de reformas que tenían la intención de limitar la intervención de la Iglesia en asuntos públicos (Staples, 1997: 112-113).

Pese a esta injerencia, es posible notar la conformación de un mercado de novedades de carácter literario que se fue haciendo cada vez más competitivo:

La mayoría, buscaba las novedades europeas y estadunidenses para traerlas al público mexicano que ya para la década de los treinta estaba ávido de lecturas. Poco a poco la lectura se hizo indispensable en un número cada vez mayor de habitantes pues, aunque ya no solamente leían las elites adineradas, sino también aquellos sectores medios que se habían integrado al desarrollo cultural: políticos en mandos medios, empleados, operarios, comerciantes, etc. –sectores que nacen y crecen de forma paralela al desarrollo modernizador del país–, todavía la gran mayoría, constituida por sectores desprotegidos como los campesinos, labradores, tejedores, aguadores y muchos más, carecían del más elemental interés por la lectura y la cultura, porque carecían también de la más elemental educación (Solares Robles, 2003: 40-41).

Durante esos primeros años persistió en la literatura la tendencia didáctica de corte neoclasicista, sin embargo, los juegos con lo sobrenatural y lo maravilloso aparecerán en algunos textos de la época que permiten ver un interés incipiente por lo macabro, como en el caso de Fernández de Lizardi, El Pensador Mexicano. El primer cuento mexicano, “Ridentem dicere verum ¿quid vetat?” (1814) es una historia en la que el narrador dentro de un sueño atestigua la comparecencia ante la Verdad de dos acusados, el Diablo y la Muerte. Se trata de un texto en el que se mezcla el tratamiento alegórico con el didactismo neoclásico, pero en el que aparecen personificados importantes iconos culturales mexicanos. Fernández de Lizardi en sus Noches tristes y día alegre imitó las Noches lúgubres de José Cadalso, obra que, si bien no responde estrictamente a los parámetros de la novela gótica, posee una concepción estética, que comparte elementos del racionalismo ilustrado al mismo tiempo que del “ámbito prerromántico de la noche y los sepulcros” (Roas, 2006: 91-92).

La recepción de libros europeos y traducciones fue un estímulo para la creación literaria y en particular para la aparición del Romanticismo en México, ocurrido en la década de 1830. En él prevaleció el impulso constructor y revolucionario de inclinación nacionalista por encima de la tendencia a representar pasiones desbordantes, fuerzas destructivas y lo irracional; es decir, fue más un Romanticismo social (Picard, 1944) , más que un enfrentamiento en contra del neoclasicismo, fue un intento de conocer otras literaturas (Huerta, 1973: X).

Los miembros de la Academia de Letrán, fundada en 1836, por los hermanos José María y Juan Lacunza, Manuel Tossiat Ferrer y Guillermo Prieto con Andrés Quintana Roo como presidente, tuvieron el propósito de “definir un carácter nacional en la literatura más allá de las diferencias ideológicas, de las distanciaciones políticas y aun de la diversidad de las clases sociales de sus integrantes” (Huerta, 1993: XI). Ante el aluvión de obras procedentes de Europa su principal cometido fue mexicanizar la literatura, como apunta Guillermo Prieto en Memorias de mis tiempos, “emancipándola de toda otra y dándole carácter peculiar” (Prieto, 1906: 178).

Con respecto a la literatura fantástica, la persistencia de los modelos culturales heredados de la Colonia permite explicar el recelo y la contradicción que generaron las transformaciones, como es posible ver en el siguiente ejemplo:

Algunas novedades no tuvieron tanta suerte, como el espectáculo de prestidigitación presentado por Castelli en el Coliseo Nuevo en 1824. Los espectadores se santiguaron horrorizados al ver desaparecer los objetos, convertir el agua en vino y otras suertes semejantes. Pensaron que eran cosas de brujería, y se lanzaron contra el pobre italiano, que salió huyendo del teatro y del país. Y es que lo sobrenatural estaba presente en la sobremesa rural y en la tertulia urbana. Se seguía creyendo que la Llorona atravesaba desde la calle de la Buena Muerte hasta el canal de la Viga y en los espantos del callejón del Muerto y de la casa de Aldasoro, cerca de Bucareli. Intervención de duendes, brujas, ángeles y demonios, travesuras de la virgen y de los santos eran temas socorridos de las pláticas familiares. Lo curioso fue que a las supersticiones se sobrepusieron ideas modernas, de manera que algunas mujeres demandaron la ciudadanía y los colegiales se rebelaron contra el traje talar que les parecía ridículo (Vázquez, 2000: 567).

Con la llegada del primer Romanticismo mexicano “los relatos de miedo, de aparecidos, de brujería, de pactos con el diablo”, que hasta entonces sólo podían prosperar en el ámbito de la oralidad, cobraron interés para los escritores (Corral Rodríguez, 2011: 54), como parte de una moda estética que se sumó a un conjunto de planteamientos de corte político, económico y cultural. Su rescate responde a la construcción de la identidad nacional. El interés por las narraciones de carácter legendario es fundamental porque en ellas está presente una incursión en lo maravilloso, proveniente del imaginario folclórico, territorio aledaño al fantástico (Mandujano Jacobo, 2005: 275). El nacionalismo no fue un impedimento para que los lectores lograran acercarse a lo sobrenatural, y si bien la mayoría de estos textos prevalece el carácter maravilloso, ya en algunos de ellos comienza a notarse la intención de problematizar lo insólito, como resultado de la confrontación con el racionalismo ilustrado.

Algunas leyendas, ya cercanas al género fantástico deben sus ambientes a este influjo gótico, como “Herrada, mujer” de Francisco Sedano, “La calle de don Juan Manuel” de José Justo Gómez, conde de la Cortina, y “La mulata de Córdoba” de José Bernardo Couto Pérez.

A esta misma tendencia pertenecen las narraciones que si bien no pertenecen propiamente al género gótico se alimentan de él, como “El visitador” (1838) de Ignacio Rodríguez Galván, La hija del judío (publicada como folletín entre 1846 y 1849) de Justo Sierra O’Reilly, y Monja, casada, virgen y mártir (1868) de Vicente Riva Palacio (Bobadilla Encinas, 2007), por mencionar sólo algunas de ellas. Otros textos que deben su ambiente a este género son los cuentos: “La aventura de un veterano” (1843), “El diablo y la monja” (1849) e “Historia famosa que deberá leerse a las doce de la noche” (1849) de Manuel Payno; eso sin contar algunos pasajes de su novela El fistol del diablo (1859-1860) en la que uno de los personajes es el mismísimo demonio.

Se considera que “Un estudiante” (1842) de Guillermo Prieto, texto que comparte con El estudiante de Salamanca de José de Espronceda un aire de familia, es hasta donde se ha investigado el primer cuento fantástico en México e Hispanoamérica (Corral Rodríguez: 2011: 90; Morales: 2008b: 21-22). En este texto

la presencia de un primer narrador que constata la locura del segundo es lo que permite establecer la dicotomía de discursos y la distancia entre el relato que acepta la violación del código funcional de la realidad del texto y el marco referencial desde donde se explica nada, pero se alude todo, al aparecer un primer narrador que parece juzgar el relato poco aceptable al provenir de un loco. Es decir, se trata de un muy moderno fantástico construido en el juego de perspectivas (Morales, 2008: 21-22).

Tola de Habich (2005) en su antología propone también “El bulto negro” (1841) de Casimiro del Collado como uno de los primeros cuentos fantásticos, e incluso anterior al de Prieto. De este cuento Morales (2008: XXII) señala que, “sin ser exactamente fantástico, por momentos crea una auténtica doble visión de posibilidades y soluciones y que, elemento significativo, contiene ya en su título ese calificativo que apenas empezaba a aparecer en el continente americano: ‘cuento fantástico’”.

Pese a los embates económicos y políticos internos (pugnas entre liberales y conservadores, lucha por la sucesión presidencial) y externos (el intento de reconquista [1829], la guerra de independencia de Texas [1836], la guerra con Francia [1838] y la invasión norteamericana [1846-1848]) a mediados de siglo es posible notar cambios en la sociedad, entre los que se encuentra el aumento de periódicos y de imprentas.

Como consecuencia del fracaso militar hubo reacciones de diversa índole, que incluyeron el avivamiento del interés por la historia patria, y la beligerancia contra lo extranjero por parte de diversos sectores de la sociedad entre los que destacó el clero. Pese a los estragos de la contienda, durante el periodo bélico tuvieron su auge importantes periódicos (Suárez de la Torre, 2003: 233), como El Siglo XIX, El Monitor Republicano, El Universal y El Tiempo, en cuyas páginas es posible encontrar obras literarias en forma de folletines, así como anuncios que atraían la atención del público hacia la producción de sus respectivas imprentas. En lo que concierne a la producción literaria, como anuncia El Tiempo en su ejemplar del 14 de febrero de 1846, además de “ediciones mexicanas de obras extranjeras, en la librería francesa se podrían adquirir las versiones originales, ‘libres ilustrées et richement reliés’, como Les Mysteres de Paris, Le juif errant o Notre Dame de Paris” (Suárez de la Torre, 2001: 589). En los años que van de 1840 a 1855 se percibe un incremento en las publicaciones y la diversificación en las temáticas. Al público femenino se agregó el infantil y, posteriormente, se incorporará el sector obrero.

Con respecto a la producción nacional, “durante la cuarta y la quinta décadas del siglo XIX que la novela corta se populariza con rapidez, aunque todavía no adquiere forma artística” (Mata, 2003: 29).

A esos años pertenece otra empresa, también de Ignacio Cumplido, El Álbum Mexicano (1849) y La Ilustración Mexicana (1851-1855); este último fungió como órgano publicitario del Liceo Hidalgo, asociación que continuó las labores de la ya mencionada Academia de Letrán, y cuya fundación ha sido considerada como el parámetro para delimitar el final del primer Romanticismo mexicano (Miranda Cárabes, 1998: 20).6

El triunfo de la Revolución que comenzó en Ayutla (1854) dio fin a la era de Santa Anna (Díaz, 2000: 591) al que siguió una pugna generada por las reformas de la Constitución de 1857 que suponía la vulneración de los privilegios y propiedades de la Iglesia, además de que decretaba la libertad de enseñanza y la libertad de culto (Díaz, 2000: 593). Durante ese periodo, conocido como la Guerra de Tres años, Juárez promulgó las Leyes de Reforma, basadas en la separación de la Iglesia y el Estado y la reinstalación del gobierno trajo consigo la consolidación de la Reforma.

Con el apoyo de Francia, el grupo conservador recibió el 12 de junio de 1864 en la Ciudad de México a Maximiliano de Habsburgo, proclamado Emperador de México el 10 de abril en el Castillo de Miramar, en Trieste, Italia. Para sorpresa de sus partidarios el nuevo monarca intentó gobernar de acuerdo a principios liberales. Su gobierno no duró mucho ya que las presiones de Francia sumadas a la apatía y a la oposición interior convencieron a Napoleón III de retirar a sus tropas. Maximiliano, animado por los conservadores, no abdicó y se puso al frente de sus tropas. Tanto él como sus generales fueron juzgados y ejecutados en Querétaro el 19 de junio de 1867, culminando así el triunfo liberal.

A este episodio bélico siguió el periodo conocido como la República Restaurada, casi una década de reconstrucción en la que imperó la idea de que “hacían falta la cultura, la lucidez, la experiencia política y demás virtudes de los letrados” (González, 2000: 641). En esos años aparecieron modernas vías de comunicación, la línea telegráfica; la restauración de viejos caminos, la apertura de otros, se retomaron las obras del ferrocarril México-Veracruz (González, 2000: 650). Sin embargo, “los planes de orden económico (atracción de capital extranjero, supresión del sistema de alcabalas, ensayo de nuevos cultivos y técnicas agrícolas, e industrialización) fueron ejecutadas en dosis mínimas” (González, 2000: 650). A la libertad de prensa se agregó la de enseñanza, así como su carácter gratuito, que poco a poco tomó un cariz positivista, nacionalista y homogeneizante (González, 2000: 651).

La estabilidad favoreció que los escritores abandonaran los fusiles y en su lugar tomaran las plumas. En este contexto tuvo lugar la aparición de la revista El Renacimiento (1869) y, con ella, la del segundo Romanticismo mexicano, “una época de transición, en la cual las inclinaciones realistas coexisten al lado de un persistente impulso romántico, hasta que el realismo, finalmente, se impone” (Brushwood, 1998: 183-184). En dicha publicación Ignacio Manuel Altamirano hacía un llamado a la concordia.

Esta publicación se constituyó en representante de un cambio fundamental: al carácter más espontáneo del primer Romanticismo, siguió un programa bastante claro elaborado por Altamirano, “una doctrina estética inspirada en sus ideas liberales” (Carballo, 1990: 23).

Como ha señalado Huerta (1990: 2-3), el cuento también se transformó durante la República Restaurada y en buena medida es producto de esta época. Se suscitó la emergencia de un grupo de escritores dedicados a este género, “cuentistas menos agrestes y más de invernadero, menos espontáneos y más artistas” (Carballo, 1990: 23), caracterizados por tener una mayor conciencia de la creación y comprender que “no se trata[ba] ya de contar, sino de saber contar” (Carballo, 1990: 24). En este periodo comenzaron a publicarse algunos de los textos más importantes del género fantástico en el México del siglo XIX. En estas obras se percibe el ensanchamiento de la subjetividad de los autores y la coexistencia de las conquistas del primer Romanticismo combinadas con las nuevas tendencias estéticas. Las aportaciones del costumbrismo, como una manera de representar a la sociedad, el relato de corte anecdótico y los cambios experimentados por la leyenda sirvieron a los escritores para atisbar en lo desconocido. La estabilidad posibilitó el desarrollo de un concepto hegemónico de realidad que se irá fortaleciendo con la adopción del positivismo como ideología de Estado y, además, traerá consigo el afán de, si no intentar derrumbarlo, cosa que ocurrirá materialmente con la Revolución de 1910, al menos sí ponerlo en duda.

Al respecto de esto último es importante señalar que la destrucción de las bases de la realidad no fue llevada hasta sus últimas consecuencias, ya que los paladines liberales de la República Restaurada no eran tan radicales como se cree y primó en ellos el impulso constructor. Es importante hacer notar un fenómeno interesante en el que se vincula la relación de los escritores con la literatura fantástica: la dicotomía liberal romántico y conservador neoclásico no funciona; encontramos escritores como Ignacio Manuel Altamirano, José Tomás de Cuéllar o Manuel Payno, que son políticamente liberales pero reacios a la experimentación y, en cambio, conservadores como José María Roa Bárcena o “liberales conservadores”, como se autodenominó Justo Sierra,7 que realizaron textos bastante innovadores para su época:

Con la adopción de la estética realista, la subjetividad romántica abandonó el pasado y los espacios exóticos para adoptar escenarios y ambientes cotidianos; esto permite comprender por qué los escritores de ese momento asimilaron en particular las concepciones de lo fantástico atribuidos a E.T.A. Hoffmann y a Edgar Allan Poe, y por supuesto a la recepción de obras de esta tradición.

En el caso de E.T.A. Hoffmann, es importante tomar en cuenta que en Europa su gran éxito llegó póstumamente. Aunque su obra había sido publicada entre 1815 y 1821, fue en aquel momento que alcanzó una rápida difusión, comenzando por Francia, donde influyó en autores como Charles Nodier, Honoré de Balzac, Theophile Gautier o Prosper Mérimée.8 Y posteriormente en España, en donde a partir de 1831 circularon traducciones de su obra que provenían del francés y que dejaron su impronta en autores como Pedro de Madrazo, José Zorrilla, Antonio Ros de Olano, Gustavo Adolfo Bécquer, Rosalía de Castro y Benito Pérez Galdós (Roas, 2002).

Al respecto de su arribo a tierras mexicanas, al que he dedicado otro estudio, es posible destacar dos casos interesantes de recepción selectiva que tuvo Ignacio Manuel Altamirano y José María Roa Bárcena.

En lo que concierne al primero, quien conocía a Hoffmann y bordeó su concepción de lo fantástico, es destacado el papel que tienen como desencadenante de la acción de Clemencia (1869), una de las novelas de corte nacionalista más importantes del siglo XIX (Gutiérrez de Velasco, 2006: 369), “El corazón de ágata” y “La cadena de los destinados”, dos de los cuentos de Hoffmann. Si bien no responden al género fantástico, permiten observar la concepción que Altamirano tenía de este autor.

Sobre el segundo es notable su labor como traductor de algunos de sus cuentos. Aunque “La dicha en el juego”, “Maese Martín y sus obreros” y “Haimatocara”9 no son de carácter fantástico sino más bien moral, el texto del escritor veracruzano que los precede en el periódico católico La Cruz constituye un testimonio esclarecedor del proceso de recepción del género:

La literatura alemana, cuando no se extravía en las altas regiones de la metafísica, tiene un sello de ternura y belleza que parece peculiar de los climas septentrionales. Prueba de ello son la mayor parte de los cuentos fantásticos de Hoffmann, que, si bien publicados con anterioridad, no vinieron a crearle una reputación europea sino por el año de 1814. Tenemos de ellos una excelente traducción hecha al idioma francés por Marmier, el mismo literato que tradujo y recopiló en cuatro volúmenes de “Cantos populares del Norte”. Como el conocimiento de las obras de Hoffmann se halla en nuestro país circunscrito a los literatos, vamos a traducir al castellano y a insertar en la sección de variedades de este semanario dos de los más hermosos cuentos, siendo uno de ellos “La dicha en el juego” y el otro “Maese Martín y sus obreros”.10

Varias causas nos inducen a escoger estos dos cuentos: en ellos nada hay de sobrenatural, y esto ya es una garantía de que agradarán a nuestros lectores más bien que aquellos en que domina lo fantástico, muy poco admitido en la literatura moderna de los pueblos meridionales.11

A la muerte de Juárez, en 1872, Sebastián Lerdo de Tejada le sucedió en el poder. Su intento de reelección en 1876 desató la revolución de Tuxtepec, con Porfirio Díaz a la cabeza, quien triunfó y se proclamó jefe del Poder Ejecutivo de la República (González, 2000: 655).

Al contrario de lo que ocurrió durante la República Restaurada, durante el mandato de Díaz, un periodo de 34 años (1877-1911) sólo interrumpido en una ocasión (1880-1884), “contaron más los hombres de la espada que los de la pluma” (González, 2000: 656). A su lado comenzó a gobernar el ala más moderada de los liberales. Los planes de orden económico que durante la República Restaurada fueron ejecutadas “en dosis mínimas” (González, 2000: 650), dieron paso a una dictadura de carácter positivista y maneras afrancesadas dominada por el lema de “poca política y mucha administración”. En líneas generales, el Porfiriato se caracterizó por la estabilidad política (denominada Pax porfiriana) y económica (de la mano de la industrialización) (Katz, 2001: 132).

Francia se convirtió en el modelo de nación civilizada y moderna en lo cultural, cuyos pasos México debía seguir si quería obtener los mismos beneficios. Su influencia se vio reflejada en el afrancesamiento de la élite, beneficiaria exclusiva de la modernización. La élite, compuesta en su mayoría por terratenientes, militares y algunos letrados, soñaba con formar parte de una metrópoli a la altura de las ciudades europeas, rehusando, ver la situación general del país; “el cacareado progreso material únicamente fue visible en las ciudades” (González, 2000: 704) y la modernidad capitalista convivió con los modos feudales de existencia y de represión.

La Constitución de 1857 se convirtió en letra muerta; se reconocía que su radicalismo la hacía impracticable, “un noble ideal, difícilmente realizable” (Zea, 1968: 253). Esta concepción supuso la adhesión al nuevo Régimen tanto de la Iglesia como del ejército (Zea, 1968: 280).

Para la legitimación del régimen en el plano internacional fue clave el papel desempeñado por los inversionistas extranjeros. El gobierno otorgó facilidades y concesiones.

Esta situación contradictoria queda de manifiesto tanto en el porcentaje de población alfabetizada, como en el tiraje de los diarios. Aunque la censura existía, no fue un impedimento para que los contenidos de las publicaciones se diversificaran. Se tiene documentada la presencia en 1892 de 665 periódicos de carácter variado: “protestantes, infantiles, científicos, socialistas, comerciales, literarios e internacionales” (Bazant, 1997: 212).

Si bien la dictadura amordazó a la prensa, y consideró “fuera de la ley a todos los periódicos de la oposición” (Katz, 2001: 112), en esa época conviven algunos importantes periódicos, entre los que se encuentran El Universal, El Monitor Republicano, El Siglo XIX, con el surgimiento de otros como El Tiempo, La Voz de México, El Diario del Hogar, El Mundo Ilustrado y El Imparcial, por mencionar algunos. Uno de los hechos más importantes es el advenimiento del periodismo moderno, representado por este último, fundado por Rafael Reyes Spíndola en 1896.

Un cambio notable fue la evolución de los suplementos dominicales y literarios que se caracterizaron por tener un formato distinto al de la publicación de origen. Una consecuencia directa fueron las revistas literarias, entre ellas la Revista Azul (1894-1896), que apareció el 4 de mayo de 1894, como suplemento literario de El Partido Liberal, fundada y codirigida por Carlos Díaz Dufoo y Manuel Gutiérrez Nájera, miembros de la primera generación modernista. Con la aparición de otras revistas literarias autónomas se inauguró una nueva etapa en las publicaciones de este género, el paradigma es representado por la Revista Moderna (1898-1903), cuyo papel fue central para la segunda generación modernista. Ciertamente, estos impresos iban dirigidos a un público restringido, “selecto, culto, a una élite intelectual y profesional que forma un porcentaje mínimo de la población” (Bazant, 1997: 221).

En cuanto a las publicaciones literarias predominaron las obras en francés o traducidas de esa lengua, lo cual no fue impedimento para la aparición de importantes obras mexicanas. Gracias a la proliferación de suplementos y revistas, los géneros breves tuvieron un auge y las nuevas corrientes estéticas y artísticas se abrirán paso.

La caída del “espejismo” en el que vivía el país ocurrió en 1910, cuando al desgaste del Régimen se sumaron la lucha en contra de la reelección y el descontento social. Esto dio lugar a la Revolución Mexicana.

Notas

1] La categoría fue reinterpretada por el filósofo Edmund Burke en A Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and Beautiful (1757). Para él, el concepto definido por Longino en el siglo III a.C. en su tratado De lo sublime, pasó de ser una teoría retórica a “un nuevo campo de especulación intelectual”. De acuerdo con Molina Foix (1995: 15-16): “Determinados fenómenos físicos (acantilados muy altos, simas espantosas, vastos océanos) o ciertas proezas humanas, y en general todo aquello que ‘suscite las ideas de dolor y peligro, es decir, todo lo que de alguna manera es terrible’, producen en nosotros efectos sublimes, ‘la emoción más fuerte que la mente es capaz de sentir’”.

2] Si bien la crítica sobre literatura fantástica ha sido casi simultánea a la aparición de textos de creación, fue hasta mediados del siglo XX que los estudios teóricos sobre lo fantástico cobraron relevancia en el ámbito académico, remito al lector interesado a los trabajos de Castex (1951), Louis Vax (1960), Roger Caillois (1966), Todorov (1970) y a la antología de Roas (2001), en la que además de encontrar algunos artículos fundamentales, tiene una amplia bibliografía al respecto; en el caso del trabajo teórico latinoamericano, véase Sardiñas (2007) .

3] Aunque estoy consciente de que el trabajo de escritores, editores y lectores, a los que se han sumado directores de cine, guionistas, espectadores, dibujantes de cómic, pintores, músicos entre un largo etcétera, ha contribuido a considerarlo como un modo literario, más una categoría estética, y ya no sólo como género literario. Al respecto, véase Ceserani (2004: 288). Me referiré a género puesto que en el caso que estudio, el cuento, cumple con una función estructuradora que en este caso se construye sobre la base de la irrupción transgresora.

4] Sobre el “efecto de realidad”, Barthes (1968). Al respecto de este concepto: “El productor de un texto construido con leyes propias al modelo de mundo de lo fantástico verosímil tiene como objetivo principal la creación de ese efecto de realidad, efecto que ha de percibir el lector para que se dé la perfecta comunicación literaria” (Rodríguez Pequeño, 1991: 156).

5] Pese a ello, no será de menor importancia la circulación clandestina de textos prohibidos en la Nueva España, como demuestra Leonard (1953).

6] Sobre el tema de estas agrupaciones, fundamentales para entender el desarrollo literario de la época, véase Perales Ojeda (2000).

7] Sierra empleo la autodenominación “liberal conservador” para distinguirse de los adeptos de los principios liberales clásicos, metafísicos, radicales, que se oponían a los defensores de los postulados positivistas (Hale, 2002: 42).

8] Sobre la recepción de Hoffmann en Francia, véase Castex (1951), Teichmann (1961), Schneider (1964).

9] “La dicha en el juego, en La Cruz, 1, 15 y 29 de noviembre de1855, pp. 23-27, 86-92, 148-154. “Maese Martín y sus obreros”, en La Cruz, 20 y 27 de diciembre de 1855, 3, 10 y 24 de enero, 7, 21, 28 de febrero, 6 de marzo de 1856, pp. 256-258, 286-291, 320-323, 348-351, 408-413, 480-484, 548-552, 579-581, 604-609. “Haimatocare”, en Museo Mexicano, Segunda época, 1845, pp. 268-273. Los tres fueron reunidos en Obras de D.J. Roa Bárcena, tomo I, Cuentos originales y traducidos, publicado por Victoriano Agüeros en la Biblioteca de Escritores Mexicanos (1897). Estas traducciones fueron recopiladas en Hoffmann (2006).

10] Ambos cuentos ya habían sido traducidos al español como “Maese Martín el tonelero y sus oficiales” en una edición realizada por Cayetano Cortés de Cuentos fantásticos de Hoffmann (1839), realizado en Madrid por la Imprenta Yenes; y como “Fortuna en el juego” en el segundo tomo de las Obras completas de E.T.A. Hoffmann (1847) (que en realidad era una selección de 24 cuentos), impreso por Llorens hermanos en la ciudad de Barcelona (Hoffmann, 2006: 129). La edición a la que se refiere Roa Bárcena es la de Xavier Marmier, Contes fantastiques publicado en 1843 y reeditado en 1866 (Roas, 2002: 46); de ella, Martínez afirma que “existe una versión española publicada en 1850 que probablemente también circularía en América” (Martínez, 2011: 60)

11] “Hoffmann y sus cuentos”, en La Cruz, 1 de noviembre de 1855, pp. 21-22.

Edgar Allan Poe y la literatura fantástica mexicana (1859-1922)

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