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Prólogo

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En el OVIR1, aquella zorra va y me dice:

—Cada emigrante tiene derecho a tres maletas. Esa es la norma vigente. Por resolución especial del ministerio.

No tenía sentido protestar. Lógicamente, protesté.

—¡¿Solo tres maletas?! ¡¿Y qué hace uno con sus cosas?!

—¿Con qué, por ejemplo?

—Por ejemplo, con mi colección de coches de carreras.

—Véndala —respondió la funcionaria, imperturbable.

Luego añadió, frunciendo levemente las cejas:

—Si algo no le parece bien, ponga una reclamación.

—Todo me parece perfecto —dije.

Después de haber pasado por la cárcel, todo me parecía perfecto.

—En tal caso, compórtese correctamente…

Una semana después, pude recoger mis cosas. Y como se podrá apreciar más adelante, una sola maleta me bastó. Tan miserable me sentí que estuve a punto de echarme a llorar. Tenía treinta y seis años. Llevaba dieciocho trabajando. Ganaba una miseria, aunque alguna cosa me permitía comprar. Creía ser dueño de algunas propiedades. Pero todas cabían en una sola maleta. Para colmo, de muy modestas dimensiones. ¿Qué era yo? ¿Un pordiosero? ¿Cómo había llegado a aquella situación?

¿Libros? Básicamente tenía libros prohibidos. De los que no me habrían permitido pasar por la aduana. Tuve que regalárselos a los conocidos, junto con lo que yo denominaba «mi archivo».

¿Manuscritos? Hacía tiempo que los había enviado a Occidente, mediante discretos operativos.

¿Muebles? Llevé el escritorio a la tienda de segunda mano. Las sillas se las quedó el pintor Cheguin, que hasta entonces se había arreglado con cajas va­cías. El resto lo tiré.

Y así fue como me largué, con solo una maleta. Era de aglomerado, forrada en tela, con refuerzos niquelados en las esquinas. La cerradura estaba estropeada. Tuve que atar la maleta con cuerdas de las que se usan para tender la colada.

Llevaba utilizando aquella maleta desde los tiempos del campamento de pioneros. En la tapa, con tinta, estaba escrito: ­«Grupo infantil. Seriozha Dovlátov». Al lado, alguien había grabado un cariñoso «Asistente de letrinas». Tenía la tela raída en algunos sitios.

En el interior de la tapa había pegadas algunas fotos. Rocky Marciano, Arms­trong, Iósif Brodski, la ­Lollobrigida en ropa interior. El aduanero intentó arrancar a la Lollobrigida con las uñas, pero solo consiguió arañarla un poco.

No tocó a Brodski. Se limitó a preguntarme quién era. «Un pariente lejano», le dije…

El dieciséis de mayo llegué a Italia. Me alojé en un hotel romano, el Dina. Con la maleta debajo de la cama.

Al poco, recibí algunos pagos de varias revistas rusas. Me compré unas sandalias azules, unos vaqueros de pana y cuatro camisas de lino. Ni siquiera abrí la maleta.

A los tres meses me trasladé a los Estados Unidos. A Nueva York. Primero viví en el hotel Rio. Después, en casa de unos amigos, en Flushing. Finalmente, alquilé un piso en una buena zona. Guardé la maleta en el rincón más profundo del armario empotrado. Ni siquiera le quité la cuerda aquella de tender la colada.

Pasaron cuatro años. Nuestra familia se reunificó. Mi hija se convir­tió en una adolescente norteamericana. Nació mi hijo. Creció, y empezó a hacer trastadas. En una ocasión, mi esposa, perdida la paciencia, le ordenó:

—¡Métete ahora mismo en el armario!

El niño pasó alrededor de tres minutos en el armario. Después, lo dejé salir.

—¿Has pasado miedo? —le pregunté—. ¿Has llorado?

—No —respondió—. Me he quedado sentado encima de la maleta.

Entonces saqué la maleta. Y la abrí.

Por encima de todo lo demás había un buen traje, cruzado. Ideal para entrevistas, simpo­sios, conferencias y homenajes. Creo que habría servido hasta para la ceremonia de recepción del Premio Nobel. Inmediatamente después, vi una camisa de popelín y unos zapatos, envueltos en papel. Más abajo, una chaqueta de pana forrada con piel sintética. A la izquierda, un gorro de invierno, piel de nutria de imitación. Tres pares de calcetines finlandeses de cres­pón. Unos guantes de chófer. Y, por último, un cinturón militar de cuero.

Al fondo, en la base, una página de Pravda, fechada en mayo del ochenta. El pomposo titular rezaba así: «¡Larga vida a la grandiosa doc­trina!». Y en el centro de la página, un retrato de Karl Marx.

Cuando iba a la escuela, me gustaba dibujar a los líderes del proletariado mun­dial. En especial, a Marx. Echabas un borrón de tinta y ya casi lo tenías…

Contemplé la maleta vacía. Al fondo, Karl Marx. En la tapa, Brodski. Y entre ellos dos, una vida inestimable, echada a perder.

Cerré la maleta. Las bolitas de naftalina rodaron deslizándose por su interior. Mis co­sas se amontonaban sobre la mesa de la cocina. Era todo lo que había ­conseguido reunir al cabo de treinta y seis años. Al cabo de toda una vida en mi patria. Me pregunté: ¿de verdad? ¿Es esto todo? Y me respondí: sí, esto es todo.

En aquel momento, como suele decirse, me asaltaron los recuerdos. Segura­mente se hallaban agazapados entre los pliegues de aquellos trapos miserables. Y ahora se habían dado a la fuga. Recuerdos que deberían llevar por título «Entre Marx y Brodski». O, digamos, «Mis posesiones». O quizá, simplemente, «La maleta»…

A todo esto, una vez más, el prólogo se ha alargado en exceso.

La maleta

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