Читать книгу La maleta - Serguéi Dovlátov - Страница 9

Calcetines finlandeses de crespón

Оглавление

La historia sucedió hace dieciocho años. En aquella época yo era estudiante en la Univer­sidad de Leningrado.

Los edificios de la universidad se hallan en la parte vieja de la ciudad. La combinación de agua y piedra otorga a esa zona cierta atmósfera de grandeza, la convierte en algo singular. No es fácil ser un holgazán en semejante ambiente, pero yo lo conseguía.

Existen en el mundo ciencias exactas. Y también, como es lógico, otras poco o nada exactas. Siempre he creído que, entre las poco o nada exactas, la filología ocupa una posición privilegiada. Así que me matriculé en la Facultad de Filología.

Una semana después, se enamoró de mí una chica esbelta que llevaba zapa­tos de importación. Se llamaba Asya.

Asya me presentó a sus amigos. Todos eran mayores que nosotros: ingenie­ros, periodistas, operadores de cámara. Entre ellos había incluso un director de almacén de abastos. Aquellos individuos vestían bien. Les gustaban los restaurantes, los viajes. Algunos hasta tenían coche propio.

Por aquel entonces, casi todos se me antojaban enigmáticos, poderosos y seductores. Yo aspiraba a ser un miembro más de aquel grupo.

Más tarde, muchos de ellos emigraron. Ahora, ancianos ya, son judíos normales y corrientes.

Nuestro estilo de vida exigía grandes gastos. Lo más normal era que los amigos de Asya corrieran con ellos. Aquello me llenaba de vergüenza.

Recuerdo al doctor Logovinski depositando subrepticiamente cuatro ru­blos en mi mano mientras Asya pedía un taxi por teléfono…

Se puede clasificar a la gente en dos categorías: unos preguntan, otros responden. Los unos formulan preguntas. Y los otros fruncen el ceño, irritados, como respuesta.

Los amigos de Asya no hacían preguntas. Y yo, lo único que hacía era pregun­tar.

—¿Dónde has estado? ¿Quién era ese al que has saludado en el metro? ¿De dónde has sacado ese perfume francés?

La mayor parte de la gente considera irresolubles todos aquellos problemas cuya solución no es de su gusto. Y hace preguntas a todas horas, aunque en forma alguna esté dispuesta a escuchar respuestas sinceras…

En pocas palabras, que me comportaba como un cretino, sin venir a cuento.

Comencé a tener deudas, que se incrementaron en progresión geométrica. En torno a noviembre, debía ochenta rublos, una cantidad disparatada por aquel enton­ces.

Supe por fin lo que era una casa de empeños, con sus recibos, sus colas, su atmós­fera de desesperación y de miseria.

Mientras Asya permanecía a mi lado, conseguía no pensar en el asunto. Pero tan pronto nos despedíamos, los pensamientos acerca de mis deudas rondaban a mi alrededor como negros nubarrones.

Me despertaba con la convicción de ser un desgraciado. Durante horas me sentía incapaz de vestirme. Planeé muy seriamente asaltar una joyería.

Saqué en conclusión que lo único que se le pasa por la cabeza a un enamorado indigente son proyectos criminales.

En esa época, mi rendimiento académico se resintió de manera notoria. Asya siempre había sido mala estudiante. En el decanato comenzaron a poner en cuestión la moralidad de nuestros principios.

Pude entender entonces que, cuando un hombre está enamorado y tiene deudas, siem­pre se ponen en cuestión sus principios morales.

En pocas palabras: que la situación era horrible.

En una ocasión, vagabundeaba yo por la ciudad a la caza de seis rublos. Tenía que sacar mi abrigo de invierno de la casa de empeños. Y allí me encontré con Fred Kolésnikov.

Fred fumaba con los codos apoyados sobre el pasamanos de latón de la tienda Yeliséyevski. Yo sabía que era estraperlista, porque Asya nos había presen­tado ya.

Era un joven alto, de unos veintitrés años, con la piel de un color poco saludable. Mientras hablaba, se alisaba nerviosamente el pelo.

Sin pensármelo mucho, me le acerqué.

—¿Podría usted prestarme seis rublos hasta mañana?

Cuando pedía dinero prestado, empleaba siempre un tono más o menos incidental, para que a la gente le resultara más fácil decirme que no.

—Eso está hecho —dijo Fred, mientras sacaba una carterita cuadrada.

Sentí no haberle pedido más.

—Si necesita más… —dijo.

Entonces dije que no, como un idiota.

Fred me miró con curiosidad.

—Vayamos a comer. Me gustaría invitarle.

Se comportaba de manera sencilla, natural. Siempre he sentido envidia por los que consiguen hacerlo.

Caminamos tres manzanas hasta el restaurante La Gaviota. El salón estaba desierto. Los camareros fumaban sentados en torno a una mesita, en un lateral.

Las ventanas estaban abiertas de par en par. El viento agitaba los visillos.

Elegimos un rincón apartado. De camino a él, un jovenzuelo con una chaqueta plateada de poliéster detuvo a Fred. Mantuvieron una críptica conversación.

—Saludos.

—Mis respetos —respondió Fred.

—¿Cómo va el asunto?

—Nada, de momento.

El jovenzuelo, contrariado, levantó las cejas.

—¿Nada de nada?

—Nada en absoluto.

—Se lo he pedido por favor.

—Créame que lo lamento.

—Pero ¿puedo contar con ello?

—Sin duda.

—Esta semana me vendría de perlas.

—Lo intentaré.

—¿Me lo garantiza?

—No puedo darle garantía alguna. Pero lo intentaré.

—Producción extranjera, supongo.

—Por supuesto.

—Llámeme cuando lo tenga.

—Sin falta.

—¿Recuerda mi número de teléfono?

—Lamentablemente, no.

—Anótelo, por favor.

—Con mucho gusto.

—Aunque mejor que no toquemos el tema por teléfono.

—Estoy de acuerdo.

—¿Quizá pudiera usted pasarse directamente con la mercancía?

—Sería lo mejor.

—¿Recuerda la dirección?

—Me temo que no…

Y así siguieron.

Nos sentamos en un rincón alejado. En el mantel se advertían claramente las marcas dejadas por la plancha. Parecía un felpudo.

—Fíjese en el niñato ese —dijo Fred—. Hace un año me pidió una partida de delbanes con cruz…

—¿Qué son unos «delbanes con cruz»? —lo interrumpí.

—Relojes —explicó Fred—, pero eso es lo de menos… Le llevé la mercan­cía unas diez veces, y nunca compraba nada. En cada oportunidad improvisaba nuevas excusas. Final­mente, no hubo negocio. Yo me preguntaba: ¿de qué ira este tío? De repente comprendí que no quería comprar mis delbanes con cruz. Lo que quería era sentirse un hombre de negocios al que le urge adquirir una partida de mercancía de buena calidad. Lo que quería era pasarse la vida preguntándome: «¿Cómo va el asunto?»…

Una camarera anotó el pedido. Encendimos sendos cigarrillos.

—Y a usted, ¿no lo podrían meter en la cárcel? —expresé, con preocupación.

—Podría ocurrir —respondió Fred con calma después de meditar un ins­tante—. O que me vendiera mi propia gente —añadió, sin acritud.

—Y así las cosas, ¿no sería mejor dejarlo?

Fred se explicó, con gesto sombrío.

—En una época, trabajé de mozo de almacén. Vivía con noventa rublos al mes…

De repente, se puso en pie y gritó:

—¡Un repugnante número de circo!

—La cárcel no es mejor.

—¿Y qué? Carezco absolutamente de talento. Y tampoco tengo intención de partirme los cuernos en trabajos absurdos por noventa rublos… Eso me permitiría, digamos, meterme al coleto unos dos mil filetes de carne picada. Gastar veinticinco trajes gris marengo. Leer setecientos números de la revista Ogoniok. ¿Eso es todo? ¿Y tendré que morir sin haber dejado siquiera un rasguño sobre la corteza terrestre? ¡Cuánto mejor vivir, aunque sea un solo minuto, como un auténtico ser humano!

En ese momento nos trajeron de comer y de beber.

Mi nuevo amigo siguió filosofando:

—Antes del nacimiento, solo hay oscuridad. Y tras la muerte, oscuridad también. Nuestra existencia no es más que un granito de arena en las playas indiferentes del infi­nito. ¡Intentemos al menos no ensombrecer ese instante con pesadumbres y aburrimiento! Tratemos de dejar siquiera un rasguño sobre la corteza terrestre. Que los mediocres tiren del carro. No puede esperarse de ellos que culminen hazañas. Ni siquiera que cometan crímenes…

Estuve a punto de animarle a ello: pues, ¡hala! ¡A culminar hazañas! Pero me contuve. Al fin y al cabo, estaba bebiendo a su costa.

Estuvimos cerca de una hora en el restaurante.

—Tengo que irme —dije finalmente—. Me van a cerrar la casa de empeños.

Y en ese momento, Fred me lo propuso.

—¿Quiere ser mi socio? El trabajo es limpio: ni oro, ni divisas. Cuando haya arreglado su situación financiera, podrá retirarse. En pocas palabras, que le conviene apuntarse… Pero ahora echemos un trago, ya hablaremos mañana…

Supuse que al día siguiente mi nuevo colega me daría plantón. Pero solo se retrasó. Nos encontramos frente al hotel Astoria, junto a la fuente seca, y después nos internamos tras los setos.

—En pocos minutos, llegarán dos finlandesas con la mercancía —me ex­plicó Fred—. Tome un taxi y vaya con ellas a esta dirección… ¿Nos tuteamos ya?

—Sí, por supuesto. ¿A qué tanta ceremonia?

—Muy bien. Busca un taxi y ve a este lugar. —Fred me tendió un trozo de periódico—. Te recibirá Rímar —prosiguió—. Te será fácil reconocerlo, tiene cara de anormal y lleva un jersey naranja. A los diez minutos, apareceré yo. ¡Todo irá bien!

—No hablo finés…

—Eso no tiene importancia. Lo fundamental es sonreír. Iría yo, pero me tienen muy visto…

Fred me agarró del brazo.

—¡Ahí están! ¡Muévete!

Y desapareció entre los arbustos.

Presa de una enorme inquietud, me dirigí al encuentro de las dos mujeres. Tenían dos caras anchas y bronceadas de campesinas. Sin embargo, vestían gabardinas de colores claros, zapatos elegantes y pañuelos estampados en la cabeza. Cada una acarreaba una bolsa de la compra, hinchada como un balón de fútbol.

Gesticulando y ansioso, conduje a las mujeres hasta la parada de taxis. No había cola. Yo repetía constantemente: «Míster Fred, míster Fred…», mientras tiraba de la manga de una de las mujeres.

La mujer pareció enfadarse de repente.

—¿Dónde está ese tipo? ¿Dónde se ha metido? ¿Qué pasa, que quiere gastarnos una jugarreta?

—¿Habla usted ruso?

—Mamá era rusa.

—Míster Fred llegará algo más tarde —dije—. Me pidió que las llevara a su domicilio.

Apareció un taxi. Di la dirección al chófer. Después me puse a mirar por la ventanilla. Nunca antes me había fijado en la cantidad de milicianos que suelen rondar entre los peatones.

Las mujeres conversaban entre sí en finés. Se veía que estaban moles­tas. Al rato, se echaron a reír y me quedé algo más tranquilo.

En la acera me esperaba un tío con un jersey flamígero. Me hizo un guiño.

—¡Vaya caretos! —exclamó.

—El tuyo no se queda corto —replicó irritada Ilona, la más joven.

—Hablan ruso —advertí.

—Perfecto —dijo Rímar, imperturbable—, magnífico. Eso nos acerca mucho más. ¿Les gusta Leningrado?

—Más o menos —respondió Marya.

—¿Han estado en el Hermitage?

—Aún no. ¿Dónde está eso?

—Hay cuadros, souvenirs y cosas así. Es la antigua residencia de los zares.

—No estaría mal echarle un vistazo —dijo Ilona.

—No han estado en el Hermitage —murmuró Rímar, sobrecogido.

Hasta su paso se ralentizó. Era como si le produjera repugnancia tratar con aquellas ignorantes.

Subimos al segundo piso. Rímar empujó la puerta, que no estaba cerrada. Había vajilla acumulada por todas partes. Las paredes estaban llenas de fotogra­fías. El sofá, cubierto de carátulas de discos extranjeros. La cama, deshe­cha.

Rímar encendió la luz y lo ordenó todo con rapidez.

—¿Y qué nos han traído? —preguntó después.

—Primero, dinos dónde está tu socio con el dinero.

Exactamente entonces se oyeron unos pasos y apareció Fred Kolésnikov. Llevaba en la mano un ­periódico, recién sustraído de un buzón de correos. Tenía un aspecto tranquilo, casi indiferente.

—Terve —saludó a las finlandesas—. Hola. —Y al momento se volvió hacia Rímar—. ¡Vaya caras de funeral! ¿Has estado molestando a estas mujeres?

—¡¿Yo?! —se indignó Rímar—. Charlábamos acerca de la belleza. A propó­sito, hablan ruso.

—Excelente. Buenas tardes, señora Lénart. ¿Cómo está usted, señorita Ilona?

—Bien, gracias.

—¿Por qué no nos dijo que hablaban ruso?

—¿Alguien nos preguntó?

—Antes de nada, echemos un trago —propuso Rímar.

Sacó del estante una botella de ron cubano. Las finlandesas bebieron con agrado. Rímar les sirvió de nuevo.

Las mujeres se ausentaron entonces para ir al baño.

—Cómo se parecen todas… —dijo Rímar.

—Estas no es raro que se parezcan: son hermanas —aclaró Fred.

—Ya me parecía a mí… A propósito, la cara de esa señora Lénart no me inspira confianza.

—¿Y qué cara te inspira confianza a ti? —le gritó Fred—. ¿La del juez de instruc­ción?

Las finlandesas regresaron enseguida. Fred les dio una toalla limpia. Las dos levantaron sus copas y sonrieron. Era la segunda vez que lo hacían.

Las bolsas con la mercancía descansaban sobre sus rodillas.

—¡Hurra! —dijo Rímar—. ¡Por la victoria sobre Alemania!

Brindamos y bebimos. El tocadiscos estaba en el suelo y Fred lo en­cendió con el pie. El oscuro microsurco comenzó a girar lentamente.

Rímar seguía dando la lata a las finlandesas.

—¿Quién es su escritor favorito?

Las mujeres intercambiaron unas palabras.

—Posiblemente Karjalainen —respondió Ilona.

Rímar sonrió con condescendencia, dando a entender que daba por bueno al candi­dato. Pero que sus gustos eran mucho más elevados.

—Muy bien. ¿Y de qué mercancía estamos hablando?

—Calcetines —respondió Marya.

—¿Nada más?

—¿Y qué querías tú?

—¿Cuántos? —inquirió Fred.

—Cuatrocientos treinta y dos rublos —respondió Ilona, la más joven, regodeándose en la cifra.

—Mein Gott! —exclamó Rímar—. Henos aquí, ante las despiadadas fauces del capitalismo.

Fred lo apartó a un lado.

—Digo que cuántos. ¿Cuántos pares?

—Setecientos veinte.

—El crespón, ¿de nailon? —intervino Rímar, exigente.

—Sintético —respondió Ilona—. Sesenta cópecs el par. En total, cuatrocien­tos treinta y dos…

Trataré de ofrecer una somera explicación matemática. En esa época, los calceti­nes de crespón estaban de moda. La industria soviética no los producía. Solo era posible comprarlos en el mercado negro. Un par de calcetines costaba seis rublos. Y las finlandesas los vendían por se­senta cópecs. Un noventa por ciento de beneficio neto…

Fred sacó la billetera y contó el dinero.

—Aquí lo tienen —dijo—, y veinte rublos adicionales. Dejen la mercancía en las bolsas.

—Brindemos —intervino Rímar—. Por la solución pacífica de la crisis de Suez. Por la anexión de Alsacia y de Lorena.

Ilona se pasó el dinero a la mano izquierda y tomó el vaso, lleno hasta el borde.

—Vamos a tirarnos a las finlandesas estas —susurró Rímar—, para fomentar la unidad entre los pueblos.

—¡Lo que hay que aguantar! —dijo Fred, volviéndose hacia mí.

Me sentía inquieto, amedrentado. Quería irme lo antes posible.

—¿Su pintor preferido? —preguntó Rímar a Ilona, poniéndole la mano en la espalda.

—Posiblemente Maantere —respondió Ilona, apartándose.

Rímar alzó las cejas con gesto de reproche. Como si su sentido de la estética hubiese sufrido una afrenta.

—Hay que acompañar a las señoras y darle siete rublos al taxista —dijo Fred—. Mandaría a Rímar, pero seguro que se quedaría con parte de la pasta.

—¡¿Yo?! —se indignó Rímar—. ¡Pero si soy un individuo de acrisolada honestidad!

Cuando regresé, había envoltorios multicolores de celofán por todos lados. Rímar parecía medio enajenado.

—Piastras, coronas, dólares —repetía—. Francos, yenes…

Al rato se tranquilizó súbitamente, sacó una libreta de notas y un rotulador. Hizo unos cálculos.

—Exactamente, setecientos veinte pares. Los finlandeses son gente honrada. Eso explica que sean un país tan poco desarrollado…

—Multiplícalo por tres —le dijo Fred.

—¿Cómo que por tres?

—Si los vendemos al por mayor, los calcetines saldrán por tres rublos. Queda­rán, limpios, mil quinientos, descontando gastos.

—Mil setecientos veintiocho rublos —precisó Rímar al instante.

En su caso, la locura coexistía con un notable sentido práctico.

—Quinientos y pico por persona —añadió Fred.

—Quinientos setenta y seis —precisó Rímar de nuevo…

Más tarde, Fred y yo fuimos a una shashlíchnaya2. El mantel en la mesa estaba pega­joso. En el aire flotaba una nube de grasa. La gente pasaba a nuestro lado como peces en un acuario.

Fred parecía distraído, melancólico.

—¡Tanto dinero en cinco minutos! —dije, por decir algo.

—Así es la cosa —replicó—. Pero luego te toca esperar por lo menos cuarenta minutos para que te sirvan unos cheburek3… Hechos con margarina, ya sabes.

—¿Para qué me necesitas? —se me ocurrió preguntar.

—No confío en Rímar. Y no porque lo vea capaz de robar a un cliente. Eso nunca debe excluirse. Y tampoco porque lo crea capaz de pagar a otro con valores fuera de circulación. Ni siquiera por su inclinación a manosear a la clientela. Es solo porque es un imbécil. ¿Y qué es lo que lleva a la ruina a los imbéciles? La atracción por lo bello. Eso es lo que siente Rímar: atracción por lo bello. A pesar de que, en virtud de las leyes de la historia, haya sido condenado ya, Rímar desea una radio japonesa de transistores. Así que va a la Beriozka4 y le suelta al cajero cuarenta dólares. ¡Con esa cara! Hasta en el más miserable tenducho, entregaría un rublo y el cajero pensaría que es robado. ¡Y saca cuarenta dólares! Infracción de las normas de operaciones con divisas. Y tal artículo del código penal… Lo trincarán, tarde o temprano…

—¿Y yo? —volví a preguntar.

—Tú no eres así. A ti te esperan otras desventuras.

No quise averiguar cuáles.

—El jueves te daré tu parte —se despidió Fred.

Me fui a casa en un estado de ánimo indefinido, una sensación en la que se solapaban el gusto por la aventura y una difusa inquietud. Sin duda, el dinero mal ganado tiene cierto mezquino atractivo.

No le conté mis aventuras a Asya. Quería impresionarla. Convertirme de repente en un tío rico y derrochador.

Entretanto, mis relaciones con ella empeoraban. No dejaba de hacerle preguntas. Hasta cuando injuriaba a sus conocidos, lo hacía interrogativamente.

—¿Y no te parece que Árik Schulman es, sencillamente, idiota?

Quería rebajar a Schulman ante Asya pero, naturalmente, conseguía lo contrario.

Adelantándome un poco a los acontecimientos, aclararé que nos separamos en otoño. A quien se pasa el día preguntando, tarde o temprano le llega el turno de responder.

Fred llamó el jueves.

—¡Qué catástrofe!

—¿Qué ha sucedido?

Supuse que habían arrestado a Rímar.

—Algo peor —dijo Fred—. Pásate por la mercería más cercana.

—¿Para qué?

—Las tiendas están a rebosar de calcetines de crespón. Soviéticos, para acabar de joderla. A ochenta cópecs el par. De calidad no inferior a la de los finlandeses. Idéntica mierda sintética…

—¿Y qué se puede hacer?

—Nada. ¿Qué se puede hacer en un caso así? ¿Quién hubiera podido esperar semejante ca­nallada de la planificación socialista? ¿A quién le vendo ahora mis calcetines finlande­ses? ¡Ni por un rublo los compraría nadie! Conozco de sobra a la puta indus­tria nacional de los cojones. Primero, se pasan veinte años cavilando y, de repente, un buen día, ¡bang!, todas las tiendas rebosan de la misma basura. Si han iniciado ya la producción en cadena, no hay nada que hacer. Producirán calcetines de crespón a espuertas, a razón de un millón de pares por segundo…

A resultas de lo cual, nos repartimos los calcetines. Cada uno de nosotros se quedó con doscientos cuarenta pares. Doscientos cuarenta pares de calcetines idénti­cos, de un desagradable color guisante. El único consuelo lo aportaba el sello: «Made in Fin­land».

Después, hubo otros muchos asuntos. Una operación con impermeables de estilo boloñés. La reventa de seis equipos estéreo alemanes. Una pelea en el hotel Cosmos por una partida de cigarrillos norteamericanos. Una fuga con un cargamento de equipos fotográficos japoneses, perseguidos por la milicia. Y alguno más.

Pagué mis deudas. Me compré ropa decente. Cambié de facultad. Co­nocí a una muchacha, con la que luego me casé. Cuando arrestaron a Rímar y a Fred, pasé un mes entero en el Báltico. Inicié mis muy modestos primeros pinitos literarios. Fui padre. Me busqué problemas con las autoridades. Me quedé sin trabajo. Estuve re­cluido un mes, en la cárcel de Kaliáyevo.

Solo en un aspecto no experimenté cambio alguno. Durante veinte años anduve con calcetines color guisante. Los regalé a todos mis conocidos. Guardaba en calcetines los adornos del abeto de Año Nuevo. Los utilizaba para limpiar el polvo. Tapaba las grietas del marco de la ventana con calcetines. A pesar de lo cual, aquella montaña de basura nunca disminuía de tamaño, al menos de manera perceptible.

Luego me largué, abandonando un montón de calcetines finlandeses de crespón en el piso vacío. En la maleta solo metí tres pares.

Me recordaban mi juventud criminal. El primer amor. Los viejos amigos. Tras cumplir dos años en la cárcel, Fred se mató en una motocicleta Cezet. Rímar cumplió solo un año y ahora trabaja como operario dependiente en una sala de despiece de carne. Asya logró emigrar con éxito y actualmente enseña Lexicología en Stanford. No dejo de pensar en ella como en la más elocuente expresión del sistema americano de enseñanza.

La maleta

Подняться наверх