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Capítulo 2

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NATHAN colgó el teléfono y suspiró más aliviado. Al final iba a conseguir hacer el catálogo. Hacía tan sólo un minuto tenía sus dudas.

En sus labios esbozó una sonrisa. Aparte de que si iba Margaret con él, su madre no le atosigaría con ninguna otra mujer.

Recordó que tenía que llamar a su madre. Le tenía que decir que iba a ir acompañado. Levantó el teléfono otra vez y marcó el número de la casa de sus padres en Bristol.

–Hola, Lucy –saludó al ama de llaves, que fue la que respondió al teléfono–. ¿Está mi madre por ahí?

Al cabo de unos segundos se puso Pia Forrest.

–Nathan, qué sorpresa.

–Hola, mamá. ¿Qué tal?

Durante diez minutos le estuvo contando qué tal estaba. Se había casi olvidado de lo que hablaba. Cada vez que la llamaba se olvidaba de ello. Otra gente respondía con un monosílabo, pero ella le hacía un relato detallado de lo último que le había pasado.

–Te he llamado –empezó a decirle, interrumpiendo lo que le estaba contando en aquel momento–, para decirte que voy a ir con alguien este fin de semana. Espero que no te importe.

–¿Que vas a venir con alguien? ¿Aquí? –Nathan casi pudo sentir cómo fruncía el ceño. Hacía por lo menos dos años que no había llevado a nadie a su casa.

–Sí, una de las chicas de la oficina –por si aquello no hubiera dejado perpleja a su madre, seguro que lo que iba a decirle a continuación lo iba a conseguir–. Me temo que tendré que pasar parte del fin de semana trabajando –le explicó–. Por eso me llevo a Margaret.

–Oh, Nathan. ¿No irás a…?

–¿No iré a qué?

–¿No irás a pasar el fin de semana trabajando?

–Más o menos. No tengo más remedio. De lo contrario me será imposible ir y sé que eso te va a sentar mal.

–Sí, claro, pero…

–Por eso te estoy llamando, para decirte que va a venir Margaret conmigo y que prepares una habitación para ella.

Su madre suspiró.

–¿Es realmente necesario que venga?

–Sí. De lo contrario no podré sacar adelante el trabajo. ¿Por qué? ¿Tenéis algún problema de camas?

–No, no es eso –Pia dudó antes de confesárselo–. Es que he invitado a una joven encantadora que está deseando conocerte. Pero si vas a estar ocupado con otra chica de la oficina, no va a poder ser.

–No tengo más remedio. De todas maneras Margaret es una persona muy agradable, tranquila y que no molesta –o por lo menos eso era lo que él pensaba. Aunque la verdad no sabía nada de ella, a excepción de que era una secretaria buenísima. Lo que esa chica hacía cuando acababa a las cinco de trabajar era un misterio para él. No le interesaba demasiado la vida de sus empleados.

Nathan sonrió un poco al pensar en ella. A pesar de que lo que había dicho era verdad, había también otras cosas que le impresionaban de Margaret Gilbert.

Nunca antes había conocido a una mujer tan decidida a esconder sus virtudes. Llevaba un peinado anticuado y unos trajes rarísimos, y a pesar de ello causaba una muy buena impresión. ¿Y sus gafas? ¿No le habría dicho nadie que habían cambiado ese modelo hacía veinte años?

Pero la forma que tenía de vestirse era parte de su encanto, porque debajo de aquella ropa se escondía una chica joven e ingeniosa. Parecía una niña disfrazada con la ropa de su madre.

–¡Ya sé! –exclamó su madre, sacándole de sus pensamientos–. Tu primo Walter.

–¿Walter?

–Sí, el hijo de Herbert.

–¿De qué diablos estás hablando, madre?

–Le podemos presentar tu secretaria a Walter.

–¡No! ¡De eso nada! –le respondió furioso.

–¿Por qué? Es un chico muy majo y está soltero.

–Por una sola razón. Porque Walter es aburrido. De lo único que puede hablar es de cómo meter en el cuerpo humano una serie de tubos. Y porque no tienes derecho a hacer de casamentera con gente que no conoces.

–Tampoco es para tanto. No estoy pensando en que se casen. Lo único que estoy haciendo es proporcionarle compañía para el día, para que así puedas conocer tú a Susan. Espera a conocerla, Nathan. Sé que te va a gustar.

–No creo. No me ha gustado ninguna de las chicas que me has presentado.

–¿Sabes por qué? Porque son mucho más serias que las chicas con las que sales.

–Está bien, mamá, tú tienes razón.

–Hay otra belleza aparte del maquillaje y los sujetadores que te resaltan los pechos, Nathan.

–¡Mamá! –Nathan se echó a reír–. ¡Cómo hablas así!

Se escuchó el tono de una llamada en espera.

–Tengo otra llamada, cariño, tengo que dejarte. Gracias por llamar y no te preocupes, tendré una habitación preparada para tu secretaria.

Nathan colgó con la sonrisa en sus labios y se recostó en su asiento. Recordando la conversación que acababa de tener con su madre, se preguntó qué había conseguido.

–Nada –susurró, dejando de sonreír. Su madre iba a invitar de todas maneras a aquella Susan y se la iba a presentar de todas maneras.

Levantó el teléfono y llamó a su madre otra vez.

–¿Mamá? ¿Sigues hablando con la persona que interrumpió nuestra conversación?

–No, ya ha colgado.

–Bien. He estado pensando en nuestra conversación y quiero decirte que dejes de organizar mi vida. No me gusta que lleves a casa mujeres para que me conozcan. Mi vida es asunto mío y de nadie más.

Fue más duro de lo que hubiera deseado.

–Te pido disculpas si te he molestado –le respondió su madre.

Nathan cerró los ojos y se apretó con los dedos el puente de su nariz. Estaba agotado, cansado de fingir que a los que estaban jugando no tenía otras razones más profundas.

–Escucha mamá. Sé que lo haces con la mejor intención del mundo y te lo agradezco. Pero te prometo que estoy bien.

Su madre debió notar el cambio de tono, porque ella también se dirigió a él más tranquila.

–Es que estoy preocupada por ti, Nathan.

–Lo sé.

–Ya han pasado cinco años y parece que no sales de ahí. Quiero ayudarte y que seas feliz.

–Lo sé. Y soy feliz. De verdad. He decidido seguir soltero. Me gusta mi estilo de vida. No tiene nada que ver con haber perdido a Rachel y a Lizzie.

–¿Estás seguro?

No, no lo estaba pero no se lo podía decir.

–Y estás confundida si piensas que no estoy haciendo nada –pero mientras se lo estaba diciendo, pareció como si a su corazón lo atravesara una daga–. Estoy en otro proceso en mi vida, y parece que tú no lo quieres aceptar.

–Puede que tengas razón, pero me gustaría verte con la cabeza ya sentada.

–No tengo tiempo. Mi trabajo no me deja tener una relación seria.

–Pero sí parece que tienes tiempo para irte a esquiar y a conciertos…

–Tienes razón. Trabajo mucho y me divierto también. Y así quiero seguir.

–¿Para siempre?

–¿Por qué no?

–Tienes treinta y tres años, cariño.

–¿Y?

–¿Eso es todo lo que quieres de la vida?

–Para mí es suficiente.

–Pero ¿dónde está el amor? –le preguntó su madre–. Antes eras un hombre que te gustaba la familia y eras un marido feliz. Y dabas todo por tu hija.

–Sí, bueno, pero de eso hace tiempo –Nathan se estaba sintiendo incómodo. Su madre estaba poniendo el dedo en la herida–. En mis recuerdos siempre estará Rachel y Lizzie, pero como tú dices, la vida continúa. Mamá, tengo que dejarte.

Pia suspiró.

–Está bien.

–Otra cosa, te agradecería que este fin de semana no hicieras ningún comentario sobre ellas. Todo eso ya pasó.

–Si eso es lo que quieres.

–Sí –Nathan suspiró y trató de adoptar un tono más suave–. Y eso nos lleva otra vez al asunto por el que te llamé, y es que por favor no me cargues con Susan.

–Veré lo que puedo hacer –le respondió su madre, en un tono más suave también–. Ya la he invitado, y no sé qué decirle para que no venga. Y le he dicho que te iba a presentar. Además, es muy guapa. No sé qué más quieres.

–Que me dejes a mí encontrar la chica que me guste. Que dejes que tome mis propias decisiones.

–Está bien, ya sé que puedes tomar tus propias decisiones. Simplemente te quería presentar a una chica para facilitarte las cosas. Tú eres el que tienes que elegir.

–Gracias por ser tan comprensiva conmigo, mamá.

–De nada. Hasta mañana.

Nathan colgó el teléfono, se apoyó en el respaldo y sonrió. No tardó más que unos segundos en darse cuenta de que su madre se había salido otra vez con la suya. Se pasó la mano por el pelo y soltó una maldición. Ni siquiera podía poner a Margaret como excusa. La habían destinado a Walter. Le dio pena por ella y por él mismo.

Tenía que haber alguna forma de librarse de todo aquello. ¿Qué excusa podría ponerle a su madre? ¿Qué tenía que hacer para que dejara de buscarle novias?

Se quedó mirando el teléfono, pensó en llamar otra vez, pero abandonó la idea, porque no se le ocurría nada que decir. Había tratado de convencerla, pero de nada había servido.

Se miró el reloj. Eran las seis y media. Lo mejor sería irse a casa y tomarse una copa. A lo mejor relajándose se le ocurría algo. Alguna solución. Siempre lo conseguía.

Sintiéndose un poco mejor se puso la chaqueta y apagó las luces de su despacho.

A las siete y diez del viernes por la tarde, veinte minutos antes de que el señor Forrest tuviera que ir a buscarla, Meg estaba con el coche en el aparcamiento de Forrest Jewelry, preguntándose si no estaría cometiendo una locura.

Iba a pasar un fin de semana en compañía de gente que no conocía y con la que no tenía nada en común. ¿De qué hablaría esa gente? ¿De acciones? ¿De sus viajes a St. Moritz? Confiaba en que no sirvieran comida que ella no supiera cómo comer. ¿Y su ropa? ¿Llevaría la ropa adecuada para la ocasión?

Las preocupaciones que Meg tenía sobre todas esas cosas, nada eran comparada con la preocupación que tenía por su hija. Rezó para que no pasara nada en su ausencia.

Y por si sus preocupaciones no fueran pocas, a Vera y a Jay no les gustó mucho que trabajara el fin de semana. No lo entendían, y menos eso de irse a Bristol, hasta el punto de que estuvieron a punto de no quedarse con la niña.

Pero si tenía que elegir alguna preocupación por encima de las demás, elegiría al señor Forrest por tener que pasar con él tiempo en condiciones tan poco usuales. Por una razón, porque era su jefe y la autoridad siempre la ponía nerviosa. Aparte de que era una persona con carisma. Temía hacer cualquier estupidez.

Trató de pensar en otra cosa. Miró por la ventanilla y se dio cuenta de que los viernes por la tarde el aparcamiento se quedaba casi vacío y medio a oscuras. El sitio menos indicado para que una mujer sola se quedara esperando a alguien.

Pero ella había sido la culpable. Le había pedido al señor Forrest que salieran un poco más tarde, para poder cenar con Gracie. No es que ella hubiera comido mucho. Estaba tan nerviosa que casi no había ni podido beber agua.

El señor Forrest le había dicho que él la iba a recoger a casa pero ella se había negado. Podría enterarse de lo de Gracie. Así que le había convencido de que ella regresaría a la fábrica.

Todo aquello se lo había ganado a pulso. Le tenía que haber dicho la verdad desde el principio.

De pronto se retiró la mano de la boca. Se estaba mordiendo las uñas y se había hecho casi sangre. Tenía que tranquilizarse.

Pero casi le era imposible. De pronto apareció un coche deportivo por la puerta. Nunca antes había visto ese coche, pero sí al hombre que lo conducía.

Sacó las llaves del contacto, agarró su bolso y abrió la puerta. Salió del coche y esperó a que él llegara. Cuando lo hizo ya se sentía más tranquila.

–Buenas noches –le saludó, estirándose su chaqueta. Era el mismo traje de chaqueta que había llevado a trabajar. Se preguntó si no debería haberse cambiado de ropa. El señor Forrest lo había hecho y se había puesto ropa más informal.

–Hola –saludó él–. ¿Se ha traído alguna bolsa?

–Sí –abrió la puerta de atrás del Escort y sacó su bolsa de viaje. Cuando se dio la vuelta, se dio cuenta de que él la estaba mirando. Él retiró la mirada al instante. ¿Tan mal estaría?

Él tomó la bolsa de viaje y la metió en el maletero, al lado de la suya. Hasta ese momento, Meg no se dio cuenta de lo vieja que estaba.

Se metió en el coche y se acomodó en el asiento. Él se puso al volante y bajó el volumen de la radio.

–Parece que va a hacer buen tiempo este fin de semana –le dijo.

–Sí, eso he oído –se puso las manos en su regazo.

–Va a subir la temperatura…

–Sí, y no va a llover.

Los dos permanecieron en silencio. Ya habían hablado del tiempo, ¿Y ahora?

–Tiene un coche muy bonito.

El señor Forrest sonrió.

–Es un Studebaker Avanti de 1963.

–Lo siento, pero no entiendo nada de coches.

–No se preocupe. Casi nadie reconoce un Avanti. Es un clásico. Muchos diseñadores lo consideran una obra de arte. De hecho lo expusieron en el Louvre.

–Dios mío.

–Normalmente nunca lo saco salvo para ocasiones especiales, como ésta, que tengo que ir a casa de mis padres.

–Hablando de casa de sus padres y antes de que lleguemos allí quiero que sepa que no tiene que molestarse por mí. Preferiría no meterme en asuntos de amigos, ni familiares. De hecho, preferiría tener tiempo para mí sola. He traído un libro y estoy deseando leerlo. Así que, a menos que me necesite, no me importa que me deje sola.

–Ya veo que está deseando que pase pronto este fin de semana.

Meg se sonrojó. Estaba intentando pensar en alguna respuesta cuando él comentó:

–Le agradezco el sacrificio que está haciendo, Margaret.

–No importa, no me causa ningún problema –le respondió.

Él suspiró.

–A lo mejor sí –replicó él–. Anoche llamé a mi madre y me enteré de que ha amañado uno de esos encuentros que le comenté.

–Dios mío. Eso quiere decir que necesita que yo esté con usted todo el tiempo, ¿no? –Meg pensó que se iba a librar de esa obligación.

–Es peor que eso –Meg le escuchó tragar saliva y agarrarse fuerte al volante. ¡Nathan Forrest estaba nervioso! Nunca hubiera pensado que se pudiera inmutar–. Mi madre ha encontrado un arreglo también para usted. Quiere que conozca a mi primo Walter.

Meg giró la cabeza.

–¡No!

–Eso es lo que le he dicho yo, pero no me ha escuchado –se pasó una mano por la cara. Parecía cansado. Extraño, porque tampoco era un problema tan importante.

Avanzaron unos cuantos kilómetros en silencio. Estaban en la autopista que iba al sur. Hacía unos minutos que habían abandonado la ciudad.

–¿Y qué va a hacer? –le preguntó Meg. No le apetecía pasar el fin de semana con una persona que no conocía.

–Me he estado preguntando lo mismo las últimas veinticuatro horas. Y se me ha ocurrido de todo, desde decir que tenía una enfermedad contagiosa hasta que era homosexual.

Meg lo miró.

–¿Y no puede decírselo claramente a su madre?

Se echó a reír.

–Mi madre no atiende a razones –Meg no se podía imaginar qué tipo de mujer era la señora Forrest, para ponerle a su hijo en una situación tan ridículamente tortuosa.

–La única idea que se me ha ocurrido es una que usted tuvo ayer.

–¿Yo?

Asintió.

–Algo que comentó ayer.

Meg frunció el ceño y trató de recordar.

–Lo siento, pero no puede ser algo más especí…. –justo cuando iba a decir «específico» se acordó.

Con la mirada fija en la carretera le respondió.

–El sugerir que somos una pareja, que estamos saliendo juntos.

Meg abrió la boca, pero no pudo articular palabra. Se quedó sentada, inmóvil.

–Yo creo que es la única solución –dijo al cabo de un rato en que los dos guardaron silencio–. Si yo ya estoy con alguien…

Meg se quedó pensando su propuesta durante unos segundos, al cabo de los cuales movió en sentido negativo la cabeza.

–No creo que funcione.

–¿Por qué no? Mi madre desistiría si viese que ya estoy comprometido. Y resolvería su problema también. ¿O se ha olvidado de Walter?

–Pero nadie se lo va a creer.

–¿Por qué no?

Meg no se atrevía a responderle.

–Porque no soy su tipo.

–Bueno, no… –aunque era verdad, le dolía que él lo admitiera–. Pero si la presento como a alguien a quien estoy viendo, tendrían que aceptarlo. ¿Quién lo va a poner en duda delante de nosotros? –Meg comprobó cómo volvía a recuperar la confianza en sí mismo. Tan sólo había tenido que pasar el mal trago al principio. Pero una vez expuesta su idea, se sentía capaz de defender su postura.

–¿No cree que es actuar a la desesperada?

–Hay momentos que requieren actuar a la desesperada.

–Pero seguro que alguien se dará cuenta de que casi no nos conocemos. Nos preguntarán cosas que no podremos responder.

–Eso no es problema. Podemos decir que hace poco que salimos juntos –miró con esperanza a Meg–. ¿Qué piensa? ¿Le parece bien la idea?

–No. ¿Quién se supone que soy yo?

–Seguiría siendo una de mis secretarias. No hay por qué fingir en ese aspecto.

–Eso es tan absurdo que nadie se lo va a creer.

Nathan estiró la mano se la puso en el hombro y le dio un apretón cariñoso.

–Me doy cuenta de que su trabajo va a ser más difícil, así que naturalmente tendré que compensarle económicamente por su esfuerzo añadido –esperó a ver que respondía.

Ella picó en el anzuelo.

–¿Cuánto más?

Cuando él le dijo lo que le iba a pagar, casi se desmaya.

–¿Y bien Margaret?

Meg se estaba mordiendo las uñas, mientras se imaginaba lo que podía hacer con el dinero que podía ganar prestándose a aquel juego. Por Gracie podía hacer cualquier cosa.

–Está bien, lo intentaré.

–Muy bien –Nathan Forrest sonrió. Cada vez que sonreía estaba más atractivo–. En tal caso te sugeriría que dejaras de llamarme señor Forrest y empezaras a llamarme Nathan.

–A mí casi todos me llaman Meg.

–¿De verdad? ¿Y por qué no me lo dijiste antes?

–No me pareció importante.

–Meg –repitió él–. Sí, creo que es mejor.

Cuando llegaron a la casa, ya había anochecido. Sin embargo había suficiente luz artificial como para ver el sitio donde vivían. Había visto sitios bonitos, pero nunca había logrado entrar en ninguno.

–¿Esta es la «granja» de tu familia? –le preguntó.

–Sí. Beechcroft. Es una casa del siglo diecisiete –la miró como disculpándose–. Ya sé que puede parecer ostentosa, pero ya verás como es muy cómoda.

Nathan detuvo el coche frente a una cochera y apagó el motor.

–¿Preparada, Meg?

–No, pero cuanto antes empiece, antes terminaré.

–Así se habla.

La puerta de la calle se abrió antes incluso de que hubieran sacado las bolsas del maletero.

–¡Nathan! ¡Al fin estás aquí! –una mujer joven con pantalones vaqueros y una camisa rosa se agarró de su cuello y le dio un beso en la mejilla. Era una mujer alta, delgada y muy atractiva. Retrocedió unos pasos–. Y ésta debe ser Margaret. Hola. Yo soy la hermana de Nathan, Tina –sonrió y le ofreció la mano.

Meg habría sabido que era su hermana aunque no se lo hubiera dicho. Tenía el mismo pelo, el mismo color de ojos, la misma boca, aunque la de ella era más delicada y femenina.

–Encantada de conocerte, Tina –aliviada por encontrar a alguien en Beechcroft tan sencilla le dio un apretón de manos. Tina la miró y sonrió.

–Entrad, entrad –les dijo, abriendo el inmenso portalón para que pasaran.

Cuando entró, Meg trató de no abrir la boca de sorpresa al ver la descomunal lámpara de cristal que iluminaba el recibidor. El suelo era de mármol y en las paredes había pinturas originales. Unos ramos inmensos de flores adornaban las mesas auxiliares. Y la escalera era tan ancha que casi podían subir cinco a la vez.

–Mamá me ha dicho que quieres trabajar este fin de semana –le reprendió Tina a su hermano.

–Sí, no tengo más remedio –Nathan dejó las dos maletas al pie de las escaleras–. ¿Dónde están todos?

–Papá está jugando al billar con el abuelo. Keith está arriba refrescándose un poco. Acaba de llegar también. Y mamá está en la cocina volviendo a Lucy loca. Les dije que iba a estar pendiente de ver cuándo llegabais. ¿Por qué no dejáis las cosas en vuestras habitaciones? –les sugirió–. Volveré en dos minutos.

En cuando Tina se fue, Meg empezó a sentirse incómoda. Al ver que él evitaba mirarla, dedujo que debía sentirse de la misma manera.

La llevó hasta una habitación y cuando entraron le dijo:

–Siéntate, Meg –le indicó una silla Hepplewhite. Ella hizo lo que le dijo.

–¿Estás saliendo con alguien?

–¿Yo? No.

–Bien. No creo que nada de esto vaya a saberse, pero por si acaso, no me gustaría que viniera a visitarme algún novio ofendido.

–Eso no va a ocurrir.

Los dos se quedaron en silencio, sin saber bien cómo romper el hielo.

Al cabo de unos minutos ella preguntó:

–¿Qué es lo que tengo que hacer?

–Nada en especial. Actuar como se actúa cuando se empieza a salir con alguien.

Hacía tanto tiempo que no había salido con nadie, que casi no se acordaba.

–Siento mucho todo esto, Meg –le dijo Nathan–. Haré todo lo que esté en mi mano para que no sea tan mal trago.

–Gracias.

–Y te prometo que pase lo que pase, no va a influir en nuestra relación laboral.

–Por lo que a mí respecta, no va a cambiar mi actitud profesional.

–Me alegro. Veo que nos entendemos.

Se oyeron pasos en el recibidor. Nathan se levantó, la agarró de la mano y le dijo:

–Vamos.

El jefe necesita esposa

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