Читать книгу Cambio de vida - Sharon Kendrick - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеTODD Travers sacó una zapatilla de ballet de detrás de la tetera y masculló algo no muy agradable entre dientes. Pensó por un momento en tirarla al otro extremo de la brillante y espaciosa cocina, pero se resistió. Probablemente desaparecería para siempre en aquella ruidosa y caótica casa suya y podía imaginar muy bien el pánico consecuente.
–¿Es que nunca recogen nada estas chicas? –preguntó con una voz tan profunda y grave que la mayor parte de la gente que lo conocía por primera vez pensaba que era una actor de teatro en vez de un hombre de negocios con una de las carteras de clientes más respetadas de Londres.
Anna alzó la cabeza para mirar a su marido. Estaba sentada en el suelo limpiando tres pares de zapatos y le estaba empezando a doler el cuello. Mientas tanto, Todd había roto la costumbre de toda una vida y había llegado a casa pronto ese día. ¡Y todavía no le había dicho por qué!
Sus profundos ojos azules eran soñadores y distantes, pero los enfocó al instante con placer en la dura simetría de las facciones de su marido. Inconscientemente el corazón se le aceleró al deslizar la mirada sobre él antes de lanzar un suspiro.
Todd era uno de esos hombres que se podían describir como demasiado atractivos para su propio bien, aunque Anna no tenía quejas al respecto. Alto, atlético, un cuerpo fibroso y duro, con fuertes y musculosas piernas tenía la gracia natural de un deportista. Su espeso pelo negro era un poco rizado y cuando sonreía era como si saliera el sol.
De hecho, si alguien le preguntara a Anna que hiciera una lista con sus características menos atractivas, se hubiera quedado paralizada, pero también era cierto que ella era un caso perdido en lo referente a Todd y a veces tenía que darse un pellizco por si acaso todo su matrimonio resultaba ser un sueño.
Diez años y tres hijos no habían hecho nada por disipar el asombro que a veces sentía al pensar que estaba casada con un hombre tan guapo como Todd Travers.
–¿Hum? –musitó ausente posando con cuidado el cepillo embadurnado de betún en una hoja de papel–. ¿Qué estabas diciendo, cariño?
–Las chicas –repitió él con impaciencia–. Nunca dejan nada en su sitio, ¿no te parece?
Anna desvió la mirada hasta la cómoda francesa donde había colocado un retrato de sus trillizas a los diez años con sus rizos de color ceniza y sus oscuros ojos azules como los de su madre.
Era una fotografía muy halagadora tomada por uno de los mejores fotógrafos de Londres, que había admirado al instante el profesionalismo de las niñas. Pero tal profesionalismo no era sorprendente ya que Natalia, Natasha y Valentina Travers llevaban con éxito su carrera de modelos para publicidad y televisión desde hacía dos años.
Las tres chicas habían sido descubiertas por un director de casting cuyo hijo iba a la misma escuela que ellas en Kensington, la misma escuela a la que Anna había ido de pequeña. Las trillizas habían estado locas por participar en una campaña de supermercados para televisión, pero Anna y Todd habían tardado mucho en convencerse hasta estar seguros de que sus estudios no sufrirían menoscabo.
Desde entonces, las tres chicas habían trabajado en exclusiva para Premium Stores, una vasta cadena se supermercados extendida por toda Inglaterra. Aparecían regularmente en televisión y sus caras sonrientes, muy parecidas a las de Anna, estaban constantemente en los grandes paneles de anuncios por toda la nación. Y sus compañeros de colegio estaban muy celosos de ellas, porque, como Valentina misma había dicho: a nosotras nos pagan por comer galletas.
Ya eran todas unas veteranas, pensó Anna con una suave sonrisa al mirar sus caras expresivas.
–Ya sé que son un poco desordenadas.
Su marido frunció las oscuras cejas de ébano que enmarcaban unos ojos grises que en ese momento estaban más fríos que un cielo invernal.
–No es de sorprender –comentó con acidez.
Anna abrió mucho los ojos.
–Ah, sí. ¿Y por qué?
–Porque tú te pasas toda la vida corriendo detrás de ellas –la acusó con un gruñido.
–Todd, yo no…
–Anna, sí –se acercó a ella–. ¡Sabes que lo haces! ¡Insistes en hacerles todo! Como ahora, por ejemplo –la acusó mirando sombrío hacia los zapatos recién abrillantados–. ¿Por qué haces tanto por ellas?
–Porque soy su madre –contestó ella con calma.
–Otras madres tienen ayuda –señaló él.
–Otras madres tienen carreras. ¡Yo no puedo justificar dejar a mis hijas en manos de extraños cuando ni siquiera trabajo, Todd!
–No me gusta verte limpiándoles los zapatos –dijo él con obstinación–. Eso es todo.
Anna dejó de pensar acerca de si las chicas tendrían calcetines iguales limpios para la sesión fotográfica del día siguiente o si sacar la lasagna del congelador para la cena y prestó toda su atención a su marido. La curva de su boca se había convertido en una línea implacable. Tapó con cuidado la lata de betún.
–¿Estás enfadado por algo, Todd?
Sus ojos se encontraron.
–No querrás oírlo…
–¡Por supuesto que quiero! –murmuró ella con suavidad.
Con los profundos ojos azules cargados de curiosidad se incorporó y se apartó ausente un mechón de la frente.
El leve movimiento resaltó la lujuriosa curva de sus senos y Todd sintió una oleada de deseo bajo la piel aunque su mujer no estaba haciendo absolutamente nada por inflamarlo. Más bien al contrario.
Anna siempre se había vestido con mucho sentido práctico, un hábito que había adquirido al tener que cuidar a tres bebés a la vez y que nunca había perdido. Llevaba unas mallas que ya habían empezado a arrugarse por la rodilla y una camiseta roja de algodón bastante floja. Su pelo rubio ceniza estaba atado en una coleta con una cinta de terciopelo y no llevaba ni una gota de maquillaje.
Y si embargo…
–¿Por qué no me lo cuentas, Todd? –se levantó del todo y lo miró con gesto interrogativo–. ¿O quieres que te sirva una copa antes?
Él sacudió la cabeza antes de mirar su cara confiada y casi cambió de idea consciente de la bomba que estaba a punto de lanzar.
–No quiero una copa. Vamos al salón a sentarnos, ¿de acuerdo?
Anna asintió y le siguió. En el salón, él se acomodó al instante en uno de los grandes sofás verdes y suspiró.
Ella se deslizó en el otro extremo del sofá y le sonrió para animarle pensando que su marido, normalmente tan equilibrado, estaba de un humor muy irritable ese día. Aunque, ahora que se paraba a pensarlo, ¿no llevaba extrañamente distraído unas cuantas semanas? Y cada vez que le había preguntado qué le pasaba, había sacudido su cabeza morena con bastante impaciencia.
Anna estaba empezando a perder la paciencia; ella misma estaba demasiado ocupada para aquellos juegos de adivinación. Si pasaba algo malo, debería decírselo.
–Dime lo que te está preocupando, Todd.
Él vaciló eligiendo las palabras con mucho cuidado porque tenía la fuerte sospecha de que su esposa iba a poner muchas objeciones a lo que estaba a punto de decir.
–Cariño…
–¡Oh, por Dios bendito, Todd! ¡Suéltalo!
Él sonrió un instante porque era la única mujer en el mundo a la que permitiría que le hablara de aquella manera.
–Quizá sea hora de que pensemos en movernos…
Aquello era lo último que Anna había esperado oír. Si Todd le hubiera anunciado de repente que quería que se fueran los cinco al desierto de Arizona, no podía haber estado más sorprendida.
–¿Moverse?
Se sentó muy rígida en el sofá y le miró con desmayo.
Habían empezado su vida de casados en aquel apartamento de una mansión londinense, criado a sus trillizas entre sus amplias paredes y permanecido allí como una familia a pesar de los malos augurios de las pocas personas que los habían conocido desde el principio.
–¿Moverse? –repitió Anna con más debilidad esa vez.
Todd asintió.
–Exacto. No es una sugerencia tan rara, ¿no te parece, cariño? Mucha gente lo hace a menudo. Piensa en ello con sensatez.
Pero Anna había descubierto que pensar con sensatez era una cosa que se decía más fácilmente de lo que se hacía, sobre todo desde que se había convertido en madre. Porque en los diez años que habían pasado desde que habían nacido las trillizas, su cerebro se había hecho papilla por completo. Ella, que en el colegio era capaz de sumar una larga lista de números de memoria, se había visto reducida a contar con los dedos cuando las trillizas habían tenido invitados para merendar y había tenido que calcular el número de sandwiches.
Lo había achacado a la maternidad y a tener que recordar al menos veinte cosas al mismo tiempo, pero fuera cual fuera la causa, ya no se le daba bien pensar en un problema con lógica. Solía desistir cuando se sentía desbordada y así era exactamente como se sentía en ese momento.
También muy insegura.
Aquel apartamento era su nido y su refugio; había vivido allí desde que podía recordar, mucho antes de casarse con Todd. Y eran felices allí. Lo último que deseaba en el mundo era desarraigarlos a todos.
–Pero yo no quiero trasladarme a ningún sitio, Todd –le dijo a su marido con firmeza.
En la comisura de los labios de Todd se tensó un músculo de forma peligrosa.
–¡Pero no puedes rechazar una sugerencia de esa manera, Anna!
No. tenía razón. No podía. No si quería ganar con sus planteamientos. Porque Todd Travers era uno de esos irritantes hombres fríos y razonables que siempre tenían una respuesta para todo. Y si Anna rompía en ruidosas e histéricas lágrimas, que era lo que le apetecía en ese mismo momento, y anunciaba con pasión que no podría soportar irse, entonces Todd tiraría por tierra todos sus argumentos con el simple uso de la lógica.
Anna inspiró con fuerza.
–Pero Todd. ¿Por qué moverse? Quiero decir que somos felices aquí, ¿o no?
Él no contestó al instante. Anna notó que vacilaba por segunda vez y el silencio que llenó la habitación fue como una desagradable manta de humo.
Él sacudió la cabeza.
–Cariño, no es tan simple como eso.
Anna se puso rígida al notar el tono sombrío de su voz para sacar una conclusión inmediata de lo que su marido debía estar intentado decirle.
–¿Estás intentando decirme que hay otra persona? –preguntó temblorosa porque tenía el estómago en un puño.
Todd lanzó una carcajada.
–¡Oh, Anna!
–¡No me vengas con ese tono! –explotó ella tirándole un cojín por el alivio que sintió–. ¡Si hay otra mujer en tu vida, tengo el maldito derecho a saberlo todo, Todd Travers!
Todd apartó el cojín y se levantó y Anna se sintió horrorizada al encontrarse mirando sus muslos con lascivia. ¿Cómo era posible estar tan enfadada y saber al mismo tiempo que si el mismo hombre empezara a hacerle el amor no podría resistirse? Aunque no iba a hacerlo, por supuesto. No en el sofá a plena luz del día. Todd era un hombre que siempre había mantenido su formidable apetito sexual bajo control. ¡Haber tenido tres niñas a la vez lo había garantizado!
–No hay ninguna otra mujer –le aseguró con suavidad–. Como bien sabes. Simplemente no me interesan otras mujeres.
–¿De verdad? –preguntó ella levemente aplacada.
–Incluso aunque tuviera la energía… ¡Ah! –exclamó cuando un segundo cojín alcanzó el blanco–. Tienes muy buena puntería, señora Travers. Quizá deberías empezar a jugar al golf.
–Por favor, no intentes cambiar de tema, Todd –le advirtió con suavidad–. Y si no hay otra mujer, será mejor que empieces a explicar por qué no eres feliz.
–Eso lo estás poniendo tú en mi boca –la acusó en voz baja–. Yo no lo he dicho, ¿no crees?
Todd dio unos pasos para ponerse justo enfrente de ella, sin que el corte flojo de sus pantalones italianos pudiera ocultar la poderosa línea de sus muslos y Anna se sintió consumida de deseo.
–¿Puedo sentarme? –preguntó él indicando el sitio a su lado.
–¿Desde cuándo tienes que preguntarlo?
–Desde que has empezado a lanzarme esos cojines y has decidido mirarme como si fuera el mayor villano de la historia –respondió él con voz sedosa–. Bueno, ¿puedo?
–Haz lo que quieras –se encogió ella de hombros consciente de que no se estaba portando de forma muy adulta, pero muy aturdida al sospechar que no iba a gustarle nada lo que Todd iba a decirle.
Anna notó que se acomodaba su larga figura un poco separada de ella y agradeció el espacio físico entre ellos porque de repente era muy consciente de él. Y le estaban temblando las manos…
–Me has preguntado si éramos felices aquí –empezó él con el ceño fruncido.
–Y me has respondido con evasivas.
–Muy bien. Seré directo –se pasó la mano por las ya revueltas ondas de su pelo y la miró fijamente–. Por supuesto que he sido feliz aquí.
Anna notó que había utilizado el verbo en pasado.
–Bueno, ¿entonces?
–Y soy feliz ahora –corrigió él con suavidad–. Sólo que creo que podría ser más feliz.
–¿Y qué se supone que quiere decir eso?
Todd suspiró deseando haber pedido una copa después de todo. Había temido ese momento demasiado tiempo, pero no podía retrasarlo más.
–Sólo que hemos tenido mucha, mucha suerte, de eso soy consciente, Anna. Hemos vivido en un apartamento grande y cómodo…
–Que está situado exactamente en el centro de la capital –interrumpió ella.
–Como tú digas.
–No podríamos vivir más en el centro aunque quisiéramos, Todd.
–No, ya lo sé. Pero también tenemos tres hijas que están creciendo a toda velocidad. Muy pronto no les gustará compartir la misma habitación, por muy grande que sea.
Su mujer le miró con la boca abierta.
–¡Las trillizas no soportarían que las separaran! –discutió Anna al recordar las innumerables batallas que había tenido durante aquellos diez años–. ¡Si ni siquiera en vacaciones han querido dormir en habitaciones separadas!
–¿Se lo has preguntado últimamente?
Algo en su tono alertó a Anna de que habían tenido conversaciones en las que ella había estado excluida.
–No, pero supongo que tú sí, ¿verdad?
–He estado hablando con las niñas acerca de los estilos de vida en general –dijo él con desgana preguntándose por qué se sentía como un criminal.
–Pero es evidente que has decidido que yo no debía ser privada de esa discusión en particular. ¿O ha habido más de una?
Todd tamborileó los largos dedos en los brazos del sofá.
–No hagas que parezca que he cometido una felonía contra ti, Anna –la advirtió con suavidad–. Tú has tenido cientos de conversaciones con las chicas en las que yo no he estado presente.
Anna contuvo la tentación de decirle que una conversación acerca de si necesitaban ropa nueva o una reprimenda para que hicieran sus deberes no era lo mismo a hablar de cambiar de casa.
Le miró directamente a los tormentosos ojos grises, tan entrecerrados ahora que sólo era visible una línea de plata bajo las espesas pestañas.
–Bueno, ¿exactamente de qué habéis hablado? ¿Y cómo surgió el tema?
Todd decidió ser claro.
–Fue el día de tu cumpleaños, cuando yo las estaba cuidando, ¿te acuerdas?
¡Desde luego que se acordaba! Para su veintiocho cumpleaños, Todd le había regalado una sesión para el instituto de belleza más lujoso de Londres.
Para sus adentros, Anna había pensado que era un desperdicio para una mujer tan poco interesada por las apariencias como ella. Se había pasado el día mimada y zarandeada, sudado en una sauna antes de que le obligaran a meterse en una bañera de hielo. Después le habían dado masajes con untuosas cremas y le habían hecho la manicura de manos y pies antes de un almuerzo consistente en un plato entero de intragables plantas y había llegado a casa refrescada y rejuvenecida, pero con un enorme apetito.
–Así que simplemente salió el tema, ¿verdad? –preguntó Anna con sospecha–. ¿Así de sencillo? Las chicas de repente se volvieron hacia ti y dijeron: Papá, queremos cambiar de casa.
Todd no respondió, sólo permaneció allí sentado con estudiada expresión de paciencia.
–¿Y bien? –insistió Anna con sarcasmo ante la irritante expresión razonable de su cara. ¿Cómo se atrevía a ser tan razonable?–. ¿Es eso lo que pasó?
–¿Me vas a dar la oportunidad de contártelo? –preguntó él con frialdad–. ¿O vas a seguir actuando de forma melodramática?
–Creo que necesito una copa –dijo de repente Anna notando la cara de sorpresa de Todd.
Ella normalmente sólo tomaba alcohol en ocasiones especiales y un vaso de vino le podía durar toda una velada.
–Yo las serviré –dijo Todd al instante para escaparse a la cocina donde se ocupó en abrir una botella de vino y sacar los vasos del armario mientras decidía la mejor forma de continuar aquella discusión que no estaba saliendo como él había imaginado.
Anna se fijó en que había elegido una botella muy cara y frunció el ceño al ver la bandeja.
–Deben ser muy malas noticias –bromeó sombría cuando le pasó el vaso de vino.
Todd la ignoró hasta que se sentó a su lado, posó el vaso en la mesa y se dio la vuelta hacia ella.
–Es sólo que no paso tanto tiempo con las niñas como me gustaría, así que el día de tu cumpleaños les dije que podían hacer todo lo que quisieran, dentro de unos límites, claro está, como ocasión especial.
–Eso fue muy tierno por tu parte.
–Fue entonces cuando Tally me dijo con la voz más sombría imaginable, que le sería imposible hacer lo que realmente quería porque no se lo permitían.
–Eso tendrá algo que ver con los caballos, supongo –dijo Anna despacio al pensar en Natalia, la mayor de las trillizas, a la que le volvían loca los ponies.
Se gastaba todos sus ahorros en revistas de caballos y cada libro que leía era de algún tema ecuestre.
–Sí, eso era –aseguró Todd bastante sombrío–. Me preguntó sin rodeos por qué no le dejábamos tener un caballo propio.
–Porque sabe tan bien como yo que montar a caballo es muy peligroso –suspiró Anna–. Las tres son conscientes de que no pueden tomar parte en ningún deporte peligroso porque está firmado en su contrato. El director de casting les dijo que si se rompían un brazo o una pierna sería un desastre para su campaña.
–Lo que sería el fin del mundo, ¿verdad? –preguntó Todd despacio–. ¿Un desastre para la campaña?
El tono de burla de su voz hizo que Anna alzara la cabeza al instante y algo indefinible que leyó en sus ojos le hizo posar el vaso casi sin tocar en la mesa.
–¿Y qué se supone que quiere decir eso?
Todd la miró fijamente.
–Quiere decir todo, Anna –respondió él con suavidad–. Sólo me estaba preguntando si sería tan terrible que las niñas dejaran de trabajar para Premium Stores…
–¡Por supuesto que lo sería! ¡Sabes la suerte que tienen por tener ese contrato! Otras niñas, mucho más experimentadas que las nuestras, hubieran saltado de alegría ante esa oportunidad.
–Hablas como la típica madre de un niño artista –la reprendió él.
Anna se quedó helada de indignación y miedo porque Todd nunca había usado aquel tono tan desaprobador y horrible con ella.
–¡Eso no es justo y lo sabes! Yo nunca he buscado la fama para las niñas. ¡La fama las buscó a ellas! Lo hablamos con cuidado con ellas antes de dar el paso y tú lo sabes. Y los dos acordamos que siempre que no interfiriera con sus estudios podían seguir haciéndolo. Y no interfiere con el colegio, ¿verdad?
–Hasta ahora no –respondió Todd con cautela–. Pero…
–Y ellas ganan un montón de dinero por lo que hacen –insistió Anna con rapidez.
–Pero nosotros no estamos al límite de la pobreza, ¿verdad, cariño? –comentó con sequedad deslizando la mirada por la elegante habitación para fijarla en los altos techos y la cara lámpara de araña que brillaba como un millón de arco iris.
–De acuerdo –concedió ella encogiéndose de hombros–. ¡No lo están haciendo por dinero! ¡Lo hacen porque les encanta!
Todd frunció el ceño.
–Les encantaba. Creo que ya les gusta menos que cuando empezaron.
–¿De verdad? Eso debe ser algo más que te han contado a ti solo, ¿verdad?
Anna sabía que había hablado con malicia y celos, pero no pudo hacer nada para evitarlo.
Se sentía dolida, terriblemente dolida.
Ella había tenido a las trillizas cuando tenía todavía diecisiete años, casi una niña ella misma y había creído que su relación era muy íntima con ellas. Así que era algo así como un trauma descubrir que habían estado quejándose a su padre y la habían excluido por completo.
Todd observó la cara pálida y enfadada de su mujer y se preguntó por qué la discusión iba tan terriblemente mal. Lo último que deseaba era una pelea con Anna. Pensó en cómo las discusiones discurrían con suavidad en el trabajo y en casa parecían empañarse siempre de emoción y de falta de lógica.
Decidió intentarlo de nuevo.
–El día que estuviste fuera, las niñas y yo nos sentamos y tuvimos una larga conversación.
–Eso parece –fue su dura respuesta–. ¿Y de qué hablasteis exactamente?
Todd dio otro sorbo de vino mientras pensaba en como expresar mejor las quejas de su hijas acerca del estilo de vida que la mayoría de sus compañeros envidiaban.
–Les encantaba trabajar para Premium Stores –le dijo a Anna con una sonrisa que la dejó helada–. Como ellas mismas me dijeron, ¿cuántos niños podían quejarse de salir de la oscuridad a ser las estrellas de una campaña que encaja tan bien con su vida?
–¡Exacto! –respondió Anna triunfal–. Aparte de que han conocido a todo tipo de celebridades, han hecho el tipo de cosas que la mayoría de los niños sólo sueñan…
Se paró al recordar la memorable ocasión en que Tally, Tasha y Tina habían atacado a una estrella mundial del rock con un refresco gaseoso en el escenario para anunciar una nueva línea de refrescos. ¡La excitación en la escuela había tardado semanas en remitir!
–Nadie niega que ese trabajo les ha dado oportunidades que no hubieran tenido normalmente –la aplacó Todd–. Pero ya llevan dos años trabajando.
–Y Premium quiere que sigan trabajando indefinidamente con ellos –dijo Anna con obstinación.
Todd decidió que ya era hora de dejar de andarse por las ramas. Si su esposa se negaba a escucharle, la obligaría a hacerlo.
–Sí, ya sé que la compañía todavía las quiere, Anna. Pero el punto que no tienes en cuenta es que aunque ese contrato sea lucrativo y excitante, también es muy restrictivo.
–Es un contrato en exclusiva –defendió Anna–. Es por eso.
Todd sacudió la cabeza.
–No estoy hablando de la cláusula que impide que las niñas trabajen para nadie más, sino que es restrictivo en un sentido mucho más amplio. A Tasha le está yendo muy bien en el colegio…
–¡Ya lo sé! –exclamó Anna con orgullo–. ¡Y quieren que solicite una beca el año próximo!
–Pero si quiere solicitarla, tendrá que estudiar mucho más, ¿verdad? ¿Y de dónde va a sacar el tiempo con las exigencias de Premium?
–Podía intentar ver menos televisión, para empezar –repitió Anna las palabras de todas las madres del mundo.
Pero Todd sacudió la cabeza con vigor.
–Eso no es justo y tú lo sabes. Ella no ve demasiada televisión y tiene derecho a ver algo, ¿no crees? Si no puede disfrutar de nada de tiempo de ocio entre el colegio, estudiar y trabajar, vaya vida para una niña de diez años, ¿no te parece? Y mientras tanto, a Tally le impiden que monte a caballo por si se hace alguna lesión –continuó él de forma inexorable–. Y lo que es peor, ha ahorrado suficiente dinero como para poder comprarse su propio caballo, por lo que es mucho más frustrante para ella.
–¡Pero si vivimos en Knightsbridge! ¿Cómo diablos va a tener un caballo cuando no tenemos sitio? ¿Dónde piensas buscarle un establo? ¿Enfrente de Harrods?
–¡Exactamente! –bramó Todd–. Knightsbridge no es sitio para tener mascotas. No tenemos sitio para un caballo, pero tampoco para un perro –prosiguió como si hubiera estado siglos meditando sobre aquel asunto.
¿Lo habría estado?, se preguntó Anna. Y si era así, ¿por qué no se lo había dicho antes?
–Tampoco tenemos manzanos que se cubran de flores fragantes en primavera y de sabrosos frutos en otoño –dijo con la voz menos apasionada que ella le había escuchado nunca. No hay arroyos para que las niñas los vadeen antes de hacerse lo bastante mayores como para desdeñarlos –continuó con la mirada turbia–. Ni flores silvestres para que se hagan coronas para el pelo. No verán conejos saltando por los campos ni oirán a las lechuzas por las noches.
–¡Has estado leyendo demasiados libros sobre la vida en el campo! –bromeó Anna con una sonrisa nerviosa. Pero no obtuvo una sonrisa de respuesta de los labios cincelados de su marido–. Te has olvidado de mencionar el barro y quedar aislados cuando el tiempo se pone malo.
–Te olvidas de que me crié en el campo, Anna –la contradijo con suavidad–. Y aunque mis recuerdos puedan estar un poco teñidos de rosa, te puedo asegurar que soy muy consciente de las desventajas de vivir en la naturaleza.
Anna recordó como había empezado aquella conversación… con moverse. Había pensado que eso era bastante malo, pero de lo que Todd estaba hablando ahora era de un cambio radical de estilo de vida. Bueno, formaban una pareja. No podría obligarlas a las niñas y a ella a ir a vivir al campo si no querían hacerlo y desde luego, ¡ella no quería de ninguna manera!
Pero, ¿cómo convencer a Todd de aquello?
Anna estiró los brazos sobre la cabeza para ganar tiempo y al notar un músculo tensarse en la mandíbula de Todd, se le ocurrió una osada idea de cómo acabar con aquella discusión.
Estaba empezando a sentir pánico. Ella había pasado la mayor parte de su vida en aquel apartamento. Su padre había vendido la propiedad a Todd a un precio muy barato como regalo de bodas, porque siendo como era Todd, se había negado a aceptar la casa como un regalo. Ella no podía imaginar vivir en ningún otro sitio. ¡Ni quería vivir en ningún otro sitio!
Pensó en lo frenéticas que se estaban volviendo sus vidas últimamente. ¿Quizá no le hubiera prestado demasiada atención a su marido últimamente? Eso estaba contra lo que todas las revistas de mujeres advertían todo el tiempo. Las mujeres daban a sus maridos por supuestos. ¿Era por eso por lo que Todd parecía tan malhumorado esa tarde?
Y sin embargo, ella tenía un arma muy efectiva que podía convencer a Todd de su punto de vista, pero, ¿se atrevería a usarla?
Anna lanzó un suspiro susurrante para pasarse el dorso de la mano por la frente seca. Y de repente, el plan no le pareció tan estrafalario porque algo en la pose alerta del cuerpo de Todd le hizo desearle… Anna se aclaró la garganta y la voz le salió sin querer como un susurro lujurioso.
–Está haciendo un calor terrible aquí, ¿verdad?
Todd supo por el repentino temblor de su voz lo que su mujer deseaba y sintió su propio cuerpo despertar en respuesta en parte porque la deseaba mucho y en parte porque no era lo que hubieran hecho normalmente.
Ellos apenas habían ido nunca a la cama a media tarde; él estaba normalmente trabajando y cuando no lo estaba, solían tener a unas niñas curiosas alrededor. Anna era normalmente dulce y tímida con el sexo. Debía desear con locura quedarse en Londres para intentar seducirle a plena luz del día.
Pero prefirió no hacer caso de la cuestión de si hacer el amor iba a ser suficiente para tapar las grietas que habían surgido ese día en su relación. Porque en ese momento no le importaba particularmente. Anna había encendido el fuego, así que aceptara ella las consecuencias.
–Tienes calor, ¿verdad? –preguntó a propósito.
–Hum. Estoy ardiendo.
Con una calma que traicionaban sus dedos temblorosos, Anna se despojó de la camiseta de manga larga para revelar una de manga corta. No era una particularmente nueva ni ajustada, pero moldeaba las curvas de sus senos a la perfección y Anna notó que Todd estaba observando con obsesión sus movimientos.
–Ya está –susurró con una voz tan ronca que le sonó decadente incluso a ella misma.
El músculo de su mandíbula palpitó de forma compulsiva y Todd supo que estaba atrapado en los sedosos lazos del deseo sexual.
–Entonces, ¿por qué no te quitas algo más? –sugirió en un murmullo.
–¿Y por qué… por qué no lo haces tú? –contestó ella temblorosa perdiendo el valor.
Él no necesitó más ánimos. Se inclinó hacia adelante con los ojos turbios y la boca curvada de anticipación antes de deslizarla por los femeninos labios entreabiertos en una fugaz caricia. Entonces deslizó la mano por debajo de su camiseta para abarcar uno de sus senos de forma posesiva.
Anna cerró los ojos y lanzó un hambriento gemido de placer por lo inesperado de que su deseo lo sedujera y la gratificante respuesta de Todd la estaba excitando con locura.
–¿Dónde están las trillizas? –preguntó él.
–En actividades extra escolares –jadeó Anna–. Saskia las traerá hoy a casa.
–¿Y a qué hora vuelven? –preguntó él deslizando el dedo bajo el encaje para frotarle el pezón que se endureció bajo su caricia.
–Nos queda un… un poco menos de una hora –susurró Anna temblorosa intentando recordar la última vez que habían hecho el amor de aquella manera.
Años, comprendió con una sensación de hundimiento. Habían pasado años y años.
Ella tiró con impotencia de su camisa de seda e intentó desabrocharle la hebilla del cinturón con frenesí para notar que las manos de él estaban tan temblorosas como las de un colegial. Todd la deseaba tanto que apenas podía pensar con claridad y no podía recordar sentirse tan caliente en mucho, mucho tiempo…
¿Habrían añadido combustible al deseo sus palabras amargas?, se preguntó él. ¿Era eso lo que pasaba después de diez años de matrimonio, que uno necesitaba palabras ásperas para excitarse tanto como para perder la claridad de pensamiento?
–¡Oh, Todd! –gimió Anna con todos los poros de su cuerpo en fuego mientras deslizaba los dedos sinuosos por su torso–. ¡Por favor!
Pero las viejas costumbres desaparecen con dificultad y Todd sacudió la cabeza aunque le costó hasta el último ápice de control que poseía.
Habían pasado la mayor parte de sus diez años juntos con niñas alrededor y nunca habían hecho el amor con audiencia, ni siquiera cuando las trillizas eran bebés. Ninguno de los dos había creído que fuera correcto abandonarse al deseo sexual con infantes en la misma habitación. Como Todd había repetido muchas veces, los niños no motivaban precisamente para hacer el amor. Mientras que Anna se había preguntado siempre si no sería porque los niños solían ser la consecuencia de hacerlo.
Como los suyos…
–Aquí no –masculló él con el corazón desbocado al intentar resistirse a la atracción de los profundos ojos azules–. ¿Y si las niñas volvieran temprano?
–Entonces…
–Sss –la acalló él mientras se levantaba y se agachaba para levantarla a ella en brazos del sofá.
Sin ningún esfuerzo la llevó hasta la habitación medio resentido de que el fiero deseo que había despertado en él había tirado por tierra su discusión.
Pero la razón quedó momentáneamente oscurecida por el deseo y Todd decidió continuar la discusión con su mujer cuando lo hubiera satisfecho.
Mientras que Anna, que estaba casi febril ante la perspectiva de hacer el amor con su marido en mitad de la tarde, se aferró a él con fuerza cuando la tendió en la cama y empezó a despojarla de las mallas pensando que el asunto de moverse estaba ahora cerrado…