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Capítulo 2
ОглавлениеBAJO la suave luz del sol del atardecer, el pulso de Anna empezó a regularizarse y sonrió para sí misma mientras deslizaba un dedo por la cadera sudorosa de Todd.
–Hum –murmuró él en respuesta atrapándole la mano para guiarla a una parte de su anatomía mucho más íntima.
Anna contuvo el aliento al sentir a su marido endurecerse bajo sus dedos.
–¡Todd! –jadeó dejando la mano donde estaba para empezar a moverla despacio.
–¡Anna! –se burló él con un gemido de placer para incorporarse sobre el codo y bajar la vista hacia su cara sonrojada y el sedoso pelo rubio derramado sobre la almohada.
Todd alcanzó un mechón de oro y lo retorció entre los dedos con expresión distraída sabiendo que si ella continuaba haciendo lo que estaba haciendo…
Apretando los dientes con esfuerzo, Todd le apartó la mano.
–¡Oh! –protestó ella.
–¡Ahora no, cariño! –dijo con brusquedad aunque su cuerpo estaba gritando porque siguiera con la magia de aquellas caricias suaves como plumas–. ¿Cuánto nos queda para que no nos molesten?
Anna echó un vistazo al reloj de la mesilla.
–Un poco más de media hora –bostezó–. Ha sido muy rápido, ¿verdad?
–Hum… –él sonrió al recordarlo–. Pero lo has disfrutado a pesar de eso, ¿o no?
Anna se sonrojó, una costumbre que nunca perdía para vergüenza suya e inmenso placer de su marido.
–Ya sabes que sí –respondió en voz baja.
Pero sus pensamientos eran un mar de confusión. Había sido maravilloso, sí, pero había sido hacer el amor a diferente escala de la que ella estaba acostumbrada. Había sido frenético incluso antes de que llegaran a la habitación y Todd empezara a quitarle la ropa casi fuera de control, en oposición a su acostumbrada finura juguetona.
Anna se incorporó en la cama revuelta y la cascada dorada le cubrió los senos desnudos.
–Será mejor que me levante.
Él le posó una mano en el brazo.
–No, todavía no.
Ella se volvió hacia él con una sonrisa de delicia mezclada con exasperación.
–Pero cariño, acabas de decir que no teníamos tiempo…
El sacudió la cabeza.
–No para hacer el amor de nuevo, Anna –dijo con seriedad–. No me refería a eso. Quiero hablar.
–¿Hablar? –el ácido sabor del miedo le produjo un nudo en la garganta y para distraerse de la expresión decidida de los ojos de su marido, saltó de la cama y empezó a buscar las zapatillas–. ¿Hablar de qué, Todd?
–De lo que estábamos hablando antes de que empezaras a exhibir ese lascivo cuerpo ante mí. De trasladarnos –dijo mientras observaba cómo ella se ponía las bragas azules por los pálidos muslos y se preguntaba por qué nunca se ponía la extravagante lencería que él le había regalado cada vez que había ido de viaje.
–¡Pero yo creía que ya habíamos dicho todo lo que teníamos que decir al respecto! –objetó ella mientras se abrochaba el sujetador.
Todd sacudió la cabeza.
–¡Oh, no, cariño! –respondió con énfasis–. Creo que tú has dicho todo lo que tienes que decir, que no querías moverte.
–¡Ah! –le tembló la boca al oír que Todd pasaba por encima de sus objeciones–. O sea, que mi opinión no cuenta para nada, ¿verdad?
–Todd suspiró.
–¡Por supuesto que sí! De hecho, si no hubiera sido porque era tan patente que querías quedarte aquí, ya hubiera sacado el tema hace años.
–¡Y yo hubiera puesto las mismas objeciones que ahora!
Intentando otra vía, Todd se pasó las manos por detrás de la cabeza y esbozó una lenta sonrisa.
–¿Y qué haces exactamente en la ciudad que no puedas hacer en el campo?
Anna le miró especulativa. Ya estaba intentado la lógica de nuevo. Se preguntó si se daría cuenta de lo paternalista que sonaba.
–Ir al teatro –dijo al instante–. Y a conciertos. Además hay galerías y parques… ah, y tiendas especializadas.
–¿Y si viviéramos cerca de otra ciudad? ¿Qué te parecería? Así podrías hacer todas esas cosas.
–¿Pero para qué querríamos hacerlo? Estamos establecidos aquí, Todd. Ya sabes que lo estamos.
–Sí –concedió él–. Pero podemos establecernos en cualquier otro sitio –vio su muda expresión y decidió que sería mejor retroceder–. Oh, no estoy siendo ingenuo, cariño. Ya sé que no será fácil empaquetar nuestras cosas y…
–Entonces, ¿para qué hacerlo? –preguntó Anna enfadada porque Todd pareciera desear trastocar por completo su mundo.
–Por todos las razones de las que hemos hablado antes, más espacio y más calidad de vida para las trillizas…
–¿Pero no para mí?
–Para todos nosotros. En el fondo lo sabes, cariño.
En cualquier momento rompería a llorar.
Anna se puso bruscamente la camiseta y el pelo rubio se le aplastó contra el cráneo como una piel dorada antes de sacudirlo.
–¿Y qué es lo que ha traído de repente todo esto? ¿Sólo las quejas de Tally por no poder tener un caballo?
Su marido sacudió la cabeza.
–De ninguna manera. Eso ha sido una coincidencia.
–¿Entonces qué?
Todd se encogió de hombros.
–Porque necesitaba analizar a largo plazo mis negocios y he comprendido que ya no necesito seguir estando en Londres. Los sistemas de comunicación actuales te permiten trabajar casi desde cualquier sitio. Además, ya sabes lo que tardo en llegar al trabajo.
Anna asintió. En eso tenía razón. El tráfico era tan denso por las mañanas que Todd tenía que levantarse al despuntar el alba y a menudo no llegaba a casa hasta que ella estaba metiendo a las trillizas en la cama. A veces incluso más tarde. No le extrañaba que estuviera siempre tan cansado.
Y tampoco serviría de nada que le dijera que trabajara menos horas porque había ganado bastante dinero como para mantenerlas a todas durante varias vidas. Porque la ética de trabajo estaba profundamente enraizada en la naturaleza de Todd y el hábito de toda una vida era muy difícil de romper. Todd trabajaba duro porque era un hombre ambicioso y como muchos hombres ambiciosos, necesitaba trabajar duro. Las circunstancias de su juventud le habían conducido a eso.
–¿No podríamos llegar a algún compromiso? –sugirió irritada–. ¡Por Dios bendito, Todd! Ponte algo de ropa encima antes de que vuelvan las niñas.
Él sonrió deslizándose al borde de la cama para ponerse unos vaqueros y Anna descubrió que no podía apartar la vista de él. Era como un suntuoso festín del que no podía saciarse y los dedos le cosquilleaban de ganas de acariciar la bronceada piel satinada de su torso.
Todd alzó la vista de los botones de la camisa y esbozó una tierna sonrisa.
–Quieres que volvamos a esa cama otra vez, ¿verdad, Anna Travers?
Anna se sonrojó.
–No, no quiero.
Todd se levantó para acercarse a ella y le alzó la barbilla.
–No seas tímida, dulzura. Desde luego que no estabas nada tímida hace un momento. Me preguntaba qué te habría pasado hasta que comprendí que era yo.
–¡Todd! –Anna se mordió el labio al recordar la brusquedad con que él le había despojado de la ropa como un hombre encendido.
–No hay nada malo en admitir que todavía nos deseamos y nos necesitamos, ¿sabes? Y espero que nuestro deseo aumente con los años. Y esa es otra razón para moverse. Puede que aquí tengamos espacio, pero no tenemos muchas habitaciones. Y una habitación significa intimidad.
–¿No tenemos suficiente intimidad?
Él sacudió la cabeza con énfasis.
–¡Por Dios, Anna! Las niñas están en la habitación de al lado, así que, ¿qué supones que va a pasar cuando sean adolescentes y empiecen a comprender por qué mami está gimiendo tanto?
–¡Todd!
Anna se sonrojó con violencia.
–Y aparte de tener que guardar silencio, creo que nuestras posibilidades de hacer el amor de forma espontánea seguirán siendo infinitamente pequeñas, a menos que decidamos hacer algo al respecto.
Anna terminó de ponerse las mallas y se dio la vuelta hacia él.
–¿Y qué te ha pasado a ti de repente, Todd Travers? ¿Crees que otros hombres intentarían desarraigar a su esposa e hijas sólo para poder tener más sexo?
Él había sido tan tolerante y comprensivo como sabía, pero, en ese momento, se puso pálido de furia ante su insulto.
–¿O sea que crees que de eso se trata todo? –preguntó con voz peligrosamente baja –. ¿De sexo?
–No lo sé. Dime tú que otra cosa podría ser. ¿La crisis de los cuarenta? En cuyo caso, a los treinta y tres, ¿no eres un poco joven para sufrirla?
–¡Maldita sea! ¡Por supuesto que lo soy! –afirmó él con ardor–. Pero quizá tengas razón. Quizá sea algún tipo de crisis que simplemente tú no hayas tenido el tiempo o la inclinación de notar antes.
–Todd… –le cortó ella aturdida por la brutal mirada de rabia de su cara–. ¡No lo dices en serio!
–¿Que no? ¿Cómo sabes lo que quiero decir? Tú nunca escuchas si no es lo que quieres oír, ¿verdad? Y ya es hora de que me escuches, Anna Travers.
–Pues continúa entonces.
Todd inspiró con fuerza.
–¿No has sentido nunca que estamos metidos en una especie de ratonera?
–¿Ratonera?
–Sí.
Todd vio la mirada de asombro en su cara y suavizó la expresión para estirar una mano hacia ella. Pero Anna se zafó en el acto.
–Pensé que querías hablar –dijo ella con frialdad.
Él asintió. Tenía razón. El sexo ya los había distraído del asunto antes.
–Anna, tú te criaste en este apartamento –suspiró–. Hemos pasado toda nuestra vida de casados aquí. Hemos criado a nuestros tres bebés aquí y ahora nos estamos quedando sin espacio.
Sus palabras contenían una helada finalidad, como si aquella parcela de su vida se hubiera acabado y Anna sintió un escalofrío de aprensión por la espina dorsal. Tragó saliva para pasar el nudo que tenía en la garganta.
–Estoy escuchándote, Todd.
–Eso está bien.
Las lágrimas empezaron a asomarle a los ojos.
–Y tú estás admitiendo por primera vez lo que los dos ya sabíamos: que te atrapé en el matrimonio al quedarme embarazada. Si nunca me hubieras conocido, no te hubieras encontrado en esta «terrible» situación y hubieras podido seguir adelante y casarte con tu amada Elisabeta.
Los ojos grises se entrecerraron como dos cuchillas de acero.
–Por favor, no digas cosas de las que puedas arrepentirte después, Anna.
–En ese caso, será mejor que no diga nada de nada.
Todd abrió los labios para replicar, pero el sonoro timbre de la puerta anunció la llegada de las trillizas y decidió abandonar la discusión. De momento.
Cuando Anna iba a pasar por delante de él, hizo un intento conciliador de tomarla en sus brazos, pero ella se apartó todavía dolida por las implicaciones de lo que acababa de decirle.
–Sólo piensa en todo lo que te he dicho, Anna –dijo mientras el volumen del timbre iba en aumento–. Eso es lo único que te pido. ¿Lo harás por mí?
Puesto así, ¿cómo podía negarse?
Anna se atrevió a echar un rápido vistazo al espejo al pasar. ¡Estaba absolutamente horrible! Tenía el pelo revuelto y las mejillas sonrosadas. ¡Y ahora se daba cuenta de que se había puesto los pantalones al revés! Aunque no era probable que las niñas lo notaran. Agarró la goma y se recogió la coleta.
Todd abrió la puerta principal y apareció un torbellino de uniformes verdes y rizos rubios flotantes cuando las niñas entraron y empezaron a hablar con excitación todas a la vez como habían hecho siempre desde que habían aprendido a hablar.
–Mami, Hannah Phipps, la que escribe esos libros de caballos, va a visitar nuestro colegio después de Navidad y yo le voy a regalar un ramo de flores.
–Mami, me han dado el papel de la bruja malvada para la obra de teatro del verano y tengo que darte una lista de lo que necesito para el disfraz… ¡Pero la he perdido!
–Mami, hice un trabajo de latín extra, sólo por diversión y estaba todo bien y la señora McFadden está muy contenta conmigo.
–¡Eso es triste!
–No es triste. La señora McFadden dice que probablemente conseguiré la beca.
La boca de Anna se suavizó de orgullo amoroso al mirar a sus tres hijas idénticas de aspecto, pero tan diferentes de carácter. Habían heredado su piel pálida y pecosa y sus ojos de color azul cobalto, pero mientras que el pelo de Anna era liso, el de ellas era una masa de rizos incontrolables. Eran altas para su edad y tenían un cuerpo atlético como el de Todd.
–¡Hola, preciosas! –se iluminó al abrazar a cada una con fuerza por turno–. ¡Qué listas son mis niñas!
Natalia, Natasha y Valentina eran conocidas como Tally, Tasha y Tina. Tally y Tasha habían nacido al terminar el día trece de febrero, pero su hermana no se había unido a ellas hasta dos minutos después de media noche del día de San Valentín. Así que no le habían bautizado como Nerissa, el nombre que querían sus abuelos, pero todo el mundo que la conocía había decidido que Tina le iba mejor a su personalidad cariñosa de lo que le hubiera ido Nerissa.
–Papi, ¿Por qué has vuelto de trabajar tan pronto? –preguntó Tasha con curiosidad, sus inteligentes ojos deslizándose con interés de su padre a su madre.
–Digamos que he tomado la tarde libre –explicó vagamente Todd.
Anna hizo un esfuerzo por no sonreír y el enfado se le desvaneció por completo. Raramente, por no decir nunca, había visto a su marido sin palabras.
–Ah, ya entiendo. ¿Y por qué tienes la camisa al revés? –preguntó Tasha con inocencia.
–Eh… zumo y galletas para tres chicas agotadas de trabajar, ¿de acuerdo?
–¡Oh, sí, por favor, papá! –gritaron las tres al unísono.
–¿Y para ti cariño? –le preguntó a Anna.
Sus ojos se encontraron por encima de las tres cabezas rubias y la inconfundible determinación en la mirada de su marido le hizo a Anna temer que aquella conversación continuaría.
–Té, por favor –dijo con calma agradecida de ganar tiempo.
Todd se fue a la cocina mientras Anna acompañaba a sus hijas a la parte trasera y veía los regalos que le traían de sus clases de arte.
Y aunque se esforzó por no pensar en él, sus propias palabras la acosaban al comprender que por primera vez en su vida había tenido el valor de decir la verdad durante aquella disputa con Todd.
Nunca había pretendido hacerlo, pero los hechos eran los hechos y sí, había atrapado a Todd Travers en un matrimonio que él nunca había planeado…