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I
ОглавлениеCUANDO queremos formarnos una idea de la causación de un estado patológico como la histeria, emprendemos primero una investigación anamnésica, preguntando al enfermo a sus familiares a qué influencias patógenas atribuyen la emergencia de los síntomas neuróticos. Lo que así averiguamos surge, naturalmente, falseado por todos aquellos factores que suelen encubrir a un enfermo el conocimiento de su estado, o sea, por su falta de comprensión científica de las influencias etiológicas, por falsa conclusión de post hoc ergo propter hoc, y por el displacer de recordar determinados traumas y sucesos sexuales o de comunicarlos. Observamos, por tanto, en esta investigación anamnésica la conducta de no aceptar las opiniones del enfermo sin antes someterlas a un penetrante examen crítico, no consintiendo que los pacientes desvíen nuestra opinión científica sobre la etiología de la neurosis. Reconocemos, desde luego, la verdad de ciertos datos que retornan constantemente en las manifestaciones de los enfermos, tales como el de que su estado histérico es una prolongada consecuencia de una emoción pretérita; pero, por otro lado, hemos introducido en la etiología de la histeria un factor que el enfermo no menciona nunca y sólo a disgusto acepta: la disposición hereditaria. La escuela de Charcot, tan influyente en estas cuestiones, ve en la herencia la única causa verdadera de la histeria, y considera como meras causas ocasionales o «agentes provocadores» todos los demás factores dañosos, de tan diversa naturaleza e intensidad.
No se me negará que sería harto deseable la existencia de un segundo medio de llegar a la etiología de la histeria con mayor independencia de los datos del enfermo. Así, el dermatólogo puede reconocer la naturaleza luética de una lesión por sus características visibles y sin que le haga vacilar la oposición del paciente, que niega la existencia de una fuente de infección. Igualmente, el médico forense posee medios de precisar la cuasación de una herida sin tener que recurrir a la declaración del lesionado. Pues bien: en la histeria existe asimismo tal posibilidad de llegar al conocimiento de las causas etiológicas partiendo de los síntomas. Para esclarecer lo que este nuevo método es con respecto a la investigación anemnésica habitual, nos serviremos de una comparación basada en un progreso real alcanzado en un distinto sector científico.
Supongamos que un explorador llega a una comarca poco conocida, en la que despiertan su interés una ruinas consistentes en restos de muros y fragmentos de columnas y de lápidas con inscripciones borrosas e ilegibles. Puede contentarse con examinar la parte visible, interrogar a los habitantes, quizá semisalvajes, de las cercanías sobre las tradiciones referentes a la historia y la significación de aquellos restos monumentales, tomar nota de sus respuestas… y proseguir su viaje. Pero también puede hacer otra cosa: puede haber traído consigo útiles de trabajo, decidir a los indígenas a auxiliarle en su labor investigadora, atacar con ellos el campo en ruinas, practicar excavaciones y descubrir, partiendo de los restos visibles, la parte sepultada. Si el éxito corona sus esfuerzos, los descubrimientos se explicarán por sí mismos; los restos de muros se demostrarán pertenecientes al recinto de un palacio; por los fragmentos de columnas podrá reconstituirse un templo y las numerosas inscripciones halladas, bilingües en el caso más afortunado, descubrirán un alfabeto y un idioma, proporcionando su traducción insospechados datos sobre los sucesos pretéritos, en conmemoración de los cuales fueron erigidos tales monumentos. Saxa loquuntur.
Si queremos que los síntomas de un histeria nos revelen de un modo aproximadamente análogo la génesis de la enfermedad, habremos de tomar como punto de partida el importante descubrimiento de Breuer de que los síntomas de la histeria (con excepción de los estigmas) derivan su determinación de ciertos sucesos de efecto traumático vividos por el enfermo y reproducidos como símbolos mnémicos en la vida anímica del mismo. Ha de emplearse su método -u otro de naturaleza análoga- para dirigir retroactivamente la atención del sujeto desde el síntoma a la escena en la cual y por la cual surgió, y una vez establecida una relación entre ambos elementos, se consigue hacer desaparecer el síntoma, llevando a cabo en la reproducción de la escena traumática una rectificación póstuma del proceso psíquico en ella desarrollado.
No me propongo exponer aquí la complicada técnica de este método terapéutico ni los esclarecimientos psicológicos que su aplicación nos procura. Había de enlazar al descubrimiento de Breuer mi punto de partida, porque los análisis de este investigador parecen facilitarnos simultáneamente el acceso a las causas de la histeria. Sometiendo a este análisis series enteras de síntomas en numerosos sujetos, llegamos al conocimiento de una serie correlativa de escenas traumáticas en las cuales han entrado en acción las causas de la histeria. Habremos, pues, de esperar que el estudio de las escenas traumáticas nos descubra cuáles son las influencias que generan síntomas histéricos y en qué forma.
Esta esperanza ha de cumplirse necesariamente, puesto que los principios de Breuer se han demostrado exactos en un gran número de casos. Pero el camino que va desde los síntomas de la histeria a su etiología es más largo y menos directo de lo que podíamos figurarnos.
Ha de saberse, en efecto, que la referencia de un íntoma histérico a una escena traumática sólo trae consigo un progreso de nuestra comprensión etiológica cuando tal escena cumple dos condiciones esenciales. Ha de poseer adecuación determinante y fuerza traumática suficientes. Un ejemplo nos aclarará mejor que toda explicación estos conceptos. En un caso de vómitos histéricos creemos haber descubierto la cuasación del síntoma (excepto para un cierto residuo) cuando el análisis lo refiere a un suceso que hubo de provocar justificadamente en el paciente una intensa repugnancia; por ejemplo, en un accidente ferroviario, habremos de preguntarnos, insatisfechos, cómo un sobresalto puede producir precisamente vómitos. Falta aquí toda adecuación determinante. Otro caso de explicación insatisfactoria será, por ejemplo, la referencia de los vómitos al hecho de haber mordido el sujeto una fruta podrida. Los vómitos aparecen entonces determinados desde luego, por la repugnancia, pero no comprendemos que ésta haya podido ser tan poderosa como para eternizarse en un síntoma histérico. Falta en este caso la fuerza traumática.
Veamos ahora en qué proporción cumplen las escenas traumáticas descubiertas por el análisis de numerosos síntomas y casos histéricos las dos condiciones señaladas. Nos espera aquí un primer desengaño. Sucede, desde luego, algunas veces que la escena traumática en la que por vez primera surgió el síntoma posee, efectivamente, las dos cualidades de que precisamos para la comprensión del mismo: adecuación determinante y fuerza traumática. Pero lo más frecuente es tropezar con alguna de la tres posibilidades restantes, tan desfavorables para la comprensión del síntoma. La escena a la cual nos conduce el análisis, y en la que el síntoma apareció por primera ves, se nos muestra inadecuada para la determinación del síntoma, no ofreciendo su contenido relación alguna con la naturaleza del mismo. O bien el suceso, supuestamente traumático, ofrece dicha relación con el síntoma, pero se nos presenta como una impresión normalmente inofensiva y generalmente incapaz de tal efecto. O, por último, se trata de una «escena traumática» tan inocente como ajena al carácter del síntoma histérico analizado.
(Hacemos observar, accesoriamente, que la teoría de Breuer sobre la génesis de los síntomas histéricos no queda rebatida por el hallazgo de escenas traumáticas de contenido nimio. Supone Breuer, en efecto, siguiendo aquí a Charcot, que también un suceso insignificante puede constituir un trauma y desplegar fuerza determinante suficiente cuando el sujeto se encuentra en un estado psíquico especial, el llamado estado hipnoide. Por mi parte, opino que en muchas ocasiones carecemos de todo punto de apoyo para suponer la existencia de tal estado. Además, la teoría de los estados hipnoides no nos presta auxilio ninguno para resolver la dificultades que plantea la frecuencia con que las escenas traumáticas carecen de adecuación determinante).
Añádase ahora que a este primer desengaño que nos proporciona la práctica del método de Breuer viene a agregarse en seguida otro, especialmente doloroso para el médico. Cuando el análisis de un síntoma lo refiere a una escena traumática, carente de las condiciones antes señaladas, el efecto terapéutico es nulo. Fácilmente se comprenderá cuán grande se hace entonces para el médico la tentación de renunciar a proseguir una labor penosa.
Pero quizá una nueva idea pueda sacarnos de este atolladero y aportarnos valiosos resultados. Héla aquí: sabemos por Breuer que existe la posibilidad de resolver los síntomas histéricos cuando nos es dado hallar, partiendo de ellos, el camino que conduce al recuerdo de un suceso traumático. Ahora bien: si el recuerdo descubierto no responde a nuestras esperanza, deberemos, quizá, continuar avanzando por el mismo camino, pues quién sabe si detrás de la primera escena traumática no se esconderá el recuerdo de otra que satisfaga mejor nuestras aspiraciones, y cuya reproducción aporte un mayor efecto terapéutico, no habiendo sido la primeramente hallada sino un anillo de la concatenación asociativa. Y es también posible que esta interpolación de escenas innocuas, como transiciones necesarias, se repita varias veces en la reproducción, hasta que consigamos llegar, por fin, desde el síntoma histérico a la auténtica escena traumática, satisfactoria ya por todos conceptos, y tanto desde el punto de vista terapéutico como desde el analítico. Pues bien: estas hipótesis quedan totalmente confirmadas. Cuando la primera escena descubierta es insatisfactoria decimos al enfermo que tal suceso no explica nada, pero que detrás de él tiene que esconderse otro anterior más importante, y siguiendo la misma técnica le hacemos concentrar su atención sobre la cadena de asociaciones que enlaza ambos recuerdos: el hallado y el buscado. La continuación del análisis conduce siempre a la reproducción de nuevas escenas, que muestran ya los caracteres esperados. Así, tomando de nuevo como ejemplo el caso antes elegido de vómitos histéricos, que el análisis refirió primero al sobresalto sufrido por el enfermo en un accidente ferroviario, suceso desprovisto de toda adecuación determinante, y continuando la investigación analítica, descubriremos que dicho accidente despertó en el sujeto el recuerdo de otro anterior, del que fue mero espectador, pero en el que la vista de los cadáveres destrozados de las víctimas le inspiró horror y repugnancia. Resulta aquí como si la acción conjunta de ambas escenas hiciera posible el cumplimiento de nuestros postulados, aportando la primera, con el sobresalto, la fuerza traumática, y la segunda, por su contenido, el efecto determinante. El otro caso antes citado, en el que los vómitos fueron referidos por el análisis al hecho de haber mordido el sujeto una manzana podrida, quedará quizá completado por la ulterior labor analítica en el sentido de que la fruta podrida recordó al enfermo una ocasión en la que se hallaba recogiendo las manzanas caídas del árbol y tropezó con una carroña pestilente.
No he de volver ya más sobre estos ejemplos, pues he de confesar que no corresponden a mi experiencia real, sino que han sido inventados por mi, y probablemente mal inventados, pues yo mismo tengo por imposibles las soluciones de síntomas histéricos en ellos expuestas. Pero me veo obligado a fingir ejemplos por varias causas, una de las cuales puedo exponerla inmediatamente.
Los ejemplos verdaderos son todos muchísimo más complicados, y la exposición detallada de uno solo agotaría todo el espacio disponible. La cadena de asociaciones posee siempre más de dos elementos, y las escenas traumáticas no forman series simples, como las perlas de un collar, sino conjuntos ramificados, de estructura arbórea, pues en cada nuevo suceso actúan como recuerdos dos o más anteriores. En resumen: comunicar la solución de un único síntoma equivale a exponer un historial clínico completo.
En cambio, queremos hacer resaltar un principio que la labor analítica nos ha descubierto inesperadamente. Hemos comprobado que ningún síntoma histérico puede surgir de un solo suceso real, pues siempre coadyuva a la causación del síntoma el recuerdo de sucesos anteriores, asociativamente despertado. Si este principio se confirma, como yo creo, en todo caso y sin excepción alguna, tendremos en él la base de una teoría psicológica de la histeria.
Pudiera creerse que aquellos raros casos en los que el análisis refiere en seguida el síntoma a un a escena traumática de adecuación determinante y fuerza traumática suficientes, y con tal referencia lo suprime, como se nos relata en el historial clínico de Anna O., expuesto por Breuer, contradicen la validez general del principio antes desarrollado. Así parece, en efecto; mas por mi parte tengo poderosas razones para suponer que también en estos casos actúa una concatenación de recuerdos que va mucho más allá de la primera escena traumática, aunque la reproducción de esta última pueda producir por sí sola la supresión del síntoma.
A mi juicio, es algo muy sorprendente que sólo mediante la colaboración de recuerdos puedan surgir síntomas histéricos, sobre todo cuando se reflexiona que, según las manifestaciones de los enfermos, en el momento en que el síntoma hizo su primera aparición no tenían la menor consciencia de tales recuerdos. Hay aquí materia para muchas reflexiones, pero estos problemas no han de inducirnos por ahora a desviar nuestro punto de mira, orientado hacia la etiología de la histeria. Lo que habremos de preguntarnos será, más bien, adónde llegaremos siguiendo las concatenaciones de recuerdos asociados que el análisis nos descubre, hasta dónde alcanzan tales concatenaciones y si tienen en algún punto su fin natural, y habrán, quizá, de conducirnos a sucesos de cierta uniformidad, bien por su contenido, bien por su fecha en la vida del sujeto, de suerte que podamos ver en estos factores siempre uniformes la buscada etiología de la histeria.
Mi experiencia clínica me permite contestar ya a estas interrogaciones. Cuando partimos de un caso que ofrece varios síntomas, llegamos por medio del análisis, desde cada uno de ellos, a una serie de sucesos cuyos recuerdos se hallan asociativamente enlazados. Las diversas concatenaciones asociativas siguen, al principio, cursos retrógrados independientes; pero, como ya antes indicamos, presentan múltiples ramificaciones. Partiendo de una escena, concatenaciones simultáneamente dos o tres recuerdos, de los cuales surgen, a su vez, concatenaciones laterales, cuyos distintos elementos pueden también hallarse enlazados asociativamente con elementos de la cadena principal. Fórmase, de este modo, un esquema comparable al árbol genealógico de una familia cuyos miembros hubiesen contraído también enlaces entre sí.
Otras distintas complicaciones de la concatenación resultan de que una sola escena puede ser despertada varias veces en la misma cadena, presentando así múltiples relaciones con otra escena posterior y mostrando con ella un enlace directo y otro por elementos intermedios. En resumen: la conexión no es, en modo alguno simple, y el descubrimiento de las escenas en una sucesión cronológica inversa (circunstancia que justifica nuestra comparación con la excavación de un campo de ruinas) no coadyuva ciertamente a la rápida impresión del proceso.
La continuación del análisis nos aporta nuevas complicaciones. Las cadenas asociativas de los distintos síntomas comienzan a enlazarse entre sí. En determinado suceso de la cadena de recuerdos correspondiente, por ejemplo, a los vómitos, es despertado, a más de los elementos regresivos de estas escenas, un recuerdo perteneciente a otra distinta, que fundamenta otro síntoma diferente; por ejemplo, el dolor de cabeza. Tal suceso pertenece, así, a ambas series y constituye, por tanto, uno de los varios nudos existentes en todo análisis. Esta circunstancia tiene su correlación clínica en el hecho de que a partir de cierto momento surgen juntos los dos síntomas, en simbiosis, pero sin dependencia interior entre sí. Todavía más hacia atrás hallamos nudos de naturaleza diferente. Convergen en ellos las distintas cadenas asociativas y hallamos escenas de las cuales han partido dos o más síntomas. A uno de los detalles de la escena se ha enlazado la primera cadena, a otro la segunda, y así sucesivamente.
El resultado principal de esta consecuente prosecución del análisis consiste en descubrirnos que en todo caso, y cualquiera que sea el síntoma que tenemos como punto de partida, llegamos idefectiblemente al terreno de la vida sexual. Quedaría así descubierta una de las condiciones etiológicas de los síntomas histéricos. La experiencia hasta hoy adquirida me hace prever que precisamente esta afirmación, o por lo menos su validez general, ha de despertar vivas contradicciones. O, mejor dicho, la tendencia a la contradicción, pues nadie puede aún apoyar su oposición en investigaciones llevadas a cabo por igual procedimiento y que hayan proporcionado resultados distintos. Por mi parte, sólo he de observar que la acentuación del factor sexual en la etiología de la histeria no corresponde, desde luego, en mí, a una opinión preconcebida. Los dos investigadores que me iniciaron en el estudio de la histeria, Charcot y Breuer, se hallaban muy lejos de tal hipótesis e incluso sentían hacia ella cierta repulsión personal, de la que yo participé en un principio. Sólo laboriosas investigaciones, llevadas a cabo con la más extremada minuciosidad, han podido convertirme -y muy lentamente, por cierto- a la opinión que hoy sustento. Mi afirmación de que la etiología de la histeria ha de buscarse en la vida sexual se basa en la comprobación de tal hecho den dieciocho casos de histeria y con respecto a cada uno de los síntomas; comprobación robustecida, allí donde las circunstancias lo han permitido, por el éxito terapéutico alcanzado. Se me puede objetar, desde luego, que los análisis diecinueve y veinte demostrarán, quizá, la existencia de fuentes distintas para los síntomas histéricos, limitando a un 80 por 100 la amplitud de la etiología sexual. Ya lo veremos. Mas, por lo pronto, como los dieciocho casos citados son también todos los que hasta ahora he podido someter al análisis, y como nadie hubo de molestarse en elegirlos para favorecerme, no extrañará que no comparta aquella esperanza y esté, en cambio, dispuesto a ir más allá de la fuerza probatoria de mi actual experiencia. A ello me mueve, además, otro motivo de carácter meramente subjetivo hasta ahora. Al tratar de sintetizar mis observaciones en una tentativa de explicación de los mecanismos fisiológico y psicológico de la histeria se me ha impuesto la intervención de fuerzas sexuales motivacionales como una hipótesis indispensables.
Así, pues, una vez alcanzada la convergencia de las cadenas mnémicas llegamos al terreno sexual y a algunos pocos sucesos acaecidos, casi siempre, en un mismo período de la vida; esto es, en la pubertad. De estos sucesos hemos de extraer la etiología de la histeria y la comprensión de la génesis de los síntomas histéricos. Mas aquí nos espera un nuevo y más grave desengaño. Tales sucesos traumáticos aparentemente últimos, con tanto trabajo descubiertos y extraídos de la totalidad del material mnémico, son, desde luego, de carácter sexual y acaecieron en la pubertad del sujeto; pero fuera de estos caracteres comunes, presentan gran disparidad y valores muy diferentes. En algunos casos se trata, efectivamente, de sucesos que hemos de reconocer como intensos traumas; una tentativa de violación, que revela, de un golpe, a una muchacha aún inmadura toda la brutalidad del placer sexual; sorprender involuntariamente actos sexuales realizados por los padres, que descubren al sujeto algo insospechado y hiere sus sentimientos filiales y morales, etc. Otras veces se trata, en cambio, de sucesos nimios.
Una de mis pacientes mostraba como base de su neurosis el hecho de que un muchachito, amigo suyo, le había acariciado una vez tiernamente la mano y había apretado en otra, una de sus piernas contra las suyas, hallándose sentado junto a ella, mientras se revelaba en su expresión que estaba haciendo algo prohibido. En otra joven señora, la audición de una pregunta de doble sentido, que dejaba sospechar una contestación obscena, había bastado para provocar un primer ataque de angustia e iniciar con él la enfermedad. Tales resultados no son ciertamente favorables a una comprensión de la causación de los síntomas histéricos. Si lo que descubrimos como últimos traumas de la histeria son tanto sucesos graves como insignificantes y tanto sensaciones de contacto como impresiones visuales o auditivas, no s inclinaremos, quizá, a suponer que los histéricos son -por disposición hereditaria o por degeneración- seres especiales en los que el horror a la sexualidad, que en la pubertad desempeña normalmente cierto papel, aparece intensificado hasta lo patológico y subsiste duramente, o sea, en cierto modo personas que no pueden satisfacer psíquicamente las exigencias de la sexualidad. Pero esta interpretación deja inexplicable la histeria masculina, y aunque no pudiésemos oponerle una objeción tan grave, no habría de ser muy grande la tentación de satisfacernos con ella, pues de una franca impresión de incomprensividad, oscuridad e insuficiencia.
Por fortuna para nuestro esclarecimiento, algunos de los sucesos sexuales de la pubertad muestran una nueva insuficiencia que nos impulsa a seguir la labor analítica. Resulta, en efecto, que también tales sucesos carecen de adecuación determinante, aunque con mucha menor frecuencia que las escenas traumáticas de épocas posteriores. Así, las dos pacientes citadas antes como casos de sucesos de pubertad realmente nimios comenzaron a padecer, consiguientemente a tales, singulares sensaciones dolorosas en los genitales, que se constituyeron en síntoma principal de la neurosis, y cuya determinación no pudo derivarse de las escenas de la pubertad ni de otras posteriores, pero que no admitían ser incluidas entre las sensaciones orgánicas normales ni entre los signos de excitación sexual. Habíamos, pues, de decidirnos a buscar la determinación de estos síntomas en otras escenas anteriores, siguiendo de nuevo aquella idea salvadora que antes nos había conducido desde las primeras escenas traumáticas a las concatenaciones asociativas existentes detrás de ellas.
Ahora bien: obrando así, se llegaba a la primera infancia; esto es, a una edad anterior al desarrollo de la vida sexual, circunstancia a la cual parecía enlazarse una renuncia a la etiología sexual. Pero ¿no hay, acaso, derecho a suponer que tampoco a la infancia le faltan leves excitaciones sexuales y que quizá el ulterior desarrollo sexual es influido de un modo decisivo por sucesos infantiles? Aquellos daños que recaen sobre un órgano aún imperfecto y una función en vías de desarrollo suelen causar efectos más graves y duraderos que los sobrevenidos en edad más madura. Y quizá aquellas reacciones anormales a impresiones de orden sexual con las que nos sorprenden los histéricos en su pubertad tenga, en general, como base tales sucesos sexuales de la infancia, que habrían de ser, entonces, de naturaleza uniforme e importante. Llegaríamos así a la posibilidad de explicar como tempranamente adquirido aquello que hasta ahora achacamos a una predisposición, inexplicable, sin embargo, por la herencia. Y dado que los sucesos infantiles de contenido sexual sólo por medio de sus huellas mnémicas pueden manifestar una acción psíquica, tendríamos aquí un complemento de aquel resultado del análisis, según el cual sólo mediante la cooperación de los recuerdos pueden surgir síntomas histéricos.