Читать книгу Tramitando el pasado - Gonzalo Varela Petito, Silvia Dutrénit Bielous - Страница 5

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Introducción

Los crímenes saldrán a la luz,

aunque toda la tierra los sepulte.

Hamlet, I, 2.

Este libro tiene por objetivo estudiar el tema de la herencia —y las formas de reaccionar a ella— que, en cuestión de derechos humanos, los regímenes autoritarios de Argentina, Chile, México y Uruguay dejaron a los gobiernos que les sucedieron tras los respectivos procesos de transición a la democracia iniciados a partir de los años ochenta.

La selección de los casos es heterogénea, puesto que tres de ellos se refieren a países del Cono Sur que soportaron dictaduras militares muy represivas entre las décadas de 1970 y 1980, mientras que México mantuvo un gobierno civil constituido de larga data, cuya estructura política no se alteró sustancialmente sino hasta los años noventa, no obstante los serios cuestionamientos de que fue objeto desde décadas atrás.

Más allá de la caracterización que se hiciera del mexicano como un régimen autoritario típico, postulaba ser un Estado de derecho. E incluso no faltaron argumentos para señalar que el exceso de poderes concentrados en la Presidencia de la República —independientemente de los juicios negativos que suscitara en tiendas intelectuales u opositoras— era, en todo caso, un hecho autorizado por la carta constitucional.

En el aspecto ideológico la diferencia no fue menor, pues mientras las dictaduras sudamericanas adoptaron un lenguaje de extrema derecha que radicalizaba el discurso anticomunista de la guerra fría, el gobierno mexicano hacía suyas las consignas emanadas de la revolución de principios de siglo, buscando concentrar en un conjunto canónico de tonos acentuadamente retóricos las posiciones de distintos bandos revolucionarios que en realidad habían estado muy enfrentados, pero que se unificaban idealmente en la “Pax del PRI”.[1] Parte esencial de este enfoque lo ocupaban orientaciones sociales y de reivindicación de los intereses populares que hubieran sonado a herejía en la misma época en el Cono Sur. Sin embargo, el régimen priista atacaba en los foros de derechos humanos las prácticas violatorias de las dictaduras castrenses que, paradójicamente, permitía en su territorio, al tiempo que (doble paradoja), proporcionaba refugio a muchos perseguidos políticos de América del Sur.

Es claro, por tanto, que —en lo que tiene que ver con el arco temporal y con el objeto de estudio que se abordará en las páginas siguientes— tres aspectos de comparación, al menos, son pertinentes a los cuatro países mencionados.

En primer lugar, el objeto de estudio en sí, relacionado con la comisión de delitos especiales derivados de una política que —sin ironía— puede calificarse como de Estado, con la subsiguiente violación masiva de derechos humanos de ciertos grupos sociales en particular, que dejaría un lastre gravoso no subsanable por el simple supuesto (enunciado por un militar uruguayo) de que “a los vencedores no se les imponen condiciones”. Por el contrario, los hechos en evidencia tras investigaciones de instancias oficiales o de organizaciones independientes nacionales y extranjeras, generarían horror y desazón incluso en actores que al inicio los habían tácitamente aprobado o expresamente justificado. En todo caso, dejarían la impresión persistente de que, en un régimen democrático, en tanto no se pusieran en práctica medidas correctivas de investigación y, eventualmente, de ejercicio de la justicia, no sólo los afectados directamente o sus allegados no podrían estar en paz con la sociedad, sino que ésta tampoco podría estar en paz consigo misma y con sus conceptos de legalidad y justicia.

Pero la solución no era fácil de lograr, porque otros actores civiles y militares[2] que habían tramado o ejecutado los hechos, así como sus aliados incondicionales o circunstanciales, no sólo siguieron actuando muchas veces con fuerza en el escenario político, sino que además reivindicarían su participación en lo que juzgaban como una guerra justa librada a favor de la sociedad, de cuyos resultados supuestamente se beneficiaban incluso los sectores que los criticaban. Y no estaban desprovistos de defensas institucionales debido a que las estructuras de la impunidad distaban de quedar desmanteladas en el curso de las transiciones, y aun después.

En segundo lugar y conectado a lo anterior, inciden de forma central los procesos de transición a la democracia de los cuatro países. Éstos tuvieron semejanzas y diferencias, como se expondrá en los capítulos correspondientes. Mientras los regímenes sudamericanos verificaban (con sus altibajos) en el correr de las décadas mencionadas —y con variantes por país— una secuencia democracia-dictadura-democracia, en el caso mexicano se produjo un cambio gradual y negociado mediante reformas constitucionales y legales, que permitió el pasaje de un gobierno civil autoritario a otro civil, limitado y cuestionado por distintas razones (una de las cuales se aborda en este libro), pero que marcó un avance democrático, especialmente en materia electoral. De hecho la regularización de los comicios fue un factor común de cambio en los cuatro casos estudiados y no se puede negar que abrió el camino a una dinámica política distinta en cuyo marco fueron más viables —pese a los obstáculos subsistentes—, los reclamos de verdad y justicia de las víctimas o de los movimientos sociales más amplios que se identificaban con éstas.

En tercer lugar, si bien no es objeto de tratamiento en esta investigación, es necesario mencionar, aunque sea someramente, el papel de Estados Unidos en la política regional latinoamericana y, por tanto, en lo que le concierne a los derechos humanos. Podría decirse de la política de la gran potencia relativa a derechos humanos en la historia latinoamericana del último tercio del siglo xx, que fue similar a lo que describe el adagio español que habla del señor muy rico que primero creaba a los pobres para después ayudarlos. Sería una simplificación y una pérdida del conocimiento de la riqueza de los procesos nacionales regionales el reducirlos, como a menudo se hace en trabajos académicos o en la prensa crítica, a un resultado de los caprichos de las empresas y los gobiernos estadounidenses. Pero ello no hace olvidar, en contraparte, que dichos procesos están integrados a un sistema de relaciones políticas más amplio y de dimensiones transnacionales. Tanto en la difusión de los mecanismos represivos (cuya similitud, digamos “técnica”, es clara) como en las ulteriores presiones diplomáticas para que los regímenes autoritarios (incluido México) se democratizaran, hubo una participación abierta o encubierta del país del norte.

Originalmente, las infames técnicas de la guerra sucia moderna fueron inventadas por las tropas coloniales francesas, pero pronto pasaron a ser enseñanza no sólo de las escuelas militares latinoamericanas, sino también —y tal vez antes— de las academias castrenses de Estados Unidos (Robin, 2005; McClintock, 1992, respectivamente).[3] Por lo demás, en los informes de diplomáticos norteamericanos que se conocen respecto de la guerra sucia aplicada en los países estudiados, pueden encontrarse visiones más o menos objetivas de lo que estaba sucediendo pero, al menos en el caso de México, no censura moral ni recomendaciones a su gobierno para presionar por el fin de tales operaciones; aunque no se puede negar, en contraparte, que durante la presidencia de James Carter (1977-1981), sí hubo audiencia de la Casa Blanca para las denuncias de violaciones de derechos humanos e instrucciones a sus embajadores para que eventualmente se encargaran del tema.

El presente trabajo adopta un enfoque cronológico, necesario para entender el tema tratado. El punto nodal de observación son las decisiones que en el tránsito del autoritarismo a la democracia, e incluso después, fueron tomando los gobiernos en cuanto a los problemas de verdad y justicia relacionados con las abundantes violaciones de los derechos humanos producidas en el pasado. En tal sentido, las conductas de los gobiernos se caracterizan como políticas o estrategias, compuestas por actos que conforman decisiones, donde se equilibran tanto elementos éticos y jurídicos, como consideraciones de cálculo político y respuestas a presiones sociales. Es decir, el objeto de estudio puede circunscribirse a las políticas hacia el pasado, o sea cómo se tramitó el legado de violaciones a los derechos humanos en los regímenes postautoritarios.

Como se observará, dependiendo del país y de la época, hay distintos momentos de avance o de estancamiento en la pugna por la verdad y la justicia. Pero, no obstante las diferencias de tiempo, espacio, voluntades, instituciones y normas, hay indudables líneas de acción común, etapas y tendencias comparables. Junto a actores oficiales o semioficiales como presidentes, ministros, agentes de la justicia y partidos políticos, se verá también la presencia de actores de la sociedad civil tales como asociaciones de víctimas y familiares, ONG, y la acción de intelectuales, expertos y periodistas.

En el primer capítulo se proporciona al lector un resumen histórico de los antecedentes que llevaron a la constitución de los regímenes autoritarios y a la comisión de los delitos de lesa humanidad por funcionarios de los mismos, lo que dio origen al problema de política pública que se estudia. En el segundo capítulo —que a diferencia de los restantes adopta una visión relativamente más abstracta—, se hace un examen del tipo específico de delitos cometidos y de sus consecuencias jurídicas, mostrando el paralelismo de estos aspectos entre los eventos ocurridos en los cuatro países comprendidos. Los capítulos tres y cuatro retornan al estilo analítico y narrativo para mostrar los eventos en el Cono Sur, ubicando dos etapas definidas como de avance y freno en la búsqueda de verdad y, en algunos casos, cierta reactivación o redireccionamiento de las políticas hacia el pasado, así como de los intentos de hacer justicia. Se ha optado por excluir el tratamiento del caso mexicano en estos dos capítulos, debido a las peculiaridades de sus variables específicas que dificultan una comparación estrecha con los países del Cono Sur. El examen de los sucesos en México se aborda en el capítulo cinco, cuya extensión y reconstrucción de hechos, demandas y decisiones se justifica por el intento de comprender un ejemplo menos estudiado, que no acostumbra ponerse a la par de las dictaduras sureñas; si bien en lo tocante a guerra sucia y violaciones de derechos humanos guarda un récord con relativa y lamentable aproximación. En el capítulo seis se elabora una visión abarcadora de los cuatro países, con el fin de contribuir a una comprensión global del fenómeno investigado, que partiendo de la información sobre casos nacionales permita trascenderlos en una reflexión regional de más largo alcance sobre la suerte de las estructuras de la impunidad. Finalmente, las conclusiones cierran con una síntesis y valoración de conjunto que permite al lector conservar algunas de las ideas madre que han guiado el trabajo, proponiendo cuestionamientos sobre los efectos recurrentes de un pasado que retorna.

La investigación sobre la que se basa este libro se desarrolló en el ámbito académico de las instituciones a las que están adscritos los autores (Instituto Mora y Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco) y en el marco de sus respectivos proyectos, pero también en un espacio más amplio de convergencia internacional como lo fue el Grupo de Historia Reciente de Clacso. Sin duda, este resultado se alcanzó por el apoyo en distintos momentos de estudiantes y jóvenes investigadores. Cabe entonces expresar un sincero agradecimiento a Berenice González y Camilo Vicente (en los aspectos referidos a la Operación Cóndor y a algunos acontecimientos en el Cono Sur, respectivamente), así como a Libertad Argüello y Ricardo Buenaventura Quiroz (en el trabajo relativo al caso mexicano). Se hace un reconocimiento también a los dictaminadores, quienes con sus recomendaciones hicieron posible mejorar el texto; por supuesto, los autores asumen la responsabilidad del contenido.

[1] Por la sigla del partido hegemónico, el Partido Revolucionario Institucional.

[2] Independientemente de que el régimen fuera civil o militar, de acuerdo a las fuerzas que controlaran las instituciones, las campañas represivas se llevaron siempre con colaboración y complicidad de actores civiles y castrenses.

[3] Hay otro antecedente más ominoso: el de las tropas alemanas que, al invadir la Unión Soviética en 1941, inauguraron un nuevo tipo de guerra de comandos basada en la criminalización de la población civil (Fest, 2005). El mismo Fest señala que este giro tenía que ver con algo así como una “tercera” guerra mundial guiada por motivos ideológicos que cambiaba la lógica bélica que hasta entonces había imperado en Europa.

Tramitando el pasado

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