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III. El infierno

El convoy se detuvo en plena noche. Ya antes de que se abrieran las puertas, fuimos acosados por los gritos de los SS y los ladridos de los perros. Luego les siguieron los reflectores enceguecedores, la rampa de llegada. Toda la escena parecía irreal. Nos arrancaban del horror del viaje para arrojarnos de lleno en una pesadilla absoluta. Estábamos al final del periplo, en el campo de Auschwitz-Birkenau.

Los nazis no dejaban nada librado al azar. Fuimos recibidos por presidiarios que identificamos inmediatamente como deportados franceses. Estaban parados en el andén y repetían: “Dejen su equipaje dentro de los vagones, hagan una fila, avancen.”

Después de unos segundos de vacilación, todo el mundo reaccionaba. Algunas mujeres se quedaron con su cartera sin que nadie se opusiera. Rápido, rápido, había que hacer todo rápido. De repente, una voz desconocida me dijo al oído: “¿Cuántos años tienes?” A mi respuesta, dieciséis y medio, le siguió una consigna: “Sobre todo, tienes que decir que tienes dieciocho.” Luego, al preguntarles a varias compañeras tan jóvenes como yo, me enteré de que se habían salvado por haber seguido el mismo consejo murmurado en su oído: “Di que tienes dieciocho años”. La fila había llegado hasta donde estaban los SS, que hacían la selección con la misma rapidez. Algunos decían: “Si están cansados, si no tienen ganas de caminar, súbanse a los camiones.” Les respondimos: “No, preferimos mover un poco las piernas.” Muchas personas aceptaron lo que creyeron un signo de amabilidad, sobre todo las mujeres con niños pequeños. Los camiones arrancaban cuando se llenaban. Cuando un SS me preguntó mi edad le respondí espontáneamente: “Dieciocho años.” Así, las tres evitamos ser separadas y nos quedamos juntas en la fila de mujeres. Aunque había sido operada poco tiempo antes de la vesícula biliar y tenía secuelas de esa intervención, mamá, por entonces de cuarenta y cuatro años, conservaba un aspecto joven. Era bella y poseía una gran dignidad. Milou tenía veintiuno.

Caminamos con las otras mujeres, las de la “buena fila”, hasta una construcción alejada, de hormigón, donde había una sola ventana, y donde nos esperaban las “kapos” (14), unas bestias, aunque se trataba de deportadas como nosotras y no de SS. Gritaban las órdenes con tanta agresividad, que inmediatamente nos preguntamos: “¿Qué es lo que ocurre aquí?” Nos apuraban sin ninguna consideración: “Entreguen todo lo que tienen porque de todas maneras no van a poder conservar nada.” Dimos todo: joyas, relojes, alianzas. Con nosotras se encontraba una amiga de Niza, detenida el mismo día que yo. Ella había guardado un frasco de perfume Lanvin. Me dijo: “Nos lo van a sacar. Yo, mi perfume, no lo quiero dar”. Entonces, tres o cuatro chicas nos rociamos de perfume; nuestro último gesto de adolescentes coquetas.

Después de esto: nada, durante horas, ni una sola palabra, ni un solo movimiento hasta el final de la noche, todas amontonadas en el edificio. Las que habían sido separadas de los suyos empezaban a preocuparse y se preguntaban dónde estarían sus padres o sus hijos. No entendíamos; no podíamos entender. Lo que estaba ocurriendo a unas decenas de metros de nosotras era tan irreal que nuestra mente no era capaz de admitirlo. Afuera, la chimenea de los crematorios humeaba sin cesar. Un olor espantoso se propagaba por todos lados.

Esa noche no dormimos. Nos quedamos sentadas en el suelo, en una espera cada vez más angustiosa frente a lo que podía llegar a ocurrirnos. Algunas trataban de dormir en el suelo, como fuese, aunque de todas maneras no podían. Pasaron así unas tres o cuatro horas. Cada tanto, una kapo se paraba en alguna esquina de la habitación y se ponía a gritar o amenazaba a alguna de nosotras con su látigo: hablábamos demasiado fuerte, nos movíamos demasiado, o yo qué sé que otras cosas. Se habían formado pequeños grupos, las chicas más jóvenes de un lado, las más grandes del otro, y todas hablaban en voz baja construyendo hipótesis sobre un destino del que ignorábamos todo. Luego las kapos nos hicieron levantar y poner en fila, por orden alfabético, y pasamos una después de la otra delante de deportados que nos tatuaron. Inmediatamente pensé que lo que nos estaba ocurriendo era irreversible: “No saldremos nunca de aquí. No hay ninguna esperanza. Ya no somos seres humanos, somos solamente ganado. Un tatuaje no se borra”. Era verdaderamente siniestro. A partir de ese momento, cada una de nosotras se volvió un simple número, escrito en su carne; un número que hubo que aprender de memoria, ya que habíamos perdido cualquier tipo de identidad. En los registros del campo, cada mujer figuraba al lado de su número, ¡con el nombre Sarah!

Luego pasamos al sauna. Los alemanes estaban obsesionados con los microbios. Todo lo que viniese del exterior era sospechoso para ellos; la locura de la pureza los perseguía. Poco les importaba que, más tarde, aquellas de nosotras que no morían trabajando sobreviviesen entre gusanos y en condiciones de higiene espantosas. Al llegar había que desinfectarse sí o sí. Entonces nos tuvimos que desvestir antes de pasar debajo de duchas alternativamente frías y calientes, y luego, todavía desnudas, nos pusieron en una gran habitación con gradas, en lo que era en realidad casi una especie de sauna. La sesión parecía no tener fin. Las madres que se encontraban ahí tenían que soportar por primera vez la mirada de sus hijas frente a su desnudez. Era muy vergonzante. Y el voyeurismo de las kapos, insoportable. Se acercaban a nosotras y nos palpaban como si fuésemos carne en exposición. Nos escudriñaban como a esclavas. Yo sentía sus miradas sobre mí. Era joven, morena, tenía buena salud: en pocas palabras, era carne fresca. Una chica de dieciséis años y medio, que llegaba desde un lugar soleado, todo eso excitaba a las kapos y provocaba comentarios. Desde entonces, yo no tolero una cierta promiscuidad física.

Después de eso, pasamos a otra habitación donde nos arrojaron ropa de cualquier tipo, sacos rotos, zapatos de pares diferentes, ninguno de nuestra talla. El pretexto para no devolvernos nuestra vestimenta respondía a la misma obsesión de limpieza: no había sido desinfectada.

La que nos daban, supuestamente limpios, estaban llenos de piojos. En sólo algunas horas, habíamos perdido todo lo que hacía que cada una fuese lo que era. La única humillación a la que no fuimos sometidas fue que nos rapasen la cabeza. La regla, en Auschwitz-Birkenau, era que todas las mujeres fuesen completamente rapadas al llegar, lo que contribuía a desmoralizarlas. Cuando les crecía el pelo, los kapos las pelaban nuevamente. Para conservar algo de elegancia, la mayoría se ataba un pañuelo en la cabeza. Nunca supimos por qué recibimos esta exención, que de ninguna manera pudo ser fruto del azar: éste no tenía lugar en la vida del campo. Algunos se imaginaron que la Cruz Roja había anunciado una visita. Nunca nos lo confirmaron y, por supuesto, nadie vio nunca al más mínimo inspector de la Cruz Roja en Auschwitz. Sesenta años más tarde, cuando pienso en la constancia con la que la Cruz Roja internacional se desvivió para legitimar su comportamiento en esa época, me quedo..., por lo menos, perpleja.

Igual que esta cuestión del pelo, en el campo podían ocurrir algunas otras cosas completamente incoherentes. No tardamos en descubrirlas. Por ejemplo, cuando más tarde tuvimos la oportunidad de trabajar las tres en un pequeño comando donde las condiciones de vida eran menos duras, mamá se enfermó gravemente. Ya no podía trabajar. El SS que nos vigilaba hizo la vista gorda y logró que no la revisaran en una inspección que un suboficial realizó en el comando. Poco después, una joven polaca, un poco mayor que yo, tuvo una septicemia. Un SS fue a buscar sulfamidas al pueblo de Auschwitz para curarla y la joven mejoró. Así transcurría nuestra existencia, en una incoherencia kafkiana. ¿Por qué esto, por qué aquello? No lo sabíamos. ¿Por qué las mujeres embarazadas tenían un régimen alimenticio preferencial, pero en general eran gaseadas después de dar a luz, mientras que los recién nacidos eran asesinados de manera sistemática? Recientemente, un ex deportado rememoró un detalle que me dejó atónita. Por aplicación de las normas alemanas, muy estrictas en materia de prevención de enfermedades, los detenidos que realizaban trabajos de pintura tenían derecho a una ración cotidiana de leche, aunque fueran a ser asesinados al día siguiente.

El inmenso recinto de Birkenau abarcaba, además del campo principal, un campo de cuarentena reservado para los recién llegados por un período limitado, que se caracterizaba ya como un tipo de detención brutal aunque allí fuese más fácil escapar al trabajo. En la primavera de 1944, las autoridades del campo decidieron prolongar la rampa de llegada de los convoyes para que estuviese más cerca de las cámaras de gas. Como la mano de obra del campo principal era insuficiente, la mayoría de los deportados en cuarentena, de los que formábamos parte, fuimos reclutados para esta prolongación que permitiría acelerar el despacho de los convoyes. Cargábamos piedras y hacíamos tareas de excavación. Pero, como no pertenecíamos a tal o cual comando, a veces lográbamos escondernos durante el llamado matinal. Nuestra actitud irritaba a las más adultas, que no se animaban a desobedecer las órdenes y que temían las represalias de los SS.

Entre nosotras, sólo algunas habían sido dispensadas del trabajo. Las bailarinas, por ejemplo, eran destinadas a entretener a la jefa SS del campo, que apreciaba la danza. Los músicos se beneficiaban en general con el mismo privilegio. En mi convoy había una joven bailarina que supo aprovechar ese status. Incluso logró que su madre se quedara con ella. Las dos sobrevivieron. Apenas entramos al campo, nos encontramos con la misma ruptura generacional que existía afuera. Para las más grandes, las jóvenes actuaban de manera irresponsable y como descerebradas. Los días en que nos quedábamos en la unidad porque no teníamos que trabajar, nuestras charlas reflejaban esa distancia. Las chicas jóvenes hablaban de manera interminable sobre sus amores, lo que provocaba la risa de las adolescentes. Yo me había hecho rápidamente dos amigas: Marcelline Loridan, que formaba parte de mi mismo convoy, una chica despierta, alegre, dieciocho meses más joven que yo, y Ginette, que tenía mi misma edad. Ninguna de las tres había tenido novio. Por eso, cuando las otras se ponían a hablar de sus asuntos del corazón, nosotras mirábamos hacia otro lado en desaprobación. Ellas nos repetían todo el tiempo: “¡Ah, ustedes no saben nada de la vida! ¡No saben lo que se pierden!” Para quedar bien teníamos que soportar, además, las lecciones de moral de las mayores: “Tienen que comer lo que sea porque si no se van a enfermar.” Algunas tenían la edad de mamá, pero ella nunca actuaba así. Estaba muy lejos de importunar a las chicas de mi edad que, por el contrario, la adoraban. Hoy en día, Marcelline u otras de mis camaradas, las últimas que llegaron a conocerla en el campo, la recuerdan siempre con muchísimo cariño. Ellas hablan de su dulzura, de su dignidad, de su afecto. Es verdad que con los meses mamá se había convertido en protectora y consuelo de todas esas chicas, la mayoría de las cuales, no tenía a su madre desde hacía mucho tiempo o la había perdido en las primeras semanas de la deportación. Meses más tarde, en enero de 1945, cuando nos anunciaron que partíamos del campo hacia un destino desconocido y junto a otros miles de deportados tuvimos que soportar esa terrible marcha de la muerte, fue nuevamente ella la que supo reconfortar a todos: “No se preocupen, hasta ahora siempre pudimos arreglarnos. No hay que perder el coraje”.

Al principio, nuestra unidad estaba compuesta casi exclusivamente por francesas. Poco a poco, según los comandos a los que éramos destinadas, hubo algunos cambios pero permanecimos mayoritariamente entre francesas. La vigilancia y el control estaban en manos de las que eran conocidas como las stubova, judías deportadas como nosotras, en general polacas. Los malos tratos seguían siendo el privilegio de los SS, pero estas chicas no dejaban por eso de distribuir bofetadas y golpes. Durante el tiempo que duró mi detención fueron bastante gentiles conmigo, como lo eran en general con las más jóvenes. Pero ahí nos enfrentábamos a otro problema: había que desconfiar cuando se volvían demasiado amistosas. Aunque la mayoría de nosotras éramos muy ingenuas e inocentes, estábamos lo suficientemente alerta. Sabíamos que si una kapo te ofrecía una tostada con manteca y azúcar, no tardaría mucho en decirte: “¡Ah! ¿No sería bueno que durmiésemos aquí juntas?” Había que tener el coraje de responderle: “Gracias, estoy bien, no tengo sueño.” Esta ambigüedad sexual era una constante en su acercamiento con las mujeres más jóvenes. Aun hoy basta recordar estas situaciones para que los ex deportados se escandalicen. Se olvidan de que muchos jóvenes sobrevivieron gracias a este tipo de protección, haya habido contrapartida o no. En cuanto a mí, me niego a emitir cualquier juicio sobre esto.

Pese a todo, nos terminamos acostumbrando al ambiente siniestro que reinaba en el campo, a la pestilencia de los cuerpos quemados, al humo que oscurecía permanentemente el cielo, al barro omnipresente, a la humedad penetrante de los pantanos. Cuando uno visita el lugar hoy, a pesar del decorado de barracas, miradores y alambrados, ya no queda nada de lo que hacía que Auschwitz fuese Auschwitz. No se puede ver lo que ocurrió en esos lugares, no se puede imaginar. Nada se puede comparar con el exterminio de millones de seres humanos llevados allí desde todos los rincones de Europa. Para nosotras, las chicas de Birkenau, fue quizá la llegada de los húngaros lo que nos dio la pauta de la pesadilla en la que estábamos atrapadas. La industria de la muerte alcanzó entonces su pico: más de cuatrocientas mil personas fueron exterminadas en tres meses. Unidades enteras habían sido liberadas para recibir a los prisioneros, pero la mayoría fueron gaseados de inmediato. Para eso habíamos trabajado nosotras, para prolongar la rampa hasta el interior del campo, hasta las cámaras de gas. Desde principios de mayo, los trenes cargados con los deportados húngaros llegaban uno tras otro, tanto de noche como de día, llenos de hombres, mujeres, niños y ancianos. Yo asistía a su llegada porque vivía en una unidad que estaba muy cerca de la rampa. Veía centenares de personas miserables bajando del tren, tan aterrados y despojados de todo como nosotros unas semanas antes. La mayoría eran directamente gaseados. Entre los sobrevivientes, muchos fueron enviados a Bergen-Belsen, un campo donde se moría de una muerte más lenta pero igual de certera. Aquellos que se quedaban en Auschwitz-Birkenau se encontraban particularmente aislados por no hablar otra lengua más que húngaro. En su país, los hechos habían transcurrido sin mediar aviso. La guerra había sido durante mucho tiempo algo marginal. La presencia militar alemana reciente no tenía nada que ver con la ocupación en otros países europeos, al punto que los nazis tuvieron que llegar a un acuerdo con las milicias húngaras para llevar a cabo los arrestos de los judíos.

La lógica del campo era implacable: la desgracia de unos atenuaba la de los otros. La llegada en masa de los húngaros a Birkenau generó una suerte de abundancia. Muchos de ellos venían de la campiña. Traían provisiones, entre las cuales había patés, salchichones, miel y pan negro. Llegaban además con valijas cargadas de ropa. Una tristeza insoportable me oprimía al ver tirada en el suelo la ropa de las personas que acababan de ser gaseadas. Todas estas cosas eran juntadas y enviadas al “Canadá”, sobrenombre del comando donde se clasificaba lo que había dentro de los equipajes. Ahí los deportados separaban la ropa antes de enviarla a Alemania. Cuantas más cosas llegaban al campo, más frecuentes eran los robos. Me acuerdo de haber pasado una vez frente al bloque donde vivían las chicas del Canadá. Habían conseguido arreglar su unidad y, pese a que todavía no dormían en camas de verdad, su confort no tenía nada que ver con el nuestro. Llevaban puesta una lencería magnífica.

Por contraste con la miseria absoluta que reinaba en el resto, el Canadá se había vuelto una suerte de enclave mágico en el corazón del campo. Primero, porque daba una imagen de riqueza y abundancia, luego, porque alimentaba todo tipo de tráfico. De todos modos, para poder acceder a ese comercio había que tener un valor para intercambiar, algo que podía hacer una ínfima minoría a la que, por no tener nada, no pertenecíamos. Dentro de ese tráfico heteróclito se encontraban objetos valiosos, que circulaban de manera clandestina o que habían sido escondidos con la esperanza de ser recuperados más tarde. Las joyas que no estaban escondidas eran canjeadas: una alianza de oro por un pan, lo que da una idea de la jerarquía de valores dentro del campo. Si uno quería una cuchara para comer, había que “organizarla” según el término consagrado: se privaba de pan durante dos días para poder pagar la cuchara. Fuera del Canadá, el intercambio también funcionaba, pero a niveles más modestos. Por ejemplo, si alguien necesitaba un par de zapatos, se privaba de pan para poder comprárselo a algún otro. En todos lados los robos eran moneda corriente. Aunque uno durmiese con los zapatos puestos, podían llegar a robárselos durante la noche.

Ya llevaba dos meses en el campo cuando me crucé con una arquitecta polaca que había sobrevivido al gueto de Varsovia. Había estado entre los que se escaparon por las cloacas antes de ser capturados nuevamente, luego enviados al gueto de Lodz y finalmente deportados a Auschwitz. Esta mujer, que había formado parte de la burguesía de Varsovia, hablaba francés y congeniamos rápidamente. Viéndome vestida con harapos –al llegar al campo sólo teníamos derecho a vestir andrajos, porque los SS no dudaban en rasgar nuestras ropas para humillarnos todavía más– insistió en regalarme dos vestidos bastante lindos, de mi talle, que seguramente había “organizado” en el Canadá. Ahora yo llevaba un vestido verdadero, lo que para mí era una felicidad inigualable. Le regalé el otro a una amiga a la que sigo viendo, y que todavía no deja de recordarlo: “¡Cuando pienso que me regalaste un vestido en el campo...!”

Una vez concluida la prolongación de la rampa, los SS nos forzaron a realizar tareas inútiles cuyo resultado, si no su objetivo, era sólo debilitarnos más: transportar rieles, cavar hoyos, cargar piedras. Sabíamos que pronto se nos asignaría un comando. ¿Cuál? Los deportados podían ser enviados tanto al Canadá a clasificar ropa, como ser sometidos a trabajos agotadores: transportar y rellenar con tierra, cargar rieles, cavar fosas. Nadie tenía la menor idea de lo que le esperaba. Las asignaciones dependían en su totalidad de la buena voluntad y del humor de las kapos y los SS.

Entretanto, nos habíamos enterado –creo que fue el 7 de junio– de que los aliados acababan de desembarcar. El rumor corría por todo el campo. Ese día, levanté del piso un pedazo de diario que reproducía el mapa de la costa normanda y que mostraba en detalle los lugares donde habían desembarcado. Sigo convencida de que la mujer SS que nos vigilaba lo había dejado tirado a propósito. Una mañana, cuando íbamos a trabajar, la jefa del campo, Stenia, una ex prostituta terriblemente dura con las otras deportadas, me sacó de la fila: “Eres demasiado linda como para morir aquí. Voy a hacer algo por ti, te voy a enviar a otro lado.” Le respondí: “Sí, pero tengo una madre y una hermana. No puedo irme a otro lado si no vienen conmigo.” Y para mi sorpresa, ella estuvo de acuerdo: “Está bien, se irán contigo.” Todas las personas a las que les conté este episodio se quedaron atónitas. Sin embargo, fue realmente así como ocurrió. Un hecho increíble, ya que esta mujer, con la que luego no me crucé más que dos o tres veces en el campo, no me pidió nunca nada a cambio. Fue como si mi juventud y mis ganas de vivir me hubiesen protegido. Algo en mí, que todavía parecía pertenecer al otro mundo, me había rescatado gracias a esta polaca brutal, que se había vuelto, no sé muy bien por qué, un hada buena para mi madre, para mi hermana y para mí.

En efecto, cumplió con su promesa. Unos días más tarde, las tres fuimos transferidas a un comando menos terrible que los otros, en Brobek, donde trabajábamos para Siemens. Antes de partir tuvimos que pasar por un examen médico. Si no hubiese sido por la insistencia de Stenia, el doctor Mengele, que ya todos habían identificado en el campo como un criminal, habría separado a mamá, que empezaba a tener una salud cada vez más frágil. Nos quedamos en Brobek, a cuatro o cinco kilómetros de Birkenau, desde julio de 1944 hasta enero de 1945. Con nosotras vinieron tres mujeres comunistas deportadas como judías: una era polaca y las otras dos, francesas. Las tres habían sido asignadas a la unidad de experimentos médicos, donde sólo habían tenido que soportar experimentos médicos aunque sin secuelas para su salud. Gracias a la protección de unas médicas comunistas pudieron luego ser transferidas a Brobek, ya que éstas les dijeron: “Ahora nos piden que hagamos con ustedes experimentos de los que no podemos prever las consecuencias. Vamos a hacer todo lo que podamos para que se vayan porque no sabemos qué es lo que va a pasar”. Así fue que las tres vinieron con nosotras.

Llegamos a Brobek dos o tres días antes de mi cumpleaños. Recuerdo que el SS del campo me dio lo que llamaban eine zulage, un premio, es decir un pedazo de pan. Fue unos días antes del atentado contra Hitler. Nos enteramos de lo que había ocurrido a través de los que trabajaban en las oficinas y, durante uno o dos días, esperamos que estuviese muerto.

En el comando había unos doscientos cincuenta deportados, entre ellos treinta y siete mujeres. Estábamos repartidos en diferentes tareas relacionadas con las actividades de Siemens, que fabricaba piezas de avión. Yo no vi ni una sola, ya que a mi hermana y a mí nos asignaron a los eternos trabajos de relleno de terreno y transporte de tierra. Era el mismo tipo de actividad inútil que habíamos hecho en Birkenau, pero la vigilancia era menos estricta. Teníamos que despedregar un terreno pegado a un campo de remolachas. ¿Con qué objetivo? Era un misterio. Luego me asignaron trabajos de construcción, porque había que hacer un muro cuya utilidad siempre ignoré. Más adelante, en varias ocasiones en las tuve que poner las primeras piedras de una casa, recordé ese aprendizaje del uso de la espátula.

Durante todo este tiempo, mamá, Milou y yo habíamos logrado no ser separadas. Aunque mamá había empezado a estar cada vez más débil, nunca dejó de trabajar. Hacíamos todo para protegerla. No comíamos más que en Auschwitz pero, como el trabajo no era tan agotador, nos alcanzaba para mantenernos con vida. A veces la comida era un poco menos repugnante, seguramente porque Siemens necesitaba trabajadores con un mínimo de rendimiento. Algunos días nos servían una sopa mejorada con verduras secas o papas, mientras que la sopa de Auschwitz no tenía más que ortigas, y nunca carne. El cocinero en Brobek era un judío alemán que ayudaba a los franceses a sobrevivir gracias a sopas un poco más consistentes, sin duda descontadas del menú de los SS. Había sido detenido en Francia. Su historia, que contaba con ganas, tenía aires de epopeya. Se había ido de Alemania antes de la guerra para vivir en Palestina, en compañía de su esposa, una luxemburguesa, pero la pareja no había funcionado. Entonces, en 1939 había vuelto a Alemania antes de huir nuevamente a Francia, donde había sido detenido. El destino del que había querido escapar a toda costa finalmente lo alcanzó. En Brobek se había puesto como misión ayudar a los más jóvenes, dando muestras, como muchos otros, de la profunda solidaridad que podía existir entre los deportados. En el campo de Buchenwald, por ejemplo, había un grupo de niños, mientras que en los otros campos eran en general gaseados apenas llegaban: fueron casi siempre los comunistas los que los salvaron, gracias a la posición de privilegio que tenían en la administración.

En Brobek reinaba la tranquilidad porque, ante el más mínimo error, uno corría el riesgo de ser reenviado a Birkenau. Más allá de esta amenaza permanente, el régimen de vida y de trabajo eran tan diferente del de Birkenau que Brobek había sido apodado el “sanatorio”. Todos los deportados soñaban con ese destino. De hecho, durante todo el tiempo que estuvimos ahí no murió nadie. Nuestro grupo de mujeres estaba acuartelado en un altillo arriba del taller de la fábrica. Como éramos pocas, no había llamada para que saliéramos. Solamente un SS venía a verificar nuestra presencia, aunque creo que era más para sorprendernos mientras nos aseábamos que por legítimas razones de seguridad. Escaparse no era una opción. De hecho, ¿adónde podríamos haber ido? En la región, los campos se sucedían uno tras otro por kilómetros y kilómetros. El riesgo de fugarse significaba estar todavía más cerca de la muerte que quedarse a esperar a que el destino dispusiera de uno. Evadirse de Birkenau era todavía más improbable. La única deportada que intentó hacerlo, desde las oficinas en las que trabajaba, fue inmediatamente alcanzada y ahorcada.

En poco tiempo, el avance de las tropas soviéticas causó pánico entre las autoridades alemanas. Hay que aclarar que los bombardeos aéreos eran cada vez más frecuentes en el distrito de Auschwitz. En la ruta que bordeaba al comando, se veían desde fin de año tropas alemanas que se replegaban en desorden. El 18 de enero de 1945, el comando de Brobek recibió la orden de partir. Salimos a pie en dirección de la fábrica Buna, que se encontraba dentro del recinto de Auschwitz-Birkenau. Nos unimos a todos los demás detenidos de los campos de Auschwitz, unas cuarenta mil personas, y comenzamos la memorable y eterna marcha de la muerte, verdadera pesadilla para los sobrevivientes, con un frío de treinta grados bajo cero. Fue atroz. Aquellos que se caían, eran ejecutados de inmediato. Los SS y los viejos soldados de la Werhmacht (15) que los rodeaban se jugaban la vida, y lo sabían. Había que escapar a toda costa del avance de los rusos, escapar a toda costa de la muerte que los perseguía. Finalmente llegamos a Gleiwitz, setenta kilómetros hacia el oeste, sí, setenta, donde se reagrupaba a los deportados que habían sobrevivido. La cada vez mayor proximidad de las tropas soviéticas enloquecía tanto a los alemanes que llegamos a pensar que nos iban a exterminar a todos. Esperábamos por nuestro destino, hombres y mujeres mezclados en ese campo aterrador donde ya no quedaba nada, ningún tipo de organización, ni comida, ni luz. Unos hombres ejercían un chantaje espantoso con las mujeres: “Entiéndannos, hace años que no vemos mujeres.” Era el infierno del Dante. Recuerdo a un pequeño húngaro, muy amable. Tenía trece años y estaba tan desesperado que por piedad terminamos cobijándolo. Decía: “Los hombres me abandonaron. Estoy solo. No sé adónde ir. No sé dónde buscar comida. Pero cuando no haya más mujeres, los hombres van a esta contentos de encontrarnos.” Me partía el corazón. Me preguntaba en lo profundo de mi ser: “¿En qué se van a convertir estos muchachos si logran escapar de este infierno?” Otro chico que conocí, y que había vivido una espantosa situación de sometimiento con los hombres, después de la guerra hizo estudios brillantes y llegó a tener una carrera excepcional. Ayudó mucho a los compañeros con los que se reencontró y fundó una familia maravillosa. Cuando recordamos esa época, su mujer dice simplemente: “Él nunca habla del campo.”

Desde Gleiwitz, los trenes empezaron a marchar en varias direcciones. Muchos hombres fueron enviados a Berlín, donde los bombardeos habían causado enormes destrozos y donde la limpieza de los escombros exigía muchos brazos. Otros fueron enviados a fábricas de armamento. En cuanto a las mujeres, los SS nos hacinaron en plataformas de vagones chatos y fuimos enviadas al campo de Mauthausen, donde no pudimos quedarnos por falta de espacio. Tuvimos que soportar ocho días más de tren, a pleno viento, sin nada para tomar ni comer. Usábamos los pocos cuencos que habíamos podido cargar con nosotras para recuperar nieve y beberla. Cuando nuestro convoy atravesó las afueras de Praga, los habitantes, impresionados por la imagen de ese amontonamiento de muertos vivos, nos arrojaban pan desde las ventanas. Extendíamos las manos para poder agarrarlo, pero la mayoría de los pedazos caían al suelo.

¿Por qué los nazis no mataron a los judíos ahí mismo en lugar de llevárselos con ellos en su propia fuga? La respuesta es simple: para no dejar rastros. La idea ni siquiera era tratar de conservarnos como futuros rehenes de un posible intercambio, simplemente querían hacernos desaparecer de la manera más discreta posible. Tuvimos suerte de que el campo de Auschwitz estuviera todavía demasiado poblado como para que pudiesen hacer una eliminación discreta, completa y rápida. Nuestro tren se dirigió hacia el campo de Dora, comando de Buchenwald. Muchos de los nuestros murieron durante el viaje por el frío y la falta de comida. Fuimos las únicas mujeres que pasaron por Dora. Era un campo para hombres, muy duro, donde los deportados trabajaban en el fondo de un túnel en la fabricación de los famosos V2 (16). Allí reinaba el terror. Después de dos días de incertidumbre y angustia, el pequeño grupo de mujeres del que formábamos parte fue enviado a Bergen-Belsen, entre Hamburgo y Hannover, al norte de Alemania, una región adonde las tropas aliadas llegaron muy tarde. Los nazis habían sumado a nuestro convoy a un grupo de gitanos detenidos poco antes porque, pese a la debacle, la locura alemana por las detenciones continuaba. En Bergen-Belsen, debido a su situación geográfica, convergían los millares de deportados que venían desde todos los campos del este, incluyendo a los resistentes. También había francesas, esposas de oficiales, y suboficiales judíos detenidos en el campo de prisioneros de Lübeck. Llegamos allí el 30 de enero.

En Bergen-Belsen los detenidos no trabajaban, el campo, concebido para recibir deportados de status especial, se hallaba totalmente colapsado por esas olas que llegaban de todos lados. Las condiciones de vida, si se puede emplear esta expresión, eran espantosas. Ya no había control administrativo, casi no quedaba comida ni ningún tipo de atención médica. Hasta faltaba agua, ya que la mayoría de las tuberías había explotado. Y, como si todo esto no fuera suficiente para la desgracia de las siluetas esqueléticas que erraban en busca de comida, se declaró una epidemia de tifus que, sumada al hambre, provocó una mortalidad aterradora. Ya nadie se ocupaba de retirar los cadáveres, de modo que los muertos se mezclaban con los vivos. En las últimas semanas, la situación llegó al extremo de que comenzaron a aparecer algunos casos de canibalismo. Los SS, aterrados tanto por la debacle militar que se extendía por toda Alemania como por los riesgos de contagio, se contentaban sólo con vigilar, mientras llegaban sin parar nuevos judíos de todo el país. Salvo algunos SS, los alemanes ya no se ocupaban del campo. Bergen-Belsen se había vuelto el símbolo doble del horror de la deportación y de la agonía de Alemania. Aquellos que habían soñado con ser los dueños del mundo eran ahora tan vulnerables como sus propias víctimas.

El azar quiso que en Bergen-Belsen volviera a cruzarme con la Lagerälteste, esa ex prostituta que nos había salvado la vida en Birkenau. Ella había seguido la debacle de los campos y se había convertido en jefa del campo de Bergen-Belsen. Me reconoció y me dijo que fuera a verla a la mañana siguiente, cosa que hice. Enseguida me colocó en la cocina de los SS. Este nuevo gesto, sin lugar a dudas, hizo que no muriésemos de hambre como muchos otros. La actitud que tuvo esta mujer conmigo hasta el día de hoy me resulta inexplicable. En los días siguientes a la liberación del campo, me enteré de que había sido colgada por los británicos.

En la cocina tenía que pelar papas todo del día, hasta que me sangraban las manos. Me dedicaba a esta tarea hasta la última gota de energía, temiendo más que nada ser echada de un trabajo donde, pese al miedo y a mi torpeza, lograba robar un poco de comida para mamá y Milou. Una vez un SS me descubrió con un poco de azúcar. Se limitó a darme una severa admonición antes de dejarme ir, con el azúcar.

El trabajo en la cocina era tan duro como la vida en el resto del campo. En los últimos tiempos no dormía más que dos o tres horas por noche, por las alertas constantes. Dejábamos la cocina tan tarde que me dormía caminando. Los bombardeos, cada vez más frecuentes, impedían muchas veces que volviésemos a las barracas, en las que frecuentemente ya no quedaba ningún lugar para acostarse, ni siquiera para sentarse. Por la mañana, nos levantábamos antes de que amaneciese para estar listas para partir hacia los comandos al alba, exhaustos por la falta de sueño pero buscando a toda costa no llamar la atención, porque trabajar en la cocina de los SS era la frágil certeza de no morir de hambre.

Mamá ya estaba muy debilitada por la detención, el trabajo alienante, el viaje agotador atravesando Polonia, Checoslovaquia y Alemania. No tardó en contagiarse el tifus. Peleó con el coraje y la abnegación de los que era capaz. Conservaba la misma lucidez sobre las cosas, el mismo juicio sobre la gente, el mismo estupor frente a lo que los hombres eran capaces de hacerles soportar a otros hombres. Pese a la atención que Milou y yo le dábamos, pese a la poca comida que lograba robar para que se repusiese, su estado se deterioró rápidamente. Sin medicamentos ni médicos, éramos incapaces de curarla. La veíamos empeorar día tras día. Asistir con impotencia al fin lento pero certero de aquella a la que amábamos más que a nadie en el mundo nos resultaba insoportable.

Murió el 15 de marzo, mientras yo estaba trabajando en la cocina. Cuando Milou me lo contó al volver a la noche, le respondí: “La mató el tifus, pero todo en ella ya estaba agotado.” Hoy en día, todavía, sesenta años más tarde, me doy cuenta de que nunca he podido resignarme a su desaparición. En cierto modo, no la he aceptado. Día tras día mamá está conmigo, y sé que las cosas que logré en mi vida fueron gracias a ella. Fue ella quien me alentó y me dio la voluntad para actuar. Probablemente yo no tenga su misma indulgencia y, en muchos asuntos, ella me juzgaría con cierta severidad. Pensaba de mí que era poco conciliadora, que a veces no era amable con los demás, y no estaba equivocada. Por todo, sigue siendo mi modelo, porque supo tener convicciones muy fuertes aunque siempre haciendo gala de una moderación y una sabiduría de las que sé que todavía no soy siempre capaz.

A comienzos de abril, supimos que el final se avecinaba. Día a día sentíamos cómo se acercaban los bombardeos. Milou no estaba bien. Ella también se había contagiado el tifus. Yo trataba de reconfortarla como podía: “Escúchame, hay que aguantar y no entregarse, porque vamos a ser liberadas muy pronto.” Cuando volvía de trabajar, le repetía: “Ya vas a ver, ocurrirá mañana. Tienes que aguantar, aguanta...” Y las noches en que cortaban la luz por culpa de las alertas y yo no podía volver a nuestra barraca, me invadía el miedo: ¿Encontraría viva a Milou? La idea de que, después de mi madre, mi hermana tampoco regresara a Francia, me destruía. Me obligaba entonces a aguantar, a armarme de valor, pese a que yo también comenzaba a sentir algunos síntomas de tifus, cosa que los médicos me confirmaron luego de la liberación del campo. Pero me recuperé bastante rápido.

Bergen-Belsen fue liberado el 17 de abril. Las tropas inglesas tomaron posesión del campo sin encontrar la más mínima resistencia, pese a la presencia residual de algunos SS. De hecho, los alemanes y los ingleses habían firmado un acuerdo dos o tres días antes, tal era el terror que los alemanes le tenían al tifus. Para mí, el día de la liberación fue uno de los más tristes de ese largo período. Yo estaba en la cocina, que era un edificio separado del resto, y cuando los ingleses llegaron, aislaron el campo con unos alambres de púas infranqueables. No pude reencontrarme con mi hermana. No poder compartir mi alegría y mi alivio con ella fue para mí una gran contrariedad. Habíamos estado juntas durante trece meses, sin separarnos nunca, lo que fue una suerte extraordinaria. Y el día en el que terminaba la pesadilla, nos encontrábamos lejos una de la otra. Hubo que esperar hasta el día siguiente para que finalmente nos pudiésemos abrazar.

Habíamos sido liberadas pero todavía no éramos libres. Apenas ingresaron en el campo, los ingleses se espantaron con lo que iban descubriendo: masas de cadáveres apilados los unos sobre los otros, y que eran arrojados por esqueletos vivos dentro de las fosas. Los riesgos de epidemia aumentaban aun más este apocalipsis. El campo fue puesto inmediatamente en cuarentena. La guerra todavía no había terminado y los aliados no querían correr ningún riesgo sanitario.

Después de quemar el campamento de barracas para detener el tifus, los ingleses nos instalaron en los cuarteles de los SS y colocaron colchones suplementarios en el suelo para alojar a todos. Las sábanas en las que dormíamos tal vez habían sido de los alemanes, pero no nos importaba nada. ¡Era un lujo para nosotros! Por otro lado, por más increíble que parezca, el hambre persistía porque los ingleses habían recibido la orden de usar únicamente las raciones militares, que hacían que nos descompusiésemos. De hecho el general inglés encargado se encontró tan desamparado que muy rápidamente pidió volver al frente, para no tener que ocuparse de un campo para el que no disponía de ningún medio. Pese a la prohibición de salir, tuve que infringir varias veces la consigna para ir en busca de provisiones a las granjas de alrededor, a cambio de los cigarrillos que nos traían los soldados franceses recientemente liberados.

Estábamos agrupados por nacionalidades y un oficial de enlace francés había verificado nuestras identidades. Era la primera vez en meses que usábamos nuestros propios nombres. Habíamos dejado de ser números. Poco a poco recuperábamos nuestra identidad, pero sentíamos que las autoridades francesas no estaban muy apuradas por recuperarnos: nos quedamos ahí un mes más. Mientras que la mayoría de los soldados franceses liberados eran repatriados en avión y se desesperaban por tener que dejarnos en ese estado, un médico insistió en quedarse para ocuparse de nuestra salud. Pasaron muchos días sin que nos informasen sobre las condiciones de nuestro regreso a Francia. Luego, nos explicaron que íbamos a volver en camiones, lo que enseguida nos pareció un escándalo; las autoridades habían podido conseguir aviones para los soldados pero no para nosotros. Sobre todo, teniendo en cuenta que las sobrevivientes judías no éramos muchas. De ahí a pensar que, para nuestro país, el destino de los deportados no tenía ninguna importancia no había más que un paso. Muchas de mis compañeras lo dieron.

Se necesitaron cinco días para que nos condujeran hasta un refugio en la frontera entre Alemania y Holanda. Yo estaba recuperada y con buena salud. Por el contrario, Milou estaba tan mal que todo el mundo aceptó sin discutir que se sentase al lado del chofer. Cuando llegamos a este refugio nos reencontramos con nuestras compañeras de Auschwitz. Al dejar el campo, muchas de ellas habían sido enviadas no a Bergen-Belsen sino a Ravensbrück. Así fue como una chica me dijo: “¿Tú eres Simone Jacob, no? Vi a tu hermana Denise en Ravensbrück.” Cuando vio la cara que puse, se dio cuenta enseguida de que yo no sabía nada. La noticia era un golpe demasiado duro. Siempre habíamos tenido la esperanza de que nuestra hermana no hubiese sido deportada. De golpe, tuve una crisis de nervios y estallé en llanto; habíamos recibido muy malas noticias sobre lo que había ocurrido en Ravensbrück en el momento de la liberación. Se decía que había habido muchos prisioneros asesinados a último momento. Pero los rumores no tenían fundamentos, ya que en Ravensbrück no había ocurrido nada particularmente peor que en los otros lugares.

Finalmente entramos en Francia. Milou fue llevada en ambulancia hasta el tren, donde la acostaron en un vagón sanitario. Luego llegamos a Valenciennes y, finalmente, a París. Al día siguiente, el 23 de mayo, es decir poco más de un mes después de la liberación del campo de Bergen-Belsen, finalmente nos instalaron en el hotel Lutetia, donde eran alojados todos los ex deportados. De inmediato quisimos averiguar el paradero de Denise. Nos dijeron que ya había vuelto a Francia. No había estado en los momentos finales en Ravensbrück, porque había sido transferida a Mauthausen. Después de la liberación del campo, un tren había llevado a los sobrevivientes y a los enfermos a Suiza y, de ahí, a París. Salvo por los últimos días, ella había tenía la suerte de vivir una deportación mucho menos inhumana que la nuestra. Las condiciones de vida en Ravensbrück, por cierto espantosas, eran menos duras que las que habían conocido otros judíos, porque se trataba de un campo de concentración y no de exterminio. Así, en Ravensbrück, Denise había escrito un diario mientras que Milou y yo no teníamos ni siquiera un lápiz, ni papel, ni libros, desde hacía más de un año. Al tal punto que cuando fuimos liberadas llegué a preguntarme si todavía sabría leer y si era capaz de retomar algún tipo de estudio.

¿Los aliados deberían haber bombardeado los campos? Desde el fin de las hostilidades, esta pregunta hizo correr mucha tinta y, curiosamente, sigue siendo un tema periodístico recurrente. Dicho sea de paso, he tenido a veces la sensación de que algunos estaban más interesados en señalar la abstención “culpable” de Roosevelt y de Churchill que en denunciar los horrores cometidos por los nazis en los campos de concentración.

Criticar las elecciones estratégicas de los aliados exige más modestia que juicios perentorios. Pese a que existen numerosos argumentos a favor de los bombardeos, que hubiesen destruido las cámaras de gas, sigo prefiriendo abstenerme de opinar sobre este tema. Cuando los aliados intentaron realizar esta operación en Auschwitz, no lograron mucho. Mi hermana Denise, ocho días antes del fin de los combates, vivió en Mauthausen las consecuencias de un ataque aéreo sorpresa. Ese día, acompañada por otras siete compañeras, se encontraba despejando escombros de la vía del tren, devastada por un bombardeo anterior. Como no tuvieron tiempo de refugiarse cuando empezaron a sonar las sirenas, cinco de ellas murieron bajo las bombas. Esos bombardeos, entonces, tuvieron la doble particularidad de ser, a la vez, ineficaces y mortales, porque mataron finalmente a más deportados que nazis. Para mí, a fin de cuentas, la polémica alrededor de este tema sólo sirve para alimentar debates falsos, que tanto le gustan a algunos cuando los hechos ya pasaron y la discusión no cuesta nada ni tiene riesgos.

A mi entender, los aliados tuvieron razón en dar prioridad absoluta a terminar con las hostilidades. Si se hubiese empezado a divulgar información sobre los campos, la opinión pública habría ejercido una presión tal para que fuesen liberados que el avance de los ejércitos en los otros frentes, que ya era muy difícil, hubiera corrido el riesgo de verse retrasado. Los servicios secretos estaban al tanto de las investigaciones de los alemanes sobre nuevas armas. Ningún estado mayor podía asumir el riesgo de diferir la caída del Reich. Las autoridades aliadas optaron entonces por el silencio y la eficacia. No deja de ser cierto que en Estados Unidos los más informados conocían la existencia de los campos, y no es menos cierto que la comunidad judía americana, muy proteccionista, no se manifestó de ninguna manera, sin duda por miedo a una llegada masiva de refugiados.

Del mismo modo que no comparto los juicios negativos sobre el silencio culpable de los aliados, tampoco estoy de acuerdo con el masoquismo de los intelectuales como Hannah Arendt sobre la responsabilidad colectiva y la banalidad del mal. Un pesimismo tal me desagrada. Incluso tiendo a verlo como una forma cómoda de manipulación: decir que todo el mundo es culpable equivale a decir que nadie lo es. Es la solución desesperada de una alemana que busca salvar a toda costa a su país, ahogando la responsabilidad nazi en una responsabilidad más difusa, tan impersonal que termina no significando nada. La mala conciencia general permite que cada uno se convenza de que tiene una buena conciencia individual: yo no soy responsable ya que todo el mundo lo es. ¿Debemos entonces transformar en un ícono a alguien que proclama en extensos y numerosos relatos que, inmersos en los dramas de la historia, todos los hombres son culpables y responsables, que cualquiera es capaz de hacer cualquier cosa, que no hay excepciones en la capacidad de la barbarie humana? No lo creo, sobre todo cuando recuerdo sus comentarios en la época del juicio a Adolf Eichmann. Lo que refuta completamente el pesimismo fundamental de los adeptos de la banalización es el espectáculo de su propia cobardía, pero a la vez, en contrapunto, la envergadura de los riesgos que corrieron los Justos, esos hombres que no esperaban nada a cambio, que no sabían qué iba a pasar, pero que no por eso dejaron de correr todo tipo de peligros para salvar a judíos que en la mayoría de los casos no conocían. Sus actos prueban que la banalidad del mal no existe. Su mérito es inmenso, como también lo es nuestra deuda con ellos. Al salvar a tal o cual persona, se volvieron un testimonio de la grandeza de la humanidad.

Cuando leo por ahí que en los campos todo el mundo se comportaba muy mal, siento mucha indignación. ¡Dios sabe en qué condiciones vivíamos –en realidad pienso, con bondad en el alma, que Él lo ignoraba– y cuán terrible era nuestra cotidianeidad! No es portarse mal querer salvar la vida propia y no dejarse arrastrar por el cuerpo del prójimo que cae y que no podrá volver a levantarse. En el lado opuesto, los discursos de los comunistas sobre la solidaridad inquebrantable que une a los hombres en el sufrimiento me parecen igual de excesivos. Esta solidaridad ciertamente existió, pero sobre todo entre comunistas, e incluso con diferentes matices. Una de las pasajeras del famoso convoy de comunistas deportados a Auschwitz dejó sobre esta cuestión un testimonio interesante. En su libro, cuenta que, para los comunistas, lo más importante era salvar a los dirigentes y menciona cuánto la afectó esto. Marcelline Loridan y yo, errando un día por Birkenau, fuimos llamadas “judías sucias” por un grupo de comunistas francesas, ¡sólo por tratar de entablar una conversación con ellas!

Cuando volvimos de los campos, llegamos a escuchar declaraciones todavía más desagradables e incongruentes: juicios arbitrarios, análisis geopolíticos tan perentorios como vacíos. Pero este tipo de declaraciones no era lo único que nos hubiese gustado no volver a escuchar nunca más. No hubiéramos tenido problema en privarnos de algunas miradas que nos volvían transparentes. Además, cuántas veces escuché a gente sorprendiéndose: “¿Cómo puede ser que hayan vuelto? Eso prueba que no era tan terrible como decían.” Unos años más tarde, en 1950 o 1951, durante una recepción en una embajada, un funcionario francés –de alto nivel, debo decirlo–, señalando mi antebrazo y mi número de deportada, me preguntó sonriente, ¡si ése era mi número de guardarropas! Después de eso, durante años, preferí usar mangas largas.

En esos años de posguerra había gente que decía cosas espantosas. Hemos olvidado todo el antisemitismo servil del que algunos hacían gala. Por eso, desde 1945 me volví no cínica, porque no está en mi naturaleza, pero sí alguien que ha perdido toda ilusión. Pese a todas las películas, testimonios y relatos que le han sido consagrados, la Shoah sigue siendo un fenómeno absolutamente específico e inasible.

En 1959 yo era magistrada en el Ministerio de Justicia, dentro de la administración penitenciaria. Mi director recibe un día a un magistrado jubilado que viene a pedirle que presida un comité a favor de las libertades condicionales. Él en principio acepta pero luego, al no tener tiempo para desplazarse, le informa que lo va a representar el magistrado que se ocupa de estas cuestiones en su servicio. Era yo. Respuesta del ex presidente del tribunal de Poitiers: “¿Cómo? ¿Una mujer, y además judía? ¡De ninguna manera la recibiré!” Otro ejemplo: unos años más tarde, mientras me encuentro trabajando en la Dirección de Asuntos Civiles, me entero de una decisión indignante. Se resuelve el divorcio entre una mujer judía, de origen polaco, y un francés. La custodia de la hija, una chica de entre quince y dieciséis años, le es otorgada al hombre en aplicación de un juicio que precisa: “Teniendo en cuenta que la mujer es de origen polaco y que el padre es católico, etcétera...” El juicio, con ese “teniendo en cuenta”, llevaba la firma de un magistrado conocido en el ambiente judicial. Jean Foyer, por entonces ministro de Justicia, se escandalizó cuando se enteró de esta obra maestra y tomó las sanciones correspondientes.

Éstos son algunos ejemplos de lo que tuvieron que soportar los deportados en los años posteriores a su regreso. Durante mucho tiempo, molestamos. Muchos de nuestros compatriotas querían olvidar a toda costa lo que ninguno de nosotros lograba arrancar de su memoria; lo que tendríamos grabado de por vida. Queríamos hablar, pero nadie estaba dispuesto a escucharnos. Eso fue lo que sentí cuando volvimos, tanto por mí como por Milou: a nadie le importaba lo que habíamos vivido. En cambio Denise, que había vuelto un poco antes que nosotras, con la aureola de su paso por la Resistencia, era invitada a dar conferencias.

Sin embargo, muchos libros esenciales fueron publicados desde los primeros años de posguerra, que deberían haber permitido que cada uno comprendiera los hechos y analizara su significado. No hace falta aclarar que yo misma leí muchos de estos libros, que no podría citar íntegramente. Entre ellos, por supuesto, el estupendo Si esto es un hombre, de Primo Levi. Lo leí apenas fue publicado, en 1947, y enseguida me dije: ¿Cómo puede ser que haya escrito un libro así tan rápido? Todavía no entiendo cómo realizó esa hazaña. Ese hombre había alcanzado inmediatamente una lucidez total, y de hecho trágica, porque al final lo condujo al suicidio. También está el libro de Robert Antelme, La especie humana, publicado el mismo año, y Ravensbrück, de Germaine Tillion, magníficamente escrito, además de las dos contribuciones principales de David Rousset, El Universo concentracionario y Los días de nuestra muerte, uno tan admirable como el otro. Más tarde, alrededor de 1948, Rousset publicó otro libro que me impresionó mucho, El payaso no se ríe. Cada uno de estos autores vivió las cosas a su manera y tuvo un destino diferente. Sus testimonios son esenciales, y sus libros han tenido un éxito considerable. Sin embargo, nosotras sentíamos a nuestro alrededor una suerte de ostracismo difuso difícil de definir, pero que nos resultaba infinitamente insoportable de vivir.

Pienso también en los numerosos relatos sobre los guetos de Polonia. Uno siente la carga de la ansiedad que habrá pesado durante meses sobre sus habitantes, sus condiciones de vida espantosas, el pesimismo que no podía dejar de invadirlos pero que lindaba con un profundo sentido de la fraternidad y la ayuda mutua. El drama del Exodus (17), a través del libro y de su adaptación para el cine, fue para muchos un descubrimiento, porque por primera vez una obra destinada a un público vasto hablaba de manera detallada de la deportación, de los campos y de la incomodidad de las grandes democracias frente al fenómeno judío. Lo leí como si se tratase de una novela popular, pero con gran interés. No había nada chocante, la emoción era fuerte. Me hacía acordar de nuestros interrogantes de entonces: ¿qué iba a pasar con esos hombres a los que no dejaban desembarcar, sobre los que los ingleses casi disparan? En esa época, yo lo ignoraba casi todo sobre Israel. Pero mis compañeros de estudios sí hablaban. En particular, muchas polacas y eslovacas tenían la esperanza de irse a vivir ahí. Era una ilusión muy emocionante.

Parece imposible encontrar la medida justa; o se habla demasiado de la deportación o se habla muy poco. Muchos quedaron tan golpeados que jamás lo mencionan. Mi hijo me contó que un día, conversando con un amigo sobre el destino de sus madres deportadas, aquél rompió en llanto y le confesó que su madre jamás le había hablado de eso. Ese silencio es para mí un misterio. Mis suegros nunca soportaron que se hablase de la deportación, y mi marido y uno de mis hijos han compartido siempre esta dificultad. A mi esposo, por ejemplo, no le interesa el contenido de los libros a los que me he referido. Incluso le cuesta soportar que yo los lea. Durante mis primeros años de matrimonio, cuando con una u otra de mis hermanas comentábamos algún recuerdo en común, él solía interrumpirnos para hablar de otra cosa. Era su manera de protegerse pero, aun sabiendo esto, no siempre me resultaba fácil de aceptar.

Hablar de la Shoah y cómo; o no hablar y por qué. Ésa es la eterna cuestión. El novelista Aharon Appelfeld escribió varios libros, fundamentalmente Historia de una vida, donde relata cómo se escapó del campo cuando tenía diez años, y los tres años que pasó escondido en los bosques de Ucrania. Acaba de publicar tres discursos que pronunció en Israel. Su libro es desgarrador, allí analiza la Shoah y explica que las víctimas nunca lograron sobreponerse. Al leerlo, me di cuenta de que en el fondo hemos vivido siempre con eso. A algunos les causa horror evocarlo. Otros necesitan hablar. Pero todos viven con ello.

Una vida

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