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II. La trampa

¿Acaso se trataba de un signo premonitorio? El anuncio de la declaración de la guerra, el 1º de septiembre de 1939, estará para siempre ligado en mi memoria a unas vacaciones que se interrumpieron por una enfermedad descubierta tardíamente.

Tenía apenas doce años y, como todos los veranos al terminar las clases, mis hermanas y yo nos fuimos con las exploradoras. Acampábamos en el monte Aigoual. Una tarde en la que me quejaba de un dolor de garganta, una amiga me dijo: “Lo que pasa es que no quieres ir a buscar leña para el fuego.” No le respondí, pero rápidamente el malestar alcanzó a otras chicas, y diez días después, el médico diagnosticó una epidemia de escarlatina. Todas debíamos volver a casa para frenar el contagio. Mis hermanas y yo nos fuimos a lo de nuestros tíos y primos, en la afueras de París, para continuar con nuestras vacaciones. Uno de esos días le mostré mis manos a mi tío; se me estaban pelando de una manera bastante impresionante, uno de los síntomas de esa enfermedad. Mirando el calendario, él dedujo que seguramente era yo la que había contagiado la escarlatina a todo el mundo y que la enfermedad ya estaba llegando a su término. Realmente no hay justicia: mis hermanas estuvieron mucho más enfermas que yo. El 1º de septiembre las tres volvimos a Niza, con nuestro hermano. Cuando llegamos nos enteramos de la declaración de guerra, un triste broche para unas vacaciones frustradas. El verano de 1939 terminaba mal.

Pese a esa noticia estruendosa, la de la guerra, Niza permanecía igual a sí misma. Cada uno continuaba con sus ocupaciones, exceptuando por supuesto a los hombres que podían ser movilizados y los que habían ido al frente. Los tranvías circulaban y nosotras retomamos las clases normalmente. En nuestro liceo de señoritas, el cuerpo de profesores, esencialmente femenino, estaba completo. Los jueves y los domingos, el escultismo movilizaba a todos los niños Jacob. En resumen, esta guerra que no engendraba combates, salvo algunas escaramuzas de las que nos llegaban ecos tenues, nos parecía abstracta y lejana. La vida familiar tampoco había sido muy perturbada. Papá, que ya no estaba en edad de ser movilizado, seguía teniendo poco trabajo. Cada tanto visitaba las obras de la Ciotat, pero los negocios iban mal y, teniendo en cuenta la situación, las perspectivas no eran muy alentadoras. Mamá daba clases en un colegio primario y además, siempre con su bondad natural, se ocupaba de una sus amigas, que tenía cáncer.

Prevista o no por los expertos, la ofensiva alemana se desató como un trueno el 10 de mayo de 1940, poniendo fin al ronroneo ilusorio que venía meciéndonos desde hacía un mes. Los acontecimientos se precipitaron. Exactamente un mes después del comienzo de la Blitzkrieg (8), mi padre me llevó a visitar a una vieja tía que vivía en Cannes. En una parada en la estación de Antibes, escuchamos a un vendedor de diarios pregonando: “¡Los italianos nos apuñalan por la espalda!” Era el anuncio de que Mussolini le declaraba a su vez la guerra a Francia. La reacción inmediata de papá demostró claramente cuánto lo afectaba la noticia. Apenas volvimos a casa, nos explicó que los italianos iban a anexar el departamento de los Alpes Marítimos y afirmó con gran convicción: “Niza corre el riesgo de ser separada del resto de Francia. Y en ese caso, nosotros no podríamos volver a Francia.” Sus dichos me parecían pesimistas pero, ¿quién podía estar seguro? La reivindicación de Niza por parte de los italianos era conocida por todos. Inmediatamente papá quiso ponernos a salvo y nos envió a los cuatro con nuestros tíos quienes, luego del anuncio de la entrada de los alemanes en Francia, se habían refugiado cerca de Toulouse. Nos subió a un tren y llegamos allí sin dificultad. Todo el mundo estaba pegado a la radio, buscando la más mínima información. Fue así que el 18 de junio, escuchamos el llamamiento de un tal general De Gaulle... Mi tío y mi tía trataron inmediatamente de partir hacia Londres. No había manera de que nos llevasen y entonces volvimos a casa tan rápido como nos habíamos ido. Recuerdo a mamá esperándonos en el andén en Marsella. Nuestro reencuentro fue muy emotivo: estábamos juntos nuevamente.

En ese momento la gente se volvió loca y el pánico se extendía por París y también por las grandes ciudades de provincia. Durante algunas semanas, el fenómeno del éxodo había tomado proporciones asombrosas. La atmósfera en el país era exactamente la que describe Irène Némirovsky en su relato Suite francesa. Esta fiebre duró poco. Con el armisticio llegaron el abatimiento y el silencio. Como no ocurría nada nuevo pasamos el verano en La Ciotat antes de volver a Niza, donde la vida retomó finalmente su curso.

La vuelta al colegio transcurrió con normalidad: el liceo de día, la vida familiar de noche, las exploradoras los días libres. Sin embargo, nuestra situación material se degradó con rapidez. El invierno fue muy frío y tuvimos dificultades reales para encontrar carbón. Las restricciones alimentarias tampoco tardaron en llegar: se sabe que la región de Niza produce más flores que lácteos y verduras. La población vivía muy mal entonces, y nosotros no éramos la excepción.

En este contexto y más allá de la atención que le prestábamos a las noticias que llegaban de Vichy (9), quedamos muy impresionados al escuchar el anuncio, en el mes de octubre, del primer estatuto para los judíos. Nuestro padre, que era muy del estilo “ex combatiente”, no podía creer que esas disposiciones llevasen la firma del mariscal Pétain. Todos sabemos el contenido. A partir de ese momento, los judíos pasaban a ser segregados administrativamente, una medida absolutamente escandalosa en el país de los derechos humanos. Se consideraría “judío” a quien tuviese tres abuelos judíos, ¡pero se necesitaban sólo dos si se estaba casado con un cónyuge judío! Clasificados de esta manera, a los judíos se les prohibía ejercer cualquier tipo de actividad tanto en el sector público como en la esfera de los medios, mientras que el ejercicio de otras profesiones estaría regido por cuotas restrictivas. Esto llevó a que en diciembre de 1940 dos de mis profesoras tuvieran que dejar sus puestos. En cuanto a nuestro padre, quien ya hacía unos años no tenía mucho trabajo, directamente le fue retirado el derecho a ejercer su profesión. Afortunadamente unos amigos arquitectos lo ayudaron dándole algunos encargos, pero su actividad se había vuelto todavía más marginal, ya que ellos tampoco tenían muchas obras. Todo se complicaba día a día. Escasez de provisiones, recursos en constante baja: pese a la discreción habitual de mis padres en torno a temas monetarios, no era muy difícil adivinar las dificultades a las que tenían que enfrentarse. La situación no dejó de empeorar. Recuerdo, uno o dos años más tarde, cuando mi hermana mayor, al volver del banco, nos anunció que en nuestra cuenta no quedaba ni un centavo.

Era claramente una época de vacas flacas. Por supuesto que mi padre quería mucho a mi madre, y también le habría gustado no tener que compartir esa situación con sus hijos, a quienes amaba con ternura. Sin embargo, era un hombre de principios, que siempre había manejado con mucho rigor los gastos de la casa. Ya antes de la guerra, los dulces que a mamá le gustaba darnos, a decir verdad bastantes ligeras como un pain au chocolat, no eran contabilizadas en el presupuesto general. Cuando llegó la austeridad, todo se complicó y los cuatro adolescentes que éramos quedamos muy marcados. Sentíamos que mamá dependía demasiado de papá y eso no nos gustaba. Ella, que nunca había trabajado y por ende nunca había sido autónoma financieramente, tenía que rendir cuentas detalladas. Todos estábamos muy atentos a las advertencias que nos daba. Conservo de esto un recuerdo emotivo y una lección inolvidable: “No sólo hay que trabajar, sino que además hay que tener un verdadero oficio”. Así, cuando mucho más tarde mi marido se animó a sugerirme que la educación de nuestros hijos podría obligarme a no trabajar, me opuse con firmeza.

Entre tanto, a partir de 1941 los judíos fueron obligados a registrarse; primero los extranjeros, que había en gran cantidad en Niza, luego los franceses. ¿Qué significaba esto? ¿No éramos acaso tan franceses como los otros? Pese a todo, igual que la casi totalidad de las familias judías nos plegamos a esta formalidad, acostumbrados a respetar la ley y sin querer pensar demasiado en las implicaciones: el presente era demasiado preocupante como para hacerse preguntas sobre el futuro. De hecho, no teníamos por qué avergonzarnos de lo que éramos. ¿Es necesario aclarar que fui un poco más reticente que los otros?

Durante este período Niza no paraba de recibir refugiados judíos que huían del norte de Francia para llegar a la zona libre; este fenómeno aumentó todavía más con la ocupación del sureste de Francia por parte de las tropas italianas, a fines de 1942. Su llegada era la consecuencia de la invasión alemana de la zona libre después del desembarco de los aliados en África del Norte. Hay que señalar que los italianos tenían una actitud bastante tolerante con los judíos franceses. Paradójicamente, eran más liberales con nosotros de lo que habían sido las autoridades de nuestro propio país. Los alemanes, que en los territorios que iban ocupando arrestaban a los judíos a diestra y siniestra, no tardaron en condenar la relativa benevolencia de los italianos, aunque sin grandes resultados. De manera que, hasta el verano de 1943, el sureste de Francia fue un refugio para los judíos, al principio porque estaba en la zona libre, luego porque estaba ocupado por los italianos. Así Niza vio aumentar su población en varios miles de habitantes en sólo algunos meses.

Cinco nuevos miembros de la familia habían llegado a Niza, cerca de donde vivíamos, complicando aun más las dificultades materiales que debíamos enfrentar. El hermano de papá, que era ingeniero, había sido arrestado en París durante la gran razia de médicos e ingenieros. Tomado prisionero en el campo de Compiègne, estuvo tan enfermo que las autoridades decidieron hospitalizarlo. Cuando se curó fue liberado y dos años más tarde vino a instalarse en Niza con su mujer y sus tres hijos. Sus relatos nos alarmaron aun más. Estábamos muy preocupados por el futuro. Y no había manera de estudiar en este contexto. Mi hermano Jean decidió bruscamente dejar sus estudios y empezó a trabajar como fotógrafo en los estudios de cine de Niza. Milou, que acababa de obtener su bachillerato, consiguió un contrato como secretaria para poder aliviar un poco las maltrechas finanzas familiares. Denise decidió dar clases particulares de matemáticas. Así lográbamos sobrevivir, en estado de suspensión, mientras pasaban los meses y la llegada de inmigrantes no cesaba. Encontrábamos cada vez más familias judías en situaciones tan comprometidas que los hospedábamos por unos días. A decir verdad, no dejaba de asombrarnos su respeto por las prácticas religiosas: era la primera vez que veíamos gente que seguía el shabat, con la kipá puesta, sin hacer nada, esperando que pase el día, en medio de la oscuridad. Lo mismo que nosotros, que no seguíamos las mismas prohibiciones pero que por respeto nos demorábamos en prender la luz.

Después de la caída de Mussolini, en el verano de 1943, los italianos firmaron un armisticio y abandonaron la región. Ahí empezó la tragedia. El 9 de septiembre de 1943, la Gestapo desembarcó en Niza, incluso antes que las tropas alemanas. Sus servicios se instalaron en el hotel Excelsior, en pleno centro, y comenzaron inmediatamente la caza de judíos que los italianos se habían negado a llevar a cabo. Los arrestos masivos arrancaron enseguida. Eran dirigidos por Aloïs Brunner, que ya era célebre en Viena, Berlín y Salónica, antes de dirigir el campo de Drancy. Mi mejor amiga, compañera del liceo y exploradora como yo, fue arrestada junto a sus padres el 9 de septiembre. Más tarde me enteraría de que fueron gaseados al llegar a Auschwitz-Birkenau.

Las cosas cambiaron radicalmente para los judíos franceses, que hasta entonces habían sufrido pocos arrestos. A partir de este momento, nuestros documentos de identidad debían llevar la letra “J”. Presentí los riesgos de esta medida antes que el resto de mi familia y quise oponerme a que nos pusieran ese sello. Sin embargo, igual que aquella otra vez en la que habíamos tenido que ir a registrarnos ante las autoridades, terminamos acatando la nueva medida con una mezcla de resignación, legalismo y, a decir verdad, orgullo. Ignorábamos cuán cara nos saldría esa franqueza. A partir de los primeros arrestos lo entendimos. Ya no era el momento para asumir lo que éramos. Por el contrario, había que hundirse en la masa anónima, volverse -hasta donde fuera posible- invisible.

En esos comienzos de septiembre de 1943, mis dos hermanas se encontraban todavía en un campo de líderes scouts. Nuestro padre, muy preocupado y con razón, les avisó cuál era la situación y les aconsejó volver a Niza. Denise le hizo caso y rápidamente se unió al movimiento de resistencia Franc-Tireur en la región de Lyon, pero Milou volvió a casa. No quería dejar su trabajo, que contribuía a la supervivencia de la familia. La situación era muy peligrosa y mis padres decidieron hacerle frente consiguiendo documentos de identidad falsos. Luego nos desperdigamos: mamá y papá fueron a la casa de un dibujante que había trabajado para mi padre, eran gente simple y generosa que les ofrecieron de inmediato su hospitalidad. Más adelante, en el transcurso de toda nuestra deportación, ellos alojarían a nuestra abuela, que se había unido a nosotros. Milou y yo estábamos en el mismo edificio, en casas de ex profesores; ella, en lo de su profesor de química, yo en lo de un profesor de letras. Mi hermano Jean vivía en otro lado, con una tercera pareja. Con esta dispersión, y con papeles falsos, creíamos estar resguardados. Mi hermana seguía trabajando, yo seguía con mis clases en el liceo y no dudaba en pasear por la ciudad con mis amigos. Digámoslo sin vueltas: éramos unos inconscientes.

La familia que me hospedaba era atípica y muy cálida: ella, una excelente profesora, seguía enseñando en un liceo. Él era heredero de la familia Villeroy, célebres vendedores de porcelana, descendientes del mariscal. Vivían en un lindo edificio, en Cimiez. Tenían tres hijos, y no dudaron en instalar una cama adicional para mí en la habitación de su hija, que tenía cuatro o cinco años. Su vida era simple, sin protocolo. En la puerta de entrada habían pegado un pequeño cartel: “Los que no tengan una buena razón para venir aquí, por favor absténganse.” Entre las ocupaciones favoritas del señor de Villeroy se encontraba la astronomía, dedicaba horas enteras a mirar las estrellas casi sin salir a la calle. Su mujer preparaba sus clases, iba al colegio, corregía exámenes. Los dos me habían integrado totalmente a la vida familiar. Su simpatía y su apoyo fueron todavía más valiosos cuando, apenas dos meses después del comienzo de las clases, tuve que dejar el liceo. En noviembre la directora me llamó a su oficina y me hizo entender que ya no podía tenerme en el establecimiento. Una o dos alumnas judías habían sido arrestadas y ella se negaba a asumir una responsabilidad tan pesada. A partir de ese momento, tuve que quedarme en casa y preparar el examen del bachillerato como pudiese. Su actitud me sorprendió, pero yo no podía decir nada. Por suerte, gracias a los apuntes de clase que me pasaban mis compañeras y a las correcciones que los profesores me devolvían a veces, tuve una ayuda escolar eficaz. Pese a la decisión de la directora, ese colegio al que siempre consideré una segunda familia no dejaba de cumplir con su cometido. Pude así preparar mi bachillerato estudiando en casa de los Villeroy y en la biblioteca municipal, que estaba cerca.

Cada vez que salía, trataba de convencerme de que mi documento falso sería suficiente para protegerme. Sin embargo, en Niza, incluso más que en otros lugares, el peligro acechaba en las calles. Ahí era donde la mayoría de la gente era arrestada por los controles repentinos. Pero, a pesar de todos los esfuerzos que desplegaba con la ayuda de indicadores y fisonomistas, la Gestapo no lograba realizar razias tan eficaces como en otras ciudades. Primero, por la genuina solidaridad que existía entre la gente de Niza y, en segundo lugar, porque la policía francesa estaba cada vez menos dispuesta a colaborar. A comienzos de 1944, la población comenzaba a convencerse de que la relación de poder se estaba invirtiendo y que, dentro de poco, el desembarco de los aliados terminaría con la dominación alemana, como el de Sicilia había precipitado la caída del poder en Italia. Al mismo tiempo que crecía esta última esperanza, alimentada por la evolución de la situación militar tanto en el Este como en Italia, la Gestapo reforzó los controles y las persecuciones. Muchos de nosotros pagamos el precio.

En las primeras semanas de colegio nos habían avisado que las pruebas del bachillerato no serían a fines de junio sino a principios de marzo, y que sólo habría pruebas escritas. Las autoridades de Niza querían cerrar el año escolar lo más temprano posible, por miedo a un desembarco aliado y a los disturbios que éste pudiera acarrear. Consideraban incluso la posibilidad de evacuar la ciudad en caso de que fuese necesario. Habían erigido blockhaus (búnkeres) a lo largo de toda la costa y estaban previstas otras medidas de protección. Yo pasé los exámenes sin problemas el 29 de marzo, y bajo mi verdadero nombre.

Al día siguiente tenía que encontrarme con unas amigas para festejar el final de los exámenes. Me dirigía hacia el lugar del encuentro con un compañero cuando, de repente, dos alemanes vestidos de civil nos pararon para un control de identidad. Estaban escoltados por uno de esos rusos que abundaban por entonces en Niza, algunos de los cuales no habían tenido ningún escrúpulo a la hora de ponerse al servicio de los alemanes. Un vistazo rápido de mi documento les bastó: “Es falso”. Me defendí con absoluto aplomo: “¡Pero, de ninguna manera!” Se negaron a discutir y nos llevaron directamente al hotel Excelsior, donde la Gestapo llevaba a cabo los interrogatorios de las personas detenidas. El mío no duró mucho. Mientras me aferraba a repetir que mi nombre era el que figuraba en mis papeles, uno de los alemanes me mostró una mesa con una pila de documentos vírgenes, cuya firma, fácilmente reconocible por la tinta verde, era idéntica a la mía. El tono era amable pero irónico: “Documentos como el suyo tenemos tantos como usted quiera.” Me quedé sin voz. ¿Habían secuestrado un stock entero o acaso habían logrado hacer circular documentos falsos? Nada era imposible. Me dije: “Toda mi familia tiene los mismos documentos que yo. Tengo que avisarles.” Les di una dirección falsa a los alemanes antes de rogarle a mi amigo no judío, con el que había sido detenida y que estaba a punto de ser liberado, que avisara a mi familia.

Pero entonces se produjo una trágica suma de circunstancias. Ese día, mi hermano debía verse con mamá. Como se desencontraron, cada uno fue por su lado a donde yo vivía y donde también paraba, en otro piso, mi hermana Milou. Los tres se cruzaron al mismo tiempo en la escalera del edificio. Y, como el chico que tenía que avisarles había sido seguido por la Gestapo, la redada fue muy rápida. Mamá, Milou y Jean también habían salido de sus casas convencidos de que sus documentos los protegían. Al verlos llegar al hotel Excelsior, tuve la sensación de que una trampa se cerraba a nuestro alrededor y de que nuestras vidas tomaban a partir de ese momento un giro dramático. Ya era inútil luchar. Aunque mi hermano no estuviese circuncidado, nuestros documentos falsos bastaban para que fuésemos denunciados como judíos. Igualmente tratábamos de tranquilizarnos repitiéndonos que no se podía estar seguro de que todo fuera a ser peor. Mamá no había perdido la esperanza y, pese a nuestro infortunio, se alegraba de que estuviésemos juntos.

Durante la semana que pasamos en el hotel Excelsior, no fuimos maltratados. De hecho comimos mejor que afuera. Recuerdo que, entre los SS que nos vigilaban, había un alsaciano que se compadecía de los detenidos. ¿Sabía acaso lo que nos esperaba? Tengo mis dudas. Lo cierto es que podíamos escribirles a nuestros amigos y también podíamos pedir que nos hiciesen llegar efectos personales, libros, ropa abrigada. De manera que, por más sorprendente que parezca, esos seis días, aunque transcurrieron bajo la incertidumbre y la aprensión, no fueron vividos con la angustia que uno podría imaginar.

El grupo de personas detenidas partía de Niza al final de cada semana, sin duda en función de la cantidad de lugares en los vagones, que eran coches para pasajeros comunes. Subimos al tren sintiendo una opresión en el pecho, pero sin imaginar ni por un solo instante lo que nos esperaba. Todavía todo parecía más o menos civilizado. Los SS no nos trataban con desprecio o violencia, y sólo dos de ellos se encargaban de la vigilancia, cada uno en un extremo del vagón. El 7 de abril viajamos hasta Drancy, donde convergían –nos enteramos después– todos los trenes de Francia. Cuando llegamos entendimos enseguida que descendíamos un escalón más en el camino hacia la miseria y la deshumanización.

Las condiciones de vida en el campo eran terribles en el plano moral y material. Dormíamos y comíamos mal, aunque hay que relativizar porque en esa época se comía mal en toda Francia. En Drancy reinaba ante todo la angustia, si bien algunos se aferraban a la probabilidad de un desembarco próximo. Tenían tanta esperanza en una liberación rápida, que hacían todo lo posible para ganar tiempo y retrasar la partida. Para la mayoría, esta esperanza resultó ilusoria. Sólo algunas personas, muy pocas y en general las que fueron detenidas al principio, habían logrado volverse indispensables: médicos, empleados de los registros, miembros de lo que podríamos llamar la estructura administrativa, aunque son palabras demasiado importantes para una realidad tan pobre. Los responsables del campo eran de mármol. Bastaba cualquier incidente para que alguien que había logrado quedarse un año o más, de pronto disgustase a la Gestapo o a los SS y fuera también trasladado. Por otro lado, algunos individuos aislados, con cónyuges no judíos, lograban quedarse ahí y salvar sus vidas, porque en Drancy en esa época ya no se moría.

Los detenidos podían quedarse postrados y mudos durante días. En cuanto a los responsables judíos, ignoro si sabían lo que nos esperaba. A mi entender, tenían más intuición que conocimiento real. Pero, si sabían algo, obviamente no se filtraba nada: si de verdad hubiesen tenido alguna sospecha o certeza sobre nuestro futuro destino igual no nos habrían dicho nada, porque el campo se habría vuelto insoportable y las represalias, atroces. Por lo tanto, nunca escuché hablar en Drancy de cámaras de gas, hornos crematorios o medidas de exterminio. Todo el mundo repetía que íbamos a ser llevados a Alemania para trabajar “mucho”. ¿Pero adónde? A falta de información, se hablaba de “Pitchipoï”, un término desconocido que designaba un destino imaginario. Las familias esperaban no ser separadas, y eso era todo.

Después de la guerra se habló mucho sobre el conocimiento que los judíos podían haber tenido de la situación. En realidad, la información era mucho más escasa de lo que se cree. Los judíos extranjeros, los primeros en ser perseguidos, supieron antes que el resto qué era lo que se avecinaba. Había más información en la zona ocupada que en la zona libre. Es difícil, sin embargo, creer que François Mitterrand, que tras su evasión se recuperaba en la Costa Azul en casa de unos judíos de origen tunecino, haya podido ignorar las medidas que fueron tomadas contra ellos. Todas las familias de la colectividad eran perseguidas. El número de las que lograron llegar sin problemas hasta las puertas de la Liberación no debe haber sido muy alto.

La tediosa negrura de Drancy era atravesada a veces por un rayo de sol. Recuerdo haberme reencontrado con los Reinach, madre y padre, nuestros amigos de la villa Kerylos. La señora Reinach, siempre enérgica, supervisaba los servicios de cocina del campo. Fui a verla y tuve la alegría de poder decirle: “La semana pasada recibí una carta de su hija Violaine. Toda su familia está muy bien y fuera de peligro.” Por supuesto, una noticia como ésta era un regalo para el señor y la señora Reinach, que habían sido arrestados poco tiempo antes e ignoraban completamente lo que les había ocurrido a sus cinco hijos. En cuanto a los padres, habían sido deportados muy tarde y directamente a Bergen-Belsen, como otras personas conocidas, quizá porque la señora Reinach era de origen italiano.

Día tras día, los cuatro –mamá, mi hermana Milou, mi hermano y yo– esperábamos un traslado a Alemania del que ignorábamos tanto la fecha como el destino, con la única esperanza de que no nos separasen. Nadie había oído hablar de Auschwitz, era un nombre que nunca era pronunciado. ¿Cómo habríamos podido tener alguna idea del futuro que los nazis nos tenían reservado? Hoy en día es difícil entender hasta qué punto la información estaba controlada durante la Ocupación por la acción de la policía y la censura. Ahora nos cuesta entender que nadie, salvo en los barrios implicados, hubiese oído hablar de la redada del Velódromo de Invierno (10) de julio de 1942, que luego haría correr tanta tinta y daría lugar a tantas polémicas. Cuando, mucho más tarde, yo misma me enteré, compartí el estupor colectivo frente a la revelación del comportamiento de la policía parisina. Su complicidad en la operación me pareció una mancha indeleble sobre el honor de los funcionarios franceses. Hoy, aunque la inmensa mayoría de nuestros conciudadanos comparta este punto de vista, mi juicio se ha vuelto más preciso y considero que hay que diferenciar. Nunca, pero nunca, se podrá lavar la culpa de los dirigentes de Vichy que contribuyeron enérgicamente a la “solución final” con la colaboración de la policía francesa, sobre todo en París. Pero esto no le saca ningún mérito a aquellos policías que, por ejemplo, previnieron y de esta manera salvaron a la mitad de los veinticinco mil judíos registrados en París antes de la redada del Velódromo.

En líneas generales, si tres cuartas partes de la población judía que vivía en Francia pudo escapar a la deportación fue, en primer lugar, gracias la existencia desde noviembre de 1942 de la zona libre y, hasta septiembre de 1943, por la ocupación italiana. Además, muchísimos franceses, mal que les pese a los autores de Le Chagrin et la Pitié (11), tuvieron un comportamiento ejemplar. Los niños fueron, en su mayoría, salvados gracias a toda clase de redes, como la Cimade (12); pienso en particular en los protestantes de Chambon-sur-Lignon y de otros lugares, o incluso en los numerosos conventos que recibieron a familias enteras. Al fin de cuentas, entre todos los países ocupados por los nazis, Francia fue por lejos el que tuvo el menor porcentaje de arrestos. Más del ochenta y cinco por ciento de los judíos holandeses fueron eliminados. En Grecia ocurrió lo mismo. El año pasado, cuando viajé a Atenas, pude constatar que no quedaba nada de la comunidad judía de Salónica. Me contaron que allí la ira de los nazis fue tal, que la detención de dos personas que estaban refugiadas en una pequeña isla griega había movilizado a toda una unidad SS. Ningún evento histórico, ninguna decisión política tomada por dirigentes, sobre todo en períodos tan turbios como éste, puede llevar a conclusiones terminantes. Nadie puede negar que la colaboración, consagrada por las siete estrellas de Pétain, indujo al error a muchos de nuestros conciudadanos. Sin embargo, años más tarde, quedé muy impactada por la respuesta que me dio la reina Beatriz de Holanda un día en el que le hablé de mi admiración por la partida al exilio de la reina Guillermina y de su gobierno a Londres luego de la invasión de su país, en 1940: “No crea que fue algo tan simple. La actitud de Guillermina fue muy criticada; la gente lamentaba que hubiera ‘abandonado a su pueblo’. Y es lo que todavía se sigue diciendo hasta hoy en nuestro país”. En Francia, en general se ignora que, por el vacío político que existía en Holanda, los judíos fueron muy frecuentemente denunciados. Como ocurrió con Ana Frank.

Volviendo a Drancy, al cabo de algunos días el responsable del campo –ignoro si era un miembro de la Gestapo o un francés– les informó a los jóvenes de dieciseis años o más que, si aceptaban quedarse allí, trabajarían con la Organización Todt (13). Mi madre, mi hermana y yo le dijimos entonces a Jean: “Si tienes alguna posibilidad de quedarte en Francia, no la dejes pasar. No sabemos lo que nos espera en Alemania, quizá nos separen. Pero tú, quédate en Francia.” Después de mucho dudar, Jean decidió ofrecerse como voluntario en lugar de partir con nosotras.

Durante toda esa semana en Drancy, no supimos absolutamente nada sobre lo que había pasado con nuestro padre. Cuando volvimos, pudimos reconstituir los diferentes episodios. Él fue arrestado unos días después que nosotros y llegó al campo poco después de nuestra partida. Ahí se reencontró con Jean, que todavía estaba esperando el trabajo que le habían prometido. Por supuesto, todo eso no era más que una farsa: los responsables nunca habían pensado seriamente en emplear judíos en la Organización Todt. El tren en el que fueron embarcados, unos días más tarde junto con otro centenar de personas, partió en realidad hacia Kaunas, uno de los puertos más importantes de Lituania, entonces ocupada por los alemanes. ¿Por qué ese destino? Nunca nadie ha podido explicarlo. Quizá los nazis temían que hubiese motines fomentados por estos jóvenes en los trenes de deportados, o incluso fugas. Al eliminar a los hombres en la flor de la vida, minimizaban los riesgos. Otra hipótesis –y esto es lo que piensa el padre Desbois, quien en la actualidad lleva a cabo investigaciones en Bielorrusia y Ucrania sobre las fosas comunes– es que estos hombres fueron enviados a los países bálticos para desenterrar cadáveres y que nadie pudiese encontrarlos ni reconstituir los diferentes episodios. Hoy, de hecho, está comprobado que a los pocos supervivientes de ese convoy se les asignó esa tarea siniestra. En lugar de utilizar gente de los países bálticos, que hubiese podido divulgar las matanzas en masa, los nazis habían preferido hacer venir franceses, que luego también serían eliminados.

Lo que sí se sabe con certeza es que mi padre y mi hermano fueron enviados juntos hacia Kaunas, porque sus nombres figuran en las listas. Se sabe también que algunos de estos hombres fueron enviados a Tallin, la capital de Estonia, para hacer tareas de reparación en el aeropuerto que había sido bombardeado. Se cree que todos fueron asesinados al llegar, o al menos fue así según los testimonios de la quincena de supervivientes que volvieron de ese infierno. ¿Cuál fue el destino de mi padre y de mi hermano? Nunca lo supimos. Ninguno de los supervivientes conocía a papá o a Jean. Una investigación posterior, llevada a cabo por una asociación de ex deportados, no dio resultados. De manera que nunca pudimos saber que ocurrió con nuestro padre y con nuestro hermano. Hoy conservo intacto el recuerdo de las últimas miradas y las últimas palabras que intercambiamos con Jean. Recuerdo los esfuerzos que hicimos las tres para convencerlo de que no nos siguiese, y una tristeza terrible me oprime al pensar que nuestros argumentos, lejos de salvarlo, quizá lo mandaron a la muerte. Jean tenía entonces dieciocho años.

En cuanto a mi segunda hermana, Denise, cuando nosotros llegamos a Drancy ya hacía varios meses que se había unido a la resistencia. Fue arrestada a su vez en junio de 1944 y luego deportada a Ravensbrück, aunque logró disimular que era judía, lo que probablemente le salvó la vida. Milou y yo no supimos nada antes de nuestra vuelta a París. Durante todo el tiempo que duró la deportación, vivimos con la idea de que por lo menos ella había logrado escapar a la persecución. En un centro de repatriación en la frontera entre Alemania y Holanda, nos enteramos de lo que le había ocurrido; alguien allí nos trastornó cuando nos dijo que la había visto en Ravensbrück. Ese fue el destino de mi padre, de Jean y de Denise, que yo ignoré entre el momento en el que me fui de Niza, el 7 de abril de 1944, hasta mi vuelta a Francia, en mayo de 1945.

A nosotras tres, el 13 de abril a las 5 de la mañana, nos llevaron en una nueva etapa de este interminable descenso al infierno. Unos autobuses nos condujeron a la estación de Bobigny, en donde nos hicieron subir a vagones para animales que formaban parte de un convoy que partía inmediatamente hacia el Este. Como no hacía ni demasiado frío ni demasiado calor, la pesadilla no desembocó en una tragedia, y en el vagón en el que estábamos nosotras, nadie murió de frío durante el viaje. Estábamos, sin embargo, horriblemente apretados; había unas sesenta personas: hombres, mujeres, personas mayores, pero ningún enfermo. Todo el mundo se empujaba para tener un poco más de espacio. Había que turnarse para poder sentarse o estirarse un poco. No había soldados arriba de los vagones. Los únicos que vigilaban el convoy eran los SS que estaban en cada estación donde paraba el tren. Recorrían cada lado de los vagones para advertirnos que, si alguien intentaba escapar, todos los ocupantes del vagón serían fusilados. Nuestra sumisión da una idea de nuestra ignorancia. Si hubiésemos podido imaginar lo que nos esperaba, les habríamos suplicado a los jóvenes que corrieran todos los riesgos posibles para saltar del tren. Cualquier cosa era mejor que lo que nos iba a ocurrir.

El viaje duró dos días y medio, del 13 de abril al alba hasta el 15 a la noche, hasta que llegamos a Auschwitz-Birkenau. Es una de las fechas que jamás olvidaré, junto con la del 18 de enero de 1945, el día que dejamos Auschwitz, y la de la vuelta a Francia, el 23 de mayo de 1945. Son los puntos de referencia de mi vida. Podré olvidarme de muchas cosas, pero no de estas fechas. Quedarán para siempre ligadas a mi ser más profundo, como el tatuaje con el número 78651 sobre la piel de mi brazo izquierdo. Son, para siempre, las marcas indelebles de todo lo que tuve que atravesar.

8. NdelE: Guerra relámpago.

9. NdelE: Vichy fue la capital de Francia bajo el régimen colaboracionista del mariscal Pétain.

10. NdelE: La mayor redada llevada a cabo en territorio francés y en la que fueron detenidos más de 13.000 judíos.

11. NdelE: Polémico documental de Marcel Ophüls, sobre el régimen de Vichy, estrenado en 1969 con gran éxito comercial.

12. NdelE: Servicio ecuménico creado para la protección de inmigrantes extranjeros.

13. NdelE: Bautizada con el nombre de su jefe, Fritz Todt, era un grupo de construcción e ingeniería civil y militar de fuerte presencia en Alemania y los territorios ocupados.

Una vida

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