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Qué es la vida, un frenesí,

qué es la vida, una ilusión

una sombra una ficción;

que el mayor bien es pequeño,

que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son.

Calderón de la Barca, La Vida es Sueño

Eduardo C. murió en la ciudad de Quito (Ecuador) en 1996. Dejó tras de sí una vida pletórica de realizaciones, así como una extensa y bella familia agradecida por las innumerables acciones de ese patriarca justo y amoroso. Había sido dueño de una empresa de curtiembres y desde que nacieron sus hijos sembró en ellos adecuadamente los valores del trabajo, la dedicación y la superación, que fueron creciendo en el seno de un hogar bien sustentado por el amor y los cuidados de Anita, su mujer.

Eduardo había tenido varios hijos con Anita, pero por diversas razones, Rafael, el cuarto de ellos, era su preferido. Precoz y acucioso desde niño, estaba ávido de aprender todo lo que hacía el padre y destacó rápidamente en todo lo que se proponía. Con los años llegó a graduarse como ingeniero y creó su propia empresa con máquinas que él mismo armaba y desarmaba, manteniéndolas operativas donde muchos otros se hubiesen desanimado.

Rafael se casó y llegó a tener tres hermosos y brillantes hijos, orgullo de cualquier padre.

En el año 2002, seis años después de la muerte de Eduardo, nació la hija de Mauricio, el hermano mayor de Rafael, a la que llamaron Camila. Desde que nació, la sobrina produjo una inexplicable fascinación en Rafael, a tal punto que la esposa de Mauricio le dijo a su marido que había pensado nombrar padrino a Rafael de su Camila por la extraordinaria empatía que tenía con la niña, porque era evidente que era quien, además de sus padres, más la quería.

El tío Rafael se mantuvo pendiente de Camila y la consintió desde muy pequeña, incluso pasando mucho tiempo con ella, a pesar del gran amor y atención que tributaba a sus hijos. Era algo incomprensible para todos, especialmente para el propio Rafael. Y era tanto el deseo de pasar tiempo con su sobrina que se ofrecía una y otra vez para llevarla personalmente en su coche a cuanto compromiso ella tuviera, ya fuera a la piscina, al ballet, adonde fuese. Naturalmente esto llegó a provocarle celos a Mauricio, el padre de la niña.

Una de esas veces que Rafael llevaba a la pequeña Camila en su coche, ella, que estaba sentada en la parte posterior, insistió en ponerse delante, cosa que no era adecuada por ser ella pequeña. Pero fueron tales los ruegos que el tío accedió y le colocó el cinturón de seguridad. Nada más sentarse ella en el lado del copiloto, cruzó las piernas como una persona mayor y entrelazó los dedos de las manos sobre sus rodillas como lo hacía su abuelo Eduardo. Resulta que en los últimos años de su vida don Eduardo era llevado regularmente por Rafael a sus chequeos médicos y el anciano patriarca, en cuanto se sentaba en el asiento delantero del copiloto cruzaba las piernas y colocaba las manos en la misma posición que ahora adoptaba su nieta Camila. Rafael no había relacionado la postura de la niña con la que adoptaba su padre, pues estaba concentrado en conducir el coche, cuando de pronto la niña se gira y mira a su tío Rafael y le dice:

–¿Recuerdas, Rafael, cuando yo era tu padre?

–¿Qué dices, Camila? ¿Que tú fuiste mi padre?

–¡Sí!… ¿Recuerdas cuando me llevabas en tu otro coche al médico?

Rafael comenzó a reírse nerviosamente y no atinaba a decir nada. Solo escuchaba a la niña pensando que bromeaba o fantaseaba.

Tiempo después Rafael me buscó para contarme la experiencia que había tenido con su sobrina, quien aparentemente sería la reencarnación de su padre Eduardo ya fallecido. Le pedí entonces reunirnos y también con Mauricio, su hermano y padre de la niña. Ya congregados, Mauricio nos confió lo siguiente:

–Desde que empezó a hablar, Camila, en vez de llamarme papá me decía «Mauri», como solía llamarme mi padre, lo cual me extrañó. Desde muy pequeña, a los tres años y medio, sabía cosas increíbles y anticipaba acontecimientos. También relataba cosas sobre sitios y situaciones que era imposible que hubiese conocido. Llegué a pensar que podía ser memoria genética.

»Una vez íbamos en el coche por la calle y de pronto la niña, inquieta desde atrás, me dice: «¡Mauri, quita el pie del embrague! ¿No recuerdas cuando te enseñaba a manejar?». «¡Camila, por favor!... ¿Cuándo me has enseñado tú a manejar?». «¡Antes!... ¡Cuando era tu papá!».

»Y ciertamente mi papá me enseñó a manejar. Él tenía un Volkswagen y siempre me decía lo mismo: «¡Quita el pie del embrague!».

»Más adelante, la niña señaló una casa donde mi padre y nosotros sus hijos habíamos vivido 40 años atrás. Entonces ella me dijo muy excitada: «¿Te acuerdas, Mauri, cuando vivíamos en esa casa?». «¿Cómo te puedes acordar, Camila, si tú no existías en ese tiempo?». «¡Sí! ¡Fíjate, la entrada estaba allí! Pero han bloqueado la puerta y la han abierto al otro lado» dijo ella entusiasmadísima. Ciertamente, los dueños actuales habían realizado esas modificaciones.

»Otro día, cuando la niña tenía cuatro años, salimos al parque para volar una cometa, y nada más tratar de alzarla en vuelo ella me interrumpió quitándomela de las manos y diciéndome: «Ay, Mauri, ¡no sabes volar cometas! Te voy a volver a enseñar ya que parece que has olvidado lo que te dije cuando eras chico».

Después de que Mauricio me contara esto le pedí que hiciera un experimento recordando lo que hacen los lamas tibetanos cuando fallece el Dalai Lama: después de dos años realizan un estudio astrológico evaluando dónde podría volver a nacer, y finalmente recogen objetos diversos que le pertenecieron en vida y los llevan consigo y salen a buscar a su nueva encarnación. El experimento consistía en que le llevara a Camila varios objetos bonitos y llamativos, y entre ellos colocara algún objeto que hubiera pertenecido al abuelo Eduardo. Pero tenía que ser algo muy cercano y personal.

Mauricio encontró el antiguo mango de un cuchillo que usaba don Eduardo en la curtiembre. No tenía hoja, y lo metió entre los demás objetos. Era algo tosco y feo; difícilmente podría llamar la atención de una niña pequeña. Sin embargo, ella, ante el ofrecimiento de su padre de poder escoger uno de los objetos como regalo, al ver expuestos todos sobre una mesa, algunos de ellos hermosos y atractivos juguetes, después de observarlos detenidamente escogió el viejo mango del cuchillo y se puso a jugar con él.

Cuando Mauricio le preguntó por qué había seleccionado un objeto tan feo, ella le contestó:

–¡Porque este es mío!

Este relato real que me tocó escuchar de los mismos testigos es una comprobación más allá de toda duda de la existencia de vidas sucesivas, la reencarnación, y de que cuando las relaciones son muy intensas entre las personas estas vuelven a relacionarse entre sí. En el caso de Mauricio, al ser el primogénito se había quedado con un sentimiento profundo de insatisfacción por no haber contado con la atención y el cariño de su padre, cosa que ahora se cumplía al tener en su propia hija a ese mismo espíritu que venía a compensar lo que quedó pendiente.

La muerte no existe

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