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II. LA COMUNIDAD DEL SANTUARIO

«Si aceptas ser guiado por la vida, una vez que te has preparado, esta aprovecha para ponerte al frente de otros para guiarlos, proteger y guardar lo que realmente tiene valor».

Desde Paucartambo la caravana continuó incrementada por todos aquellos que se habían añadido a la misma. Tuvieron que transcurrir algunos días para que alcanzaran el paso entre montañas cercano al Apucantiti, que conduciría al valle de Kosñipata o Tierra de las nubes, por donde se desciende hasta la selva alta. Una vez que llegaron al abra, o paso entre montañas, siguieron avanzando por estrechos y peligrosos caminos, agradeciendo con una apacheta o amontonamiento de piedras a los apus, o espíritus de las montañas, los favores y la protección recibidos. En su descenso hacia los caudalosos ríos de la jungla, una parte del grupo continuó camino al poblado de Lacco, llevando consigo algunas de las literas que cargaban con los mallquis. En un pucullo, o cueva, procuraron dejar pistas falsas, mientras que el resto avanzó hacia el Amarumayo, el río alto Madre de Dios, guiados por Choque, llamado ya por todos el «poderoso señor Serpiente» o hijo insigne del linaje de los Amaru.

El príncipe inca caminaba delante del grupo sin privilegio alguno, como Aisavilca o «jefe guía» que era. Había rechazado ser llevado en una litera como era costumbre entre los señores principales. Daba ánimos a su gente de manera constante, sobre todo a los rezagados, ofreciendo su hombro a aquellos que se sentían desfallecer por las largas jornadas, las altas temperaturas y las enfermedades transmitidas por los insectos que abundaban en la zona. Para él no habían antahuamra o sirvientes, simplemente todos eran hijos y hermanos de una gran familia que debía sobrevivir a lo que surgiera y así lo hizo saber, sobre todo cuando más flaqueaba la gente y el ánimo estaba demasiado alicaído.

Era admirable su ejemplo al cruzar las oroyas sobre los ríos caudalosos, pues era el primero en ofrecerse para cargar uno de los extremos de los palanquines que llevaban a los ancestros, o cuando era el primero en lanzarse al agua cuando había que rescatar a alguien arrastrado por la corriente. No perdía el ánimo y con sus bromas hacía que en los momentos más duros la gente estallase en carcajadas, olvidando por unos instantes la tragedia que iban dejando atrás. En poco tiempo el imperio se había derrumbado, por lo que las familias lloraban a sus muertos que se contaban por millones.

La actitud del príncipe, lejos de hacerle perder el respeto de su gente, le granjeó la admiración y el amor de todos; incluso motivó que los «orejones» dejaran de lado y olvidaran el protocolo. Antes un Inca no permitía siquiera que lo miraran a los ojos, y menos aún que le dirigieran la palabra si él no daba permiso. Pero con Choque Auqui todos buscaban reflejarse en su mirada y su sonrisa para darse fuerza y valor, extrayendo energía de la flaqueza.

Por las noches, bajo la luz de las coillorcuna o estrellas, en pleno campamento al borde del río, no faltaba quien cayera en la tentación de contar historias macabras como la del Nakaj o degollador, o las de las kefke o cabezas voladoras que hacían desaparecer a los peregrinos que pasaban la noche lejos de los tambos. Entonces Choque, quien como uno más permanecía muchas veces tras las conversaciones a la luz de las fogatas, intervenía con pensamientos sensatos y lecciones de valor.

Una noche miró al cielo y apuntó hacia unas extrañas luces que no caían como otras, sino que más bien caminaban horizontalmente a gran altura, a veces lenta y otras rápidamente, deteniéndose súbitamente sobre el lugar. Una vez se quedaban estáticas en el cielo o sobre los árboles, y se apagaban para volver a encenderse más allá. En aquella ocasión el príncipe le preguntó a los amautas y a uno de los sacerdotes:

–Sabios maestros, ¿qué es eso que se ve en el cielo?

–¡Son las literas de los dioses, mi príncipe! –contestó uno de los más ancianos quipucamayocs.

–¡Son los piscorunas! Ellos son los «hombres-pájaro» que habitan en las estrellas y que de cuando en cuando bajan a la Tierra a proporcionar una guía a los hombres, mi joven señor –sentenció el mayor de los amautas.

–¿Son hombres como nosotros?

–¡Como nosotros quizás, pero no como tú mi señor! ¡Tú eres hijo del Sol! ¡linaje de los fundadores! En tus venas corre sangre de dioses –intervino nuevamente el anciano amauta.

–Si fuera del todo cierto que nosotros los incas éramos divinos no estaríamos ahora aquí huyendo de quienes amenazan lo último que nos queda. Seamos realistas… Pero me interesa saber más acerca de esos piscoruna.

»¿Alguien los ha visto? ¿Realmente son hombres-pájaro?

El sacerdote se incorporó de un tronco sobre el que permanecía sentado, y, dirigiéndose a Choque Auqui, le tomó del hombro aprovechando que él mismo había roto todo protocolo.

–Mi joven señor, acompáñeme más a la orilla del río y así podremos conversar en privado.

»Son admirables su humildad y don de gentes mi señor, pero no es adecuado que sea tan cercano con todos. Tiene que mantener una distancia, sino no faltará quien cuestione su autoridad. Recuerde que usted también es un símbolo de nuestras tradiciones y nuestro pasado glorioso y en su descendencia estará también nuestro futuro. Bueno es que la gente lo admire y lo ame, pero que también lo respete y lo tema.

»Con respecto a sus preguntas, sí ha habido relatos de personas confiables que vieron a los piscoruna bajar del cielo; y entre ellos los hay quienes parecen hombres-pájaro, otros hombres-jaguar y otros hombres-serpiente, dependiendo de su procedencia, porque son muchas las estrellas en el firmamento.

–¿Y qué son?

–¡Son los hombres de arriba! No son dioses... ellos viven en las estrellas.

–¿Hay gente viviendo en las estrellas?

–¡Pues así parece mi señor! Ya ve usted, no sabíamos de la existencia de los sungazapas14 y los confundimos con los viracochas15 de nuestras tradiciones. Aparecieron por nuestras costas desolándolo todo, saqueando y matando. Hasta llegaron a acabar con la vida de su hermano Atahualpa con traición y han levantado a los cañaris y a los chachapoyas en contra nuestra.

–¿Y qué buscan los piscoruna? Deben ser más sabios y antiguos que nosotros, sino no podrían llegar hasta aquí.

–Muy bien pensado mi príncipe. Y quizás la respuesta sea que todos tenemos algo que aprender. Posiblemente a través nuestro ellos recuerdan sus tiempos anteriores, y por consiguiente, nosotros les estaríamos ayudando a recordar.

–Pero, ¿qué podríamos enseñarles nosotros a ellos?

–En todo este viaje he estado observándolo mi joven señor, y he aprendido mucho de usted. Agradezco y bendigo a la vida por el privilegio de haberle acompañado. Usted es diferente; tiene la fuerza y el ímpetu de la juventud, pero a la vez la sabiduría y la inteligencia de los siglos; y por ello la vida lo ha puesto al frente de todos nosotros, de este remanente que busca proteger y guardar nuestra cultura.

»Quizás en cierta medida nosotros seamos para ellos lo que usted está siendo para nosotros.

–¿Y serán buenos o malos?

–¿Por qué tendrían que ser todos malos si supuestamente son más avanzados que nosotros? Debe haber de todo allí afuera, y hasta quizás habrá quienes podrían estarnos cuidando de los que no son buenos.

–¿Podremos llegar a verlos y a conocerlos? ¿Nos podrían ayudar contra nuestros enemigos?

–No creo que haya sido casual que viéramos esas luces en el cielo bajando entre los árboles. Quizás ellos se dejaron ver a propósito, queriendo acercarse a usted mi señor y darle algún mensaje. Esté atento; quién sabe si en ese lugar podría darse cualquier cosa. Pero dudo que ellos vayan a tomar partido respecto a las cosas que ocurren en estas tierras. Lo que nos ha pasado es consecuencia de muchos errores y desaciertos, y la vida se está encargando de purificarnos. Tenemos que sacar una gran enseñanza de cuanto nos ha ocurrido en poco tiempo para no repetirlo.

–Es cierto… Confiemos entonces en que la cercanía de los piscoruna sea una protección a nuestro grupo y una confirmación de la ruta. Nada debemos temer si nos mantenemos unidos y con fe.

–¡Bien dicho su majestad!

Todas las mañanas Choque dirigía con los sacerdotes el «saludo al Sol», con los pies descalzos sobre la tierra, elevando los brazos por encima de la cabeza y tomando una respiración lenta y profunda; luego abría los brazos en arco exhalando y cantando las palabras: «Punchao chinam» («Hagamos que amanezca en nuestras vidas»). Era un canto melodioso y fuerte, seguido y repetido por todos varias veces. También acompañaba las oraciones de la mañana con una invocación al espíritu de la Tierra, pidiendo su guía y protección.

Cada día reanudaban el viaje siguiendo el curso serpenteante de los ríos Pilcopata, Alto Madre de Dios, Palotoa y Rinconadero avanzando hacia las fuentes del Siskibenia. En toda la ruta les salieron al encuentro los sacharunas u «hombres salvajes». Su aspecto era feroz; llevaban pintura en sus rostros, un disco de plata cocido en la nariz y collares de semillas pendían de sus cuellos; en sus cabellos, que eran cortos, lucían una vincha de plumas negras cubriéndoles la frente. Portaban arcos de madera de chonta y larguísimas flechas de caña con puntas aserradas también de chonta y cuchillos de metal.

Se quedaron paralizados pensando que se trataba de runamicucs o antropófagos, pero los guerreros, nada más escucharles hablar en quechua abandonaron la actitud hostil y saludaron a todo el grupo dándoles la bienvenida en la misma lengua. Eran los machiguengas y se veía que estaban esperándolos.

La tribu de los machiguengas es una mezcla entre los indígenas locales y las huestes incas que colonizaron la zona. «Machu» significa antiguo, y «guenga» inca; esto quiere decir que esta tribu se consideraba descendiente de los incas antiguos que fueron allí más de setenta años antes.

Una vez en el poblado de los machiguengas, Choque y los suyos finalizaron el largo ayuno, compartiendo con ellos el masato o licor de yuca o mandioca hervida y fermentada. Comieron hasta saciarse la antisara, que es el choclo o maíz selvático, plátanos, yucas y peces de río asados sobre las brasas.

Tras dos días de descanso reparador, continuaron camino escoltados por los guerreros indígenas locales, llegando al muro de los símbolos de Pusharo.

El muro de Pusharo es una gigantesca roca de piedra caliza situada al lado del río, cubierta por arriba y por el lado derecho de vegetación. Tiene unos treinta metros de largo por unos ocho de altura. Su cara visible es plana y vertical. En ella se han grabado alrededor de un centenar de petroglifos en forma de círculos, espirales, líneas quebradas y rostros dentro de corazones, a manera de gigantesco mapa. El muro se encuentra a unos setecientos metros de la entrada del cañón del Mecanto.

Los amautas interpretaron los símbolos grabados allí que tenían miles de años. Ellos les hablaron de la ruta al Paiquinquin y de la necesaria interacción con la Pacha Mama o Madre Tierra. Les dijeron que aquel lugar había sido escogido por los piscoruna y los dioses del cielo para que desde allí pudieran recorrer el mundo, encontrando las respuestas y la solución de los problemas de esa parte del Universo.

Fascinado con los petroglifos, el príncipe inca preguntó:

–¿Por qué están ahí grabados en el muro tantos rostros dentro de corazones, maestros míos? Estos rostros-corazón recuerdo que estaban como en espiral en el gran disco de oro del Coricancha. ¿Pero por qué están aquí también?

–¡Porque es lo que estaba buscando su abuelo señor, tanto en el Oeste16 como en el Este17! –dijo el anciano amauta.

–¡Él buscaba respuestas a las preguntas existenciales! Nuestro soberano, como todos, quería saber quiénes somos y por qué estamos aquí. En esos viajes aprendió que lo que salvaría a los hombres de sí mismos es llegar a transformarse en el rostro vivo del amor. Y es que el amor es la fuerza propia de la divinidad, que debe ser despertada en el corazón de cada hombre para sobrevivir como especie y cuidar de las demás especies.

»Túpac Inca Yupanqui persiguió sueños que lo llevaron a navegar hasta Ninachumbi en el mar y a peregrinar a Paiquinquin en estas selvas. Él soñaba con esos rostros-corazón grabados en las piedras. Y cuando los fue encontrando supo que iba bien encaminado y que todo lo llevaría hacia los Paco-Pacuris o guardianes antiguos que se mencionaban en las leyendas ancestrales.

A un lado del muro estaba la entrada del Pongo del Mecanto o Puerta del Cañón que llevaba a las fuentes del Siskibenia, por lo que los sacerdotes recomendaron un nuevo día de ayuno y oración para pedir permiso a la Pacha Mama para atravesarlo. Después de esto, el grupo se encaminó por el cañón cruzando innumerables veces los ríos y, al cabo de dos días y medio de sofocada caminata por la abrupta e intrincada selva, llegaron a las faldas de una meseta montañosa que simulaba un rostro gigantesco mirando al cielo. A la distancia se veía que por un costado caía una alta catarata. De allí tuvieron que subir por una ligera pendiente hasta un gran portal de piedra trabajado al estilo cuzqueño. Más adelante, entre los árboles asomaban los andenes que se multiplicaban con los pata chacra o sembrados en terraza. Entre dos colinas se extendía una laguna artificial construida para el aprovisionamiento de agua. Bordeándola, y siguiendo un camino finamente empedrado, llegaron hasta otro pórtico donde fueron recibidos por un pequeño cortejo de hombres vestidos de blanco, a la usanza de los sacerdotes incas, solo que con cabellos largos y sueltos. Era otra comitiva de recepción conformada por los maestros iniciados por la gente de la montaña, que sabía del viaje secreto del príncipe.

Después de hacer una reverencia al hijo de Huayna Capac, le pidieron que los siguiera a un lugar que parecía ser el punto más profundo de un pequeño valle cerrado. Allí en la parte más baja, vieron una plaza circular rodeada de edificios y casas en terrazas. Entonces una entusiasmada muchedumbre se incorporó a la recepción, celebrando la llegada de los recién llegados. Minutos después se hizo silencio y la gente se retiró un poco, mientras que los sacerdotes tomaban el control de la situación y llamaban al orden tocando sus pututos o trompetas hechas de caracolas marinas. Entonces se procedió a dar la bienvenida oficial al heredero de la Quispehuasi o «Casa de Salvación». Unas mujeres se acercaron cargando recipientes con agua para que el príncipe se lavase; otras le ofrecieron una cumbi o túnica nueva y limpia, y lo vistieron y acicalaron para la ocasión. Mientras tanto, unos jóvenes y un chaupiroco, anciano como de setenta años, entonaban los harauis o cantares de gesta de trasfondo espiritual.

En un extremo de la plaza, sobre un promontorio fue colocado el cápac usnoo o trono real, alrededor del cual empezaron a situarse los willaq o sacerdotes, ataviados con sus umupachas o vestidos sacerdotales. Choque Auqui debía acercarse a recibir la Cápac unancha mascaipacha uayoc tica, la insignia real, o borla imperial que florece y fructifica, y que era la corona que lo reconocía como nuevo Sapan Inca. Así, los sacerdotes ciñeron la corona de los masca en su cabeza, dándole el nombre de Inca Choque Cápac. Él se agachó y besó la tierra bajo sus pies agradeciendo a la naturaleza que lo cobijaba. Cuando se incorporó de nuevo, alzó sus brazos hacia el Sol y dio gracias comprometiéndose a recuperar el conocimiento perdido y la verdadera orientación espiritual como fue en un principio. Acto seguido, un sacerdote descubrió el aquilla o vaso ceremonial del templo, para que bebiese la akja o especie de cerveza de maíz de bajo contenido en alcohol, también llamada chicha.

Una parte importante de la ceremonia era ceñir la corona a la reina. Esta sería en primera instancia una hermana de sangre del recién nombrado Inca; al no ser esto posible, se acercó el Intic huarmain camayoc u oficial de las mujeres del Sol, e invitó con gran respeto y solemnidad al monarca a que escogiese de entre todas ellas a la que sería su compañera. Este oficial había acompañado a la caravana velando, durante toda la ruta, por la integridad de las vírgenes del Acllahuasi.

Abochornado por la situación, el joven Inca solo atinó a decir que consideraba a todas las jóvenes presentes Allin Sumac Supascona, que significa que todas eran buenas y hermosas doncellas. Luego trató de localizar con la mirada a una a la que desde hacía varios días había estado observando. Desde el primer momento le llamó la atención, no solo su belleza, sino también su inteligencia y bondad para con los demás, pues siempre estaba atendiendo con diligencia a los más débiles. Era alta y delgada, con un largo pelo suelto color azabache. Al invitarla a acercarse, una ráfaga de aire agitó su atractivo cabello, por lo cual él la llamó Yahuaira (viento). La alegría general fue enorme y llovieron las felicitaciones sobre la doncella, que se sintió muy emocionada y halagada, celebrándose de inmediato el matrimonio de la pareja real.

Por la tarde, el Inca, acompañado de Mama Yahuaira, decidió reunirse con el Consejo de los Ancianos Sabios para aclarar ideas en relación a su destino y misión de Paiquinquin Qosqo, la ciudad «donde se es uno mismo», y en donde habitarían desde entonces.

Al día siguiente, muy temprano, el Inca promovió un nuevo encuentro e invocó y llamó al Camachico, que es la asamblea de todos los hombres y mujeres mayores de edad, para escuchar su sentir y para que guiaran con su consejo las acciones del que es «mayor entre todos». Con esta actitud, el Inca Choque Cápac iniciaría una nueva era en la historia de los gobernantes del incario. Asimismo ordenó que el yachachic runa, preceptor y maestro, del yachayhuasi o universidad y los demás amautas y quipucamayocs, procedieran a registrar los últimos acontecimientos tal y como exigía la costumbre entre los incas.

Una vez en el emplazamiento de la última ciudad fundada por el Inca Túpac Yupanqui, se procedió a distribuir el lugar y el alojamiento de los recién llegados. Tanto los guerreros como los sacerdotes y las mujeres permanecerían en la urbe en calidad de ayllu o comunidad, cuidando el legado de los ancestros y los dioses, aunque no todos se quedarían en la ciudad. El recién constituido y singular ayllu se repartió a lo largo de la ruta, desde las montañas de Paucartambo hasta la selva, para cuidar y proteger el camino al Paititi, así como para guardar sus secretos.

Así se originó la «Comunidad del Santuario» o el «Ayllu de los Q’eros», como se los conoce en la actualidad, nombre que en quechua y en machiguenga, la lengua de la tribu selvática del mismo nombre, significa «refugio, retiro o santuario».

Convertida en los ojos y oídos del Paititi, la parte de la Comunidad del Santuario situada en Paucartambo, que mantenía esporádicos encuentros con la gente del Valle del Urubamba, permitiría al Inca refugiado en la selva conocer la situación del mundo. Desde entonces, en ese ayllu se ha conservado el conocimiento de la lectura de los símbolos o tocapus en sus tejidos de fondo negro y blanco llamados pallay, como mensajes cifrados en clave que aguardarían el «tiempo del retorno».

Al cabo de muchos meses, llegó el momento en que el Inca Choque Cápac tendría que estar listo para entrar en contacto con los Paco-Pacuris, los sabios de la Orden Blanca que residían en el mundo intraterreno, cuya puerta era precisamente la caverna situada al pie de la montaña del rostro. Este encuentro sería muy importante porque el Inca sería conducido ante el Pachayachachi o «Maestro del Mundo».

El día del encuentro amaneció soleado, aunque había algunas pequeñas nubecitas bajas como motas de algodón a media altura en la montaña. Sobre el lugar se multiplicaban las bandadas de aves que revoloteaban cantando. El Inca salió de su pequeño palacio acompañado del que reemplazaría de entonces en adelante al sumo sacerdote, el principal de los Amautas y el mayor de los quipucamayocs, así como por una veintena de hombres, portando entre todos las momias de los incas encerradas en sarcófagos de barro al estilo chachapoya, así como los wauques o estatuas que representaban los dobles de los incas. Choque había soñado que guardaba en el interior de la montaña los corazones de sus antepasados que reposaban en el interior de los wauques.

En cuanto se acercaron al pie de la montaña, llegaron hasta la entrada de una impresionante caverna oscura y húmeda en forma de corazón, donde se evidenciaba la intervención de la mano del hombre. El primero en avanzar fue el Inca quien desde el umbral escuchó un sonido, como si se tratase de rugidos de otorongos o jaguares. Recordó entonces que, según se decía, los chamanes utilizaban estos felinos para incorporarse en ellos. Su confianza en una protección superior le permitió entrar en la caverna alumbrándose con una antorcha. Súbitamente aparecieron unas esferas que procedían de lo más profundo, llegando a situarse enfrente del soberano, suspendidas en el aire, observándolo. Luego, así como aparecieron volvieron a las profundidades desapareciendo, y al cabo de unos minutos la caverna se fue iluminando y se acercaron caminando desde dentro un grupo de hombres de varias razas y túnicas blancas que se inclinaron ante el monarca y le pidieron que los acompañara. Todo el séquito avanzó por un largo túnel hasta que llegaron a un gran salón circular abovedado donde había hornacinas en las paredes. Entonces se dispuso todo para colocar en aquellos espacios tanto a las momias de los incas como a los wauques.

Los seres de blanco pidieron a todos que aguardaran allí, mientras uno de ellos tomaba al Inca de la mano, llevándolo más adentro de la montaña que se iba iluminando con un intenso color verde esmeralda brillante.

El Inca Choque Cápac se encontró dentro de la montaña rodeado de toda clase de formaciones calcáreas naturales, entre las que destacaban gigantescas columnas de estalactitas y estalagmitas que brillaban. Entre ellas apareció un hombre alto y blanco de cabello largo blanco y abundante barba blanca. Choque se impresionó al verlo poniéndose de rodillas, mientras inclinaba la cabeza diciendo:

–¡Mi señor Viracocha, Dios de mis padres!

Pero esa persona, sonriendo le contestó:

–Me has llamado Viracocha, tú, soberano de los incas; pero no soy un dios. Soy solo alguien a quien el conocimiento y la responsabilidad lo han colocado haciendo lo que está haciendo. Como en tu caso.

»En otra vida fui Juan, un discípulo de un gran maestro de la luz que se llamó Jesucristo, y que trajo hace unos mil quinientos años un mensaje de paz y amor a la Humanidad.

–¿Qué?... ¿Cómo?... ¡No puede ser posible!... Escuché que los sungazapa, aquellos hombre blancos barbados como tú, enarbolan la bandera de una nueva religión que llaman cristianismo. Ellos dicen ser seguidores de ese tal Jesús, y sin embargo, han venido quemando, saqueando y violando a nuestra gente. A mi hermano Atahualpa lo invitaron a negociar y sin honor le mintieron, capturándolo después de masacrar a su guardia personal que estaba desarmada.

»Si tú eres uno de ellos, ¡no quiero tener que ver nada contigo!

–¡Cálmate, soberano de los incas! Tienes toda la razón para indignarte y pensar así. Pero te puedo asegurar que Jesús no tiene nada que ver con el comportamiento de algunos que se dicen cristianos.

»Yo mismo advertí a los demás cristianos que, si decían que creían en Él y en su mensaje de amor y de paz, tendrían que vivir su mensaje. Pero a lo largo de los siglos ha habido gente que ha tergiversado y manipulado sus enseñanzas.

–¿Y por qué han permitido que haya quienes distorsionen las enseñanzas de alguien que dices que era un gran sabio? ¿Por qué no lo han impedido?

–Es algo similar a lo que ha pasado con tu pueblo, Inca Choque Cápac. ¿Por qué con tanta sabiduría acumulada se cayó en guerras civiles? El propio Atahualpa mandó destruir quipus y tablillas de madera cargadas de símbolos tocapus, haciendo desaparecer así la Historia de tu pueblo.

»El que haya una enseñanza no es garantía de que los hombres la lleven a la práctica. Solo aquellos que la conocen y practican llegan a ser sabios y espirituales.

»Te pido perdón, y, a través tuyo a tu pueblo por lo que esta gente enferma por las guerras y el hambre en Europa ha venido a hacer aquí. Pero te puedo asegurar que su ambición acabará con ellos. Todos serán víctimas de la violencia que han desatado. Ninguno tendrá paz ni disfrutará de lo que ha robado.

»Sé que eso no es ningún consuelo, pero llegará un día en que se reconocerá que todo lo que haya salido de estas tierras salvará a la Humanidad del hambre, la enfermedad y la desesperanza.

»A vosotros os queda aprender la gran lección y uniros para rescatar el conocimiento, aguardando el final del ciclo que pondrá todo en su lugar. No dejéis que el resentimiento enferme vuestras almas; más bien compadeced a esa gente y a todos los involucrados en la violencia que están poseídos por una fuerza tenebrosa enquistada en este mundo.

»Aquí quedarás al frente de un remanente de tu gente, pero con el tiempo morirás y los que vendrán después de ti abandonarán este lugar y se perderá gran parte del recuerdo de lo que significó llegar hasta aquí. Pero nosotros continuaremos haciendo nuestra labor de mantener la luz en la Tierra, aguardando el tiempo en que la Humanidad crezca internamente y podamos compartir nuestra tarea.

Este contacto, que elevó los niveles de conciencia, comprensión y vibración de la comunidad de los allí reunidos, fue guardado por mucho tiempo como una señal de esperanza para el futuro. Pero este encuentro también significaba que las puertas de Paiquinquin Qosqo quedarían selladas al mundo exterior durante 500 años, en lo que sería un pachacuti o período de purificación planetario, hasta que llegara el tiempo de madurez en que la luz volviera a iluminar.


Mientras esto ocurría en el Paititi, Manco, otro de los hijos de Huayna Cápac, salió al encuentro de Francisco Pizarro en la cuesta de Limatambo. Manco también había partido en secreto de Qosqo, poco antes que Choque. En Vilcacunca rindió homenaje a Pizarro y aprovechó para quejarse de las tropelías y crímenes que cometían las huestes de los generales de Atahualpa. Pizarro percibió de inmediato la profundidad de las intrigas que reinaban entre los incas y que tenía como aliado incondicional a Manco. Por ello no esperó más tiempo para reconocerlo como el nuevo Inca, que fue coronado con toda la pompa en el templo del Coricancha.

La primera sanción que expidió Manco fue quemar públicamente al general Calcuchimac, y en compañía de Pizarro, fue en búsqueda de Quisquis, quien se había retirado a Quito.

De regreso a Qosqo se organizó una expedición a Chile, al mando de Diego de Almagro, quien se hizo acompañar del Willaq Umu y de Paulo Topa. Más tarde Pizarro se marchó a Lima, dejando en el gobierno de la capital a sus hermanos, Hernando, Gonzalo y Juan.

Tiempo después Manco sufriría en carne propia las consecuencias de su equívoco. Continuamente le exigían grandes cantidades de oro y plata, y hasta le insultaban y se burlaban de él, de su cultura e inclusive de sus antepasados. Defraudado, decidió liderar un levantamiento contra los españoles, contando con el apoyo del Willaq Umu, quien se había fugado de Chile. Juntos prepararían la acción en el curso de cuatro meses, al cabo de los cuales pretendían acabar con todos los zungazapa.

Al incrementarse los abusos de Pizarro, Manco decidió adelantar la rebelión. Pidió entonces autorización para ir a Yungay, valiéndose de Antonillo, intérprete de origen huancavilca, que prometió a los españoles llevar consigo el wauke o estatua de oro de Huayna Cápac. Con él salieron muchos nobles, aunque no todos estaban de acuerdo con el alzamiento; incluso hubo quienes optaron por mantenerse del lado de los conquistadores.

Al poco tiempo, Manco declaró la guerra frontal a los españoles manteniendo un cerco de dos meses sobre la ciudad de Qosqo, pero fueron los propios cuzqueños, leales a los extranjeros, los que lograron romper el sitio y enfrentarse a los atacantes haciéndoles retroceder. Estos se refugiaron en la fortaleza de Sacsayhuaman, donde se produjo una encarnizada lucha en la que murió Juan Pizarro y el célebre capitán inca Cahuide, quien se arrojó desde lo alto de una de las torres sujetando entre sus brazos las cabezas de dos soldados españoles. Hubo gran mortandad entre los andinos que apoyaban a los españoles pero al final la fortaleza cayó y fue tomada. Se inició entonces la persecución de Manco Inca, quien se retiró de Yucay en dirección a Calca. En los pasos estrechos los perseguidores fueron víctimas de derrumbamientos y avalanchas, sufriendo gran cantidad de bajas.

Esto dio tiempo a Manco para reorganizarse y preparar un contraataque, que los hizo retroceder hasta Qosqo.

Lima también fue sitiada por los ejércitos insurrectos. En el encuentro de Chulcamayu fueron abatidos todos los españoles, lográndose un buen botín consistente en ropa de Castilla, armas, vino y otros artículos, así como esclavos negros. En Jauja también se aniquiló al Ejército español, pero no llegó a producirse la ofensiva final por falta de coordinación y el retraso en la llegada de las fuerzas huancas, así como por haber quedado fuera de combate el general Quiso Yupanqui, artífice de los éxitos anteriores, que posteriormente perdió la vida.

Después de haberse retirado a Chuquisaca y a Tambo, Manco accedió a dar refugio a cuatro españoles que decían estar huyendo del gobernador Vaca de Castro, aunque en realidad tenían la intención de acabar con él. Efectivamente, Manco fue acuchillado por la espalda y murió a los pocos días, no sin antes haber designado como sucesor y heredero a Sayri Túpac.

Con la llegada del primer virrey y la publicación de las ordenanzas se incrementó la confusión y la anarquía entre los conquistadores, acostumbrados a hacer lo que querían en ese reino. Se produjeron levantamientos como el de Gonzalo Pizarro, quien murió, como muchos de los suyos, en cruentas guerras civiles. Las fabulosas cantidades de oro y plata encontradas en el Nuevo Mundo fueron el móvil de dichas hostilidades.

Los Pizarro estaban obsesionados con los mitos y relatos que hablaban de una ciudad; uno de ellos lo habían escuchado después de haber cruzado Panamá. Y, como el rey Midas, nunca estarían ellos satisfechos en su sed de oro. Uno de los más insaciables fue precisamente Gonzalo Pizarro, quien, en su obsesiva exploración de mayores fuentes del áureo metal, salió en la búsqueda de El Dorado, una supuesta ciudad de oro oculta en la selva, para lo cual organizó una serie de expediciones de consecuencias fatales para los expedicionarios que, sin embargo, hicieron posible el descubrimiento del río Amazonas y una ruta navegable hasta el Atlántico.

La leyenda que escucharon en Panamá hablaba de un cacique chibcha llamado Guatavita, quien una vez al año cubría su cuerpo con polvo de oro y se dejaba conducir en una balsa recubierta de láminas de oro hasta el centro de un lago de origen volcánico de gran profundidad situado cerca de Bogotá, en la actual Colombia. Allí se arrojaba al agua con gran cantidad de vasijas e ídolos también de oro puro para regresar nadando por su propio esfuerzo hasta la orilla. Todo ello parecía ser un ritual para demostrar su vitalidad y capacidad para seguir liderando a su gente, así como un ritual del renacimiento del Sol. Lamentablemente al cacique lo mataron poco antes de la llegada de los españoles, con lo que la leyenda terminó ahí. La otra leyenda se refería a la existencia de Paiquinquin Qosqo o Paititi en las selvas del Cuzco y el Madre de Dios, frontera actual con el Brasil. Se hablaba de fuentes de oro en las vertientes de la cordillera oriental y en los ríos de la selva. Se decía que en esa ciudad se habían ocultado las estatuas de oro puro de cada uno de los antiguos gobernantes del imperio inca, así como su vajilla y tesoros, lo cual la convertía en una presa más que codiciable.

Pero la búsqueda fue infructuosa… Un siglo después de la llegada de Choque Auqui al Paititi, unos misioneros jesuitas exploraban la zona, y después de muchos sacrificios y privaciones llegaron casi desfalleciendo hasta las fronteras de aquel recóndito lugar, queriendo contrarrestar la nefasta acción de las autoridades coloniales con el verdadero mensaje cristiano, que en nada se parecía a aquel en nombre del cual se había justificado tanta opresión. Se les permitió acercarse y fueron atendidos proporcionándoles muchos cuidados hasta que se recuperaron. Los clérigos tuvieron la oportunidad de comprobar la calidad moral, así como el buen ejemplo y la verdadera caridad cristiana de aquellos indígenas que precisamente no eran cristianos, que ante tanto avasallamiento y opresión pudieron haberlos matado, y que sin embargo, no lo hicieron. El Inca también se impresionó por la diferencia de actitud de estos religiosos respetuosos, sabios y nada fanáticos, y de buena gana escuchó su prédica doctrinal, extrayendo lo mejor de lo enseñado pero a la vez conciliándolo con sus costumbres ancestrales.

Los clérigos se marcharon de regreso al virreinato, no sin antes comprometerse a guardar silencio sobre la ubicación del «Santuario de la Tierra». Sin embargo, por indiscreciones dentro del convento, llegó a oídos de las autoridades la existencia de aquel lugar misterioso, donde permanecían los descendientes de los incas sin más gobierno que ellos mismos. Temerosos de que se repitiera el fenómeno de insurrección de Vilcabamba, se preparó una expedición para someterlos y los jesuitas fueron forzados a ser los guías de la misma. Pero la expedición nunca llegó a su destino. Voluntariamente o por olvido, los misioneros no pudieron volver a encontrar el camino de regreso al santuario. En el camino, debido a las intensas lluvias, muchos de los expedicionarios murieron de pulmonía y de disentería; otros se ahogaron en ríos y pantanos o murieron producto de la picadura de insectos y la mordedura de serpientes, o de los ataques de jaguares y osos. Algunos más se extraviaron perdiendo la razón, muriendo de hambre o abandonados en la selva.

Del mismo modo que se produjeron intentos de rebelión y resistencia frente a los europeos, surgieron también movimientos filosóficos y espirituales que pretendían recuperar y revalorizar las creencias ancestrales así como el viejo orden de los Hijos del Sol, desaparecido al ser suprimida y eliminada la clase dirigente. Uno de esos movimientos fue el «Taqui Oncoy», que representaba un verdadero esfuerzo por unificar las creencias a través de la figura del dios Apu Punshao (Espíritu del Señor del día). Esta corriente de pensamiento se mantuvo por mucho tiempo, extendiéndose por buena parte del mundo andino. Rechazaba tanto el rito cristiano como las costumbres europeas y los vicios del virreinato. Se inició en 1567 bajo la dirección de Juan Chocne, quien solo aparecía para las ceremonias celebradas en clandestinidad. Los rituales consistirían en pintarse el cuerpo de rojo, marchando luego a la huaca o adoratorio; ello significaba que la raza roja debía mantenerse pura frente a los invasores. El canto y la danza de todos los asistentes se prolongaban durante horas, buscando alcanzar un estado de trance apoyado por ayunos de purificación. Juan Chocne mismo afirmaba mantener contacto con entidades que se desplazaban por el cielo en una especie de canasta voladora.

El Taqui Oncoy se extendió hasta entrar en contacto con los incas de Vilcabamba y los de Paititi, en la frontera selvática, involucrando espiritual y materialmente a mucha gente. Túpac Amaru I fue uno de los que, conviviendo con los españoles, participaba secretamente de estos movimientos, en especial de uno de ellos llamado «Los Amaru» (Los Serpiente), que sobrevivió a los movimientos mesiánicos que fueron violentamente suprimidos por las autoridades coloniales.

El Paititi o Paiquinquin Qosqo quedaría como un mito a la espera del momento en que la constelación de Miquiquiray marcara la definitiva apertura del Santuario para guiar a la Humanidad a una época de oro y espiritualidad. Sus puertas serían abiertas por aquellos que estuvieran preparados para hacer buen uso del conocimiento tanto tiempo protegido.

Siglos después, en Qosqo o Cuzco, la historia aún se puede respirar en sus pueblos olvidados y hasta en la misma ciudad imperial, en sus callejuelas y rincones. No hay que ser muy perceptivo para intuir que allí hay misterios y secretos aguardando a ser descubiertos o rescatados.

Ese otro mundo paralelo, cuya historia fue abruptamente interrumpida, sabe que muy pronto la cabeza del Inca será restituida a su lugar. La cultura original supo protegerse del aparente mestizaje, aunque este nunca llegó a existir realmente. Lo único que surgió como un producto colateral fue un criollismo carente de identidad. Así ha evolucionado la conciencia andina, ocultando sus creencias tras el rito cristiano, en espera de que el mundo corrija sus desaciertos y contradicciones y vuelva al orden natural. Hoy por hoy, en los campos se hacen los pagos y ofrendas a la Pacha Mama o Madre Tierra, y en las ruinas de los palacios incas se reúnen los amaru para invocar al Universo ancestral y recordar que hay una ruta prohibida que hay que preservar como sea, a pesar de que esos palacios y templos sagrados sean hoy la fachada turística de restaurantes, hoteles y bares.

Por siglos, la sociedad secreta de los hombres-serpiente ha luchado por recuperar el glorioso pasado inca a través de sociedades filantrópicas y culturales. En los primeros tiempos esta lucha fue activa, pero el peso de la fuerza y la desventaja los llevó a replegarse y esperar mejores tiempos, ocultándose en el silencio.

Durante la época colonial, algunos de sus miembros adquirieron renombre por encabezar insurrecciones; tal fue el caso de Juan Santos Atahuallpa y José Gabriel Condorcanqui Túpac Amaru.

Juan Santos Atahuallpa decía ser descendiente directo de Atahualpa. Además de su lengua, el quechua, dominaba perfectamente la lengua de las tribus de la selva y el castellano, y en poco tiempo se convirtió en un gran líder de los Campas de las montañas de la zona de Tarma y el Gran Pajonal, en la Sierra Central, donde durante diez años (1742-1752) protagonizó una sublevación contra la opresión española.

José Gabriel Condorcanqui Túpac Amaru era descendiente directo de doña Juana Pilcowaco, hija del último Inca Túpac Amaru. Por la nobleza de su apellido heredó el cacicazgo de Pampamarca, Tungasuca y Surimana, que ocuparon interinamente sus tíos materno y paterno mientras él continuaba su educación en la sociedad de los amaru. En 1766, una vez investido con el reconocimiento oficial de cacique, trató de lograr justicia por parte de las autoridades coloniales exigiendo la abolición del tributo de la Mita, trabajo inhumano que llevaba a la muerte a millares de indígenas. En 1780 Túpac Amaru condujo una rebelión que sucumbió ante la traición de uno de sus hombres de confianza.

Después de centurias los amaru aún esperan… En el interior de esa sociedad secreta continúan los ritos de iniciación de los descendientes de la nobleza cuzqueña. Se trata de largas y durísimas pruebas que se realizaban en cavernas enclavadas en los glaciares del Salcantay, la montaña que domina el Valle Sagrado de Urubamba, donde deben enfrentar el hambre, el frío, el miedo, el silencio, la duda y la soledad. Posteriormente reciben los baños de purificación en pozas de agua hirviente de origen volcánico, y el renacimiento final en las gélidas lagunas situadas al pie del nevado. El rito culmina con el peregrinaje al Qoyllority, en el santuario de la montaña, donde se observa a la distancia la ruta del exilio emprendido hace siglos por Inkarri, el Inca Rey que se convirtió en otorongo y se ocultó en la selva para regresar algún día cuando llegue su tiempo de recordar.


14 Hombres blancos barbados.

15 Dioses blancos.

16 Contisuyo.

17 Antisuyo.

El Santuario de la Tierra

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