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Muchas veces Lucía se siente infinitamente triste, siempre cerca de las sombras. A quien más echa de menos es a su padre, quien murió exiliado en Zúrich recién comenzada la Guerra. Ella no acepta su muerte, nunca la aceptará, él no habría sido capaz de abandonarla como los demás. Por eso, ante la desesperación de la soledad, obedece las reglas del hospital para que nadie sospeche de su plan: escapar.

Ni médicos, ni enfermeras, ni la directora o sus compañeras de tantos años deben enterarse.

Huir. Llegar a Zúrich, mirar la tumba de su padre...

Él fue el único que veló por ella. Nora, su madre, jamás comprendió. Lucía piensa que tuvo celos de la relación. Giorgio, su hermano, tampoco toleró la adoración que se profesaban. Ellos se entendían con la mirada. Suele suceder, y para él, Lucía era la niña de sus ojos y dicen que su inspiración. Sí, fue la musa del escritor más afamado y controvertido de su época.

Lucía bailaba con elegancia. Alta, delgada, de gestos distinguidos. Cabello lacio, obscuro. De su madre heredó el estrabismo y los ojos azules, casi negros, mirando hacia adentro. En su juventud fue una joven alegre, sin embargo, la luz interna que pudo haber tenido algún día, se apagó.

No recuerda cómo empezó todo, solo sabe que los distintos tratamientos la alejaron de su alma. Hoy tiene claridad; mañana, no sabe cómo actuará. Es tan distinta ahora...

De aquella figura esbelta de bailarina nada queda. Su aspecto físico ha experimentado numerosos cambios y ha pasado del sobrepeso con cuerpo deteriorado a un estado más sano, gracias al cambio de alimentación aquí en el St. Andrew’s. Hoy en día su cabello es totalmente blanco a consecuencia de los medicamentos. En alguna época las enfermeras del hospital la ayudaban a teñirlo, pero ha dejado de hacerlo, ¿por qué no?

Debido a su estatura aprendió a mirar desde lo alto, aunque en ocasiones se siente pequeña como una lagartija arrastrándose por el camino de la vida. Se acostumbró al diario vivir en este hospital. Si le pidieran que saliera al mundo ya no sabría qué hacer en lo cotidiano. Aborrece la celda de aislamiento donde, cuando la encierran, permanece veinticuatro horas entre cuatro paredes, amarrada con una camisa de fuerza. El silencio es tal que siente como si estuviera encerrada en un sarcófago. Piensa en su padre bajo tierra: “¿acaso sufre como yo, a las puertas del infierno?”

Per me si va ne la città dolente,

per me si va ne l’etterno dolore,

per me si va tra la perduta gente.

Giustizia mosse il mio alto fattore;

fecemi la divina podestate,

la somma sapïenza e ’l primo amore.

Dinanzi a me non fuor cose create

se non etterne, e io etterno duro.

Lasciate ogne speranza, voi ch’intrate’1

Habla italiano, alemán, francés e inglés, pero en su casa siempre el italiano. Por eso a su padre lo llama Babbo, como en La Toscana, en vez de Paparino, que le suena a ópera de Rossini. Nació en Trieste igual que su hermano Giorgio. Su infancia transcurrió en ese puerto de vida tranquila, clima suave y tardes soleadas de largos veranos. Hay meses en los que sopla el Bora, un viento que llega desde el Adriático, frío y seco, cuyo nombre deriva de la figura de Bóreas, Dios del frío viento del norte encargado de traer al invierno. Con las ráfagas, Lucía sentía que en cualquier momento se elevaría como una hoja de papel, que el viento la lanzaría a la nada, al desamparo y a la soledad de su destino. El viento, le comentó al doctor McArthur, es el aullido de la tierra, el soplo infinito del miedo y la angustia existencial.

Después de Trieste,

Zúrich,

Francia.

En ocasiones, Lucía cree escuchar el estallido de bombas, el sonido de alarmas y aviones alemanes sobrevolando la ciudad. Años atrás, durante la ocupación de París, la situación empeoró y el edificio de la clínica psiquiátrica en Ivry, donde estaba internada, se sacudió por los bombardeos. Muros craquelados, kilos de polvo salían de las paredes y debido al ruido de las explosiones, se escondió debajo de la cama. Tuvo miedo de morir. Nadie iría a su rescate. Quedaría sepultada bajo los escombros del hospital. Pareciera que eso marcaría su destino: ir corriente abajo, como el río Liffey, sumergirse en aguas profundas y vivir en la oscuridad.

Ante el peligro de los bombardeos, el gobierno decidió evacuar el hospital. Cierta madrugada, en medio del ruido de las alarmas, subieron a los enfermos a un camión y fueron trasladados al Hospital Psiquiátrico de Charmettes, en Pornichet. Lucía, con sus treinta y tres años, lloraba acurrucada en uno de los asientos como niña asustada. Otros enfermos, horrorizados, miraban fijamente por la ventanilla.

Mientras tanto, el escritor alistaba permisos de salida para trasladar a la familia a Zúrich. Desesperado, averiguaba a dónde transfirieron a los enfermos. Logró localizar a Lucía a través de la Fundación Rockefeller. Él prometió sacarla de ahí, sin embargo, ella se sintió más sola que nunca. Vivía aterrada, en Charmettes prohibían las visitas y en alguna ocasión comentó que en la clínica en Pornichet le hicieron cosas tan terribles que no deseaba recordar.

Finalmente su padre, Nora y Giorgio, con su pequeño hijo Stephen, consiguieron la autorización para abandonar Francia. Mucha gente importante ayudó porque su padre, escritor del Ulises, ya en esas épocas había publicado Finnegans Wake y era muy admirado y querido por la intelectualidad, tanto de Europa como de Norteamérica.

La abandonaron... Tomaron el tren y partieron. Papá le explicó que él y Giorgio movieron todas sus influencias para llevarla con ellos a Zúrich pero fue imposible lograrlo debido a su pasaporte inglés. Él explicó en su forma bella, como solía hacerlo en sus cartas, que estaba sufriendo mucho por no tenerla a su lado, que tuviera paciencia. Lucía leía aquellas cartas una y otra vez, tenía la esperanza de que la pesadilla en la que vivía pronto terminaría. Cuando dejó de recibir correspondencia, todo se derrumbó, no quiso saber nada sobre la guerra, ni de ninguno de los miembros de su familia. Se encerró en sí misma. Y esa actitud es la que toma cuando algo la altera, lo afirma el doctor McArthur: “ocultarse detrás de su mundo. Aislarse con sus propias visiones. Su propia locura”.

De lo que Lucía recuerda como si fuera ayer es cuando Miss Weaver, su albacea, la trasladó a Londres, al Hospital Psiquiátrico St. Andrew’s en 1951, una década después de la muerte de su padre. Ella había seguido recluida en Francia por lo que visitarla y hacerse cargo de ella fue complicado. A sus seis años en Ivry se le sumaban ya diez en Pornichet resistiendo sola, sin visitas, ni cartas.

En cambio aquí, el St. Andrew’s es agradable. El edificio tiene fachada neoclásica y es una de las más grandes de Inglaterra. Alrededor de la capilla de arquitectura gótica victoriana, hay hectáreas de espacios verdes y un majestuoso olmo donde a Lucía le gusta sentarse con Meredith, su mejor amiga, a ver pasar las horas del día.

Cuando ingresó tuvo miedo, convivía con lunáticos de todo tipo, compartía un espacio enorme donde estaban otros veinte pacientes. Contaba las camas una y otra vez, interminablemente, por días, por horas, entre el tedio, los gritos de los enfermos y su propia desesperación. Temía que alguno de los pacientes se metiera en su lecho y la violara por la noche. Sentía los pasos de soldados alemanes irrumpiendo en la habitación para secuestrarla. Más adelante, modernizaron el sistema, las instalaciones y le asignaron una habitación propia como la de Virginia, a quien un día se la llevaron las olas.

Una mañana, sentada en la sala de espera del doctor McArthur, Lucía leyó el folleto del hospital y sintió escalofríos:

Northampton General Lunatic Asylum,

desde 1938.

Servicios para los hombres - 154 camas

Servicios para la mujer - 105 camas

Trastornos mentales, de personalidad,

mujeres con delitos graves.

Centro Nacional de Lesión Cerebral - 92 camas

Servicios para la Tercera Edad - 98 camas

Demencia - 13 camas

Servicio de Enfermedad de Huntington - 11 camas

Cuenta con lugares de entretenimiento e

instalaciones deportivas.

Northampton está solo a una hora de Londres y

dispone de buena carretera, ferrocarril

y un aeropuerto cercano.

Los primeros años fue introvertida, hablaba poco, tenía escasas amigas, sin embargo, tuvo un novio. Guardaron durante meses el secreto. Besaba bien y con él no le daba vergüenza desnudarse. Tenía menos pena con los hombres que con las mujeres, no sabe por qué. Un día Harry desapareció. Lo echó mucho de menos. Después de él tuvo relaciones con otros internos, incluidas algunas mujeres. Nunca se enamoró. Solo satisfacía sus deseos sexuales, sus manías. Hacían de las suyas y nadie dentro del hospital se percataba de ello, hasta que la mudaron al edificio contiguo.

La enfermera que sigue sus pasos desde entonces es Miss Lawry. En este edificio conoció a Ronny, a Abby y a Meredith. Esta última se convirtió en su mejor amiga; una pelirroja alegre, más joven que ella. Con ellos la vida dentro del hospital se le hizo más llevadera.

La que entiende su obsesión de huir a Zúrich en busca de la tumba de su padre es Meredith. Por eso ellas hablan en voz baja cuando se trata de ese tema. Siempre vuelven el rostro para estar seguras de que nadie las observa. De ser así ni una palabra, se echaría todo a perder. Analizaron juntas las distintas posibilidades de escapar. Han pensado hacerlo en la madrugada, por la ventana de la lavandería del sótano que da a la parte trasera de uno de los edificios cerca de la salida. Podrían esconderse en la casa abandonada de herramientas, esperar al amanecer y tomar un autobús que las llevara a la ciudad, de ahí un taxi al puerto de Dover, luego el ferry y cruzar desde la isla. El itinerario del tren Calais-Zúrich ya lo averiguaron...

Sam Beckett la visitó después de su llegada al St. Andrew’s. El paso del tiempo se notaba en su persona, sin embargo, seguía siendo inmensamente guapo. Cuerpo alargado, 1.80 metros de estatura. El rostro afilado, los ojos azules, su mirada profunda, las manos alargadas. Al verlo quiso lanzarse sobre él, abrazarlo, pedirle que la sacara de ahí, pero se dominó, el pánico se apoderó de ella, solo vio que él la miraba.

Habló poco, lo escuchó. Recordaron cuando él ayudó al padre de Lucía en la investigación para Finnegans Wake buscando libros de interés. Hablaron de la pasión de ambos por Dante y por la lingüística. Rememoraron las tardes en que Sam leía para él cuando la vista se le fue agotando. Se acordaron también de cuando su padre lo encontró una madrugada en plena calle, tirado en el suelo, apuñalado por una mujer que aprovechó su distracción mientras le ofrecía sus servicios. El cuchillo le rozó el corazón pero el escritor le consiguió de inmediato un cuarto de hospital. Eso lo salvó de la muerte y Sam jamás lo olvidará. Lo que Beckett no sabía era que ella, Lucía, tampoco lo olvidaba. Era y sería el amor de su vida. Por las noches pensaba en él, recordaba sus paseos por las calles de París, lo mucho que agradeció el día que le regaló La Divina Comedia, los halagos al presenciar sus solos cuando bailaba. La cercanía de su cuerpo. Todo eso quería decirle, pero se contuvo.

Durante meses, Lucía miró a su padre y a Sam trabajar sentados a la mesa del comedor. Discutían. Hablaban sin parar. Beckett tenía siempre para ella una sonrisa, una plática interesante. Él la miraba cuando ensayaba sus pasos de baile en una esquina. Los dos la observaban. Fue Sam el único que comprendió realmente su pasión por la danza moderna. Sus deseos de independizarse. La defendió contra Nora, contra Giorgio y entendió sus contrariedades.

Al despedirse, el olor de su loción quedó impregnado en su cabello. Sam jamás regresó, seguramente le dio lástima. Con certeza lo decepcionó: ella, una enferma mental. Deteriorada. Quebrantada. Al verlo alejarse pensó con tristeza en lo que se había convertido desde aquella época, recién ingresada en Charmettes, y la que dejó de ser con tantos fármacos. Estaba en los cuarentas y su aspecto era de una mujer mucho mayor. Mirada distante, lento caminar, sin ese aire de energía y entusiasmo que alguna vez la caracterizó.

Psiquiátrico St. Andrew’s

Londres, 1951

Una noche gris

A mi padre nunca más lo volví a ver, sin embargo, él siempre me está mirando. Escucho su voz. Muchas noches me cuenta historias antes de dormir o se sienta a mi lado en la biblioteca cuando estoy leyendo.

Me acompaña durante las horas interminables del día dentro del hospital. Él también desearía que escape. No descansaré hasta lograrlo.

Ir en su búsqueda.

En búsqueda de ti padre, volverte a ver.

¿Mis memorias de Trieste? Lo haré. Mañana. Hoy no quiero pensar más. Dormiré.

El viento no se tranquiliza, silba en la noche oscura, pasea entre los árboles, entre las rendijas de las ventanas y me cubro la cabeza con la sábana para no sentir temor.

Soy tan frágil.

Mi nombre es Lucía Joyce

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