Читать книгу Mi nombre es Lucía Joyce - Sofia Buzali - Страница 12
2
ОглавлениеEl silencio del hospital durante la noche es casi total. Lucía no logra conciliar el sueño. Las voces dentro de su cabeza perforan su cerebro como cincel golpeando un muro. La persiguen durante la mañana, a la mitad de la tarde, en la madrugada:
Lucía, ven. Toma el tren a Zúrich.
Ven a visitarme. No me dejes solo. Lucía,
acude a mí. No me abandones, le dice su padre.
Imposible detener los pensamientos. Se gira de un lado a otro sobre su cama. Va al baño. No quiere saber la hora. Regresa a la cama. Acomoda la almohada. Al otro lado del pasillo escucha gritos. A veces es Rose, su vecina, que tiene pesadillas. Lucía se da vuelta hacia la pared. Se tapa los oídos, luego, una figura aparece en el espejo. Se altera. Es ella: su madre, acusándola con el dedo, sermoneándola repite la voz de su madre en su interior:
La danza no es para ti. Debes abandonarla.
Es una tontería.
La danza no es para ti. Es una tontería.
Es una tontería. Es una tontería. La frase se repite una y otra vez. Se angustia. Mira el reloj, son las cinco. Desea que se alejen las voces, descansar antes de que amanezca, pero la mente de Lucía no encuentra tranquilidad en noches como ésta. Recuerda cuando no quería ir a Londres, dejar París. Tenía un mundo propio, la danza, amigas, planes de independizarse, dar clases, rentar un departamento.
Un poco antes de las seis es cuando Lucía logra acallar las voces y quedarse dormida, pero las campanadas de las siete la despiertan cada mañana. Lo mismo, cada mañana...
—Miss Lawry, no, por favor. No abra las cortinas, quiero dormir.
—Si no te levantas ahora, esta noche sucederá lo mismo —le dice Miss Lawry abriéndolas sin hacerle caso— Además se te pasa el horario del medicamento —añade.
Entonces Lucía se incorpora con lentitud, mira a través del cristal. El día es gris, como siempre, es la impresión que le da tantos años mirando por esa misma ventana. En ocasiones, después de los electrochoques, la memoria se le bloquea y olvida haber visto antes ese paisaje desde este mismo lugar, eternamente repetido, y entonces puede disfrutar de la vista. Aunque con el tiempo vuelven las remembranzas, regresan las voces.
—Mañana es jueves, Lucía, tienes cita con doctor McArthur. ¿Has escrito algo? —pregunta Miss Lawry.
—No.
—Es necesario que lo hagas.
—Lo intentaré.
—De acuerdo, después de los ejercicios matutinos ¡a escribir! Nos vemos en el desayuno, y quizá puedas tomar una siesta a media tarde y reponer lo que no dormiste. —le recomienda Miss Lawry mientras sale de la habitación.
—Tal vez. —susurra Lucía sin el menor afán de intentarlo.
Cuando la enfermera sale, ella se recuesta de nuevo, se acurruca. ¡Cómo le gustaría tener a alguien que la abrazara, o poder huir, tomar el tren, llegar a Zúrich, ver la tumba de su padre, estar junto a él!
Algunas veces la enfermera supone que su paciente no ha querido levantarse y regresa, para animarla a bañarse. Ella siempre se incorpora con pesadez, pero Miss Lawry la ayuda, la baña, y le cepilla su cabello blanco, ondulado, durante buen rato.
Antes de abandonar la habitación, Lucía se dirige al estante junto a la ventana y endereza los libros que estén fuera de lugar. Se dirige a la biblioteca, camina por el amplio pasillo, con lentitud, nadie la espera… De nuevo es otoño. Observa las hojas secas esparcidas por los jardines del St. Andrew’s. Tonos rojizos, marrones, amarillos. Cierra los ojos como Stephen en el Ulises, en la playa de Sandycove. El viento es frío, entra a los pulmones. Siempre le ha gustado caminar sobre las hojas secas y escuchar el sonido al pisarlas; el aroma a hierba fresca, a cielo, a tierra.
Cuando entra a la biblioteca se sienta frente a la letra J. Acomoda sus piernas largas bajo la mesa, saca la pluma con tinta lila y el cuaderno donde cuenta su vida para no olvidar. Pasa la yema de los dedos sobre las páginas en blanco...
Londres, 1951
Jueves 18, octubre
Mi historia, doctor McArthur, empezó a tejerse en Trieste. Vengo de una madre depresiva que no quería tener más hijos y un padre escritor, irresponsable, en la miseria, tratando de salir adelante en su autoexilio. Fui hija no deseada, tal fue el principio de mi existencia. El vacío se fue formando dentro de mi ser, ese que carcome por dentro como una bacteria maligna. Se fue convirtiendo en angustia, en locura. Si las cosas hubieran sido distintas, pero no. No tengo a nadie, todos murieron o se alejaron de mí. Lucho cada día con la locura, tengo miedo de que vuelvan las voces.
El bullicio del hospital es agobiante, lidio cuerpo a cuerpo, en el silencio, con la angustia de verme como una piedra sola en el desierto. Cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer.
Me gustaría que alguien me preguntara cuál es la causa de mi llanto.
De la soledad. Nadie comprendería.
Viene de antes, tal vez antes del nacimiento, de mi concepción.
La actividad mental en mi cerebro es agotadora, cuando estoy en crisis no tengo capacidad de hilar los pensamientos, los recuerdos son desordenados.
Medicada, usted lo sabe, todo cambia, todo se vuelve claro como la transparencia de las nubes.
Aprovecharé esos momentos para recordar mi vida con papá, con mamá, con Giorgio.
Tal vez escribir sobre todo aquello ayude a liberar los demonios que tengo dentro.
Lucía está inclinada sobre el papel. Su cabeza y su vista muy cerca de la hoja donde escribe obsesivamente. Está concentrada. No se percata de lo que sucede a su alrededor. No mira a los hombres de blanco que la están vigilando ni escucha a uno de los pacientes gritarle a la enfermera. Hoy el día está gris como muchos otros aquí en Londres. Llovizna.
Ella llegó a la biblioteca por el pasadizo interior. En el camino se encontró a Meredith, quien quería que en lugar de ir a la biblioteca se fuera con ella al salón de usos múltiples a hacer muñecos de papel maché, pero Lucía le dijo que no, debía seguir escribiendo:
Nací en Italia y no en Dublín, de donde son mis padres. Papá, en su adolescencia, estudió un tiempo en Francia porque quería ser médico, aunque ahí, en vez de estudiar, se dedicó a la bohemia. A los pocos meses, la abuela May enfermó y papá tuvo que regresar.
A los 23 años, mi padre ya se había graduado en lenguas modernas del University College y dominaba italiano, francés, alemán, noruego y latín. Él fue siempre rebelde y rechazó la sociedad conservadora de los dublineses. Nora, mi madre, nació en Galway. Cuando se conocieron trabajaba de camarera en el Finn’s Hotel de Dublín. Se enamoraron. Mamá me contó que durante uno de sus paseos por la orilla del río Liffey, papá le preguntó si sería capaz de irse con él a Zúrich sin estar casados pues, según él, lo esperaba un puesto de profesor de inglés, en Berlitz Language School. Ella, sin pensarlo, aceptó. Seguramente tendría una vida mejor y a mi padre nadie le impediría escribir y llegar a ser famoso. Entonces, sin decirle nada a la familia, partieron. Londres, París y de ahí a Zúrich.
Papá me platicó que fue en aquel tren, al dejar Dublín atrás, cuando maduró la idea del Ulises.
Al llegar a Zúrich ningún puesto había para él, ni tampoco en Trieste a donde lo remitieron. El poco dinero que tenían para el viaje se terminó. Finalmente, el director de Berlitz en Trieste le consiguió una plaza en las instalaciones en Pola, ciudad austrohúngara. Dice mamá que fueron tiempos difíciles. Encontraron a la vuelta de la escuela un cuarto amueblado con cocina. Vivieron entre ollas, sartenes y una cafetera. Papá se quejaba de los mosquitos en verano y de lo difícil que era entender el dialecto local. Durante el invierno, sin calefacción, el cuarto se volvía húmedo. Apenas salían con los gastos. Papá asistía a conferencias en la biblioteca, leía y escribía a tío Stanislaus contándole los pormenores del diario vivir. Papá trabajó en sus textos obsesivamente. Usaba la mesa de la cocina porque tenía la mejor luz, mientras que mi madre se quejaba de que estaba desesperada con eso del idioma y de que extrañaba a su familia en Galway. Así, una mañana, Nora le dio la noticia a papá de que estaba embarazada.
¡Imagínese usted! Empezando una vida nueva y ahora un hijo. Cayeron en una crisis espantosa, no sabían cuidar niños, ¿cómo lo mantendrían? Papá pidió en la Berlitz que lo transfirieran a Trieste y lo consiguió, entonces podría tener, además de las clases en la escuela, alumnos particulares y sus ingresos mejorarían.
Volver a Trieste les dio a los dos una nueva ilusión. Se instalaron en una pequeña habitación con cocina en el centro de la ciudad que dominaba la Piazza Ponterroso, a unas cuadras de la escuela. Asistían al Teatro Verdi, a la ópera y a los conciertos sin importarles que los asientos fueran en la galería superior. Cuenta tía Eve que en sus cartas él decía que la vida en Trieste fue igual de difícil que en Pola. Mamá cayó en constantes depresiones, nada la animaba, no les alcanzaba siquiera para comprar ropa de embarazada. Vivieron de fiado, vivieron de prestado...
Me imagino, doctor, las penurias de esas épocas y lo que pasaba por la mente de mamá. Dicen que él se iba de juerga con los amigos al barrio antiguo de Trieste, a divertirse con las prostitutas. ¿Cómo pudo, doctor? Estaban en la miseria, mi madre alejada de su familia y él se iba de putas y bebía. A Babbo lo amo, pero fue un miserable con mi madre. ¿Será esa la razón por la que no confío en ningún hombre? Sam también me engañó. Me usó.
Yo lo admiraba, sin embargo, él solo quería estar cerca de papá.
¡Qué no haría ahora para alejar mi miedo!
Y papá describiendo los prostíbulos en el Ulises como los que conoció en Trieste.
La mirada de odio de mi madre se aferra a mis recuerdos.
¡Yo también te odio, mamá!
Lucía se detiene, la vista se le nubla. Cada vez que escribe siente angustia en la garganta, siente el miedo pegado al rostro como la máscara que le hicieron a su padre antes de ser enterrado y que ella nunca ha visto por estar recluida. Sacude la cabeza como para regresar al momento, debe seguir escribiendo, recordar. Se lo pidió el médico. Tiene que obedecer.
Giorgio nació con la ayuda de una comadrona, en la mitad de la estancia y con el susto de papá. Ella pidió de inmediato que lo bautizaran pero él, tajante, se rehusó. La familia en Dublín, tan católica, no pudo entender esa locura de no bautizar a su primogénito. Con la llegada de Giorgio su vida cambió. Babbo no podía escribir ni leer con los chillidos del niño. Le escribió a tío Stani contándole que sentía que los tímpanos se le perforaban. Además, seguía preocupado por no encontrar quién le publicara su libro de poemas, Chamber Music.
Las cosas iban de mal en peor, papá desesperado le pidió a tío Stanislaus que le ayudara a dejar Dublín para ir a vivir con ellos en Trieste. Con su ayuda todo cambiaría. Dicen que desde que el tío bajó del tren a su encuentro, papá lo primero que hizo fue pedirle dinero y, desde entonces, nunca dejó de hacerlo. Tío Stani fue el salvador de la familia y el mejor amigo de mio papà. Me contó mamá que daban largos paseos por el muelle, se iban a los cafés y papá leía para él sus textos recién escritos, para saber su opinión. Pasaban horas lejos de casa dejando a Nora sola con el niño.
Qué más hubiera querido mi padre, doctor, que haber vivido solos los dos, sin hijos, sin responsabilidades, sin que nadie los molestara. Un día mamá lo encontró borracho, tirado en la entrada del edificio donde vivían. En otra ocasión, llegó a la escuela a dar clases tan pasado de copas que se cayó a la mitad del salón. ¡Qué vergüenza! Por lo menos, dicen, no era agresivo cuando estaba borracho. Acreedores iban y venían, deuda del alquiler de tres meses, a veces hasta cuatro. Mamá amenazaba con dejarlo. Cómo no iba a estar harta de él.
¿Por qué, doctor, no lo abandonó? Seguramente por tener hijos sin estar casada. Ni por la ley, ni por la iglesia. Tal vez no tenía ahorrado ni un quinto para dejarlo o el sexo la tenía anclada a él.
De nuevo, papá decidió cambiar de suerte. Fue en Roma donde consiguió un puesto en un banco, como corresponsal de asuntos exteriores. Partieron con Giorgio en brazos. Según él, iba a ganar el doble de salario que en Trieste por menos horas, y podría dedicarle más tiempo a escribir. Me contó que realizaba más de doscientas cartas diarias y odiaba hacerlo.
Tío Stani enviaba dinero a Roma periódicamente, pero nunca fue suficiente y decidieron regresar a Trieste, ya conmigo en el vientre de mamá.
Interrumpe. Siente náusea. Mareo. Sale a caminar por los jardines y fuma un cigarro, pero regresa, regresa a escribir, como su padre. Está atrapada en la necesidad de seguir contando. Además, falta aún una hora para el lunch time.
Ayer en sesión, doctor, me preguntó si sabía cómo fue mi nacimiento... ¿Dónde nací?, en un sanatorio para indigentes, con un hermano de dos años, un padre enfermo con fiebre reumática, convaleciente en el mismo momento y hospital donde dio a luz mamá. Papá enfermo y mamá dando a luz de su segundo hijo. Decidieron llamarme Lucía, aunque me contaron que cuando supieron que era niña se decepcionaron porque ellos esperaban otro varón. Me gusta mi nombre, doctor, significa luz para el mundo. Santa Lucía, patrona de la visión. Babbo sufría de la vista, así que seguramente me puso ese nombre porque quería, tal vez, que algún día yo fuera sus ojos. Dos hijos en casa a quien cuidar.
Mi madre daba pecho a Giorgio de un lado, a mí del otro. Tía Eileen contó que papá le escribió a Irlanda pidiéndole que ella y tía Eve fueran a Italia porque era demasiado trabajo para una madre recién parida. ¿Sabe, doctor?, hoy me doy cuenta de lo importante que son las tías en la vida de una niña. Tía Eileen fue como una madre para mí. Tantas veces Nora me dejó llorando en mi cuna, con el pañal sin cambiar, y era Tía Eileen la que me calmaba y sacaba de ahí. Si cierro los ojos miro su rostro haciéndome reír, acariciándome. Después de haberme parido mamá cayó enferma, solo se sentaba en el sillón de papá y le gritaba que se fuera, que la dejara en paz.
Después dejó de amamantarme. Nunca más tuvimos contacto físico. El vínculo se rompió. Nunca tuve un hijo y mis senos están ahora flácidos, no podría alimentarlo ni transmitirle calor. Estoy seca.
Uno de los enfermeros se acerca, le toca el hombro, la sobresalta, le dice que debe dejar a un lado su tarea, es hora del almuerzo. Lucía se dirige al comedor, los recuerdos siguen en su mente. Regresan como si hubiera abierto una llave de agua. Brotan de su mente.
Ya es de noche, Lucía enciende la lámpara al lado de su cama. Observa el tejido de la telaraña formada en la pantalla; la araña permanece al acecho con las patas extendidas. Su padre le contó que a través de las vibraciones es como avistan a su presa.
Toma el libro que está sobre el escritorio. Crimen y Castigo. Está en ese período en el que desea retomar a los rusos. Ha sido un nuevo descubrimiento volver a leer a Dostoievski en este momento de su vida, le impresionan las distintas lecturas que se le pueden hacer a una sola obra. De pronto se escuchan gritos, se tapa los oídos. Trata de adentrarse en la novela, no se concentra, su mente está en Trieste. Prefiere regresar a su cuaderno. Escribir.
Doctor McArthur, hoy he tenido un mal día. Los ruidos me alteran, ni siquiera bajo las sábanas se apaciguan. Se escuchan gritos, voces y a veces pienso que no podré aguantar más estar aquí. Sé que la muerte existe, también muchas cosas hermosas y muchas terribles. Pero seguir como si no pasara nada, como si uno no viniera a la tierra por tiempo breve, todo eso me aterra profundamente. Tengo sed de cosas bellas, quisiera salir de aquí. Y pensar que hace tan solo unos meses deseé suicidarme. Mi infancia me da vueltas en la cabeza, me han surgido recuerdos de cosas viejas que creí sepultadas para siempre. Descubrí que no recuerdo el rostro de mi madre. La veo en la niebla, difuminada, como el negativo de una fotografía. Tuve que ir a la imagen familiar que tengo en el librero de mi habitación. Qué dolor. Era mi madre, doctor. ¿Tanto, tanto la detesto como para no acordarme de sus ojos?
Deja la pluma sobre el cuaderno. Se dirige hacia la ventana. Mira. No hay estrellas visibles en el cielo. El jardín está solitario, solo se escuchan los sonidos de los insectos nocturnos. Bebe agua. Regresa a su cuaderno.
Cualquier cosa podía faltar en casa menos el piano. Papá se las arregló siempre para alquilar uno. Imposible que no hubiera música en nuestro humilde hogar. Él tenía voz de tenor, igual que Giorgio y el abuelo John. Herencia transmitida a los varones de generación en generación, porque él y el padre de su padre poseían voces prodigiosas.
No sé si Stephen, el hijo de Giorgio, haya heredado ese don. Yo también tengo buena voz, pero soy mujer y no me valoraron. Tal vez si papá no hubiera sido escritor, habría sido tenor profesional. Babbo viene de una familia numerosa. Él, el mayor de cuatro hermanos y cinco hermanas. George, Stani, Charlie, Freddie, Margaret, Nancy, Eva, Florence y Mabel.
Y Babbo escribiendo. Y Babbo de juerga. Y Babbo tratando de concentrarse con nuestros chillidos. Me parece que entre llantos de bebé y las clases particulares que daba en casa, él reorganizaba Stephen Hero para convertirlo en el Retrato del artista adolescente, y entregaba artículos para el periódico Il Piccolo della Sera. Pero el que realmente los ayudó a subsistir fue el tío Stanislaus. Las tías contaron que el carácter de mamá se fue apagando. Ni con cartas, ni con regalos de mio papà le regresaba la alegría. Ella refunfuñaba, arrepentida, el haber dejado Irlanda. Lo amenazaba: “Me voy a Galway con mi familia. Me voy”. Pero algo sucedía por las noches y despertaba muy sonriente, mas cuando él llegaba trasnochado de sus parrandas, le volvía el mal humor. Le echaba en cara las cuentas por pagar, su agotamiento, el fastidio del diario vivir.
Una tarde, sin querer, rompí la cabeza de la única muñeca que hasta ese entonces papá me había regalado. No supe qué fue más doloroso, si la pérdida de mi juguete o el regaño de mamá. Giorgio me calmó, pero lloré la noche entera. Al día siguiente, Babbo me consoló cantándome una canción en italiano inventada por él. Era tan niña que no entendía por qué mamá se disgustaba con papá o por qué se desquitaba conmigo y no con Giorgio.
¿Sabe, doctor?, al escribir me doy cuenta de que mamá no me quiso nunca. Pero yo pensaba, muy en el fondo, que tal vez sí, pero no. No. Qué angustia. No puedo seguir. Hubiera deseado que me quisiera.
Esperar. Amar. ¿Mamá, dónde estás? Siempre preocupada por papá. ¿Y yo? ¿Será posible que desde pequeña mi ser se fue deformando? Pensé que habían sido los medicamentos, pensé que fue la frustración por dejar de bailar.
No. No puedo seguir. Doctor, ¿por qué, no le dice a la noche que construya complots contra mi miedo?
Lucía cierra los ojos. Por lo menos hoy ningún loco la molestó, solo la alteró el enfermero que entró a su habitación porque vio la luz prendida a altas horas de la noche. Siempre hay un vigilante, siempre un guardián.
¡Qué deseos de huir!
Huir, estar frente a él.
Se queda mirando a la nada, le da frío. Se cubre con el suéter abierto. Se abraza. No, no hay nadie que la abrace, ni lo habrá. Mira hacia arriba, susurra: Babbo, ¿estás ahí? Dame tus lentes, los limpio, están empañados. Dime, ¿por qué mamá no me quería?, me gustaría saberlo.
Me acostumbré a callarme las tristezas y, a fuerza de callármelas, me olvidaba de ellas. Por eso ahora escribo, y recuerdo.