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A los diecinueve años Joaquín se fue de Estados Unidos y a los treinta y ocho todavía no había regresado. No era especialmente misántropo, depresivo ni irritable, pero miraba todo con cierta reserva, como si tuviera una capacidad de dudar mayor que la media. Había encontrado algunas respuestas caminando India de norte a sur durante casi veinte años, pero mantenía su tendencia a la incertidumbre prácticamente intacta.

Llegó al pueblo en pleno verano, en un momento en el que nadie se hubiera quedado ahí por más de una hora. Los casi cincuenta grados de sensación térmica hacían que el tiempo pasara lento; los brazos y las piernas se volvían más pesados que lo usual y cada movimiento implicaba un esfuerzo desmedido. Todos reducíamos nuestras acciones físicas a lo imprescindible, y como en ese pueblo casi nadie trabajaba, el mundo se volvía quieto y silencioso. Pasábamos las horas mirando la hipnótica Montaña que no nos dejaba partir. A la sofocación sin tregua se sumaba la invasión de mosquitos, hormigas y pulgas, lo que nos hacía sentir que todo el tiempo nos estaba picando algo. En uno de esos días vi a Joaquín por primera vez. Alto, incluso para parámetros occidentales, parecía un gigante flaco y totalmente erguido: su cuerpo y el piso formaban un ángulo de noventa grados. Iba vestido con el típico dhoti naranja que usan los sadhus, llevaba su pelo largo en un rodete por encima de la cabeza que le sumaba unos diez centímetros de estatura y como bastón usaba un palo de madera. Lo que más llamaba la atención eran sus ojos: cuando te miraba, parecía que veía todo tu pasado y presente y que ya no te quedaba ningún secreto.

Todas sus pertenencias mundanas cabían en un recipiente pequeño de acero inoxidable con varios compartimentos; él lo llevaba siempre colgando del hombro. Me sorprendí cuando vi lo que había adentro: hilo dental y cepillo de dientes, lujos excesivos para un sadhu, un set de pastillas homeopáticas y un pedazo de torta, autoindulgente e inconseguible, que iba comiendo en disciplinadas raciones. De ese recipiente sacó la estampita de la Virgen de Guadalupe. Yo estaba en un puesto callejero, sentada con las piernas cruzadas sobre una silla de plástico, y cuando me escuchó pidiendo un chai, enseguida se dio cuenta de mi acento latino. Aún sin conocerme, me pidió que tradujera el texto de la estampita. Mi cerebro tardó en arrancar, pero finalmente pude pronunciar esas palabras que me remontaban a mi infancia y a un mundo anterior: “Ángel de la Guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día”.

Nostálgica, le pregunté de dónde la había sacado y me contó que se la había dado su abuela, que había nacido en México. Me habló un poco de su familia, norteamericanos ricos a los que no les divertía demasiado tener un hijo asceta caminando descalzo por India.

Su maestro lo había aceptado como discípulo al poco tiempo de llegar. Lo había iniciado en la meditación y en la filosofía vedanta y le había dado la esperanza de que el tormento de su incertidumbre podría terminarse algún día. También le dijo que incluso en el mundo espiritual todo tenía un precio, y que para encontrar la Verdad, o al menos acercarse, tenía que ceder en algunas cosas. Desde ese momento iba a tener que vivir en austeridad total, durmiendo en la calle y comiendo sólo lo que la gente le daba sin que él pidiera, ya que los renunciantes no pueden mendigar, hay que confiar en que el Universo proveerá. Y en India, el Universo provee. En los templos se ofrecen alimentos a los dioses pero las personas que van a la ofrenda pueden comérselos, los ashrams suelen dar una comida diaria a todo el que se moleste en ir a buscarla y las personas respetan a los sadhus, así que les compran tés y talis porque está claro que el trabajo espiritual es el más importante de todos los trabajos. Además, Joaquín podría ir cambiando de lugar de acuerdo con la estación. En ese sentido la India también es generosa y siempre hay un lugar un poco más al sur en el que hace unos grados más de temperatura. A los veinte años, a Joaquín le pareció romántico vivir así. Sólo después se daría cuenta de que la vida de asceta era dura y de que las comodidades y lujos de los que había disfrutado durante su infancia habían dejado una marca en su temperamento. Pero con el tiempo aprendió a vivir más allá de estos placeres y aversiones menores, aunque había algo que desde el primer día le había resultado tortuoso: su voto de castidad. Si bien había podido dejar ir a las mujeres de su vida en el plano físico, nunca se habían marchado del todo de su cabeza. Durante dieciocho años Joaquín lo había soportado, sin caer en sus impulsos en pos de un bien mayor, pero ahora sentía que no podía más.

Me contó todo esto sin mucho preámbulo, apenas terminé de traducir su estampita. “En realidad mis necesidades no son físicas, sino más bien emocionales porque meditando puedo lograr el mismo placer que cuando estoy con una mujer.”

Lo miré incrédula, conocía los milagros de la meditación Vipassana, tántrica y zen, pero tener un orgasmo sentado inmóvil en posición de loto me pareció demasiado incluso para un yogui full time como él. Sin embargo, sus ojos disiparon mis dudas y me di cuenta de que siempre hablaba en serio.

El contacto con el otro puede ser lo único que nos traiga de vuelta a este plano, sobre todo para los que casi no tenemos tierra en nuestra carta natal. Por eso su maestro se había compadecido de su situación desesperada y había puesto fin a su suplicio. Decretó que dieciocho años de abstinencia eran suficientes y le dio vía libre, no sé si en recompensa al esfuerzo o porque consideró que, si después de tanto tiempo seguía obsesionado con el tema, era un caso perdido en lo que al celibato respecta. Atractivo y con presencia imponente, no tardó en conseguir una alemana voluntariosa, entusiasmada con el aura mística de la situación y con ganas de ayudarlo a recuperar el tiempo perdido. Los resultados fueron nefastos; después del primer encuentro la alemana empezó a escuchar voces y delirar.

—Pero vos no tenés la culpa de que la mina esté loca, ¿no? —le pregunté.

—No estaba loca —dijo Joaquín, y me explicó que había liberado demasiada energía en el acto sexual y que el sistema nervioso de la alemana no había soportado el impacto. Ahora Joaquín se cuestionaba, un poco presuntuoso, qué hacer con su vida amorosa: si seguir causando estragos en el psiquismo femenino o volver al estado de abstinencia que tanto le había costado.

Algunos días después lo encontré con cara de preocupado leyendo un papel. Estaba afuera del ashram y desde el interior nos llegaba el sonido de los bhajans y un fuerte olor a incienso de una ceremonia. Me senté en el piso, a su lado, y Joaquín empezó a hablarme de su familia. El papel arrugado que tenía en la mano era una carta de su mamá. Me lo pasó para que le diera mi veredicto, como si mi vida de no sadhu me hiciera una autoridad en el tema “relaciones”. Con frases amables y bien redactadas, su mamá le pedía que volviera a Estados Unidos, o que los visitara, hablaba sobre una enfermedad que no terminaba de nombrar y sobre la vejez de su padre. En el último párrafo aparecían palabras como “egoísmo”, “desconsideración” y la versión en inglés de “pensá en todo lo que hicimos por vos”.

—Hace veinte años que me manda una carta así cada dos meses, más o menos —dijo Joaquín.

—¿Adónde te las manda? —le pregunté mientras imaginaba a una señora rubia y gorda metiendo su carta en un sobre y escribiendo como dirección “Algún lugar de la India, seguramente una cueva”.

—Al correo del pueblo donde estoy. Le mando la dirección cuando sé que me voy a quedar un tiempo en algún lado —dijo Joaquín.

—¿Y si no le decís más dónde estás? ¿Es tanático desaparecer de verdad? ¿O no estarías cumpliendo con Ahimsa?

Siempre pensábamos en Ahimsa, uno de los principios de conducta de los Yoga Sutras que significa “no dañar”. ¿Qué grado de infracción es matar un mosquito? Algunas noches, cuando las picaduras y los zumbidos no me dejaban dormir, la pregunta me desvelaba. También era un tema común de discusión en el chai shop. ¿Qué comen los mosquitos si no dejamos que nos piquen? ¿De qué entrega estamos hablando si somos tan egoístas?

Hacía varios días que una devota de un gurú popular entre occidentales giraba en redondo y se escapaba cuando me veía. Un par de veces llegó a escupirme e insultarme en silencio. Era una rusa vestida de blanco, un poco encorvada y con el pelo negro, con caspa y pegado al cuero cabelludo. Una tarde me miró fijo y me dijo que yo estaba poseída por un demonio. Un rato después me encontré con Joaquín, que tomaba un chai.

—¿Y ahora qué te pasa? —me preguntó.

Le conté lo de la rusa y enseguida sonrió.

—No te preocupes, yo sé cómo hacer para comprobar si alguien está poseído o no —me dijo—. Es un técnica antigua. Puso cara de ritual y empezó con las indicaciones.

—Sacate las ojotas. Dalas vuelta. Parate arriba. ¿Sentís algo distinto? —Cerré los ojos y los puños y fruncí el entrecejo.

—No, lo mismo de siempre.

—Ya está, no tenés nada —dijo Joaquín.

Suspiré con alivio y le acaricié suave la mejilla.

—Yo sí tengo tres demonios, presencias, como quieras llamarlos —dijo entonces.

Después, sonrió levantando las manos al cielo con resignación y se fue.

Mamá India

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