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Si la alegría se manifestara en forma humana, lo haría a través de Karl. Sonreía todo el tiempo, pero con ese tipo de sonrisas que exceden los límites de la boca para trasladarse primero a los ojos y después a todo el cuerpo. Lo que transmitía no era felicidad ni beatitud, sino la liviandad propia de las personas que no se toman demasiado en serio.

Parecía mucho más joven de lo que era, tal vez por las dosis constantes de marihuana durante más de veinte años o por su vida libre de estrés. Igualmente, alrededor de sus ojos azules de intensidad un poco teatral, podían descubrirse algunas arrugas. Su pelo, enredado en rastas naturales, era casi blanco y su piel nórdica estaba un poco ajada por décadas de exposición al intransigente sol indio. Todo el tiempo predicaba sobre cuestiones espirituales pero este rasgo, que en cualquier otra persona me hubiera resultado algo irritable, en su caso particular me parecía encantador. Palabras como “libertad”, “amor”, “paz” y “felicidad” salían de su boca con más frecuencia de lo que se consideraría prudente, pero se reía tan seguido y con tantas ganas que estaba todo bien.

Una tarde, al poco tiempo de conocerlo, con expresión solemne me invitó a ir a ver a una santa. Hacía tanto calor que ni siquiera tuve energías para negarme y me subí a su scooter, que parecía que iba a desarmarse en cualquier momento. Recorrimos caminos de tierra por más de cuarenta minutos, en medio de casas de adobe y techos de paja. Polvorientos, cubiertos de transpiración y enteros, por fin llegamos a la casa donde la santa iba a darnos la bendición. Esperando había un público bastante variado: indios que se movían como si estuvieran organizando algo, algunos occidentales con cara de susto y un danés que no paraba de hablar de misticismo, usando palabras en sánscrito sin sentido. Karl saludaba a todos, hablaba un rato con cada uno y se daba vuelta para decirme “vas a ver, es muy fuerte, te va a encantar”.

Esperamos casi una hora y, cuando yo ya había empezado a aburrirme, un indio muy serio anunció que por fin había llegado el gran momento. Entramos a una habitación, cual budas mendigando un poco de amor maternal o gracia divina, y nos sentamos en el piso con las piernas cruzadas. Nos repartieron flores, prendieron incienso y, cuando estuvo todo listo, Ananda Shakti apareció en brazos de dos de sus devotos. Mientras nosotros cantábamos bhajans, los devotos la sentaron en un asiento de mimbre y le pusieron una corona de flores alrededor del cuello. Algunos occidentales comenzaron a llorar, otros cerraron los ojos con fuerza y se concentraron para recibir la mayor cantidad de buena energía posible. Ananda Shakti, una india vieja, chiquita y muy oscura, no parecía enterarse de nada de lo que estaba pasando a su alrededor. Totalmente en trance, sonreía como un bebé y jugaba un poco con las flores que los devotos le tiraban sin descanso.

Hacía veintitrés años que estaba en otro plano y, por momentos, el símbolo Om se le dibujaba brillante en la frente. Esperando que mi turno nunca llegara, vi cómo los presentes iban pasando de a uno para recibir un abrazo, hasta que Karl, riéndose, me tiró de la mano y terminé arrodillada frente al asiento de mimbre. Le entregué unas flores a Ananda Shakti y me fundí en sus brazos. Sentí cómo los límites de nuestros cuerpos se confundían gracias a la energía intensa que salía del centro del pecho de la gurú y nos envolvía a las dos. Me vino bastante bien, en esos días extrañaba un poco a mi mamá.

—¿Te das cuenta de que en tu país o en el mío esta mujer sería considerada una loca y estaría en un neuropsiquiátrico? —dijo Karl cuando salimos. Todavía no sé bien si como crítica o cumplido a Occidente.

Karl había tenido su primera experiencia mística a los diecisiete años, en Suecia, y se la debía al LSD. Después de ese viaje alucinógeno le quedó la certeza de que todo lo que veía no podía ser real. Motivado por la inquietud, o quizá porque en esa época todos los hippies lo hacían, decidió ir a India. La primera comunidad en la que se instaló era liderada por un excéntrico gurú, célebre entre otras cosas por tener un garaje lleno de Mercedes Benz y Rolls Royce y problemas impositivos. Me contó que a veces los miles de jóvenes europeos que vivían en la comunidad se reunían en un salón para realizar un ritual cuyo fin era promover el desapego. La consigna era que cada vez que el gurú hacía sonar el bastón en el piso, ellos tenían que cambiar de compañero sexual. Considerando que la señal se daba cada diez minutos, rápidamente el ritual se transformaba en una simple orgía. Si bien Karl siempre había sido partidario del amor libre, esto le parecía un exceso y solía quedarse al margen. En el fondo pensaba que el amor sin ataduras podía existir incluso en relaciones monógamas.

Me contó todo esto cuando hicimos una parada en el camino de vuelta. Mientras fumábamos un porro mirando a la Montaña, me habló también de su intento de regreso a Europa. Yo me puse un poco tensa: pensar en volver, una posibilidad lejana pero eventualmente inevitable, me dejaba en un estado muy parecido a la desesperación.

En algún momento, Karl se había dado cuenta de que muchos jóvenes ya no eran felices en India y decidían volver a Occidente, donde a los pocos meses se olvidaban del nombre sánscrito con que los había bautizado su maestro de turno y se decidían a llevar “una vida seria”. En ese entonces, él también pensó que la aventura había llegado a su fin y emprendió el retorno. Su familia lo recibió como a cualquier hijo pródigo, casa y trabajo fueron provistos en cuestión de horas y todos celebraron contentos que finalmente había vuelto a sus cabales. Ya habría tiempo para cuestionamientos y recriminaciones, lo importante era retenerlo. Pero, a los pocos días, Karl se dio cuenta de que ya no tenía casi nada en común con su familia. La única con la que parecía entenderse era con su sobrina de seis años. Cuando lo vio por primera vez, le preguntó:

—¿Quién sos?

—No tengo la menor idea —le respondió Karl.

A la nena le pareció una respuesta razonable y sonrió con complicidad.

En su trabajo, Karl tampoco estaba del todo cómodo. Se dedicaba a construir casas. Sus compañeros, endurecidos por años de clavar una tabla tras otra con las manos heladas, sospechaban que su vianda de comida vegetariana contenía algún tipo de droga; una persona no podía estar así de contenta y con los ojos tan brillantes comiendo sólo verduras. Además, casi todo lo que él hacía les parecía raro. Por ejemplo, cuando le preguntaban dónde vivía, Karl señalaba su corazón y decía “acá”.

—Por eso a los pocos meses volví a India y no me voy a ir más, porque acá me siento libre —me dijo Karl mientras apagaba al porro y se lo ofrecía a la Tierra con una reverencia.

Mientras volvíamos en la moto, comenzó a atardecer. Sentí que el aire que me pegaba en la cara, todavía caliente, me limpiaba de algunos viejos condicionamientos y mandatos. De repente, yo también me sentí libre, sin la necesidad de cumplir ningún rol ni expectativa ajena ni convención social. Estar irremediablemente al margen nos liberaba.

Mamá India

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