Читать книгу El cuerpo no es una disculpa - Sonya Renee Taylor - Страница 7
ОглавлениеPrólogo
Mucho antes de que fuera una empresa de medios digitales y educativos, o un movimiento de autoamor radical con cientos de miles de seguidores en nuestra web y en nuestras redes sociales, antes de que a nadie le interesara escribir sobre nosotros en la prensa o entrevistarme en la televisión, antes de que la gente empezara a mandarme fotos de sus cuerpos con mis palabras tatuadas en la espalda, en los antebrazos y en los hombros (lo cual nunca deja de ser genial y raro), antes de todo eso, hubo una palabra… Bueno, unas palabras. Esas palabras fueron «tu cuerpo no es una disculpa». Corría el verano de 2010 y estaba en una habitación de hotel en Knoxville, Tennessee. Mi equipo y yo nos estábamos preparando para una noche de torneo en el Southern Fried Poetry Slam. Un slam es una competición de poesía en vivo. Puede hacerse por equipos o individualmente, y cada participante tiene tres minutos en el escenario para compartir lo que a menudo es una poesía profundamente íntima, personal y política; a continuación, cinco jueces seleccionados al azar de entre la audiencia les ponen nota a los poemas, en una escala que va de 0,0 a 10,0. Es un juego ensordecedor que lleva el refinado arte de la poesía a las masas de los bares, clubes, cafeterías y a todo Estados Unidos en las competiciones del National Poetry Slam. El slam de poesía es tan ridículo como bello; es todo lo torpe y glorioso que tiene el poder de la palabra. El slam es un lugar en el que la gente inadaptada, marginada y ensimismada toma el escenario y los embelesados oídos de la audiencia, aunque sea durante solo tres minutos.
Fue en una cama de hotel en esta ciudad, preparándome para este extraño juego, donde pronuncié por primera vez las palabras: «tu cuerpo no es una disculpa». Mi equipo era un caleidoscopio de cuerpos e identidades. Éramos un microcosmos de un mundo en el que me gustaría vivir. Éramos negros, blancos, del sudeste asiático. Con y sin discapacidad. Éramos gay, hetero, bi y queer. Lo que llevamos a Knoxville aquel año fueron historias sobre vivir en nuestros cuerpos con todos sus complejos entramados. Éramos personas complicadas y honestas las unas con las otras, y por eso acabé teniendo una conversación con mi compañera de equipo Natasha, que tenía treinta y pocos años, vivía con parálisis cerebral y tenía miedo de haberse quedado embarazada. Natasha me dijo que su potencial embarazo era con toda probabilidad fruto de un lío sin pretensiones. Para Natasha, toda su vida estaba en el aire, pero tenía clarísimo que no quería tener un bebé, y mucho menos con esa persona. Una de mis muchas reencarnaciones laborales del pasado fue proveedora de servicios de salud sexual y salud pública. Este pasado me labró fama de preguntarle a la gente por sus prácticas de sexo seguro, de regalar condones y ofrecer estrategias de salud sexual enfocadas a la reducción del daño. Por instinto le pregunté a Natasha por qué había elegido no usar condones con este compañero sexual esporádico, una persona con la que no tenía interés en procrear. Ni Natasha ni yo sabíamos que mi pregunta sincera y su sincera respuesta serían el catalizador de un movimiento. Natasha me habló de su verdad:
—Mi discapacidad hace que las relaciones sexuales sean ya de por sí difíciles, por las posturas y demás. No sentí que estuviera bien además montar un número por lo de usar condón.
Puede ser fácil refugiarnos en el silencio cuando oímos la verdad de alguien y nos golpea en una parte profunda de nuestra humanidad, de nuestras propias vergüenzas ocultas. Nos cuesta sostener las verdades de otros porque en muy raras ocasiones hemos experimentado que sostengan nuestras propias verdades. Brené Brown, investigadora social y experta en vulnerabilidad y vergüenza, afirma que «si compartimos nuestra historia con alguien que responde con empatía y comprensión, la vergüenza no puede sobrevivir».1 Yo entendí la verdad que Natasha estaba compartiendo. Sus palabras me punzaron en un vientre dolorido de conocimiento, dentro de mi propio cuerpo. Todo mi ser resonó. Me vi transportada a todas aquellas veces que había regalado mi propio cuerpo como penitencia. Un montaje de recuerdos se proyectó en mi mente, e incluía todas aquellas veces en que le había dicho al mundo «lo siento» por tener este cuerpo equivocado y malo. Fue desde esta profunda cueva de vulnerabilidad que desbordaron estas palabras:
—Natasha, tu cuerpo no es una disculpa. No es algo que le des a alguien para decirle «lo siento por tener discapacidad».
Se echó a llorar, y durante unos minutos solo abracé a mi amiga-que-a-lo-mejor-estaba-embarazada mientras ella contemplaba la plenitud de lo que esas palabras significaban para su vida y su cuerpo. Hay veces en que nuestra sinceridad, vulnerabilidad y empatía inquebrantables crearán un portal transformador, una abertura a una nueva manera de vivir. Entre Natasha y yo se creó un portal así esa noche de verano en Tennessee, porque según esas palabras se me escapaban de los labios, una parte de ellas se quedó atascada dentro de mí. Las palabras que le dije a Natasha en aquella habitación de hotel eran tanto para ella como para mí. También me estaba diciendo a mí misma: «Sonya, tu cuerpo no es una disculpa».
Durante días después de mi conversación con Natasha, cada dos por tres las palabras volvían a mí, como una especie de bumerán cósmico. Seguían rebotando como un eco entre las paredes de todas mis heridas ocultas. Cada vez que decía una palabra desdeñosa sobre los hoyuelos de mis muslos, oía «tu cuerpo no es una disculpa, Sonya». Cada vez que marcaba alguna afirmación errónea con un «culpa mía, qué tonta soy», mi propia voz interior me replicaba «tu cuerpo no es una disculpa». Cada vez que mi ojo crítico se centraba como una mira láser en alguna imperfección percibida de mi cuerpo o del de otro ser humano, las palabras llegaban como un mayordomo bien entrenado para recordarme «oye, el cuerpo no es una disculpa». Mi yo poeta sabía que las palabras me exigían ser algo más que una conversación efímera con una amiga. Querían ser algo más que mi propia autoflagelación. Las palabras siempre han tenido sus propios planes. Yo… era solo un vehículo.
Hace poco escuché una conferencia sobre relaciones de la famosa escritora y profesora espiritual Marianne Williamson. En ella se describía el concepto de inteligencia natural. Postulaba lo siguiente: «Una bellota no tiene que decir “mi idea es convertirme en un roble”. La inteligencia natural pretende que cada ser viviente se convierta en la más alta forma de sí mismo, y nos diseña para ello».2
En una sola frase, todo lo que sentía que estaba en mí y no tenía nombre de repente recibió uno. Tenemos un diccionario lleno de términos que describen nuestra interpretación de la inteligencia natural. A veces lo llamamos propósito; otras veces lo llamamos destino. Aunque estoy de acuerdo con el espíritu de esos términos, creo que fracasan a la hora de encapsular la plenitud de lo que ilustra el ejemplo de la bellota de Marianne Williamson. Tanto propósito como destino aluden a un lugar al que quizá, si dedicamos el esfuerzo suficiente, llegaremos algún día. Nos fustigamos con las cosas que debemos hacer para cumplir con nuestro propósito o cumplir con nuestro destino. Al contrario que la idea de propósito, la inteligencia natural no requiere que hagamos nada para llegar a ella. La inteligencia natural nos imbuye con todo lo que necesitamos en este momento concreto para manifestar la más alta forma de nosotros mismos, y no necesitamos averiguar cómo conseguirlo. Llegamos a este planeta con la materia prima ya incluida. De ninguna forma quiero dar a entender que el trabajo que has estado haciendo hasta este momento haya sido inútil. Al contrario, aplaudo cualquier labor que hayas emprendido que te haya traído hasta aquí. Sobrevivir es difícil, joder. Cada uno de nosotros ha pasado toda suerte de traumas, vergüenzas y miedos para llegar hasta donde está ahora mismo, dondequiera que sea eso. Cada día nos despertamos y el planeta está lleno de impedimentos sociales, políticos y económicos que nos roban energía y disminuyen nuestro sentido de la identidad. Por lo tanto, sentimos que conectarnos con esta inteligencia natural a menudo se hace casi imposible. Los humanos nos dificultamos muchísimo los unos a los otros la tarea de ser humanos, pero os lo aseguro, el trabajo que hemos hecho o que haremos no consiste en adquirir alguna forma de ser de la que carezcamos en este momento. El trabajo consiste en derruir las barreras de la injusticia y de la vergüenza que se han erguido en nuestra contra, para que podamos acceder a lo que siempre hemos sido, porque si no se nos obstaculiza acabaremos creciendo, de forma inevitable, hasta llegar al propósito para el que fuimos creados: nuestra versión propia y única de aquel roble.
Yo tengo mi propia denominación para la inteligencia natural. La llamo autoamor radical. El autoamor radical es la fuerza que hizo que las palabras «tu cuerpo no es una disculpa» salieran disparadas de mi boca, como un cañonazo, dirigidas a una amiga pero también atravesando mi propio pecho y a continuación los corazones de cientos de miles de personas en todo el mundo. La mayor llamada que he sentido en mi vida es evangelizar sobre la idea del autoamor radical, entendida como los cimientos que transforman cómo hacemos las paces con nuestros cuerpos, cómo hacemos las paces con los cuerpos de otros, y cómo, al final, cambiamos el mundo. Una aparente coincidencia tras otra ha hecho que me resulte obvio. No sé cuál es tu mayor llamada. Es posible que tú tampoco lo acabes de saber. Eso es perfecto. En este mismo segundo, una bellota temblorosa se precipita de la rama al suelo, sin tener ni idea de por qué. No necesita saberlo para cumplir con esa llamada; solamente necesita que nos quitemos de en medio. El autoamor radical es un motor dentro de ti, y te conduce hacia el momento en el que esa llamada se manifieste. Es el cansancio que sientes cada vez que los susurros del auto-odio, de la vergüenza corporal y de la duda merodean por tu cerebro. Es el impulso obstinado que te llevó a abrir este libro, una acción conducida por una fuerza mucho mayor que la de la voz de la duda, y sin embargo a veces mucho más difícil de oír.
El autoamor radical no es un destino al que estés intentando llegar; es lo que ya eres, y ya está trabajando sin cesar para guiar tu vida. La pregunta es: ¿cómo puedes escucharlo con más claridad y con más frecuencia? ¿Incluso sobre el estruendo de la constante vergüenza corporal? ¿Cómo puedes permitirle que cambie tu relación con tu cuerpo y con tu mundo? ¿Y cómo puede ese cambio expandirse por todo el planeta? En la organización que fundé, The Body Is Not An Apology («El Cuerpo No Es una Disculpa», véase www.TheBodyIsNotAnApology.com) no estamos diciendo nada nuevo. Sin embargo, estamos conectando algunos puntos que creemos que otras personas pueden haber olvidado por el camino. Sabemos que la respuesta siempre ha sido el amor. La pregunta es cómo dejamos de olvidar la respuesta, para poder seguir viviendo nuestras vidas más plenas, más radicalmente impenitentes. Este libro es mi más sincero intento de ayudarnos, a todo el mundo, a responder.
1. B. Brown, Daring Greatly: How the Courage to Be Vulnerable Transforms the Way We Live, Love, Parent, and Lead (London, uk: Penguin, 2012), p. 69.
2. M. Williamson, «The Spiritual Purpose of Relationships» (conferencia, Los Ángeles, California, 3 de enero de 2016).