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24 de marzo de 1822

Cuartel general de la Compañía de las Indias Orientales, Calcuta, India

—No tengo palabras para expresar lo importante que es descabezar a ese demonio —Francis Rawdon-Hastings, marqués de Hastings y Gobernador General de la India desde hacía nueve años, caminaba de un lado a otro tras su escritorio.

Los cinco oficiales, sentados relajadamente en los sillones de ratán colocados delante del enorme escritorio de caoba en el despacho del Gobernador General, permanecieron inmóviles y en silencio. El vaivén del cuerpo de Hastings era lo único que movía el pesado y húmedo aire.

Las mejillas del hombre estaban encendidas, los puños, apretados, los músculos de los hombros y brazos, tensos. El coronel Derek Delborough, Del para los conocidos, estaba sentado en un extremo de la fila de sillones y contemplaba con un cínico desapego las evidentes señales de agitación de su comandante en jefe. A Hastings le había llevado no poco tiempo convocarle a él y a sus hombres, los oficiales especiales asignados personalmente por el propio gobernador.

Detrás de Hastings, la pared blanca de yeso estaba rota por dos ventanas con marcos de teca, sombreadas por el amplio balcón, aunque con las persianas bajadas para proteger el interior del tórrido calor. Entre las dos ventanas, sobre la pared, colgaba un retrato del rey, pintado cuando aún era el príncipe Florizel, el novio de Europa, que contemplaba el puesto avanzado símbolo de la riqueza e influencia de Inglaterra. La habitación estaba ampliamente dotada de mesas de palisandro y armarios de teca, muchos con elaborados labrados y marquetería, reluciendo bajo la luz que se filtraba a través de las persianas y que arrancaba una miríada de destellos de los herrajes de metal.

Espacioso, inmaculadamente limpio, exóticamente decorado, el despacho poseía una serenidad intemporal bajo su función utilitaria, a imagen del propio subcontinente, una amplia extensión sobre la cual gobernaba Hastings, que continuaba con sus pesados movimientos.

—No podemos permitir que continúen los saqueos a nuestras caravanas, cada día que pasa, con cada ataque sin contestación, perdemos prestigio.

—Entiendo… —la voz cansina de Del era la personificación de la calma inalterada, en contraste con el tenso tono de Hastings— que las actividades de la Cobra Negra han experimentado una escalada desde hace un tiempo.

—¡Sí, maldita sea! Y el puesto de Bombay no lo consideró digno de mencionar, mucho menos de ejercer alguna acción, hasta hace unos meses, y ahora se quejan de que la situación se ha complicado —Hastings hizo una pausa y rebuscó con exasperación entre una pila de documentos, eligiendo unos cuantos, que deslizó por la pulida superficie del escritorio—. Estos son algunos de los informes más recientes, para que sean conscientes de la anarquía hacia la que se dirigen.

Los cuatro hombres sentados a la derecha de Del, lo miraron. Ante su asentimiento, cada uno tomó un documento y se reclinó en el asiento para leer detenidamente la información.

—Tengo entendido —continuó Del, reclamando la atención de Hastings— que la secta de la Cobra Negra asomó la cabeza por primera vez en el año 1819. ¿Tiene alguna historia previa, o surgió en ese momento?

—Fue la primera noticia que tuvimos de ellos, y los lugareños de Bombay tampoco habían oído hablar de ellos antes. Lo cual no quiere decir que no hubiesen estado al acecho en algún lugar, solo Dios sabe que hay un montón de esas sectas nativas secretas, pero no existe ningún informe, ni siquiera de los maharajás más antiguos, de su existencia anterior a mediados de 1819.

—Una secta de novo, sugiere la aparición de un líder determinado.

—Así es, y es a él a quien tendrán que eliminar. O, por lo menos, provocar el suficiente daño a sus fuerzas —Hastings señaló los documentos que estaban leyendo los otros cuatro—, a la chusma que emplea para los asesinatos, violaciones y pillajes, para ayudarlo a esconderse bajo la piedra de la cual salió.

—Asesinato, violación y pillaje no hace justicia a la Cobra Negra —observó el mayor Gareth Hamilton, uno de los cuatro oficiales que servían a las órdenes de Del. Levantó la vista y clavó sus ojos marrones en Hastings—. Esto sugiere un acto deliberado para aterrorizar a los pueblos, un intento de subyugar. Para una secta es algo muy ambicioso, un intento de conseguir el poder que va más allá de la habitual sangría de dinero y suministros.

—Estableciendo un yugo de terror —el capitán Rafe Carstairs, sentado a tres sillas de Del, secundó a Gareth y arrojó sobre el escritorio el informe que acababa de leer. Los rasgos aristocráticos de Rafe reflejaban disgusto, incluso desprecio, lo que le indicó a Del que el contenido del informe que Rafe acababa de leer era realmente espantoso.

Los cinco que se sentaban ante el escritorio de Hastings habían sido testigos de masacres inimaginables para la mayoría. Como grupo habían servido en la campaña de la Península en la caballería bajo las órdenes de Paget, y luego habían participado en primera línea en Waterloo, tras lo cual habían sido designados a la Honorable Compañía de las Indias Orientales, para servir a las órdenes de Hastings como un grupo de oficiales de élite con el objetivo de tratar específicamente con las peores revueltas e inestabilidades que había visto el subcontinente en los últimos siete años.

Sentado entre Gareth y Rafe, el mayor Logan Monteith frunció los labios mientras con un movimiento de su bronceada muñeca lanzaba el informe, que se deslizó sobre el escritorio hasta unirse con los demás.

—Esta Cobra Negra hace que Kali y sus thugees parezcan unos seres civilizados.

Sentado junto a Rafe, el último y más joven de los cinco, el capitán James MacFarlane, que aún conservaba su cara aniñada a pesar de sus veintinueve años, se inclinó hacia delante y dejó delicadamente el documento que había estudiado junto con sus compañeros.

—¿Y en el puesto de Bombay no tienen la menor idea de quién puede estar detrás de esto? ¿Ninguna pista, ningún colaborador, ninguna idea de la zona donde puede encontrarse el cuartel general de la Cobra?

—Después de más de cinco meses de búsqueda activa, no tienen nada más que una sospecha de que algunos de los príncipes Maratha han pasado a la clandestinidad apoyando a la secta.

—Cualquier imbécil podría haber llegado a esa conclusión —Rafe soltó un bufido—. Desde que los aplastamos en el 18, han estado buscando pelea, cualquier pelea.

—Exactamente —el tono de Hastings era ácido, mordaz—. Como bien saben, Ensworth es ahora gobernador de Bombay. En todos los demás aspectos lo está haciendo muy bien, pero es diplomático, no militar, y reconoce que en lo que se refiere a la Cobra Negra, está perdido —Hastings los miró uno a uno, deteniéndose en Del—. Y ahí, caballeros, es donde entran ustedes.

—Doy por hecho —respondió Del—, que Ensworth no va a enfadarse cuando invadamos sus dominios.

—Al contrario, los recibirá con los brazos abiertos. Está como loco por asegurar el comercio a la vez que cuadra las cuentas para Londres, nada fácil cuando cada dos por tres una caravana es saqueada —Hastings hizo una pausa y, durante un momento, la tensión producida por dirigir el lejano imperio en que se había convertido India se reflejó en su rostro. Pero rápidamente encajó la mandíbula y los miró a los ojos—. No hace falta que explique la importancia de esta misión. La Cobra Negra tiene que ser neutralizada. Sus expolios y las atrocidades cometidas en su nombre han alcanzado un nivel que no solo amenaza a la Compañía sino a la mismísima Inglaterra, y no solo en cuestiones comerciales, sino al prestigio. Todos llevan aquí el tiempo suficiente como para saber lo esencial que es esto último para los intereses continuos de nuestra nación. Y por último —señaló los informes con la cabeza—, se trata de la India, y la gente de esos pueblos, quien necesita que desaparezca la Cobra.

—Sobre eso no hay discusión —Rafe deshizo su típica postura relajada y se levantó al mismo tiempo que Del y los demás.

Hastings volvió a mirarlos uno a uno mientras formaban, hombro con hombro, frente a su mesa, un sólido muro de uniformes rojos. Todos medían más de metro ochenta, todos eran antiguos soldados de la Guardia Real, todos estaban curtidos por años de batallas y mandos. La experiencia esculpía sus rasgos, incluso los de MacFarlane. Su conocimiento del mundo coloreaba las miradas.

Satisfecho con lo que vio, Hastings asintió.

—Su misión, caballeros, es identificar y capturar a la Cobra Negra, y llevarlo ante la justicia. Tienen total libertad de acción. Me da igual cómo lo hagan, mientras se haga justicia públicamente. Como de costumbre, pueden disponer de los fondos de la compañía, y también de los hombres que consideren necesarios.

Normalmente era Rafe el que daba voz al pensamiento colectivo del grupo.

—Ha mencionado la decapitación —el tono de voz era ligero, su habitual e inefable encanto desplegado, como si estuviese en alguna fiesta hablando sobre croquet—. Con las sectas suele ser el enfoque más efectivo. ¿Podemos suponer que prefiere que vayamos directamente a por el líder, o debemos mostrarnos cautelosos e intentar defender las caravanas cuando sea posible?

—Usted, capitán —Hastings miró a los cándidos ojos azules de Rafe—, no reconocería la cautela aunque lo mirara a los ojos.

Los labios de Del se curvaron y por el rabillo del ojo vio que Gareth también sonreía. Rafe, apodado el Temerario, por un buen motivo, se limitó a mirar con expresión inocente a Hastings.

—Su suposición es correcta —Hastings soltó un bufido—. Espero que encuentren a la Cobra Negra, que lo identifiquen y que lo eliminen. En cuanto a lo demás, hagan lo que puedan, pero la situación es urgente, y ya no podemos permitirnos emplear la cautela.

De nuevo Hastings los miró uno a uno.

—Pueden interpretar mis órdenes como prefieran, pero lleven a la Cobra Negra ante la justicia.

15 de agosto, cinco meses después.

Comedor de oficiales

Base en Bombay de la Honorable Compañía de las Indias Orientales

—Hastings dijo que podíamos interpretar sus órdenes como quisiésemos, que teníamos libertad de acción —Rafe apoyó los hombros contra la pared que tenía a sus espaldas y luego levantó uno de los vasos que el mozo acababa de dejar sobre la mesa y tomó un buen trago de la turbia cerveza ambarina.

Los cinco, Del, Gareth, Logan, Rafe y James, estaban sentados alrededor de la mesa del rincón, que habían reclamado como suya en el bar del comedor de oficiales. Habían elegido esa mesa por sus comodidades, básicamente porque ofrecía una vista completa del bar, de la terraza cerrada delantera del comedor, así como del espacio que se abría más allá de las escaleras de la terraza. Además, lo más recomendable de la mesa eran las gruesas paredes de piedra que había detrás y a un lado. Nadie podía permanecer inobservado por ellos, ni dentro ni fuera, ni tampoco podía nadie oír sus conversaciones mantenidas en voz baja.

Las pantallas de bambú encajadas entre las columnas delanteras de la terraza estaban bajadas para proteger del sol de la tarde y el polvo levantado por una tropa de cipayos que estaba ensayando para un desfile, sumiendo el bar en una fresca sombra. Un distante murmullo de conversaciones se alzó de dos grupos de oficiales sentados en un extremo de la larga terraza. El entrechocar de las bolas de billar surgía de una pequeña estancia en el lado más alejado de la terraza.

—Cierto —Gareth tomó un vaso—. Pero dudo que el buen marqués esté ansioso por vernos por allí.

—Me parece que no tenemos elección —junto con los otros tres, Logan miró a Del.

Del, la vista fija en su cerveza, sintió la mirada de sus hombres y levantó la vista.

—Si, tal y como pensamos, la Cobra Negra es Roderick Ferrar, Hastings no nos dará las gracias por darle la noticia.

—Pero, de todos modos, emprenderá alguna acción, ¿no? —James alargó una mano hacia el último vaso que quedaba en la bandeja.

—¿Te fijaste en el retrato colgado detrás del escritorio de Hastings? —Del lo miró fijamente.

—¿El del príncipe regente?

—No es propiedad de la compañía —Del asintió—, sino del propio Hastings. Debe su cargo al príncipe, disculpadme, a Su Majestad, y sabe que no puede olvidarlo nunca. Si, suponiendo que la encontremos, le llevamos la prueba innegable de que Ferrar es nuestro villano, lo colocaremos en la ingrata posición de tener que decidir a qué amo satisfacer: a su conciencia o a su rey.

—¿Es Ferrar realmente tan intocable? —James frunció el ceño mientras hacía girar el vaso en su mano.

—Sí —la afirmación de Del se vio reforzada por la de Gareth, Logan y Rafe.

—Hastings está en deuda con el rey —explicó Del—, y el rey está en deuda con Ferrar padre, el conde de Shrewton. Y, aunque es el segundo hijo de Shrewton, es bien sabido que Ferrar es el favorito de su padre.

—Se rumorea —Rafe se apoyó en la mesa— que Shrewton tiene al rey en el bolsillo, cosa que no resulta muy difícil de creer. De modo que, a no ser que exista alguna animosidad entre Hastings y Shrewton, de la que nadie esté al corriente, es muy probable que Hastings se vea obligado a «perder», las pruebas que logremos encontrar.

—¡Demonios! —Logan soltó un bufido—. No me extrañaría que parte del oro que la Cobra está robando a la Compañía, indirectamente, termine en los bolsillos de Su Majestad.

—Hastings —les recordó Gareth— insistió mucho en que llevásemos a la Cobra ante la justicia. No nos dio instrucciones para que lo capturásemos y lo entregásemos en Bombay —miró a Del y enarcó una ceja—. ¿Crees que Hastings opina que utilizarnos sería un modo de lograr que se haga justicia sin ofender a su amo?

—Esa posibilidad ya se me había ocurrido —Del sonrió con cinismo—, teniendo en cuenta que nos llevó tan solo dos semanas llegar a la conclusión de que la Cobra Negra o bien tenía a alguien en la oficina del gobernador o era un empleado del gobernador. Después de eso nos llevó, ¿cuánto?, ¿seis semanas de vigilancia de los convoy atacados para estrechar el cerco en torno a Ferrar? Como segundo adjunto del Gobernador de Bombay, él y solo él conocía todas las caravanas atacadas. Había otros que conocían detalles de algunas, pero solo él estaba en posesión de los itinerarios y horarios de todas. Hastings tiene una información similar desde hace meses. Al menos debería sospechar quién podría estar detrás de la secta de la Cobra Negra.

—Hastings —intervino Rafe— también es consciente de cuándo fue asignado Roderick Ferrar a su puesto aquí, a principios de 1819, unos cinco meses más o menos antes de la primera aparición conocida de la Cobra Negra y sus secuaces.

—Cinco meses es tiempo suficiente para que alguien tan espabilado como Ferrar se dé cuenta de las posibilidades, haga planes y reúna a los susodichos secuaces —añadió Logan—. Es más, como adjunto al gobernador, tiene contacto fácil y oficialmente aceptado con los descontentos príncipes Maratha, los mismos exaltados que, como ahora sabemos, han cedido en secreto a la Cobra Negra sus bandas particulares de asaltantes.

—Ferrar —señaló Del— se presentó a Hastings en Calcuta antes de unirse a la oficina del gobernador, un puesto que, según confirman nuestros contactos en Calcuta, solicitó específicamente. Ferrar podría tener un puesto con Hastings en el cuartel general, estaba a su disposición, ¿y qué joven ansioso por ascender en la compañía no preferiría trabajar para el gran hombre? Pero no, Ferrar solicitó un puesto en Bombay, y al parecer se mostró bastante satisfecho con el de segundo adjunto.

—Lo cual hace que uno se pregunte —dijo Gareth— si la principal atracción de dicho puesto no sería que estaría en la otra punta del subcontinente, lejos de la posible vigilancia de Hastings.

—Así pues, James, muchacho —Rafe le dio una palmada en la espalda al joven capitán—, todo sugiere que la orden de llevar a la Cobra Negra ante la justicia, y utilizar para ello cualquier medio que consideremos necesario, es probable que sea la manera política de ocuparse del asunto —miró a los demás a los ojos—. Y Hastings nos conoce lo suficiente como para estar seguro de que haremos el trabajo sucio por él.

James miró a los demás y confirmó que todos pensaban lo mismo. Asintió con cierta reticencia.

—De acuerdo. De modo que evitamos a Hastings. Pero ¿cómo lo hacemos? —miró a Del—. ¿Has tenido alguna noticia de Inglaterra?

Del miró hacia la terraza para confirmar que no hubiese nadie que pudiese oír la conversación.

—Esta mañana llegó una fragata con un envío muy grande para mí.

—¿De Devil? —preguntó Gareth.

—Una carta suya —Del asintió—, y algo más de uno de sus pares, el duque de Wolverstone.

—¿Wolverstone? —Rafe frunció el ceño. Yo creía que el anciano estaba prácticamente retirado.

—Y así es —contestó Del—. El hijo, el actual duque, es otra cosa. Lo conocemos, o más bien sabemos de él, bajo otro nombre. Dalziel.

—¿Dalziel es en realidad Wolverstone? —preguntó James mientras los cuatro abrían desmesuradamente los ojos.

—El heredero de Wolverstone, al parecer —contestó Del—. El anciano murió a finales de 1816, después de que llegásemos aquí.

—Para entonces, Dalziel debía estar retirado —Gareth contaba los años.

—Seguramente. En cualquier caso, como duque de St. Ives, Devil conoce bien al duque de Wolverstone. Tras leer mi carta en la que explicaba nuestra situación, Devil se la mostró al duque, pensando que no podría haber nadie mejor para aconsejarnos. Si recordáis bien, Dalziel estuvo a cargo de todos los agentes británicos en suelo extranjero durante más de una década, y conoce todos los trucos para hacer llegar la información sensible a través del continente y a Inglaterra. Es más, como bien señaló extensamente Devil, Wolverstone no le debe nada al rey, y la pelota está en el otro tejado. Y Su Majestad es muy consciente de ello. Si Wolverstone presenta alguna prueba de que Ferrar hijo es la Cobra Negra, ni el rey ni Shrewton se atreverán a hacer nada para hacer descarrilar el tren de la justicia.

—Siempre supe que había un motivo por el que decidimos formar una tropa con los Cynster en Waterloo —Rafe sonrió.

—Eran unos soldados condenadamente buenos —Gareth sonrió al recordarlo—, aunque no fueran militares de carrera.

—Lo llevaban en la sangre —Logan asintió.

—Y por sus caballos merecía la pena matar—añadió Rafe.

—Les cubrimos las espaldas en más de una ocasión, y ahora nos devuelven el favor —Del levantó el vaso y esperó a que los demás brindaran con él—. Por los viejos compañeros de armas.

Todos bebieron. Logan se volvió hacia Del.

—¿Y Wolverstone nos ha facilitado el consejo requerido?

—Detalladamente —Del asintió—. Primero confirmó que está dispuesto a presentar cualquier prueba que encontremos ante los canales adecuados, tiene todos los contactos y la posición para poder hacerlo. Sin embargo, ha dejado claro que para derribar a Ferrar hijo la prueba debe ser incontestable. Tiene que ser clara, obvia, inequívoca, no circunstancial, nada que se preste a interpretaciones.

—De modo que debe ser algo que implique sin ningún lugar a dudas directamente a Ferrar.

—Exactamente —Del soltó el vaso vacío—. En cuanto dispongamos de esa evidencia, y Wolverstone fue muy claro en que no tiene sentido proceder sin la prueba adecuada, pero con vistas a cuando la tengamos, él ya ha dispuesto, a falta de una palabra mejor, una campaña, un detallado plan de acción para que lo sigamos con el fin de llevar la prueba con seguridad a Inglaterra, y a sus manos —miró a los demás y curvó los labios con ironía—. Repasando su plan se entiende por qué tuvo tanto éxito en su anterior ocupación.

—¿Y cuáles son esos detalles? —Logan apoyó los brazos sobre la mesa, claramente interesado. Los demás también aguardaban expectantes.

—Debemos hacer copias de la prueba, y luego separarnos para regresar a casa cada uno por nuestro lado, cuatro llevando copias y uno la prueba original. Nos ha enviado cinco cartas selladas, cinco juegos de instrucciones, uno para la prueba original y las otras cuatro para los señuelos. Cada carta contiene la ruta que debemos seguir cada uno de nosotros de vuelta a Inglaterra, y los puertos que debemos utilizar. En cuanto arribemos, habrá hombres suyos esperando para escoltarnos. Ellos, nuestras escoltas, sabrán adónde debemos dirigirnos cada uno de nosotros en cuanto estemos en Inglaterra.

—Sospecho que Wolverstone está decidido a compartir la información únicamente con quienes necesitan conocerla —los labios de Logan se curvaron.

—Lo que sucederá —Del sonrió— es que, si bien cada uno de nosotros sabrá si es portador del señuelo o de la prueba original, y qué ruta tomará para regresar a casa, no sabrá qué llevan los demás, ni sus rutas. El único que sabrá quién lleva la prueba original y qué ruta empleará para regresar a casa, hacia qué puerto se dirigirá, será el que tenga la original —Del se apartó de la mesa—. Dalziel quiere que lo sorteemos, y que emprendamos inmediatamente el viaje.

—Es lo más seguro —Rafe asintió y miró a los demás—. De este modo, si alguno de nosotros es apresado, no podrá delatar a los demás —con una voz y una expresión inhabitualmente sombría en él, dejó cuidadosamente el vaso vacío en la bandeja—. Después de estos meses persiguiendo a las bandas de la Cobra Negra, viendo de primera mano los resultados de sus métodos, lo más inteligente es asegurarnos de que, si uno de nosotros es capturado, los demás permanecerán a salvo. No podremos confesar lo que no sabemos.

Pasó un momento en silencio, cada uno de los hombres recordando las atrocidades que habían presenciado mientras dirigían sus tropas de soldados en las incursiones en tierras del interior y en las colinas, persiguiendo a la Cobra Negra y las bandas de ladrones que formaban una gran parte de la fuerzas de la secta, buscando la prueba, la irrefutable, la incontrovertible prueba que necesitaban para aniquilar el reino de la Cobra Negra.

Gareth respiró hondo y soltó el aire.

—Entonces, primero encontramos la prueba y luego la llevamos a casa —miró a los demás—. ¿Estamos de permiso o por fin vamos a renunciar a nuestros puestos?

Rafe se pasó una mano por el rostro, como si con ello pudiera borrar los recuerdos de los segundos anteriores.

—Yo renunciaré —él también miró a los otros, leyendo sus expresiones—. Ya lo hemos hablado otras veces.

—Cierto —Logan hizo girar el vaso vacío entre los dedos—. Y después de estos últimos meses, y los meses que faltan hasta que encontremos la prueba que necesitamos, para cuando lo hagamos, ya estaré más que harto —levantó la vista—. Yo también estoy preparado para regresar a casa para siempre.

—Y yo —Del sonrió y miró a Gareth, que también sonrió.

—Llevo toda mi vida adulta en el ejército, igual que vosotros. He disfrutado de las campañas, pero esto, lo que estamos haciendo aquí ahora, ya no es una campaña. Lo que este país necesita no son militares, caballería, o armas. Necesita gobernantes que gobiernen, y nosotros no somos eso —miró a los demás—. Supongo que intento decir que nuestro papel aquí ha concluido.

—O habrá concluido —corrigió Del—, en cuanto anulemos a la Cobra Negra.

—¿Y tú qué dices, jovenzuelo? —Rafe miró a James.

A pesar de que desde Waterloo era uno de ellos, James seguía siendo el niño del grupo. Solo había dos años de diferencia entre Rafe y él, pero en experiencia, y más aún en carácter, la diferencia era inconmensurablemente mayor. En conocimiento, actitud y dominio absoluto, Rafe era tan viejo como Del. Rafe había conservado el rango de capitán por elección, rechazando ascensos con el fin de fundirse con sus hombres, de inspirar y liderar. En el campo de batalla era un extraordinario comandante.

Del, Gareth, Logan y Rafe eran iguales, sus fortalezas no, pero sí eran igualmente respetados cada uno por los demás. James, por muchas acciones en las que luchara, por muchas atrocidades que presenciara, por muchas masacres de las que fuera testigo, seguía reteniendo vestigios del inocente muchacho que había sido al unirse al grupo, un joven subalterno en medio de esa vieja tropa de caballería. De ahí el paternalista afecto que ejercían sobre él, su costumbre de verlo como alguien mucho más joven, de gastarle bromas por ser un joven oficial, alguien cuyo bienestar se sentían obligados a asegurar, aunque de lejos.

—Si todos os retiráis —James se encogió de hombros—, entonces yo también lo haré. Mis padres se alegrarán de verme de vuelta en casa. Ya llevan un año insinuando que ha llegado el momento de regresar, de sentar la cabeza, esas cosas.

—Seguramente te habrán elegido ya alguna jovencita —Rafe rio por lo bajo.

—Seguramente —James sonrió, impasible, como siempre, a sus bromas.

James era el único de los cinco que seguía conservando a sus padres. Del tenía dos tías paternas, mientras que Rafe, el hijo pequeño de un vizconde, tenía numerosos parientes y hermanos a los que hacía años que no había visto. Pero, al igual que Gareth y Logan, nadie lo esperaba en Inglaterra.

Regresar a casa. Únicamente James tenía un hogar al que regresar. Para los demás, «casa», era un concepto desdibujado que tendrían que definir cuando estuvieran de nuevo en suelo inglés. Al regresar a Inglaterra, los cuatro más mayores tendrían, en cierto sentido, que aventurarse a lo desconocido, aunque Del sabía que para él había llegado el momento. Y no le sorprendió que los demás sintieran lo mismo.

Pidió otra ronda al tabernero y, cuando llegó y el muchacho se hubo retirado, levantó su vaso.

—La India nos ha enriquecido, nos ha dado más de lo que habríamos conseguido en otra parte. Parece justo devolverle a este país algo apresando… —miró a Rafe y rio— descabezando a la Cobra Negra. Y si, como parece, eso nos llevará de vuelta a Inglaterra, entonces eso también estará bien —miró a los demás a los ojos—. Estamos juntos en esto —alzó el vaso y esperó a que los demás entrechocaran los suyos con él—. Por nuestro eventual regreso a Inglaterra.

—A casa —anunció Rafe mientras todos brindaban.

Todos bebieron y Gareth, siempre práctico, preguntó:

—¿Y cómo vamos a proceder para conseguir nuestra prueba?

Habían dedicado los últimos tres meses, desde que habían llegado a la conclusión de que Roderick Ferrar, segundo adjunto al Gobernador de Bombay, tenía que ser la Cobra Negra, a intentar encontrar alguna prueba de la identidad secreta de Ferrar, pero sin ningún resultado. Cada uno detalló su última incursión en lo que empezaba a conocerse como «territorio Cobra Negra», cada ataque destinado a descubrir alguna pista, alguna prueba, alguna conexión sólida con Ferrar. Lo único que habían descubierto eran pueblos aterrorizados, algunos reducidos a cenizas, otros vacíos y sin ningún superviviente, evidencias de violaciones y torturas por todas partes.

La destrucción gratuita y el gusto por la violencia sin más se estaba convirtiendo rápidamente en la firma de la Cobra Negra, pero, a pesar de todas la masacres que encontraron, no habían conseguido hallar ni una sola prueba.

—Es muy listo, hay que reconocérselo al bastardo —observó Rafe—. Cada vez que encontramos a uno de sus adeptos, resulta que ha recibido instrucciones de otra persona, alguien a quien no conoce o, cuando puede señalarlo, la pista solo nos conduce a otro…

—Hasta que terminas por encontrar a otro que, de nuevo, no sabe nada —intervino Logan con fastidio—. Es como ese juego de los susurros, solo que en este caso nadie sabe quién fue el primero en susurrar.

—El modo que tienen de relacionarse los indios, a través del sistema de castas, juega a favor de la Cobra Negra —explicó James—. Los fieles obedecen sin cuestionar, y nunca se les ocurre que no sea razonable no saber nada sobre sus superiores, les basta con saber que son sus superiores y que, por tanto, deben obedecerlos.

—Se trata de una red —intervino Gareth—. La Cobra Negra opera tras una estratégica red

—Y al tratarse de una secta con el habitual misterio que las acompaña —añadió Rafe—, a los fieles les parece normal que la Cobra nunca sea vista, ni tampoco oída, directamente. Por lo que sabemos envía sus órdenes escritas en pedacitos de papel que pasa a través de esa condenada red.

—Según Wolverstone y Devil —dijo Del—, toda la familia Ferrar es conocida por su tendencia brutalmente explotadora, por eso está el conde de Shrewton en la posición en la que está. En el caso de Roderick Ferrar, de tal palo tal astilla.

—¿Y cuál es el siguiente paso? —preguntó Rafe.

Pasaron la siguiente media hora, y otra ronda de cervezas más, discutiendo sobre los pueblos y puestos avanzados que merecían ser visitados.

—El mero hecho de aparecer, de hacer ondear la bandera, será visto como una provocación —opinó Logan—. Si somos capaces de provocar una reacción, quizás podamos capturar a alguien que posea alguna información de utilidad.

—Otra cuestión será hacerles hablar —Rafe miró a los otros—. Allí impera el yugo del miedo, la Cobra Negra mantiene sus bocas bien cerradas por miedo a su venganza.

—Lo cual —añadió James— es espantoso, hay que reconocerlo. Todavía recuerdo al hombre al que reduje la semana pasada —hizo una mueca.

—No podemos hacer otra cosa que presionar más —observó Del—. Necesitamos esa prueba, la incontrovertible evidencia que implica a Ferrar. Gareth y yo nos vamos a centrar en intentar encontrar algo a través de los contactos de Ferrar con los príncipes. Empezaremos por hablar con aquellos con los que ha tratado a través de la oficina del gobernador. Dado su carácter, sin duda habrá hecho enemigos y, con suerte, alguno estará dispuesto a hablar. Es más probable que hable un príncipe resentido que los habitantes de una aldea.

—Cierto —Logan intercambió una mirada con Rafe y con James—. Mientras tanto, seguiremos haciendo incursiones en los pueblos y ciudades.

—Eso por lo menos mantendrá la atención del demonio en el campo —dijo Gareth—, y nos proporcionará a Del y a mí algo de cobertura.

—Vais a tener que prescindir de mí durante las próximas semanas —James hizo una mueca—. Al parecer me han asignado una misión. El gobernador me ha requerido para que conduzca una tropa hasta Poona y escolte a su sobrina de regreso a Bombay.

Los otros cuatro se lamentaron mientras se apartaban de la mesa y se levantaban de las sillas.

Rafe le dio a James una palmadita en la espalda.

—No te preocupes, por lo menos tendrás la oportunidad de descansar unos días. La mayoría de las memsahib y sus encantadoras hijas pasan allí la temporada del monzón. ¿Quién sabe? Puede que encuentres alguna distracción de tu agrado.

—Lo que quieres decir es que voy a tener que asistir a cenas formales y hablar de naderías —James soltó un bufido—, y luego bailar con niñas tontas que aletean las pestañas, mientras Logan y tú os divertís persiguiendo a la Cobra Negra y a sus adeptos. Muchas gracias, pero preferiría hacer algo útil.

Rafe soltó una carcajada y rodeó los hombros de James con un brazo.

—Si Logan o yo conseguimos hablar con alguno de esos adeptos, estarás de vuelta a tiempo para ayudarnos en el seguimiento.

—Sí, pero piensa en lo aburridas que van a ser las próximas semanas para mí —James se dirigió a la salida con Rafe—. Me merezco algo extraordinariamente prometedor para mi regreso.

Sonriendo ante el hambre de aventura de James, Del se unió a Gareth y a Logan, y salieron del bar.

2 de septiembre, dieciocho días después

Barracones de la Compañía de las Indias Orientales, Bombay

Un viento árido y ardiente soplaba implacable a través del maidán, levantando remolinos de polvo al paso de los cipayos que practicaban la formación, marchando mientras el sol lentamente se desangraba por el oeste.

En la terraza del barracón, Del estaba sentado en una tumbona de madera, los pies apoyados sobre los brazos extensibles, un vaso en una mano mientras Gareth, en la misma postura relajada que él, esperaba a que los demás se reunieran con ellos. Logan y Rafe tenían previsto regresar ese día de sus últimas salidas, y también se esperaba el regreso de Poona de James. Ya era hora de volver a reunirse, de decidir cuál sería el siguiente paso.

Logan había llegado con su tropa hacía media hora. Cubierto de polvo, se había presentado ante el comandante del fuerte antes de dirigirse a los barracones. Tras subir las escaleras hasta la terraza, había saludado con expresión sombría antes de que Del o Gareth pudieran preguntarle qué tal le había ido, y rápidamente había entrado en los barracones para lavarse y cambiarse.

Del observó a los cipayos realizar la instrucción, incansables, y sintió el peso del fracaso. Sabía que los demás sentían lo mismo. Habían estado presionando inmisericordes, en el caso de Rafe de un modo cada vez más temerario, en un intento de conseguir la prueba esencial que necesitaban, pero nada de lo que habían averiguado había bastado según los criterios de Wolverstone.

Lo que habían averiguado les había confirmado que Ferrar era la Cobra Negra. Tanto Rafe como Logan habían encontrado a antiguos adeptos que habían llegado a ocupar puestos de importancia en la organización, pero que habían terminado por hartarse de la despiadada dictadura de la Cobra y habían logrado huir del territorio Cobra. Ellos habían confirmado que la Cobra Negra era «anglo», un inglés, en concreto uno que hablaba con el característico y refinado acento de la clase alta.

Unido a sus anteriores sospechas, así como a los documentos y velados comentarios que Del y Gareth habían conseguido sacarles a varios príncipes Maratha, ya no había ninguna duda posible de que tenían al hombre que buscaban.

Pero aún les faltaba demostrarlo.

Un pesado golpe de botas anunció la llegada de Logan. Se dejó caer en una silla a su lado, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.

—¿No ha habido suerte? —preguntó Gareth, aunque la respuesta era obvia.

—Peor —Logan no abrió los ojos—. En cada pueblo al que llegamos, la gente estaba acobardada. Ni siquiera se atrevían a ser vistos hablando con nosotros. La Cobra Negra los tiene bien agarrados y tienen miedo, y, por lo que hemos visto, por un buen motivo —hizo una pausa antes de continuar en voz más baja, los ojos aún cerrados—. A la entrada de la mayoría de los pueblos encontramos señales de la venganza de la Cobra Negra, mujeres y niños empalados, además de hombres.

Respiró entrecortadamente y se frotó el rostro con ambas manos mientras se incorporaba.

—Fue… peor que espantoso —tras una pausa, miró a los otros dos—. Tenemos que detener a ese loco.

—¿Viste a Rafe? —Del hizo una mueca de desagrado.

—Solo al principio. Se dirigía más hacia el este, a las colinas. Esperaba encontrar los límites del territorio Cobra, comprobar si había algún pueblo que se estuviera resistiendo, con la esperanza de que le proporcionaran información a cambio de ayuda.

—Buscando pelea, como siempre —Gareth bufó, aunque sin rencor.

—¿No hacemos todos lo mismo? —Logan miró hacia el maidán.

Del siguió su mirada hasta una nube de polvo que se levantaba más allá de la entrada al fuerte y que se acercaba poco a poco.

Cuando la nube entró por las puertas del fuerte, dio paso a Rafe a la cabeza de las tropas de caballería que había reclutado para la misión.

Una mirada al rostro de Rafe, que detuvo la marcha a unos metros de distancia para evitarles el remolino de polvo, bastó para contestar la pregunta más urgente. No le había ido mucho mejor que a Logan en su intento de conseguir la prueba de la identidad de la Cobra Negra.

Entregó las riendas del caballo al sargento y se dirigió hacia la terraza, el cansancio, o más bien agotamiento, reflejado en cada rasgo de su larga figura. Evitando las escaleras, se detuvo junto a la barandilla tras la cual estaban sentados los demás, apoyó los brazos sobre ella y dejó caer la rubia y polvorienta cabeza sobre los brazos. Su voz surgió camuflada y extrañamente ronca.

—Por favor decidme que alguno de vosotros ha encontrado algo, lo que sea, para poder detener a ese demonio.

Ninguno respondió.

Rafe dejó caer los hombros y suspiró antes de levantar la cabeza, permitiendo que los demás vieran claramente su rostro. Algo, más que el abatimiento, atormentaba su mirada.

—Has averiguado algo —Logan se inclinó hacia delante.

Rafe respiró pesadamente, volvió la cabeza hacia la tropa que empezaba a dispersarse y asintió.

—En un pueblo en el que los ancianos ya se habían doblegado ante las exigencias de la Cobra Negra, les está quitando la mitad, ¡la mitad!, de lo que son capaces de arañar a los campos. ¡Les está quitando la comida de la boca a los bebés!

Después de una pausa, continuó.

—Allí no encontramos nada, pero uno de los hombres más jóvenes nos esperaba en nuestro camino, y nos habló de un pueblo más al este que se estaba resistiendo a las exigencias de ese demonio. Nos dirigimos allí lo más deprisa que pudimos.

Con la mirada puesta en el maidán, Rafe se interrumpió. Cuando volvió a hablar, su voz era más baja, más ronca, que antes.

—Llegamos demasiado tarde. El pueblo había sido arrasado. Había cuerpos… hombres, mujeres y niños, violados y mutilados, torturados y quemados —tras una pausa continuó en voz aún más baja—. Era el mismísimo infierno en la tierra. No pudimos hacer nada. Quemamos los cuerpos y nos volvimos.

Ninguno de los otros habló, no había nada que decir que pudiera apartar la horrenda visión, la certeza.

Al fin Rafe respiró hondo y se volvió hacia ellos.

—¿Y qué hay por aquí?

—Yo he regresado con las manos vacías —admitió Logan.

—Hemos averiguado más cosas, nos han contado mucho más, pero no son más que habladurías —contestó Del tras mirar a Gareth—. Nada que podamos llevar ante la justicia, nada lo bastante bueno para llevar a casa.

—Ese es el lado positivo —apuntó Gareth—. El negativo es que sin duda Ferrar ya estará al corriente de que lo estamos vigilando. Investigándolo.

—Era inevitable —Logan se encogió de hombros—. Siendo tan listo no podía pasarle desapercibido que estamos aquí, bajo las órdenes directas de Hastings, y sin una misión de la que poder hablar.

—Llegados a este punto —Rafe asintió—, ya no puede hacernos daño. Quizás saber que vamos tras él lo vuelva más descuidado.

—Hasta ahora —Del soltó un bufido—, se ha mostrado increíblemente agudo evitando que algo le incrimine. Hemos descubierto más documentos, parecidos a contratos que ha firmado con varios príncipes, pero el muy canalla siempre utiliza su sello especial de Cobra Negra en la correspondencia, y firma con una marca, no con una firma.

—Y en su escritura emplea una gramática de nivel medio —añadió Gareth—. Podría ser de cualquiera de nosotros.

—¿Dónde está James? —preguntó Rafe tras unos momentos de sombría resignación.

—Al parecer aún no ha regresado —contestó Del—. Se le espera hoy, pensé que llegaría antes, pero debe haberse retrasado por algo.

—Seguramente a la dama no le pareció bien cabalgar a galope —Rafe sonrió tímidamente antes de volverse hacia el maidán.

—Por allí viene una tropa —observó Logan.

El comentario hizo que todas las miradas se fijaran en el grupo que atravesaba la puerta. No era una tropa completa, más bien una escolta a caballo junto a un coche. Pero fue el paso lento de la comitiva, así como la sombría lentitud de los soldados, lo que les indicó que no portaban buenas noticias.

Pasó un minuto hasta que la comitiva se acercó.

—¡Oh, no! —Rafe se apartó de la barandilla y echó a andar hacia el maidán.

Con los ojos entornados, Del, Gareth y Logan se levantaron lentamente. Del soltó un juramento y los tres saltaron la barandilla y siguieron a Rafe.

Rafe detuvo la comitiva con un gesto de la mano. Mientras se acercaba a un lado del coche, exigió saber qué había ocurrido.

El mando de los soldados de caballería locales, un sargento, desmontó y rápidamente lo siguió.

—Lo sentimos mucho, capitán sahib, no pudimos hacer nada.

Rafe fue el primero en llegar a la parte trasera del coche y se detuvo. El rostro palideció al contemplar la escena.

Del lo alcanzó, y vio los tres cuerpos, cuidadosamente colocados, pero sin poder ocultar la mutilación, la tortura, la agonía que había precedido a sus muertes.

Vagamente consciente de la presencia de Logan y de Gareth acercándose a sus espaldas, Del contempló el cuerpo de James MacFarlane.

Le llevó un momento asimilar el hecho de que a su lado yacían los cuerpos de su teniente y el cabo de la tropa.

Fue Rafe, el que había visto más evidencias de la acción de la Cobra Negra de lo soportable, el que se apartó soltando un brutal juramento.

—Déjame a mí —dijo Del mientras lo agarraba del brazo.

Tuvo que respirar hondo, obligarse a apartar la mirada de los cuerpos, antes de poder levantar la cabeza y mirar al soldado.

—¿Qué ha sucedido?

Incluso para él mismo, la voz surgió mortífera.

El soldado no era ningún cobarde. Con encomiable compostura, alzó la barbilla y se puso firme.

—Habíamos recorrido más de la mitad del camino desde Poona cuando el capitán sahib se dio cuenta de que nos perseguían unos hombres a caballo. Avanzamos más deprisa, pero entonces el capitán sahib se detuvo en un estrechamiento de la carretera y nos mandó seguir adelante. El teniente permaneció con él, junto con otros tres. El capitán sahib nos ordenó a los demás huir con la memsahib.

—¿Y eso cuándo fue? —Del contempló la parte trasera del coche.

—Hoy mismo, coronel sahib.

—¿Quién os envió de vuelta?

El soldado de caballería se movió inquieto.

—Cuando tuvimos Bombay a la vista, la memsahib insistió en que regresásemos. El capitán sahib nos había ordenado quedarnos con ella hasta llegar al fuerte, pero ella estaba muy alterada. Solo permitió que dos de nosotros la escoltásemos hasta la casa del gobernador. El resto regresamos para intentar ayudar al capitán sahib y al teniente —el soldado hizo una pausa antes de continuar más calmado—. Pero cuando llegamos solo encontramos estos cuerpos.

—¿Se llevaron a dos de los vuestros?

—Vimos huellas de que habían sido arrastrados por los caballos, coronel sahib. Pensamos que seguirlos no iba a servir de nada.

A pesar de la calma de su relato, del estoicismo aparente de las tropas nativas, Del sabía que por dentro todos y cada uno estaba furioso.

Al igual que él mismo, y que Gareth, Logan y Rafe.

Pero no había nada que pudieran hacer.

Del asintió, dio un paso atrás y se llevó a Rafe aparte.

—Los llevaremos a la enfermería, coronel sahib.

—Sí —Rafe asintió y miró al hombre a los ojos—. Gracias.

Torpemente se volvió. Soltando a Rafe, Del se dirigió de vuelta a los barracones.

Mientras subía los escalones, Rafe, como de costumbre, fue quien puso palabras a los torturados pensamientos de todos.

—Por el amor de Dios, ¿por qué?

¿Por qué?

La pregunta rebotó una y otra vez entre ellos, modificada y verbalizada de incontables maneras. James quizás fuera el más joven de los cinco, pero no era ni inexperto ni un buscador de gloria, y no era al que apodaban el Temerario.

—¿Por qué demonios se detuvo en lugar de intentar huir? Mientras estuvieran en movimiento tendrían una posibilidad, tenía que saber eso —Rafe se dejó caer en su silla habitual de su mesa habitual del bar del comedor de oficiales.

—Tenía un motivo —contestó Del después de unos segundos—, por eso lo hizo.

Logan tomó un sorbo del aguardiente que Del había pedido en lugar de la habitual cerveza. La botella permanecía en el centro de la mesa, medio vacía ya.

—Por fuerza tenía algo que ver con la sobrina del gobernador —concluyó con los ojos entornados.

—Eso había pensado yo —Gareth soltó el vaso vacío y alargó una mano hacia la botella—. Les pregunté a los soldados de caballería, ellos dicen que montaba bien. No fue ella quien los retrasó. Y además intentó anular los planes de James de quedarse atrás, pero él echó mano de su rango y la ordenó marcharse.

—Ya —Rafe también vació su vaso y también alargó una mano hacia la botella—. ¿Entonces qué fue? Puede que James esté muerto en la enfermería, pero que me aspen si voy a aceptar que se quedó atrás por capricho… él no.

—No —asintió Del—. Tienes razón, él no.

—Atención —anunció Rafe mientras su mirada se deslizaba hacia la terraza—. Desfile de faldas.

Los demás se volvieron. Las faldas en cuestión pertenecían a una joven y delgada dama, una dama muy inglesa con el rostro muy pálido, de porcelana. Se detuvo a la entrada del bar y miró hacia las sombras, fijándose en los grupos de oficiales dispersos por la habitación. Su mirada se posó en el rincón, y se detuvo allí, pero, cuando el cantinero se acercó a ella, se volvió hacia el muchacho.

Ante su pregunta, el cantinero señaló a los cuatro. La joven dama volvió a mirarlos y se irguió, dio las gracias al muchacho y, con la cabeza alta, se deslizó por la terraza hacia ellos.

Una chica india, vestida con un sari, la seguía como su sombra.

Mientras la joven se acercaba, los cuatro se levantaron lentamente. Tenía una estatura ligeramente inferior a la media. Dada la envergadura de los cuatro hombres y de la expresión sombría que, sin duda, adornaba sus rostros, a juego con sus sentimientos, debían tener un aspecto intimidador, pero la joven no titubeó.

Antes de llegar a la mesa, se detuvo y habló con su doncella, dándole órdenes en tono suave para que esperara allí.

Y entonces siguió avanzando hasta la mesa. De cerca se veía que estaba muy pálida, los rasgos tensos, rígidamente controlados. Sus ojos estaban ligeramente enrojecidos, la punta de la pequeña nariz, rosada.

Pero la redondeada barbilla reflejaba determinación.

Su mirada los recorrió mientras se detenía junto a la mesa, pero no se centró en sus rostros, sino en los hombros y el cuello, leyendo sus rangos. Cuando la mirada se posó en Del, se detuvo. Y levantó la mirada hasta su rostro.

—¿Coronel Delborough?

—¿Señora? —Del inclinó la cabeza.

—Soy Emily Ensworth, la sobrina del gobernador. Yo… —miró brevemente a los demás—. ¿Le molestaría que hablásemos en privado, coronel?

Del titubeó antes de contestar.

—Cada hombre de esta mesa es un viejo amigo, y compañero, de James MacFarlane. Los cinco trabajábamos juntos. Si su asunto tiene algo que ver con James, le pediría que hablara delante de todos nosotros.

Ella lo observó durante unos segundos, sopesando sus palabras, y asintió.

—De acuerdo.

La silla vacía de James estaba entre Logan y Gareth. Ninguno de ellos había tenido el valor de apartarla. Gareth la sostuvo para la señorita Ensworth.

—Gracias —ella se sentó, quedando sus ojos a la altura de la botella casi vacía de aguardiente.

Del se sentó nuevamente, junto a los demás.

—Comprendo que no es lo correcto—ella lo miró—, pero ¿podría tomar un poco de ese…?

—Aguardiente —Del la miró a los ojos color avellana.

—Sé lo que es.

Del le hizo un gesto al cantinero para que les llevara otro vaso y, mientras tanto, la señorita Ensworth jugueteaba bajo la mesa con el bolso que llevaba. Hasta entonces no se habían percatado. La señorita Ensworth tenía un cuerpo curvilíneo, suavemente exuberante, pero ninguno se había fijado en nada más.

Cuando el chico llegó con el vaso, Del sirvió media copa.

Ella lo aceptó con una tímida y tensa sonrisa y bebió un pequeño sorbo. Arrugó la nariz, pero valientemente tomó un trago más grande. Dejó el vaso sobre la mesa y miró a Del.

—Pregunté en la entrada y me lo dijeron. Siento mucho que el capitán MacFarlane no lo consiguiera.

Con el rostro pétreo, Del agachó la cabeza en señal de reconocimiento.

—Si pudiera contarnos lo sucedido desde el principio —le rogó con las manos unidas sobre la mesa, nos ayudaría a comprender —«comprender por qué James entregó su vida», pensó aunque no lo dijo. Sin embargo, los demás lo oyeron claramente. Y, sospechó, la señorita Ensworth también.

—Sí, por supuesto —ella asintió y se aclaró la garganta—. Salimos de Poona temprano, el capitán MacFarlane insistió mucho en ello y, como a mí no me pareció mal, partimos al amanecer. Él parecía ansioso por ponerse en marcha, por eso me extrañó cuando arrancamos a un ritmo bastante relajado. Pero luego, y ahora comprendo que fue en cuanto perdimos de vista la ciudad, hincó los talones y a partir de ahí proseguimos a toda prisa. En cuanto comprobó que yo sabía montar continuamos todo lo deprisa que pudimos. Entonces yo no entendía el motivo, pero él montaba a mi lado, y por eso me di cuenta enseguida de que había visto que nos perseguían. Yo también los vi.

—¿Pudo distinguir si eran milicianos particulares o ladrones? —preguntó Del.

—Creo que eran fieles de la Cobra Negra —ella lo miró directamente a los ojos—. Llevaban pañuelos de seda negros en la cabeza y cubriéndoles las caras. He oído que esa es su… seña de identidad.

—Así es —Del asintió—. ¿Y qué pasó cuando James los descubrió?

—Cabalgamos aún más deprisa. Yo supuse que les sacaríamos ventaja, pues los habíamos visto en un curva, por lo que estaban a bastante distancia aún. Y al principio eso fue lo que hicimos. Pero luego creo que debieron atajar en algún punto porque, de repente, estaban mucho más cerca. Yo todavía pensaba que podríamos escapar de ellos, pero al llegar a un punto en el que la carretera pasa entre dos grandes rocas, el capitán MacFarlane se detuvo. Dio órdenes a la mayoría de los soldados para que continuaran conmigo y se aseguraran de que yo llegara al fuerte, sana y salva. Él y un puñado iban a quedarse para contener a nuestros perseguidores.

La dama hizo una pausa, respiró hondo y, recordando que tenía un vaso en la mano, lo apuró de un trago.

—Intenté discutir con él, pero no quiso oírme. Me llevó aparte, un poco más adelante, y me entregó esto:

De debajo de la mesa, ella sacó una hoja de pergamino doblada y sellada sobre otros documentos. Lo dejó en la mesa y lo deslizó hacia Del.

—El capitán MacFarlane me pidió que le hiciera llegar esto. Dijo que tenía que asegurarme de que acabara en sus manos… como fuera. Me hizo prometer que así lo haría… y luego ya no hubo más tiempo para discusiones —con la mirada fija en el paquete, la mujer respiró entrecortadamente—. Los oíamos acercarse, ululando, ya sabe cómo lo hacen. Ya no estaban lejos y… yo tuve que marcharme. Para poder entregarle esto, no me quedaba otra elección que irme y… lo hice. Él volvió sobre sus pasos con unos pocos hombres, y los demás me acompañaron a mí.

—Y en cuanto comprendió que estaba a salvo, les hizo regresar —intervino Gareth con delicadeza—. Hizo todo lo que pudo.

—Y también hizo lo correcto —Del posó una mano sobre el paquete y lo deslizó hacia él.

Ella parpadeó varias veces antes de levantar la barbilla. Su mirada seguía fija sobre el paquete.

—No sé qué habrá ahí dentro, no he mirado. Pero sea lo que sea… espero que merezca la pena, que merezca el sacrificio que hizo —por último levantó el vaso hacia Del—. Lo dejo en sus manos, coronel, tal y como le prometí al capitán MacFarlane que haría.

Tras lo cual se apartó de la mesa.

Todos se levantaron y Gareth le sujetó la silla.

—Permítame organizar una escolta para que la acompañe de regreso a casa del gobernador.

Gareth y Del intercambiaron una mirada y el coronel asintió. No tenía ningún sentido correr riesgos innecesarios con la señorita Ensworth.

El intercambio de miradas se produjo por encima de la cabeza de Emily Ensworth, que asintió hacia Gareth con gesto serio.

—Gracias, mayor.

A continuación, inclinó la cabeza hacia Del y los otros dos hombres.

—Buenas noches, coronel. Caballeros.

—Señorita Ensworth —todos hicieron una reverencia y aguardaron a que Gareth se alejara con ella antes de volver a sentarse.

Contemplaron el paquete que descansaba sobre la mesa delante de Del. Sin decir una palabra, aguardaron el regreso de Gareth.

Y en cuanto volvió, Del tomó el paquete, apartó la hoja de pergamino, la extendió y comprobó que estaba en blanco. Su único propósito había sido el envolver un documento, una carta, con el sello ya roto.

Del desdobló la carta y le echó un rápido vistazo. Después, tras mirar a sus hombres, se inclinó sobre la mesa y, en voz baja, leyó su contenido.

La carta estaba dirigida a uno de los más influyentes príncipes Maratha, un tal Govind Holkar. Empezaba de manera muy inocente, hablando sobre noticias de sociedad relacionadas con lo que llamaban «el grupo más joven del palacio del gobernador». Pero, tras esos primeros párrafos, el tono de la misiva cambiaba y pasaba a intentar descaradamente persuadir a Holkar para que destinara más hombres y recursos a la secta de la Cobra Negra.

Cuanto más avanzaba en la lectura, más fruncía Del el ceño.

—Y, como de costumbre —anunció al concluir la lectura—, está firmada con la marca de la Cobra Negra.

Del dejó caer la carta sobre la mesa y sacudió la cabeza.

—No es más de lo que ya sabemos, de lo que James ya sabía.

—Tiene que haber algo más —Gareth tomó la carta—, algo oculto.

Del se reclinó en el asiento. Se sentía extrañamente desfallecido por dentro y observó a Gareth repasar la carta en silencio. Pero su compañero al fin levantó la cabeza y la sacudió con gesto sombrío.

—Si hay algo, yo no lo veo.

Logan tomó la carta y la leyó y, tras sacudir la cabeza, se la pasó a Rafe, sentado en su rincón.

A Rafe no le llevó mucho tiempo ojear la única hoja. Se reclinó sobre la silla, sujetando la carta en una mano con el brazo extendido.

—¿Por qué? —agitó la carta—. Maldita sea, James, ¿por qué diste tu vida por esto? ¡Aquí no hay nada!

Rafe arrojó la carta sobre la mesa y la fulminó con la mirada. La hoja se dio la vuelta y aterrizó boca abajo.

—Esto no merece la…

Al no decir nada más, Del lo miró y lo vio mirando fijamente, ensimismado, la carta. Como si se hubiese transformado en su némesis.

—¡Cielo santo! —susurró Rafe—. No puede ser —volvió a tomar la carta.

Por primera vez desde que lo conocía, Del vio temblar las manos de Rafe Carstairs.

Rafe levantó la carta y la acercó más a su cara, mirándola fijamente…

—Es el sello —con voz cada vez más firme, se inclinó hacia delante y giró la carta, sujetándola para que el sello, en su mayor parte intacto, quedara a la altura de los ojos de los demás—. Ha utilizado su propio sello. El condenado Ferrar al fin ha cometido un error, y James, joven, de vista aguda y mente aún más aguda, lo descubrió.

Gareth tomó la carta. Era el más familiarizado con el sello de Ferrar, pues había sido él quien había registrado su escritorio. Estudió atentamente el sello antes de levantar la mirada y fijarla en la de Rafe. Y asintió.

—Es el suyo.

La excitación contenida en los dos hombres era palpable.

—¿Podría alegar que alguien le había robado el sello y lo había utilizado para implicarle? —preguntó Del—. Por ejemplo uno de nosotros.

Una sonrisa se extendió lentamente por el rostro de Gareth, que miró a Del.

—Eso no colará. Es un sello de anillo, y nunca abandona el dedo meñique de Ferrar. De hecho, a no ser que pierda el dedo, es imposible que lo haga. Todos los secretarios y empleados del palacio del gobernador lo saben, pues él mismo se encarga de presumir de su linaje. Todo el mundo conoce su anillo de sello, y no hay otro igual en toda la India.

—¿Podría existir un duplicado? —preguntó Logan.

—A ver qué te parece —Gareth le pasó la carta—. De todos modos, ¿para qué iba a molestarse alguien en hacerlo?

Logan examinó el sello y soltó un gruñido.

—Supongo que por eso la gente utiliza sellos, pero tienes razón, este posee florituras, espirales, y parecen de diferente profundidad. No debe ser fácil de copiar.

—Da igual —intervino Rafe—. Lo que importa es que nosotros sabemos que es verdadero, y la Cobra Negra también —miró a sus compañeros a los ojos, la excitación evidente en los suyos—. Y acabo de darme cuenta de la perfección del plan de Wolverstone.

—¿Cuál es? —Del frunció el ceño—. Aparte de ser el modo más efectivo que tenemos de llevar esto de vuelta a Inglaterra.

Rafe miró a su alrededor antes de inclinarse hacia delante, los brazos sobre la mesa.

—Nos ordenó hacer copias —les recordó, hablando en voz baja y muy deprisa—, y luego separarnos y dirigirnos a casa. ¿Qué creéis que pensará Ferrar, y que hará, cuando averigüe que lo hemos hecho? Y seguro que lo averiguará. Tú mismo dijiste que él sabe que lo estamos investigando. Y de repente, sin previo aviso, peor aún: inmediatamente tras la muerte de James a manos de la Cobra Negra, levantamos el campamento y dimitimos, lo que ya teníamos pensado hacer, pero que nadie más sabía. Y, para colmo, todos decidimos regresar a casa, pero tomando caminos diferentes. ¿Qué pensará? ¿Qué hará?

—Pensará que hemos encontrado algo que lo incrimina —respondió Logan, contagiado de su entusiasmo.

—Y vendrá a por nosotros y, al hacerlo, dará validez a nuestra prueba —Del asintió—. Tienes razón —los cuatro se miraron a los ojos—. Caballeros, gracias a James tenemos nuestra prueba. Gracias a Devil Cynster y a Wolverstone, tenemos un plan y sabemos lo que tenemos que hacer. Gracias a Hastings, tenemos la libertad de hacer lo que queramos. Yo voto por seguir el plan, cumplir las últimas órdenes recibidas, y llevar a la Cobra Negra ante la justicia.

Mientras Del hablaba, Rafe había vuelto a llenar los vasos y cada uno tomó el suyo.

—Por el éxito —brindó Del, levantando su vaso.

—Por la justicia —sugirió Gareth, juntando su vaso al de Del.

—Por la memoria de James MacFarlane —Logan levantó su vaso junto a los otros dos.

Todos miraron a Rafe.

Que también levantó su vaso.

—Por el descabezamiento de la Cobra Negra.

Entrechocaron los vasos y apuraron su contenido.

Tras dejarlos sobre la mesa con un golpe seco, se levantaron y abandonaron el bar.

14 de septiembre, doce días más tarde

Bombay

Se reunieron en la trastienda del Red Turkey Cock, una taberna llena de humo en una pequeña calle lateral de uno de los barrios más sórdidos de Bombay.

La trastienda de la taberna era una pequeña habitación cuadrada y sin ventana, la única entrada siendo la puerta tras la maltrecha barra del bar a través de la que habían entrado. Logan, el último en llegar, bajó una persiana de bambú hasta el suelo, suficiente impedimento para cualquier ojo curioso. Gulah, un corpulento ex cipayo que dirigía el bar, unido a las infinitas cajas y cestas apiladas contra las finas paredes, permitía que ninguno de los hombres tuviera que preocuparse por si alguien les escuchaba.

—No creo que me hayan seguido —Logan parecía decepcionado mientras se sentaba en la última de las cuatro sillas desvencijadas colocadas alrededor de una mesa cuadrada de madera.

—Yo tampoco creo que me hayan seguido a mí —anunció Gareth—. Pero en este distrito, cuatro anglos como nosotros destacan y serán recordados. No hay duda de que la Cobra Negra tendrá noticias de nuestra reunión.

—Ferrar sabe que algo pasa —una sonrisa cargada de tristeza curvó los labios de Del—. Sabe que hemos dimitido y no se estará tragando los rumores de que estamos destrozados por lo sucedido a James. Ha estado haciendo preguntas sobre nuestros planes de futuro.

—Quizás esté interesado en reclutarnos —sugirió Rafe—. Ahora que lo pienso, nunca hemos intentado dar ese paso.

—Porque jamás nos creería. Ese hombre no es solo un asesino despiadado…

—Torturador, mutilador, demonio —añadió Rafe.

—Es listo y astuto, y excesivamente poderoso. De manera que —Del miró a Gareth—. ¿Estamos realmente preparados para actuar contra él?

Gareth se agachó, tomó una cesta de mimbre que estaba junto a su silla y la depositó sobre la mesa. La silla crujió cuando metió una mano en la cesta y sacó cuatro cilindros portarrollos de madera y latón.

—Como nos fue ordenado. La versión del subcontinente de una valija diplomática.

Los portarrollos eran idénticos, cada uno de unos veinticinco centímetros de largo y algo más de cinco de diámetro. Hecho con tiras de palisandro unidas por bandas de latón, las tapas se fijaban con un complicado juego de palancas de latón de distintas longitudes y grosores.

Cada uno tomó un portarrollos y le dio vueltas en la mano.

—¿Cómo se abren? —preguntó Logan.

—Observad —Gareth dejó la cesta de nuevo en el suelo y tomó uno de los cilindros. Hábilmente manipuló las seis palancas, una tras otra—. Hay que hacerlo en el mismo orden, de lo contrario los engranajes metálicos del interior no se soltaran. Intentadlo.

Todos practicaron. Gareth insistió en que continuaran hasta poder abrir y cerrar los cilindros al tacto, sin mirar.

—Puede que os haga falta en algún momento, quién sabe.

Rafe tomó el cilindro de manos de Gareth y lo comparó con el suyo.

—Son idénticos.

—No creo que haya nadie capaz de distinguirlos —Logan miró a Del y luego a Rafe—. Así pues tenemos los cilindros. Ahora falta algo que meter dentro.

Del sacó de su bolsillo las instrucciones enviadas por Wolverstone.

—Cinco paquetes —separó el marcado como «original», en una esquina—. Este lleva la carta auténtica. Estos… —sacó cuatro copias idénticas—, son las instrucciones para los señuelos. Aunque solo necesitamos tres.

«Ahora que James no está ya con nosotros».

Todos contemplaron las cuatro cartas y Rafe suspiró.

—Mezcla las cuatro, yo tomaré una, la abriremos para así averiguar qué clase de instrucciones encontraremos cuando abramos cada uno las nuestras.

—Buena idea —Del barajó los cuatro paquetes y los presentó. Rafe tomó uno y se lo pasó a Logan.

Logan lo tomó, lo abrió, leyó las hojas que había dentro y se las pasó a Gareth.

—Comprensible, aunque, por supuesto, no muy específico. La ruta que debemos seguir, pero sin fechas, sin ningún medio concreto para viajar. Sí se especifica a qué puerto inglés debemos dirigirnos, en este caso, Brighton. Al parecer nos estarán esperando dos hombres, antiguos colaboradores de Dalziel, que conocerán nuestro itinerario por Inglaterra y nuestro destino final, nada de los cual se menciona aquí.

Del asintió mientras recuperaba las hojas de Gareth. Las repasó y se las entregó a Rafe. Este sacó cuatro finos paquetes del bolsillo interior de su abrigo.

—Las tres copias y la original —Rafe dedicó una mirada al juego de instrucciones que debía ser descartado mientras Del y los otros desdoblaban cuidadosamente y comparaban las copias con el original.

Tras leer las instrucciones, Rafe levantó la vista.

—Deberíamos destruir esto.

—Yo lo quemaré —Logan extendió una mano y Rafe le entregó las hojas dobladas.

Del y Gareth habían alineado los cuatro portarrollos sobre la mesa. Colocaron un paquete de instrucciones y una carta delante de cada uno, asegurándose de que la carta original, con el sello incriminador, estuviera emparejada con las instrucciones destinadas a ella.

—En cuanto a Wolverstone —explicó Del—, le he enviado aviso de que hemos puesto su plan en acción. Partió hace diez días con la última fragata, de modo que sabrá que nos dirigimos a casa con suficiente antelación como para poder disponer a sus hombres en los puertos.

Rafe alargó una mano, tomó el portarrollos que tenía más cerca, junto con la carta y las instrucciones, y se dispuso a abrir el cilindro.

—Ahora, tal y como sugirió él, sorteamos los lotes, en este caso los cilindros —anunció mientras procedía a enrollar cuidadosamente la carta y las instrucciones y a introducirlas en el cilindro.

Los demás hicieron lo mismo, sonriendo tímidamente, conscientes todos de que Del había estado a punto de hacer valer su rango y reclamar el original.

No habría servido de nada, pues habían renunciado a sus cargos esa misma mañana. Estaban todos juntos en eso, todos iguales.

—¿Dónde está la cesta? —preguntó Rafe mientras cerraba su cilindro.

Gareth volvió a depositarla sobre la mesa. Rafe la tomó y dejó en su interior el cilindro que había rellenado, y luego recogió los cilindros de los demás, cerrados con las cartas y las instrucciones.

—Muy bien —Rafe se levantó, cerró la tapa de la cesta con sus manos y la agitó para que se mezclaran los cilindros. Con un último y exagerado movimiento, dejó la cesta en medio de la mesa y volvió a sentarse.

—Todos juntos —propuso Del—. Metemos la mano y cada uno toma un portarrollos, todos a la vez, el que tenga más cerca —miró a los otros a los ojos—. No los abriremos aquí. Abandonaremos esta habitación juntos, pero desde el momento en que salgamos por la puerta del Red Turkey Cock, tomaremos caminos diferentes.

Esa misma mañana habían abandonado los barracones. En el transcurso de los años, todos habían reunido unos cuantos criados que viajaban con ellos. Esos criados estaban en esos momentos preparados y esperando, preparados para viajar, pero cada uno a un destino diferente.

Intercambiaron una última mirada y se echaron hacia delante, hundiendo una mano en la cesta. Esperaron a que cada uno hubiese agarrado un cilindro y, todos a una, sacaron el suyo de la cesta.

—Muy bien —dijo Rafe, la mirada fija en su portarrollos.

—Un momento —Gareth apartó la cesta vacía de la mesa y la sustituyó por una botella de aguardiente y cuatro vasos. Llenó los vasos con el líquido ambarino y dejó la botella sobre la mesa.

Cada uno tomó un vaso y se levantó.

—Caballeros —Del extendió su brazo y miró a cada uno de los demás—. Por nuestra salud. Buen viaje y que la suerte nos acompañe.

Sabían que la Cobra Negra los iba a perseguir. Sabían que necesitaban toda la suerte del mundo.

—Hasta que volvamos a vernos —Gareth levantó su vaso.

—En las verdes costas de Inglaterra —añadió Logan.

—Por la muerte de la Cobra Negra —tras dudar unos instantes, Rafe también levantó su vaso.

Todos asintieron y bebieron, vaciando sus vasos y dejándolos sobre la mesa.

Se volvieron hacia la puerta, levantaron la persiana de bambú y pasaron por debajo, saliendo al bar cargado de humo.

Avanzaron con rapidez entre las desvencijadas mesas y llegaron a la puerta de la taberna, hasta los polvorientos escalones.

Del se detuvo y alargó una mano.

—Buena suerte.

Todos se estrecharon las manos, cada uno de ellos con los demás.

Y durante un último instante, se limitaron a quedarse allí y mirarse los unos a los otros.

Hasta que Rafe dio un paso hacia la polvorienta calle.

—Que Dios y San Jorge nos acompañen a todos —con el último saludo, se alejó.

Se separaron y cada uno de ellos desapareció por un camino diferente de la bulliciosa ciudad.

15 de septiembre, dos noches después

Bombay

—Tenemos un problema.

La voz encajaba con el entorno, el aristocrático y sucinto acento adecuado a la belleza, la elegancia, el inmoral lujo que prevalecía en el patio cerrado del discreto bungalow escondido en el límite del elegante distrito de Bombay.

Vista desde fuera, la casa no llamaría la atención de nadie. La fachada que daba a la calle no destacaba por nada, idéntica a muchas que la rodeaban. Pero al entrar al vestíbulo, a uno le asaltaba una sensación de discreta elegancia, si bien las estancias delanteras, las que podrían frecuentar las visitas de cortesía, no pasaban de ser discretamente refinadas, sobrias y bastante espartanas.

Los pocos elegidos que eran invitados a pasar más allá rápidamente sentían el cambio en el ambiente, uno que llenaba sus sentidos de crecientes riquezas.

No era solo un despliegue de riqueza, sino un despliegue deliberadamente sensual. Cuanto más se adentraba uno en las estancias privadas, más lujoso, más elegante era el mobiliario, más artístico y elegante el decorado.

El patio, rodeado por las estancias privadas del dueño, era el apogeo del placer sensual y reparador. Un estanque alargado y alicatado brillaba bajo la luz de la luna. Árboles y arbustos bordeaban las paredes encaladas, mientras que las ventanas y puertas abiertas daban acceso a estancias misteriosamente oscuras y seductoras. El exótico perfume de una pasiflora impregnaba la brisa nocturna, las flores caídas como pedacitos de seda esparcidas por el suelo de piedra.

—¿Y eso? —una segunda voz contestó a la primera en la fresca oscuridad.

Las dos personas conversaban en la extensión abierta de la terraza que salía del salón privado del dueño y se adentraba en el patio. La segunda persona estaba recostada en un sofá, apoyado contra cojines de seda, mientras que la primera caminaba de un lado a otro del borde de la terraza, los talones marcando un ritmo que evidenciaba cierta tensión.

Un tercer hombre observaba en silencio desde un sillón junto al sofá.

Las sombras de la noche los engullían a todos.

—¡Maldito Govind Holkar! —la primera persona se interrumpió y se mesó los espesos cabellos—. No me puedo creer que tardara tanto en avisar.

—¿Avisar de qué? —preguntó la segunda persona.

—Perdió mi última carta, la que le envié hace más de un mes para intentar persuadirle de que nos diera más hombres. Esa carta.

—Por perder, te refieres…

—Me refiero a que desapareció del escritorio de la habitación de Holkar en el palacio del gobernador en Poona mientras ese condenado sabueso de Hastings, ese MacFarlane, estaba casualmente allí, esperando para escoltar a la sobrina del gobernador de regreso a Bombay.

—¿Cuándo fue eso? —la segunda voz ya no sonaba tan lánguida.

—El día dos. Por lo menos ese fue el día en que Holkar se dio cuenta de que la carta había desaparecido. Y también fue ese el día en que MacFarlane abandonó Poona al amanecer con su tropa y la sobrina del gobernador. Holkar envió a sus hombres tras ellos…

—No me lo digas —la voz de barítono del hombre que había permanecido en silencio contrastaba con las más agudas de los otros dos—. Mataron a MacFarlane, pero no encontraron la carta.

—Eso es —la voz del primer interlocutor estaba cargada de ira y frustración.

—Entonces por eso matamos a MacFarlane… me lo estaba preguntando —el tono frío del segundo interlocutor no dejaba traslucir emoción alguna—. Supongo que no le sacarían nada importante antes de morir.

—No. Pero uno de los soldados que permaneció junto a él al final reveló que MacFarlane le entregó un paquete a la sobrina del gobernador antes de obligarla a proseguir su marcha —el primer interlocutor alzó una mano para impedir que los otros dos lo interrumpieran—. Esta mañana he tenido noticias de Holkar. Cuando supo que habían llegado a Bombay, se dirigió a Satara y me envió una nota.

—Ya nos ocuparemos como es debido de Holkar más adelante —intervino el segundo interlocutor.

—Así es —el rostro del primero estaba sonrosado por la anticipación—. Así lo haremos. Sin embargo, en cuanto tuve conocimiento de la carta, hice que Larkins hiciera algunas averiguaciones entre el personal del gobernador. Al parecer, la señorita Ensworth, la sobrina, llegó muy alterada, pero aquella misma tarde se dirigió al fuerte con una doncella. Alguien oyó a la doncella mencionar que, al saber de la muerte de MacFarlane, la dama había ido en busca del coronel Delborough, encontrándolo en el bar de oficiales, y le entregó un paquete.

—De modo que no hay motivo alguno para seguir a la señorita Ensworth pues, aunque haya leído la carta, ella no sabe nada que merezca la pena.

—Cierto —contestó el primer interlocutor—. Por suerte, ya que cualquier día de estos regresará a Inglaterra.

—Ignoradla —concluyó el segundo interlocutor—. Así pues, Delborough tiene la carta, y Holkar está comprometido. Todo es culpa suya. Vamos a tener que encontrar a otro que nos proporcione hombres y, a juzgar por los últimos progresos de nuestros esfuerzos de reclutamiento, no puede decirse que la pérdida de Holkar sea grave.

Se produjo un momento de silencio, aunque tenso, cargado de irresolución.

Fue el primer interlocutor quien rompió el silencio.

—Eso no tiene nada que ver con el hecho de que tenemos que recuperar la carta.

—¿Para qué molestarnos? —de nuevo habló el hombre de la voz grave—. Delborough no podrá encontrarle más sentido a esta que a las otras misivas nuestras que su grupo ha conseguido reunir. No contienen nada que te asocie directamente, personalmente, con la Cobra Negra. Cualquier sospecha que pueda tener no será más que eso, una sospecha. Sospechas que no se va a atrever a hacer públicas.

—El problema no es lo que contiene esa maldita carta —de nuevo el primer interlocutor se mesó los cabellos. Se apartó de los otros dos y reanudó sus paseos—. El problema es lo que hay sobre esa maldita carta. Está sellada con mi sello personal.

—¿Cómo? —la voz del segundo interlocutor evidenciaba incredulidad—. No puedes hablar en serio.

—Pues sí. Sé que no debería haberlo hecho, pero ¿qué posibilidades había de que esta carta, entre todas las cartas destinadas a Poona, acabara en Bombay y en las manos de Delborough? —habló de nuevo el primer interlocutor—. Era descabellado.

—¿Cómo se te ocurrió escribir una carta en nombre de la Cobra Negra y usar tu condenado sello personal? —la voz de barítono era claramente condenatoria.

—Fue necesario —espetó el aludido—. La carta tenía que salir ese mismo día o perderíamos otra semana más… ya lo discutimos. Estábamos desesperados por conseguir más hombres, Delborough y sus cohortes nos estaban haciendo la vida difícil, y Holkar parecía nuestra mejor opción. Estuvimos de acuerdo en que yo tenía que escribir esa carta, y en que era urgente. Pero el correo de Poona decidió partir temprano, el entrometido pordiosero tuvo las agallas de esperar en la puerta y vigilarme mientras yo terminaba la carta. Se moría de ganas de marcharse. Si le hubiese ordenado que saliera, si le hubiese dicho que cerrara la puerta y esperara fuera, se habría ido sin la carta. Estaba esperando cualquier excusa para irse sin mi carta.

Sin dejar de andar, el primer interlocutor hizo girar el anillo de sello en el meñique de la mano derecha.

—Todos los empleados, incluido ese condenado correo, saben lo de mi anillo de sello. Estando él allí de pie, no podía sacar el de la Cobra Negra de mi bolsillo y utilizarlo. No me quitaba ojo de encima. Dadas las circunstancias, decidí que utilizar mi propio sello era un mal menor. A fin de cuentas, Holkar ya sabe quién soy.

—Ya… —el segundo interlocutor parecía resignado—. Bueno, no podemos permitirnos que seas descubierto —intercambió una mirada con el barítono—. Eso haría mella en nuestro proyecto. Así pues —la mirada se posó en el hombre que no dejaba de caminar de un lado a otro—, habrá que encontrar a Delborough y recuperar la carta incriminatoria.

16 de septiembre, la noche siguiente

Bombay

—Delborough y los tres colaboradores que le quedan, junto con sus criados, abandonaron Bombay hace dos días.

El silencio fue la respuesta al anuncio del primer interlocutor. Los tres conspiradores se habían reunido nuevamente en el patio envuelto en la noche, uno en el sofá, uno en el sillón y el otro paseando por la terraza junto al brillante estanque.

—¿En serio? —preguntó al fin el segundo interlocutor—. Eso es muy inquietante. Aun así, no veo a Hastings interviniendo…

—No han regresado a Calcuta —interrumpió el primer interlocutor tras llegar al final de la terraza y mientras se volvía bruscamente—. Os lo dije hace una semana: ¡han dimitido! Por lo que se dice, en estos momentos van de regreso a Inglaterra.

El prolongado silencio que siguió fue interrumpido por la voz del barítono.

—¿Estás seguro de que les preocupa lo más mínimo esa carta? Es muy fácil no fijarse en un sello, sobre todo si te concentras en la información que hay dentro. Ya han tenido cartas similares en sus manos anteriormente, y saben muy bien que un documento así no les llevará a ninguna parte.

—Me gustaría poder creerlo, que han renunciado y que vuelven a casa, creedme, yo lo haría —el paso agitado del primer interlocutor no cedió—. Pero nuestros espías han informado de que se reunieron en la trastienda de un sórdido bar de la ciudad hace dos días. Cuando salieron, cada uno llevaba uno de esos portarrollos de madera que usan los lugareños para enviar documentos importantes, y entonces se separaron. Cada uno por un camino diferente. Esos cuatro llevan juntos desde mucho antes de arribar a estas costas, ¿por qué regresar a casa cada uno por un camino diferente?

—¿Sabes qué ruta ha elegido cada uno? —la persona sentada en el sofá se irguió.

—Delborough ha hecho lo más obvio: ha embarcado en un barco que se dirige a Southampton, como si fuera directamente a casa. Hamilton tomó un balandro a Aden, como si llevara consigo alguna valija diplomática, pero lo he comprobado y no es así. Monteith y Carstairs han desparecido. Los criados de Monteith tienen previsto zarpar en breve en un barco hacia Bournemouth, pero él no los acompaña y ellos no saben dónde está. Tienen órdenes de dirigirse a una posada a las afueras de Bournemouth y esperar allí su llegada. Carstairs solo tiene un criado, un pastún de lo más leal, y los dos han desaparecido. He revisado todas las listas de pasajeros y tripulación, pero no hay señal de ninguno que pudiera ser Monteith o Carstairs abandonando Bombay por mar. Larkins cree que se han dirigido tierra adentro, o que se dirigen por tierra a otro puerto. Ha enviado a algunos hombres a seguir su rastro, pero pasarán días, quizás semanas, antes de que sepamos si los han localizado.

—¿Qué órdenes les diste a los hombres que enviaste tras ellos? —preguntó el segundo interlocutor.

—Que los mataran, y a cualquiera que los acompañara y, sobre todo, que trajeran de vuelta esos malditos portarrollos.

—Así es —tras una pequeña pausa, fue el segundo interlocutor quien habló—. De modo que tenemos a cuatro hombres camino de Inglaterra, uno con el documento original y tres, supuestamente, haciendo de señuelos. Si la carta con tu sello llega a las manos equivocadas en Inglaterra, nos enfrentaremos a problemas muy serios.

El segundo interlocutor intercambió una mirada con el hombre sentado en el sillón y luego con el primero.

—Tienes razón. Tenemos que recuperar esa carta. Has hecho muy bien soltando a los perros y enviándolos de caza. Sin embargo… —tras dirigir otra mirada al otro hombre, el segundo interlocutor continuó—. Creo que, dadas las circunstancias, nosotros también deberíamos regresar a casa. Si los perros nos fallan, y Delborough y los otros tres alcanzan la costa de Inglaterra, dado el botín que nos ha proporcionado la Cobra Negra, lo más inteligente para nosotros sería estar allí, cerca de la acción, para asegurarnos de que la carta original nunca llegue a manos de alguien capaz de interferir en nuestro negocio.

—Hay una fragata rápida en Calcuta —el primer interlocutor asintió—. Zarpará pasado mañana hacia Southampton.

—¡Excelente! —el segundo hombre se levantó—. Reserva pasajes para nosotros y nuestros empleados. ¿Quién sabe? Puede que lleguemos a Southampton a tiempo para recibir al pertinaz coronel.

—Así es —el primer interlocutor sonrió brevemente—. Me encantará estar presente cuando reciba su justa recompensa.

Una novia indómita

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