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Capítulo 1

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11 de diciembre de 1822

Aguas de Southampton, Inglaterra

Del estaba en la cubierta del Princess Louise, el barco mercantil de mil doscientas toneladas en el que su pequeña servidumbre y él había abandonado Bombay, mientras los muelles de Southampton se acercaban lentamente.

El viento azotaba sus cabellos y unos gélidos dedos se deslizaban bajo el cuello del abrigo. Por todo el horizonte el cielo aparecía de un color gris acerado, pero por lo menos no llovía. Dio gracias por las pequeñas bendiciones. Después del calor de la India, y las cálidas temperaturas vividas durante los días que habían bordeado África, el cambio de temperatura experimentado desde hacía una semana tras dirigirse al norte había supuesto un incómodo recordatorio de la realidad del invierno inglés.

Hábilmente inclinado, el barco avanzaba sobre la corriente, alineándose con el muelle, la distancia disminuyendo por momentos, los gritos de las gaviotas un estridente contrapunto a los bramidos del contramaestre, que dirigía a la tripulación en la arriesgada tarea de detener el pesado barco junto al muelle de madera.

Del echó una ojeada al grupo de personas que aguardaban sobre el muelle para recibir a los viajeros. No se hacía ilusiones. En el momento en que bajara por la pasarela, se reanudaría el juego de la Cobra Negra. Se sentía inquieto, impaciente por entrar en acción, la misma sensación que estaba acostumbrado a sentir en el campo de batalla cuando, montado sobre su inquieto caballo, las riendas bien sujetas, esperaba junto a sus hombres la orden para cargar. Esa misma anticipación lo recorría en esos momentos, aunque con las espuelas bien afiladas.

Al contrario de lo que había esperado, el viaje se había desarrollado sin ningún contratiempo. Habían zarpado de Bombay para darse de bruces con una tormenta que les había obligado a bordear la costa africana con uno de los tres mástiles rotos. Se habían visto obligados a detenerse en Ciudad del Cabo y las reparaciones habían durado tres semanas. Estando allí, su ayudante personal, Cobby, había averiguado que Roderick Ferrar había pasado por allí hacía una semana, a bordo del Elizabeth, una fragata rápida, y que también se dirigía a Southampton.

Del había tomado buena nota y, gracias a ello, no había sucumbido a los cuchillos de los dos asesinos de la secta que se habían quedado en Ciudad del Cabo y que habían embarcado en el Princess Louise, acechándolo en sendas noches sin luna mientras navegaban por la costa oeste de África.

Por suerte, los adeptos a la secta sufrían una supersticiosa aversión hacia las armas de fuego. Ambos asesinos habían terminado sirviendo como comida para los peces, pero Del sospechaba que eran meros exploradores, enviados para ver qué podían hacer, si podían hacer algo.

La Cobra Negra en persona estaba delante de él, agazapado entre él y su destino.

Dondequiera que estuviera ese destino.

Agarrándose a la barandilla de la cubierta de mando, que, como oficial de alto rango de la compañía, aunque ya hubiera dimitido, le habían permitido utilizar, miró hacia abajo, hacia la cubierta principal, a sus empleados: Mustaf, su factótum principal, alto y delgado, Amaya, la esposa de Mustaf, bajita y regordeta, que ejercía como ama de llaves de Del, y Alia, su sobrina y chica para todo, estaban sentados sobre el equipaje, preparados para desembarcar en cuanto Cobby diese la señal.

El propio Cobby, el único inglés de origen entre sus empleados, fibroso y de baja estatura, rápido y astuto, y engreído como solo podía serlo alguien nacido en el este de Londres, permanecía junto a la barandilla principal, donde iba a ser enganchada la pasarela, charlando amistosamente con algunos marineros. Cobby sería el primero de los pasajeros en desembarcar. Echaría un vistazo a la zona y, si estaba todo bien, le haría una señal a Mustaf para que bajara a las mujeres.

Del cerraría la comitiva y, una vez reunidos en el muelle, les conduciría por la calle High hasta la posada Dolphin Inn.

Por suerte, Wolverstone había elegido la posada que Del utilizaba normalmente cuando pasaba por Southampton. Sin embargo, hacía años que no había ido allí. La última vez había sido cuando zarpó rumbo a la India a finales de 1815, hacía unos siete años.

Aunque le parecían más.

Estaba bastante seguro de que había envejecido más que siete años, y los últimos nueve meses, dedicados a buscar a la Cobra Negra, habían sido los más agotadores. Casi se sentía un viejo.

Y cada vez que pensaba en James MacFarlane se sentía desesperado.

La gente empezó a apresurarse y el contramaestre cambió las órdenes. Del sintió el impacto del acolchado del lateral del barco con el muelle y arrinconó todos sus pensamientos del pasado para concentrarse en el futuro inmediato.

Los marineros saltaron al muelle con gruesas cuerdas para asegurar el barco al cabestrante. Un pesado traqueteo, y un sonido de chapoteo, indicaron que el ancla había sido bajada. A continuación la pasarela fue desplegada con un chirriante ruido y entonces Del se dirigió hacia la escalerilla y de ahí a la cubierta principal.

A la que llegó a tiempo para ver a Cobby bajar por la pasarela.

En ese momento, el reconocimiento de la zona no era una simple cuestión de fijarse en todos aquellos que tuvieran la piel bronceada. Southampton era uno de los puertos más bulliciosos del mundo, y había infinitos indios y demás hombres de razas de piel oscura entre las tripulaciones. Pero Cobby sabía qué debía buscar, el escamoteo, la atención fija en él mientras intentaba pasar desapercibido. Si había algún adepto a la secta preparado para actuar, Del confiaba en que Cobby lo descubriera.

Sin embargo, era más probable que se limitaran a observar y a esperar, pues preferían atacar en lugares menos concurridos, donde tuvieran más facilidad para escapar tras el suceso.

Del se acercó a Mustaf, Amaya y Alia. Mustaf asintió y siguió con su examen visual de la multitud. Había sido soldado de caballería, hasta que una lesión de rodilla le había obligado a retirarse. Pero la rodilla no le molestaba en su vida diaria, y seguía siendo bueno en una pelea.

Alia inclinó la cabeza y continuó echando tímidas miradas a los jóvenes marineros que corrían de un lado a otro por la cubierta.

Amaya miró a Del con sus brillantes ojos marrones.

—Aquí hace mucho frío, coronel sahib. Más frío del que hace en invierno en la casa de mis primos en Simla. Me alegro mucho de haber comprado estos echarpes de cachemira. Son lo mejor.

Del sonrió. Tanto Amaya como Alia estaban bien abrigadas bajo los gruesos echarpes de lana.

—Cuando lleguemos a una gran ciudad, os compraré abrigos ingleses. Y también guantes. Servirán para protegeros del viento.

—Ah, sí, el viento, corta como un cuchillo. Ahora entiendo la expresión —Amaya asintió mientras sus regordetas manos entrelazadas sobre el regazo asomaban bajo el echarpe. En las muñecas lucía unas finas pulseras de oro.

A pesar de su dulce rostro y aspecto de matrona, Amaya era aguda y buena observadora. En cuanto a Alia, obedecía al instante cualquier orden de su tío, su tía, Del o Cobby. Cuando hacía falta, el pequeño grupo funcionaba como una unidad. A Del no le preocupaba llevar a Amaya y a Alia con ellos, ni siquiera en el trayecto más peligroso que les aguardaba.

En cualquier caso, conociendo el carácter vengativo de los adeptos a la Cobra Negra, no iba a dejar a esas mujeres en ninguna parte, ni siquiera acompañadas de Mustaf para protegerlas. Para golpearlo a él, la Cobra Negra era muy capaz de eliminar a sus empleados, simplemente para amedrentar y para demostrar su poder.

La vida humana hacía mucho tiempo que había perdido cualquier significado para la Cobra Negra.

Un agudo silbido llamó la atención de Del sobre el muelle. Cobby estableció contacto visual con él e hizo un desenfadado gesto. «Todo despejado».

—Vamos —Del tomó a Amaya del brazo y la ayudó a levantarse—. Vamos a bajar y a dirigirnos a nuestra posada.

Cobby había contratado a un hombre con una carreta de madera. Del esperó junto a las mujeres mientras el equipaje era bajado por la pasarela y cargado en el carro, y a continuación echó a andar, encabezando la comitiva fuera de los muelles y directos a la calle High. El Dolphin no estaba lejos. Mustaf lo seguía de cerca con las mujeres pegadas a él, y Cobby cerraba la comitiva junto al carretero, manteniendo una constante vigilancia mientras charlaba amigablemente.

Al llegar a la calle, Del desvió la mirada impulsivamente hacia el suelo, hacia el adoquinado sobre el que estaba dando los primeros pasos en suelo inglés después de muchos años lejos de allí.

No estaba muy seguro de cuáles eran sus sentimientos. Una extraña sensación de paz, quizás porque era consciente de que los viajes ya habían terminado para él. Una sensación de anticipación hacia su nuevo y aún desestructurado futuro, y todo mezclado con una buena dosis de aprensión sobre lo que aguardaba entre ese momento y el momento de poder empezar a darle forma a su nueva vida.

Su misión de llevar a la Cobra Negra ante la justicia.

Ese era su cometido en esos momentos. No había vuelta atrás, solo hacia delante. Hacia delante, a pesar de los obstáculos que sus oponentes pudieran poner en su camino.

Levantó la cabeza y se llenó los pulmones sin dejar de mirar a su alrededor. La sensación era idéntica a la anterior al comienzo de una carga.

El Dolphin era un punto de referencia en la ciudad. Llevaba allí desde hacía siglos y había sido remodelado varias veces. En ese momento lucía dos miradores en la fachada delantera, con la sólida puerta entre medias.

Del echó un vistazo hacia atrás. No veía a nadie que encajara como un fiel a la Cobra Negra, pero allí había muchas personas, carretas, y el extraño carro atestando la calle adoquinada, muchas posibilidades para esconderse para alguien que les estuviera vigilando.

Y seguro que había alguien vigilando.

Llegaron a la posada y Del abrió la puerta y entró.

Reservar unas habitaciones decentes no supuso ningún problema. Sus años en la India le habían hecho muy rico y no era tacaño, ni consigo mismo ni con sus empleados. El posadero, Bowden, un robusto antiguo marinero, respondió como era de esperar y le dio alegremente la bienvenida a la ciudad antes de llamar a unos mozos para que ayudaran con el equipaje mientras los demás se reunían con él en el vestíbulo.

Tras organizar las habitaciones para todos y descargar el equipaje, Mustaf y Cobby siguieron, junto a las mujeres, al equipaje escaleras arriba.

—Acabo de recordar —Bowden se volvió hacia Del—. Hay dos cartas para usted.

Del se volvió hacia el mostrador y enarcó las cejas.

Bowden se agachó y buscó las dos cartas.

—La primera, esta, llegó en el correo de hace casi cuatro semanas. La otra fue entregada anoche por un caballero. Otro caballero y él han venido todos los días desde hace una semana, preguntando por usted.

Sin duda los hombres de Wolverstone.

—Gracias —Del tomó las cartas. Era media tarde y las zonas comunes de la posada estaban muy tranquilas. Sonrió a Bowden—. Si alguien pregunta por mí, estoy en el bar.

—Por supuesto, señor. Ahora mismo está muy tranquilo y agradable. Si necesita algo, no tiene más que llamar al timbre.

Del asintió y se dirigió al comedor, y de ahí pasó bajo un arco al bar, una coqueta estancia situada al fondo de la posada. Había unos pocos clientes, todos hombres mayores, reunidos en torno a pequeñas mesas. Él se dirigió a una mesa en el rincón, donde la luz que entraba de la ventana le permitiría leer.

Sentándose, examinó las dos cartas antes de abrir la del misterioso caballero.

Contenía unas pocas líneas, e iba directo al grano, informándole de que Tony Blake, vizconde de Torrington, y Gervase Tregarth, conde de Crowhurst, estaban preparados para escoltarle en su misión. Se alojaban cerca de allí y seguirían yendo todos los días a la posada para comprobar si había llegado.

Tranquilizado al saber que pronto iba a pasar nuevamente a la acción, volvió a doblar la carta y se la guardó en el abrigo antes de, moderadamente intrigado, abrir la segunda carta. Había reconocido la letra y supuesto que sus tías querían darle la bienvenida a casa y preguntarle si se dirigía a Humberside, tal y como esperaban que hiciera, a la casa de Middleton on the Woods que había heredado de su padre y que seguía siendo su hogar.

Mientras desdoblaba las dos hojas, repletas de los finos trazos de su tía más mayor, ya estaba pensando en su respuesta: una breve nota para hacerles saber que había llegado bien y que se dirigía al norte, pero que un asunto podría retrasarle una semana o más.

Tras leer el saludo de su tía, seguido de una entusiasta, incluso efusiva, bienvenida, sonrió y continuó leyendo.

Pero al llegar al final de la primera hoja ya no sonreía. Dejándola a un lado, continuó leyendo antes de arrojar la segunda hoja sobre la primera y tranquilamente, aunque comprensiblemente, soltar un juramento.

Después de contemplar las hojas durante varios minutos, las recogió, se levantó y, metiéndolas en su bolsillo, regresó al vestíbulo de la posada.

Bowden lo oyó llegar y salió de su oficina detrás del mostrador.

—¿Sí, coronel?

—Tengo entendido que una joven dama, una tal señorita Duncannon, tenía previsto haber llegado hace unas semanas.

—Efectivamente, señor —Bowden sonrió—. Había olvidado que ella también preguntó por usted.

—Doy por hecho que se ha marchado y se dirige al norte.

—Oh, no, señor. Su barco también se retrasó. No llegó hasta la semana pasada. Se mostró bastante aliviada de saber que usted también se había retrasado. Sigue aquí, aguardando su llegada.

—Entiendo —Del reprimió una mueca y empezó a idear un plan—. Quizás podría enviar un aviso a su habitación comunicándole mi llegada y que me gustaría, si pudiera, que me dedicara algo de su tiempo.

—Imposible ahora mismo —Bowden sacudió la cabeza—. Ha salido, y se ha llevado a la doncella con ella. Pero puedo decírselo en cuanto regrese.

—Gracias —Del asintió y titubeó un segundo antes de preguntar—, ¿dispone de un salón privado que pueda alquilar? —un espacio en el que él y la inesperada carga pudieran hablar del viaje de ella.

—Lo siento, señor, pero todos nuestros salones están ocupados —Bowden hizo una pausa antes de proseguir—, pero es la propia señorita Duncannon la que dispone del salón delantero… quizás, y teniendo en cuenta que ella aguarda su llegada, podría esperarla allí.

—Muy buena idea —contestó Del secamente—. Y también necesitaré alquilar un carruaje.

De nuevo Bowden sacudió la cabeza.

—Me gustaría complacerle, coronel, pero las Navidades están cerca y todos nuestros carruajes están reservados. La señorita Duncannon alquiló nuestra última calesa.

—Qué casualidad —murmuró él—. El carruaje lo quería para ella.

—Bueno —Bowden sonrió—. Entonces todo va bien.

—Así es —Del señaló hacia la estancia que había a la derecha del vestíbulo—. ¿El salón delantero?

—Sí, señor. Adelante.

Del entró y cerró la puerta.

Con las paredes enyesadas y unas gruesas vigas cruzando el techo, el salón no era ni excesivamente grande ni angosto, y disponía de uno de los amplios miradores que daban a la calle. El mobiliario era recargado, pero cómodo, los dos sillones revestidos de cretona estaban bien provistos de mullidos cojines. Una reluciente mesa redonda con cuatro sillas ocupaba el centro de la habitación y tenía una lámpara en medio, mientras que en la chimenea chisporroteaba un fuego cuyas cenizas llameaban e inundaban la habitación de un acogedor calor.

Acercándose a la chimenea, Del se fijó en las tres acuarelas sobre la repisa. Eran paisajes de verdes pastos y praderas, exuberantes campos y frondosos árboles bajo un cielo azul pastel con esponjosas nubes blancas. El cuadro del centro, de un ondulado brezal, una vibrante composición de verdes, llamó su atención. No había visto paisajes como ese desde hacía siete largos años. Le resultó curioso que su primera sensación de hogar llegara a través de un cuadro colgado de la pared.

Mirando hacia abajo, sacó la carta de sus tías y, de pie delante del fuego, la volvió a leer, buscando alguna pista sobre por qué demonios le habían cargado con el deber de escoltar a una joven dama, hija de un terrateniente vecino, de regreso a su casa en Humberside.

Supuso que sus chifladas tías tenían ganas de jugar a casamenteras.

Pues iban a sentirse decepcionadas. No había lugar en su vida para una joven dama, no mientras ejerciera de señuelo para la Cobra Negra.

Se había sentido decepcionado al abrir el portarrollos que había elegido y descubrir que no era el que llevaba la carta original. Sin embargo, tal y como había precisado Wolverstone, las misiones de los tres señuelos eran esenciales para sacar a la luz a los hombres de la Cobra Negra y, finalmente, a la propia Cobra Negra.

Tenían que conseguir que atacara, y para eso necesitaban reducir el número de sus adeptos lo suficiente como para obligarle a actuar en persona.

No era tarea sencilla, pero, haciendo una estimación razonable, entre todos podrían lograrlo. Como señuelo, su papel era el de convertirse deliberadamente en un objetivo, y no quería llevar a una superflua jovencita colgada del brazo mientras cumplía con su cometido.

Un golpe de nudillos en la puerta llamó su atención.

—Adelante.

Era Cobby.

—Pensé que querría saberlo —con la mano en el pomo, su ayudante personal permaneció junto a la puerta, que cerró—. Volví a los muelles e hice algunas preguntas. Ferrar llegó hará una semana. Lo curioso es que no llevaba ningún grupo de nativos con él, al parecer no quedaba sitio en la fragata para nadie más que él y su ayudante.

—Desde luego que es interesante —Del enarcó las cejas—, pero sin duda habrá hecho que sus adeptos viajen en otros barcos.

—Eso sería lo lógico —Cobby asintió—. Pero también significa que puede que no disponga aún de todos los hombres que necesita. Podría tener que ocuparse él mismo del trabajo sucio —sonrió con malicia—. Y eso sería una lástima, ¿verdad?

—Conservemos la esperanza de que sea así —Del sonrió.

Asintió a modo de despedida y Cobby se marchó, cerrando la puerta tras él.

Del consultó la hora en el reloj que había sobre una mesita lateral. Pasaban de las tres y la poca luz diurna que quedaba pronto desaparecería. Empezó a pasear lentamente delante de la chimenea, ensayando las palabras más adecuadas con las que anunciarle a la señorita Duncannon que, en contra de lo acordado con sus tías, iba a tener que dirigirse al norte ella sola.

Pasaban ampliamente de las cuatro y Del estaba francamente impaciente cuando oyó una voz femenina en el vestíbulo, bien modulada, aunque con un inconfundible tono altivo, anuncio del regreso de la señorita Duncannon.

En el mismo momento en que posaba su mirada sobre el pomo de la puerta, este giró y la puerta se abrió hacia dentro. Bowden sujetaba la puerta para dejar pasar a una dama, no tan joven, cubierta con un abrigo rojo granate, los cabellos rojizos recogidos bajo un desenfadado sombrero, y que hacía malabarismos con un montón de sombrereras y paquetes.

La joven entró, el rostro iluminado y una sonrisa curvando sus sensuales labios rojos.

—Creo que este es el caballero al que ha estado esperando, señorita —se apresuró a informar Bowden.

La señorita Duncannon se detuvo bruscamente. La expresión alegre desapareció de su cara al posar sus ojos sobre él. Poco a poco, su mirada ascendió hasta alcanzar su rostro.

Y se limitó a mirarlo fijamente.

Bowden carraspeó antes de retirarse y cerrar la puerta tras él. Ella volvió a parpadear, lo miró fijamente una vez más y al fin preguntó sin rodeos:

—¿Usted es el «coronel» Delborough?

Del sintió el impulso de preguntar si ella era la «señorita», Duncannon, pero se mordió la lengua. Solo una mirada había bastado para que se evaporara la imagen de una inocente jovencita. La dama estaba, en el mejor de los casos, al final de la veintena. Como mínimo.

Y dada la visión que tenía ante sus ojos, no entendía cómo era posible que aún estuviese soltera.

Era… exuberante, esa fue la palabra que surgió en su mente. Más alta que la media, su cuerpo era regio, incluso majestuoso, con abundantes curvas en los lugares adecuados. Incluso desde el otro extremo de la habitación, se veía claramente que sus ojos eran verdes, grandes y ligeramente rasgados, vibrantes, llenos de vida, despiertos y alertas a todo lo que sucedía a su alrededor.

Sus rasgos eran elegantes, refinados, los labios carnosos y jugosos, básicamente tentadores, pero la firmeza de su barbilla sugería una determinación, agallas y franqueza más allá de lo normal.

Percibiendo oportunamente ese último detalle, él hizo una reverencia.

—Así es, coronel Derek Delborough —«por desgracia, no a su servicio», pensó mientras se intentaba controlar y continuaba en tono amable—. Tengo entendido que sus padres llegaron a algún acuerdo con mis tías para que yo la escoltara de vuelta al norte. Por desgracia, eso no será posible. Tengo algunos asuntos que atender antes de poder regresar a Humberside.

Deliah Duncannon parpadeó y, con esfuerzo, apartó la mirada del objeto de su atención, cuyos hombros y ancho torso habrían encajado perfectamente dentro de un uniforme. Repasó sus palabras y bruscamente sacudió la cabeza.

—No.

Dando varios pasos, dejó las cajas y bolsas sobre la mesa, preguntándose distraídamente si un uniforme hubiese logrado que el impacto sobre ella fuera mayor, o menor. Había algo anómalo en su aspecto, como si el elegante atuendo civil no fuera más que un disfraz. Si la intención había sido la de ocultar su físico vigoroso, incluso peligroso, por naturaleza, el plan había fracasado miserablemente.

Con las manos ya libres, ella extrajo el largo alfiler que sujetaba su sombrero.

—Me temo, coronel Delborough, que debo insistir. Llevo esperando su llegada durante la mayor parte de la semana, y no puedo emprender el viaje sin una escolta adecuada —dejó el sombrero sobre la mesa y se volvió hacia el recalcitrante excoronel, significativamente más joven e inmensamente más viril de lo que se había imaginado, de lo que había esperado, a tenor de lo que le habían contado—. Es del todo impensable.

Independientemente de su edad, su virilidad o su propensión a discutir, para ella no era impensable, pero lo último que iba a hacer era darle explicaciones.

El coronel apretó unos labios inquietantemente masculinos.

—Señorita Duncannon…

—Supongo que se habrá imaginado que se trataría simplemente de meterme en un carruaje junto con mi doncella y mi servicio doméstico, y apuntar al norte —dejó de quitarse los guantes de cuero y lo miró, percibiendo un ligero movimiento en esos inquietantes labios. Al parecer eso era precisamente lo que había planeado hacer con ella—. Debo informarle de que, desde luego, no será así.

Dejó caer los guantes sobre la mesa a sus espaldas, alzó la barbilla y lo miró de frente, lo mejor que pudo, dado que él le sacaba casi una cabeza.

—Debo insistir, señor, en que haga honor a su obligación.

Los labios del coronel ya no eran más que una delgada línea, que a ella le gustaría ver relajarse en una sonrisa. ¿Qué le sucedía? Sentía latir el pulso en el cuello, cosquillas en la piel… y eso que aún estaba a casi dos metros de él.

—Señorita Duncannon, si bien lamentablemente mis tías se excedieron en su derecho al intentar ayudar a un vecino, yo, en circunstancias normales, habría hecho todo lo posible por, tal y como lo ha definido, hacer honor a mi obligación en cuanto al compromiso adquirido por ellas. Sin embargo, en la situación actual resulta totalmente…

—Coronel Delborough —ella arrancó la mirada de los labios de Del y, por primera vez, la clavó en sus ojos, con deliberada intensidad—. Permítame informarle de que no existe ningún motivo que pudiera aducir, ninguno, que me induzca a liberarle de escoltarme al norte.

Los ojos de Del eran de un color marrón oscuro, con ricos matices, inesperadamente fascinantes y enmarcados por las pestañas más espesas que ella hubiera visto jamás. Las pestañas eran del mismo color que su brillante, y ligeramente ondulado, cabello, de un color más arena que marrón.

—Lo lamento, señorita Duncannon, eso es absolutamente imposible.

Al ver que ella alzaba la barbilla, sin recular ni un milímetro, sosteniéndole la mirada firmemente, Del titubeó y, más consciente de lo que le gustaría estar de su pecaminosamente sensual boca, añadió con rigidez:

—Actualmente estoy en una misión, vital para la nación, y debo concluirla antes de poder complacer los deseos de mis tías.

—Pero ha dimitido de sus funciones —ella frunció el ceño y su mirada se deslizó hasta los hombros de Del, como si quisiera confirmar la ausencia de galones.

—Mi misión es civil más que militar.

Deliah enarcó las elegantemente curvadas finas cejas y su mirada reflexiva regresó al rostro de Del durante un instante, antes de volver a hablar en un tono engañosamente suave, sarcásticamente desafiante:

—¿Y qué sugiere entonces, señor? ¿Que espere aquí, hasta que le venga bien, hasta que esté disponible para escoltarme al norte?

—No —Del se esforzó por no encajar los dientes, la mandíbula ya tensa—. Le sugiero con todos mis respetos que, dadas las circunstancias, y habiendo mucho menos tráfico en las carreteras en esta época del año, sería perfectamente aceptable que se dirigiera al norte con su doncella. Además, si no recuerdo mal, mencionó algo sobre su servicio doméstico. Y ya que ha alquilado un carruaje…

—Con todos mis respetos, coronel —ella lo fulminó con sus ojos verdes—, ¡no dice más que tonterías! —beligerante, decidida, dio un paso al frente y alzó el rostro como si intentara colocarse a la misma altura que él—. La idea de que yo viaje al norte, en esta época o cualquier otra, sin un caballero adecuado, elegido y aceptado por mis padres como escolta es, sencillamente inelegible. Inaceptable. Imposible de llevar a cabo.

Se había acercado tanto que Del sintió una oleada de tentador calor sobre él, inundándolo hasta la ingle. Hacía tanto tiempo que no experimentaba una reacción tan explícita que, durante un instante, se permitió distraerse lo suficiente como para poder disfrutar del momento, impregnarse de él.

Deliah desvió bruscamente la mirada hacia la izquierda. Era lo bastante alta como para poder mirar por encima del hombro de Del, quien la vio atenta, vio sus preciosos ojos verde jade abrirse desmesuradamente y luego lanzar fuego.

—¡Por Dios santo!

Ella lo agarró de la solapa y lo arrastró, lo alzó y lo tumbó sobre el suelo.

Durante un loco instante, el cerebro de Del interpretó sus movimientos como un ataque de lujuria… hasta que la explosión, y el sonido de cristales rotos que llovían sobre sus cabezas, le devolvió a la realidad.

Una realidad que ella nunca había abandonado. Medio atrapada debajo de él, Deliah se retorció para soltarse, su horrorizada mirada fija en la ventana destrozada.

Cerrando mentalmente la puerta al efecto que le había producido sentir su cuerpo curvilíneo moverse debajo de él, Del rechinó los dientes y se arrodilló en el suelo. Tras echar un rápido vistazo por la ventana y contemplar al perplejo grupo de personas que empezaba a arremolinarse en la calle ya casi en penumbra, consiguió ponerse en pie y la ayudó a ella a hacer lo propio justo en el instante en que la puerta se abría de golpe.

Mustaf apareció en la entrada, con un sable en la mano. Cobby iba detrás, con una pistola amartillada en la suya. Por detrás de ellos había otro indio, alto y atezado. Del se tensó al instante e hizo un movimiento para colocarse delante de la señorita Duncannon, pero ella apoyó una mano sobre su brazo y lo detuvo.

—Estoy bien, Kumulay —la pequeña y cálida mano seguía apoyada sobre el bíceps de Del mientras lo miraba a los ojos—. No era a mí a quien intentaba matar ese hombre.

Del la miró a los ojos. Seguían muy abiertos, las pupilas dilatadas, pero no había perdido ni un ápice de control.

Cientos de pensamientos cruzaron la mente del coronel. Todos sus instintos le gritaban «¡Persecución!», pero ya no era su cometido. Miró a Cobby, que había bajado el arma.

—Prepárate para partir inmediatamente.

—Avisaré a los demás —Cobby asintió mientras Mustaf y él se apartaban.

El otro hombre, Kumulay, permaneció junto a la puerta abierta, su mirada impasible fija en su señora.

Del la miró. Los ojos verdes seguían fijos en su rostro.

—No se va a marchar sin mí —cada palabra fue cuidadosamente pronunciada.

Él dudó, concediéndole a su mente una nueva oportunidad para idear una alternativa. Pero al fin encajó la mandíbula y asintió.

—De acuerdo. Prepárese para partir en una hora.

—¡Por fin! —más de dos horas después, Del cerró la portezuela de la calesa que la señorita Duncannon había sido lo bastante precavida como para alquilar, y se dejó caer en el asiento junto a su inesperada responsabilidad.

La doncella de Deliah, Bess, una mujer inglesa, estaba sentada en una esquina al otro lado de su señora. En el asiento de enfrente, en un colorido despliegue de saris y echarpes de lana, se sentaban Amaya, Alia, otra mujer india, más mayor, y dos jovencitas, las tres últimas pertenecientes al servicio doméstico de la señorita Duncannon.

El motivo por el cual tenía un servicio doméstico mayoritariamente de origen indio era algo que aún tenía que averiguar Del.

El carruaje traqueteó al ponerse en marcha, rodando pesadamente por la calle High. Mientras el vehículo bordeaba Bargate para dirigirse hacia la carretera de Londres, Del se preguntó, y no por primera vez en las dos últimas horas y pico, qué le había dado para acceder a que la señorita Duncannon viajara con él.

Desafortunadamente, conocía bien la respuesta, una respuesta que no le dejaba otra opción posible. Ella había visto al hombre que le había disparado, y eso significaba que ese hombre, casi con total seguridad, la había visto a ella también.

Los adeptos a una organización como la Cobra Negra casi nunca, o nunca, utilizaban armas de fuego. Ese hombre seguramente sería Larkins, el ayuda de cámara de Ferrar y su hombre de máxima confianza, o también podría ser el mismísimo Ferrar. No obstante, Del apostaba por Larkins.

Aunque Cobby había interrogado a todas las personas arremolinadas en la calle, todavía estupefactas y hablando sobre el tiroteo, nadie había visto al hombre armado lo suficientemente bien como para poder facilitar una descripción, mucho menos identificarlo. Lo único que habían averiguado era que, tal y como habían supuesto, el hombre era de piel clara.

El que la Cobra Negra hubiese atacado tan pronto y con tanta decisión suponía una sorpresa, pero pensándolo bien, de ser él Ferrar, Del seguramente habría organizado una estrategia preventiva similar. De haberlo matado, el caos subsiguiente habría facilitado el acceso de Ferrar a su habitación y equipaje… y al portarrollos. No le habría salido bien, pero Ferrar no podía saberlo. En cualquier caso, Del estaba seguro de que, de no haber sido por la rapidez de pensamiento y acción de la señorita Duncannon, seguramente estaría muerto.

Eran casi las siete de la tarde, y noche cerrada. La luna se arropaba en unas gruesas nubes. Las luces del carruaje brillaban en la gélida oscuridad mientras los cuatro caballos alcanzaban el macadán de la carretera y alargaban el paso.

Del pensó en el resto del servicio doméstico de ambos, que viajaban con el equipaje en dos carros abiertos, lo único que Cobby había podido alquilar en tan poco tiempo.

Por lo menos se habían puesto en marcha.

También sabían que Larkins, y seguramente Ferrar, estaban cerca, persiguiéndolos. El enemigo se había descubierto.

—No entiendo —habló Deliah—, por qué insistió en no informar a las autoridades —hablaba en voz baja, casi engullida por el sonido de los cascos de los caballos. Era evidente que solo deseaba comunicar su insatisfacción al hombre sentado a su lado—. Bowden dijo que había pagado el cristal, y que había insistido en que no se hablara más del incidente —esperó un instante antes de proseguir—. ¿Por qué?

Ella no se volvió hacia él. El interior del carruaje era un mar de sombras móviles y Deliah no veía lo bastante bien como para poder interpretar la expresión de coronel que, ya se había dado cuenta, solo mostraba en su rostro lo que quería que se reflejara.

El silencio se prolongó, pero ella siguió esperando.

—El ataque guarda relación con mi misión —murmuró Del al fin—. ¿Sería capaz de describir al hombre de la pistola? Serviría de gran ayuda.

Lo que ella había visto a través de la ventana estaba grabado en su mente.

—Era un poco más alto que la media, llevaba abrigo oscuro, nada elegante, pero de una calidad aceptable. Cubría la cabeza con un sombrero oscuro, pero pude ver que su pelo era muy corto, casi rapado. Aparte de eso… no tuve mucho tiempo para fijarme en todos los detalles —dejó pasar unos segundos antes de preguntar—. ¿Sabe quién es?

—Su descripción encaja con uno de los hombres implicados en mi misión.

—Su «misión», sea cual sea, no explica por qué se negó a alertar a las autoridades y denunciar el acto delictivo, y mucho menos por qué estamos huyendo en medio de la noche, como si nos hubiésemos asustado —Deliah no sabía mucho sobre el coronel Derek Delborough, pero no le parecía de los que huían.

—Era lo correcto —contestó él en un tono aburrido y de superioridad.

—Ya —ella frunció el ceño, sin muchas ganas de que dejara de hablar. El coronel tenía una voz grave, segura, y su tono, el de alguien acostumbrado a mandar, resultaba extrañamente calmante. Después de los acontecimientos del tiroteo, seguía nerviosa, inquieta—. Aunque no quisiera llamar la atención, de todos modos… —hizo una mueca.

Del desvió la mirada a la oscuridad del paisaje. La había estado mirando, había visto la mueca, había visto fruncirse esos labios… y sentido una casi abrumadora necesidad de hacerle callar.

Cerrando esos labios fruncidos con los suyos propios.

Y así descubrir lo suaves que eran, descubrir su sabor.

¿Ácidos o dulces? ¿O ambas cosas?

Aparte de por el público sentado enfrente de ellos, Del estaba bastante seguro de que si cediera a su tentación acabaría con, al menos, una bofetada. Probablemente dos. Pero tenerla sentada a su lado, las caderas a menos de tres centímetros de las suyas, los hombros rozando ligeramente su brazo con cada balanceo del carruaje, el calor de su cuerpo impregnando su costado, era una tentación a la cual su cuerpo estaba respondiendo desvergonzadamente.

La búsqueda de la Cobra Negra lo había consumido durante meses, sin dejarle tiempo libre para retozar con ninguna mujer, y había pasado aún más tiempo desde que había estado con una inglesa, y nunca con una fierecilla de la índole de la señorita Duncannon.

Nada de lo cual explicaba por qué de repente se sentía tan atraído hacia una bruja con labios por los que la más experimentada cortesana vendería su alma.

Del borró de su mente la voz, su incansable, persistente, insistencia y se centró en el pesado ritmo de los cascos de los caballos. Abandonar Southampton a toda velocidad había sido lo correcto, a pesar de ir en contra de sus principios. De haber llevado la carta original, la necesidad de mantenerla lejos de las garras de Ferrar habría aplastado cualquier inclinación de iniciar una cacería.

Si se hubiese quedado para pelear, si hubiese intentado encontrar a Larkins, incluso denunciado a Ferrar a las autoridades, este habría supuesto que no estaba tan preocupado por el contenido del portarrollos que llevaba. Y entonces Ferrar habría desviado su atención, y la de sus hombres, hacia los compañeros de Del.

¿Iban los demás por delante de él o todavía no habían llegado a Inglaterra?

Con suerte Torrington y Crowhurst lo sabrían. Les había dejado una breve nota con Bowden.

Dada la hora, y el creciente frío, y que más de la mitad de los pasajeros viajaban a la intemperie, no iban a ir muy lejos. De momento, el objetivo era Winchester.

Rezó para ser capaz de resistirse a los impulsos que le provocaba esa mujer que no dejaba de parlotear a su lado, al menos el tiempo suficiente como para llegar a esa localidad.

El Swan Inn de la calle Southgate resultó lo bastante bueno para sus necesidades.

La señorita Duncannon, como era de esperar, refunfuñó cuando él se negó a alojarse en el Hotel Pelican, más grande.

—Somos muchos, y allí es más probable que encontremos alojamiento.

—El Pelican está hecho mayormente de madera.

—¿Y?

—Sufro un irracional miedo a despertar en una casa en llamas —los hombres de la Cobra Negra eran conocidos por emplear el fuego para obligar a salir de su escondite a aquellos a quienes perseguían, sin pensar lo más mínimo en quienes podrían verse atrapados en el incendio. Mientras se bajaba del carruaje frente al Swan, Del echó una ojeada al edificio y se volvió para ayudar a bajar a su carga—. El Swan, sin embargo, está hecho de piedra.

Deliah aceptó su mano y bajó del coche, deteniéndose para contemplar la posada antes de mirarlo a él sin expresión alguna.

—Paredes de piedra para el invierno.

Él levantó la vista hacia el tejado, donde varias chimeneas escupían humo.

—Chimeneas.

Ella soltó un bufido, se levantó las faldas y subió la escalera hasta el porche, entrando por la puerta que sujetaba abierta el posadero, que se inclinaba al paso de toda la comitiva.

Antes de que Del pudiera ocuparse de todo, lo hizo ella, deslizándose hacia el mostrador y quitándose los guantes.

—Buenas noches —el posadero se colocó tras la recepción—. Necesitamos habitaciones para todos, una grande para mí, otra para el coronel, cuatro más pequeñas para mis empleados, y dos más para los suyos, la doncella del coronel puede alojarse con la mía, en mi opinión será lo más sensato. Y ahora, todos queremos cenar. Sé que es tarde, pero…

Del se detuvo detrás de ella, Deliah lo sintió claramente, y oyó toda la retahíla de órdenes, indicaciones e instrucciones, emitidas sin ninguna pausa. Podría haber intervenido para tomar el mando, y esa había sido su intención, pero dado lo bien que se le daba a la dama organizar a toda la comitiva, no parecía tener ningún sentido.

Para cuando el equipaje estuvo descargado y llevado al interior, el posadero ya había resuelto el tema de las habitaciones, dispuesto un salón privado para ellos y dado orden a la cocina para que les prepararan la cena. Del se mantuvo a un lado mientras una doncella con expresión atónita conducía la pesada carga de Del a su habitación. Después, se volvió hacia el posadero.

—Necesito alquilar dos coches más.

—Por supuesto, señor. Ya hace mucho frío, y dicen que lo peor está por venir. Yo no dispongo de ningún carruaje libre, pero conozco al mozo de cuadra del Pelican, y sé que él me ayudará. Estoy seguro de que dispone de dos que podrá cederle.

Del levantó la mirada hasta la parte superior de las escaleras, y se encontró con la mirada verde de la señorita Duncannon, la cual, sin embargo, no dijo nada, aunque tras enarcar ligeramente las cejas siguió su camino.

—Gracias —Del devolvió la atención al posadero y dispuso que su servicio, y el de ella, recibieran lo que desearan del bar, y luego abandonó el ya desierto vestíbulo para dirigirse a su habitación.

Media hora más tarde, lavado y cepillado, el coronel ya estaba en el salón privado cuando llegó la señorita Duncannon. Dos doncellas acababan de terminar de preparar una pequeña mesa para dos frente al fuego y se retiraron con varias reverencias. Del sostuvo una silla para que ella se sentara.

Deliah se había quitado el abrigo, dejando al descubierto un vestido rojo granate adornado con un lazo de seda en el mismo tono, sobre el que se había colocado un echarpe de seda elegantemente estampado.

—Gracias, coronel —con una inclinación de cabeza ella se sentó.

Él se dirigió a su silla al otro lado de la mesa.

—Del —murmuró—. La mayoría de las personas que conozco me llaman Del —aclaró cuando ella enarcó las cejas.

—Entiendo —Deliah lo observó mientras se sentaba y desplegaba la servilleta—. Dado que al parecer vamos a pasar un tiempo acompañándonos, supongo que lo más apropiado será que le revele mi nombre para tutearnos. Me llamo Deliah, no Delilah, sino Deliah.

—Deliah —él sonrió con una inclinación de cabeza.

Deliah se esforzó por no quedarse mirándolo, por mantener su repentinamente inútil cerebro en funcionamiento. Era la primera vez que le sonreía, y desde luego no le hacía falta la distracción adicional. Ese hombre era ridículamente atractivo cuando estaba serio y con aspecto malhumorado, pero, cuando sus labios se curvaban y relajaban, era la seducción personificada.

Ella, mejor que nadie, sabía lo peligrosos que eran esos hombres… sobre todo para ella.

La puerta se abrió y las doncellas regresaron con una sopera y un cestillo de pan.

Deliah asintió a modo de aprobación y las doncellas sirvieron la comida. Ella contempló la sopa con una expresión cercana a la gratitud, felicitándose por dentro por haberla pedido. Mientras se tomaba un plato de sopa no hacía falta conversar y eso le proporcionaría un poco de tiempo para llamar al orden a sus rebeldes sentidos.

—Gracias —tras volver a asentir hacia las doncellas que se retiraban, Deliah tomó la cuchara y empezó a comer.

Él alargó una mano hacia el cestillo y se lo ofreció.

—No, gracias.

Del volvió a sonreír… ¡maldito fuera!, y se sirvió mientras ella bajaba la mirada al plato de sopa, sin levantarla de ahí.

Le había llevado el breve trayecto, y casi toda la media hora que había permanecido fuera de su vista, desenredar la madeja de emociones que la asediaban. Al principio había atribuido sus nervios y falta de aire a la impresión que le había producido descubrir el cañón de la pistola, aunque no le apuntara a ella.

El disparo, el subsiguiente frenesí, las prisas por marcharse, el inesperado viaje durante el cual él había permanecido testarudamente poco comunicativo acerca de su misteriosa misión, misión que le había llevado a ser disparado, eran circunstancias que podría considerarse que habían contribuido a su estado de crispación.

Salvo que ella no era de las que permitía que las circunstancias, por funestas o inesperadas, la desbordaran.

En la tranquilidad de su habitación por fin había desvelado sus sentimientos lo suficiente como para enfrentarse a la cruda verdad: el origen de sus problemas estaba en el momento en que se había encontrado sobre el suelo de madera con el duro cuerpo del coronel encima de ella. Esa era la fuente de su nerviosismo.

Cuando pensaba en ese momento, todavía sentía las sensaciones del peso de su cuerpo inmovilizándola, de sus largas piernas enredadas con las suyas, de su calor, y luego ese agudo instante cuando… lo que fuera la había asaltado. Ardiente, intenso, lo suficiente para hacerla retorcerse.

Lo suficiente para despertar el anhelo en su cuerpo traicionero.

Sin embargo, no creía que él se hubiera dado cuenta. Levantó los ojos y lo vio dejar la cuchara junto al plato.

Él se dio cuenta de su mirada.

—Me gustaría agradecerte que te hicieras cargo de la organización doméstica.

—Estoy acostumbrada a manejar a los empleados de mi tío —ella se encogió de hombros—. Es lo que he estado haciendo todos estos años lejos de aquí.

—Si no recuerdo mal, mi tía me escribió que en Jamaica. ¿Qué te llevó hasta allí?

Deliah dejó la cuchara a un lado y apoyó los codos sobre la mesa, entrelazando los dedos de las manos y mirándolo directamente.

—En un principio fui allí a visitar a mi tío, sir Harold Duncannon. Es el magistrado jefe de Jamaica. Descubrí que el clima y la colonia resultaban de mi agrado, de modo que me quedé. Con el paso del tiempo, me hice cargo de los asuntos domésticos de su casa.

—Tus sirvientes son indios… ¿hay muchos indios en Jamaica?

—Últimamente sí. Después de que se interrumpiera el comercio de esclavos, llevaron a muchos trabajadores indios y chinos. Todos mis sirvientes eran empleados domésticos de mi tío, pero con los años se volvieron más míos que suyos, de modo que les ofrecí elegir entre quedarse en Jamaica o venir conmigo a Inglaterra.

—Y eligieron Inglaterra.

Del se interrumpió cuando las doncellas regresaron. Mientras retiraban el primer plato y servían otro con un suculento rosbif acompañado de patatas y calabazas asadas, jamón y una jarrita de salsa, tuvo tiempo para reflexionar sobre lo que podía deducirse de la lealtad de los empleados hacia la señorita Deliah, no Delilah, Duncannon.

—Gracias —ella asintió elegantemente a las doncellas que abandonaban el salón. Antes de que Del pudiera hacer la siguiente pregunta, ella clavó su mirada en él—. Y tú, supongo, llevas ya algún tiempo en la Compañía de las Indias Orientales.

Él asintió y tomó el tenedor de servir.

—He estado en la India durante los últimos siete años. Antes de eso fue Waterloo, y antes de eso, la Península.

—Un servicio bastante prolongado, ¿y te has retirado definitivamente?

—Sí —se sirvieron los platos y se dispusieron a comer.

—Háblame de la India —le pidió ella a los cinco minutos—. ¿Eran las campañas allí iguales que en Europa? ¿Batallas masificadas, ejército contra ejército?

—Al principio —tras levantar la mirada y verla esperando más explicaciones, elaboró más su respuesta—. Durante los primeros años allí nos dedicamos a ampliar nuestro territorio, anexionando zonas comerciales, tal y como lo define la compañía. Campañas más o menos de rutina. Después, sin embargo, se convirtió más en una cuestión de… supongo que podría decirse de mantener la paz. Mantener bajo control los elementos rebeldes para proteger las rutas comerciales, esa clase de cosas. No eran realmente campañas, no había batallas como tales.

—¿Y esta misión?

—Es algo que surgió de las operaciones de mantenimiento de la paz, de alguna forma.

—¿Y es más civil que militar?

—Así es —él le sostuvo la mirada.

—Entiendo. ¿Y cumplir con tu misión exigía dejarme a mí atrás en algún punto al sur de Humberside?

—No —Del se reclinó en el asiento.

Ella enarcó las cejas.

—Pareces haber experimentado un drástico cambio de parecer en cuanto a mi presencia, después de haber sido disparado. No estoy segura de haber entendido la conexión.

—De todos modos, ya ves que estoy resignado a tu compañía. Estoy esperando confirmación de nuestra ruta exacta, pero creo que tendremos que pasar unos días, puede que una semana, en Londres.

—¿Londres?

Del tenía la esperanza de que Deliah fuera a distraerse ante la perspectiva de poder ir de compras, a fin de cuentas llevaba años fuera del país, pero por la expresión de su mirada fue evidente que intentaba entender qué clase de misión exigiría pasar por Londres.

—Por cierto —Del optó por no contestar—. ¿Por qué Jamaica?

—Necesitaba nuevos horizontes y tenía allí el contacto adecuado —ella se encogió de hombros.

—¿Cuánto tiempo hace que abandonaste Inglaterra?

—Fue en 1815. Siendo coronel, ¿estabas a cargo de un… cómo se dice? ¿Escuadrón de hombres?

—No —de nuevo ella se lo quedó mirando, expectante, la curiosidad reflejándose en sus ojos y su expresión, hasta que él al fin volvió a hablar—. En la India comandaba a un grupo de oficiales de élite, cada uno de los cuales comandaba a su vez una tropa, y tenían como misión tratar con las pequeñas insurrecciones y disturbios que estallan constantemente en el subcontinente. Pero, cuéntame, había mucha actividad social en… Kingston, ¿verdad?

—Sí, Kingston —Deliah asintió—. Y sí, allí había el típico círculo de expatriados, muy parecido a una colonia, supongo. ¿Cómo era la India en ese aspecto?

—Yo estuve destinado mayormente en Calcuta, allí está el cuartel general de la compañía. Siempre había algún baile y fiesta en la, así llamada, temporada, pero no tanto de la clase casamentera que se produce en Almack's y sitios así.

—¿En serio? Yo pensaba que…

Continuaron con el intercambio de preguntas y respuestas mientras seguían comiendo. Del intentó averiguar por qué Deliah había sentido la necesidad de ver nuevos horizontes mientras procuraba no caer en las trampas dialécticas que ella le tendía y revelar más de lo que ella necesitaba saber sobre su misión.

Cierto que se la había llevado con él con el fin de garantizar su seguridad, pero tenía la intención de hacer todo lo posible por que ella permaneciera ignorante y totalmente apartada de su misión y, en la medida de lo posible, de la vista de la Cobra Negra.

Hasta que no abandonaron juntos el salón para subir a la planta superior, Del no fue consciente de que había pasado toda una velada a solas con una dama soltera, sin hacer otra cosa que hablar y, sin embargo, no se había aburrido en absoluto.

Cosa que solía sucederle. Hasta ese momento, en su vida, las mujeres solo habían tenido un sentido para él, y fuera de ese ámbito le interesaban más bien poco. Y, aunque se había fijado en los exuberantes labios de Deliah con excesiva frecuencia para su propia tranquilidad, había estado tan concentrado en su mutuo interrogatorio, en la agilidad mental de ella, que le obligaba a mantenerse a la altura, que no había podido dejar vagar su mente por su potencial sexual, mucho menos hacer algo sobre la atracción que, le sorprendió descubrir, no solo había sobrevivido a las últimas horas, sino que había aumentado.

Ella se detuvo frente a la puerta de la habitación contigua a la de él y levantó la vista. Sus labios se curvaron ligeramente dibujando una sonrisa genuina teñida de cierta apreciación y una pizca de desafío.

—Buenas noches… Del.

—Deliah —él obligó a sus labios a formar una sonrisa franca e inclinó la cabeza.

La sonrisa de Deliah se hizo más profunda, pero su tono de voz cuando volvió a hablar fue totalmente inocente:

—Que duermas bien.

Del permaneció en la penumbra del pasillo y contempló la puerta de la habitación cerrarse tras ella, antes de dar dos lentos pasos hacia la suya, bastante seguro de que no iba poder concederle el último deseo a la dama.

Una novia indómita

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