Читать книгу Mientras vence afuera la sombra - Susana Ibáñez - Страница 7
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El fiscal Rojas le dio las muletas a Tracia, se sentó en el sillón del consultorio, con esfuerzo subió la pierna operada y acomodó la otra con rapidez, como si no le doliera. Tracia apoyó las muletas en la pared y ocupó el banco frente a sus pies, la mesa de instrumental a un lado y la lupa con luminaria al otro. Rojas hizo cuentas: ya había visitado a la podóloga en tres ocasiones, a razón de una por mes, después estuvo más de dos meses en cama y ahora, en su cuarta visita, se sometería a lo que imaginaba una tortura.
Con la suavidad acostumbrada, Tracia alineó los tobillos sobre el paño descartable y le quitó las medias y las vendas. En la piel se veían rastros de las heridas, que tardaron tanto en cerrar. Se calzó los guantes de látex con un par de chasquidos y se inclinó para observar las uñas. Su cara quedó enmarcada por los pies de Rojas, los dedos pálidos por el frío del aire acondicionado, la mala circulación y las secuelas del ataque.
—¿Le duelen todavía? —preguntó ella.
—Mucho menos que antes, pero me vuelven a doler de solo verlos.
—Agradezca que salió vivo —dijo Tracia. Miraba la mesita de instrumental a su lado como si dudara con qué emprender tamaña tarea.
El fiscal había oído esa frase con frecuencia en las últimas semanas, pero recién ahora que ella la pronunciaba con tal desapasionamiento, como si la dijera diez veces al día, fue consciente de su obviedad: era hora de sentir gratitud por haber sobrevivido y dejar atrás el rencor que lo atenazó cuando, después de operarle la pierna, los médicos le dijeron que harían lo posible por salvarle los pies, que habían resistido a las ruedas de las motos sin fracturas serias pero mostraban heridas en los dedos que tardaban en cerrar. Nunca antes había pensado que la palabra amputación se sumaría a su vocabulario cotidiano.
—Vivo, pero por poco —murmuró.
Se repetía el ritual. Cuando ella comenzaba a trabajar no hablaban por un rato. Rojas tenía tiempo de observar la precisión de las manos enguantadas, la cabeza con una breve inclinación hacia un lado, atenta a los secretos de sus pies, el balance de los rasgos —sobre todo la línea casi recta de las cejas, pero también la de la nariz, y la de la boca, que apretaba de a ratos—, y la piel que, aunque tirante sobre los pómulos, comenzaba a insinuar las líneas de la cuarta década.
A Rojas se le estaban cayendo las uñas y había ido a verla para que las extirpara sin ponerlo en peligro de infección. No permitió que nadie lo hiciera en la clínica. Solo se dejaba tocar los pies por ella. La diabetes había hecho de sus visitas mensuales a ese consultorio —y a todos los que había ido en casi veinte años— no tanto un paliativo o un acto de vanidad como una precaución, y sabía que ella no le provocaría dolor.
Antes de cerrar los ojos para pensar en otra cosa —en las tierras de Tracia y no en el bisturí de Tracia, por ejemplo—, vio que ella empezaba a trabajar. Insensible y torcido hacia adentro, el dedo gordo viraba de un pálido bilioso al gris. De un color marrón claro, engrosada y más larga que lo habitual, la uña se había mantenido en su lugar gracias a una venda, pero ahora se veía desprendida y frágil. Rojas apoyó la nuca en el respaldo y apretó los párpados y los dientes. La destreza de la mujer y la escasa sensibilidad de sus pies hacían que casi no sintiera lo que a otro le habría parecido un martirio.
Imaginaba la región de Tracia, tierra contradictoria de Espartaco y de Tereo, como una extensión de verdes profundos moteada de ruinas, frutales y sembradíos. Reconstruyó parte de lo que había leído sobre la comarca para no sentir el filo del metal en las cutículas, pero al abrir la memoria regresaron el vértigo y el miedo: dos motos se le vienen encima, lo hacen caer en la calle y le aplastan las piernas entre gritos y aceleradas. “Esto es por la piba”, llega a oír que dice uno cuando coletea y estabiliza las ruedas para arremeter contra él otra vez, esta vez para pegarle con lo que, según los testigos, eran tubos de metal. El sol del mediodía santafesino lo encandila y no le deja ver de dónde vienen los golpes. “No te vuelvas a retobar, Rojas”, le grita por sobre el hombro el último en escapar, anónimo en la cueva del casco. Por seguirlo con la vista, no ve el auto que le da el peor golpe. No te vuelvas a retobar, Rojas. Le resultaba difícil olvidar ese final de estruendo: el ruido de los motores al acelerar de pronto, el chirrido de los neumáticos sobre el asfalto caliente, la amenaza.
Siempre había sentido repulsión por los pies de los otros, pero por los suyos sentía odio. Comenzó a ocultarlos de chico porque la forma de sus dedos le parecía revulsiva y porque las uñas, más gruesas y opacas que las de sus amigos, siempre le quedaban torcidas o se le encarnaban. Le daban tanta vergüenza que, aunque le gustaba pasar las tardes con sus amigos en Regatas, había evitado aprender a nadar mediante el cultivo atento de resfríos catarrales, túrgidas micosis y otitis a repetición. Si no podía simular una enfermedad, se dedicaba a la actuación desesperada de ahogamientos que bien podrían haberse visto como intentos de suicidio. Se negaba a usar ojotas y no se quitaba las medias ni siquiera cuando, de joven, estaba con una mujer. Se disculpaba con ellas, se reían juntos bajo las mantas, prometía compensarlas, pero recién olvidaba su incomodidad si ellas desviaban la atención a partes más armónicas de su cuerpo.
Dos décadas atrás, al detectarle diabetes, el médico le recomendó que un podólogo vigilara la aparición de lesiones y le cortara las uñas con cuidado. Aparte de exigirle que cuidara la dieta, le indicó que caminara a diario, lo que hacía de la atención de los pies más que una veleidad, como le pareció al principio, una medida imprescindible para llegar a viejo sobre ambas piernas. Rojas nunca había podido ir por mucho tiempo al mismo podólogo. Le hacían doler, eran demasiado conversadores, chismosos, bruscos, o tan silenciosos y serios que parecían aborrecer tocarlo. Puso los pies en manos de hombres y de mujeres, de profesionales jóvenes y maduros, pero todos tarde o temprano le desagradaban tanto que buscaba a alguien más. Por fortuna, la ciudad era grande y prometía una infinidad de posibilidades. Como se graduaba un par de docenas de podólogos por año en la tecnicatura de la universidad, calculaba que podía pasar el resto de la vida explorando consultorios y descartarlos uno tras otro sin correr el riesgo de agotar la lista de prestadores de la obra social de judiciales.
Un día lo atendió Tracia. Fue un veintiuno de septiembre, recordaba, porque de vuelta del consultorio vio gente joven de picnic en la placita bajo un sol frío, en apariencia inmunes a las incursiones del viento del oeste. Pasó entre ellos sin sentir molestias al caminar y pensó que tal vez había encontrado un lugar con regreso. Al llegar a su casa escribió en la agenda la fecha de la siguiente cita, que copió de la anotación que ella había hecho en un rectangulito de papel. Para hacerle un doble nudo a la memoria, lo guardó entre las primeras páginas del mes de octubre. Encontrar primero el papel y a los pocos días la anotación sería como duplicar la víspera. Y no era común en Rojas aferrarse al futuro con dos manos.
Llegó a ella por recomendación de su nuevo endocrinólogo, José Luis Ballesteros, a quien conoció en circunstancias algo extrañas. Empezó a atenderse con Ballesteros porque tal era su preocupación por la diabetes que cambiaba cada tanto de médico para asegurarse de tener siempre un diagnóstico actualizado. Ballesteros tenía su consultorio en una clínica en constante expansión, de esas que crecen por el interior de la manzana a medida que compran las propiedades linderas. En la segunda visita que le hizo, la conversación derivó en el cuidado de los pies y en las quejas que acumulaba contra los pedicuros de este mundo. Ballesteros le comentó que en esa misma clínica trabajaba una podóloga que venía del sur, no recordaba si de Tapalqué o de Trenque Lauquen, de un lugar con T, dijo, Trelew, Tandil o Los Tamariscos. Había oído que era muy buena.
—¿Por qué no pasa y se fija si está desocupada? Necesita que le miren ese dedo con urgencia.
Con los pies insensibles por lo intenso del invierno, que aunque ya llegaba a su fin tardaba en irse, Rojas no había notado que el roce de la media le había hecho un surco vertical en el frente del dedo medio del pie derecho —más largo que los otros de ese pie pero más corto que el del otro—, una hendidura que nacía de un rojo inquietante bajo la uña y se perdía, con forma de estuario, en los pliegues que lo unían a la planta. El médico le aplicó un vendaje e insistió en que no dejara pasar el tiempo: no necesitaba un médico para algo así, sino alguien que lo viera todos los meses y que lo enviara con él solo si alguna lesión empeoraba.
Ballesteros le dio indicaciones. El consultorio de podología daba a la calle y lo encontraría sin dificultad, donde antes de la última reforma estaba la oficina de recepción, una puerta amarilla. Rojas le aseguró que de pasada pediría turno, mas una vez en el ascensor evaluó posponer un par de días esa visita. Pensó que podía curarse él mismo con una loción antibiótica sin necesidad de conocer a una nueva representante de la profesión que había aprendido a temer. Pero no logró escapar. Una vez en planta baja, cuando apuraba el paso con la vista fija en la salida, una mujer baja y delgada se asomó a una puerta, celular en mano, y le habló con familiaridad:
—¿Usted es el fiscal Rojas, no? Dice el doctor Ballesteros que quiere que lo vea. Pase, que me acaban de avisar que la paciente que tenía agendada no puede venir.
El consultorio exhibía objetos que le resultaban familiares: el sillón con su mantelito descartable a la altura de los pies, luces y lupas, una mesa con instrumentos que él siempre evitaba mirar, frascos con algodones, cremas y geles, un pequeño escritorio con la agenda abierta y la radio encendida en FM, revistas sobre la realeza europea y sus epígonos locales, una pared cubierta de títulos y certificaciones. Pero las cortinas azafrán y algunos detalles rojos de los cuadros lo hacían un lugar ajeno al resto de la clínica, como si allí solo entrara gente vigorosa y feliz. Lo único que le disgustaba era la presencia amenazadora de un espejo en la pared del fondo. Esa primera vez no tuvo tiempo de evitar su propia imagen —la piel cenicienta, los kilos de más, el cabello abundante y canoso, los ojos tan desteñidos como el resto del conjunto—, pero a partir de esa visita estuvo sobre aviso y, apenas entraba, apartaba la vista de esa pared.
En aquella primera ocasión, Tracia le desinfectó la herida, le cortó las uñas, quitó callos y asperezas, lo vendó de nuevo. Tenía las manos pequeñísimas pero fuertes, y no importaba qué hiciera, no le producía molestias. Enseguida comprendió que ni la fealdad de sus pies lo podía hacer sentir incómodo frente a ella. La miró trabajar con asombro y fascinación, y cuando ella le masajeó los pies con la crema que le recomendaba no pudo mantener los ojos abiertos.
—Se pone esta crema y duerme con medias de algodón, pero que le queden flojas. Va a ver que al día siguiente está más descansado y la piel no se le seca ni se le cuartean los talones.
Suspendido entre el placer y el alivio, Rojas cerró los ojos sin pudor y olvidó hasta la posición de su cuerpo.
—El doctor Ballesteros me pidió que lo atendiera como un favor personal. Se ve que le tiene estima —comentó ella mientras le ponía las medias, algo que ningún podólogo antes había hecho por él.
—Nos conocimos en circunstancias muy especiales, cuando murió su hermano.
—¿Eso fue hace mucho?
—En realidad, solo tres meses.
Ella lo miró con las cejas levantadas.
—En la clínica nunca se habló de la muerte de un hermano.
—Perdón, no tuve que haberlo mencionado. —A Rojas le subió un ardor a la cara y se le aceleró el corazón—. Olvidé que es una especie de secreto de familia. No vaya a decirle que le conté.
—No se preocupe. Soy la mejor guardando secretos y tengo todavía media hora libre.
Cada vez que recordaba esa primera visita, como hacía ahora que Tracia le extirpaba las uñas a dos meses del atentado, intentaba encontrar la causa de su indiscreción. Nunca pudo decidir si fue el cansancio por la tarea ingrata de trabajar en el Ministerio Público de la Acusación, el masaje con el que Tracia le distribuyó la crema antiséptica por los pies, la inminencia de la primavera o la paz que le transmitía la voz de la mujer; lo cierto era que le contó cómo conoció a los hermanos Ballesteros, al vivo y al muerto.
Llegó a la casa del muerto a eso de las nueve de la mañana, con un oficial joven y ansioso por entrar en acción. Era un chalet californiano en ochava, estropeado por décadas de falta de pintura, con dos pinos en el frente y, en vez de césped, piedritas blancas. José Luis Ballesteros abrió la puerta con gesto nervioso, se asomó y miró a los lados como si temiera que lo estuvieran vigilando, los invitó a pasar y los condujo a un sector de sillones bajos de líneas curvas. El lugar olía a humedad. Dijo lo que el fiscal ya sabía, que el juez ordenaría una autopsia. El oficial se dejó caer en uno de los sillones, que al contacto súbito con su cuerpo dejó escapar una considerable nube de polvo. Con una mirada rápida, Rojas le dio a Ballesteros un poco menos de sesenta años; con una observación detallada, algo más. Según su relato al 911, la noche anterior había encontrado a su hermano mayor en el primer piso, tendido en la cama, muerto.
—Antes de subir a ver el cuerpo, les tengo que pedir algo muy importante, que le pedí también al juez —dijo Ballesteros—. La muerte de Carlos debe permanecer en secreto por respeto al apellido.
De pie entre dos sillones, las manos en la espalda, Rojas pensó en lo anacrónico del pedido —los apellidos perdieron valor hace mucho— y le contestó que no podía prometerle nada. Su tarea como fiscal era investigar lo que se caratulaba en principio como muerte dudosa por no haber ocurrido en un efector de salud, y no veía por qué el apellido tenía que ocultarse si era probable que se tratara de muerte natural. No podía decirle que llegaba con la indicación precisa de desestimar el caso.
—No es que no quiera que se sepa que murió, doctor. Nadie tiene que saber que estaba vivo. A Carlos eso no le habría gustado. ¿No se quiere sentar, doctor? ¿Les traigo un café antes de subir a verlo?
Le quedaba mucho trabajo en la oficina y le dolían los pies. Los zapatos, que le parecieron cómodos al comprarlos, le resultaban tan estrechos que los dedos se le apilaban. Aún así, evitaba sentarse para no producir una sensación de familiaridad en el deudo. No confiaba en el café que ofrecían los parientes de los muertos dudosos, pero el oficial aceptó antes de que él pudiera rechazarlo. Ballesteros dejó la sala con paso rápido. Seguro que agradecía la oportunidad de postergar unos minutos la visita al primer piso. El oficial se acomodó en el sillón, miró alrededor con curiosidad, sacó de la campera una libreta y una birome y anotó algo. El pibe se creía detective. ¿Cuántos años tendría? ¿Veinticinco? Entre lo lúgubre de esa sala, el olor punzante de las paredes húmedas, la juventud del oficial y su dolor de pies, Rojas quería tramitar rápido el asunto y retomar el trabajo en la oficina, sentado y, en la medida que la discreción lo permitiera, descalzo. Soñaba con liberar los talones y apoyarlos en el borde del zapato para que los dedos tuvieran lugar para acomodarse.
Coincidía con Schillaci en que con la edad Rezek se había vuelto miedoso, pero parecía haber además algo personal, porque no era la primera vez que Squillaci le pedía que le siguiera los pasos al juez y solicitara el archivo de las causas cuando le pareciera conveniente. Lejos estaba de querer oponerse a su jefe, pero como se podía desatender un crimen si no se investigaba al menos un poco, antes de pasar a archivo se aseguraba de que estuviera todo en orden. Y aunque intentaba no contradecir a Schillaci, ese era un caso para estar atento: al muerto lo encontró quien parecía ser su único heredero.
José Luis Ballesteros apoyó en la mesita del centro una bandeja con tazas de café instantáneo y una azucarera de donde el oficial rascó algo de azúcar endurecida. Rojas esperaba que el médico les contara cómo y cuándo se enteró del fallecimiento de su hermano, pero Ballesteros se acomodó en el sofá y les narró, con palabras que de tan precisas parecían ensayadas, una historia que se remontaba a muchos años atrás.
Su hermano Carlos se encerró en esa casa el dos de marzo de mil novecientos setenta y nueve, cuando tenía treinta años, una semana antes de casarse con Mariana Agudo, su novia de la secundaria. Carlos había estudiado abogacía y ella, arquitectura. Carlos esperó a que Mariana terminara la carrera para proponerle matrimonio, algo que estaba deseoso de hacer después de doce años de noviazgo. Ella aceptó y se organizó la boda en pocos meses. Llamaron al mejor fotógrafo, contrataron el servicio de lunch —así se decía entonces, así lo dijo él—, distribuyeron las invitaciones. El mismo Carlos se encargó de enviarlas por correo con suficiente antelación. Hasta las certificadas tardaban en llegar en esa época.
Pero con el vestido listo y las flores encargadas, Mariana llamó a Carlos por teléfono y le dijo que no se casaba. Según él, no le dio razones. Carlos se encerró en su dormitorio en el primer piso y dio orden a sus padres y a José Luis de llamar a los invitados y decirles que la boda se cancelaba y que él viajaba a Río de Janeiro por un caso muy importante. José Luis debía averiguar qué versión daba ella de la ruptura, pero sin hacer demasiadas preguntas. Para Carlos la discreción era un mandato. “Que no se note, que nadie se de cuenta”, repetía.
—Al menos hasta donde nosotros sabíamos, no volvieron ni a hablarse —siguió José Luis—. Y yo no pude cumplir con su encargo, porque nadie me quiso decir qué razón le dio ella a su familia para cancelar el casamiento. Mariana ni siquiera se molestó en volver a hablar con mis padres, que nunca entendieron qué pasó, ni conmigo.
Ballesteros se ubicó junto a la ventana y les hizo un gesto con la mano para que se acercaran. Señaló una casa de dos plantas que se levantaba tras un tapial de ladrillo a la vista interrumpido sólo por una cochera. Por sobre los extremos del muro asomaban dos juveniles.
—Ahí vivió ella desde que nació y ahí siguió viviendo —continuó—. Los Ballesteros y los Agudo fueron amigos desde siempre y hasta ese momento.
—Qué raro que no se haya ido lejos, su hermano —murmuró el oficial.
Fue lo que le dijeron, según Ballesteros: que considerara todas las posibilidades que tenía de ahí en adelante, que podía viajar, cursar un posgrado en Estados Unidos, hacer la carrera judicial, instalarse definitivamente en Río. La madre lloraba a escondidas y el padre pasaba temporadas cada vez más largas en el campo. Al viejo Ballesteros lo enojaba verlo recluido, pero a la vez no quería que nadie se enterara de la dificultad que demostraba su hijo para superar el primer revés serio de su vida. “Lo tengo que haber criado muy mal”, recordaba Ballesteros que decía su padre, “muy mal”.
—¿Nunca más salió, quiere decir? —preguntó el oficial.
—Nunca más. Treinta y ocho años vivió sin ver a nadie fuera de la familia cercana. Solo nosotros tres sabíamos que él estaba arriba. Si necesitaba un médico lo atendía yo, pero en los últimos años dejó de consultarme por su salud. Hace poco me dijo que salió algunas veces, de noche, pero nunca le creí.
—¿Tenía vergüenza de que lo vieran sus conocidos o de que lo viera ella? —preguntó el oficial.
En una muerte ocurrida en domicilio todo era sospechoso, hasta que las paredes tuvieran salpicré. Algo le molestaba a Rojas de esa habitación aparte del olor, y todavía no podía saber qué. Estaba grande para hacerse el detective —para eso lo tenía al oficial—, pero no creía una palabra de lo que decía Ballesteros. El oficial hacía las preguntas correctas y anotaba todo lo que el hombre contestaba, así que no necesitaba quedarse a su lado, duplicando la escucha. Se preguntó si sería el primer caso de ese muchacho, cuyo nombre no recordaba en ese momento ni recordó al contarle la historia a Tracia. ¿Siempre sería así de emprendedor ese chico, hasta el final? Se dedicó a observar los detalles de la sala y la cocina. El muerto en el primer piso no tenía apuro.
No deseaba darle tantos detalles a Tracia —después de todo, recién la conocía, aunque todo en ella le inspirara confianza—, pero había escenas de aquel caso que lo visitaban por las noches. Tal vez compartirlas las ahuyentara para siempre, pero no se atrevía. Ella debió contestar el teléfono y le dio tiempo de recordar que, mientras el oficial conversaba con quien luego se convertiría en su nuevo endocrinólogo, él caminó despacio siguiendo las paredes de la sala, como si sólo quisiera estirar las piernas. Observó los estantes de madera oscura que cubrían la pared del comedor. No tenían una mota de polvo. Victoria Holt, Philippa Carr —¿sabrían en esa casa que Holt y Carr eran la misma autora?—, Agatha Christie, Guy des Cars, Graham Greene, Bioy sin Borges; figuritas de porcelana de moda antes de los sesenta; lámparas de pantallas cilíndricas demasiado grandes para el gusto actual, ajadas y remendadas con habilidad; relojes digitales sin pila, los cuadrantes grises, ciegos; sujetalibros y ceniceros de bronce lustrosos. Todos los libros y los objetos eran anteriores a los noventa. ¿Sería eso lo que le incomodaba? ¿Le molestaba que la casa permaneciera inmóvil en el tiempo, o que su vida se alejara sin remedio de la década atrapada en esas paredes?
—¿Podemos subir, doctor Ballesteros? —preguntó desde el pie de la escalera—. El forense debe estar por llegar.
No esperó respuesta y subió. Se encontró en un hall de distribución cuadrado con cuatro puertas, dos a la izquierda y dos a la derecha, todas entornadas. Buscó el interruptor y encendió la luz. Las paredes estaban forradas de madera oscura y la iluminación era tenebrosa de tan tenue. En la pared del fondo colgaba un espejo que intentó atraparlo, pero giró la cara a tiempo. Pensó un momento y empujó la puerta donde supuso que estaría el cuerpo.
Tracia había terminado de dar el turno que le pedían por teléfono y esperaba atenta en su banqueta que él retomara el relato. Rojas cerró la revista que simulaba leer. Le contó que Carlos Ballesteros parecía haber muerto tendido de espaldas sobre el cubrecamas, vestido como para salir, hasta con zapatos. No parecía ser su cuarto. Esa habitación había caducado cuarenta años atrás. El piso de madera brilloso de cera, las paredes pintadas de blanco, óleos con marcos de madera tallada, cortinas de tul, parecía el dormitorio de mis padres, le dijo.
No le contó a Tracia lo que pensó en ese momento; se le ocurrió que debería retomar contacto con una mujer con la que había salido alguna vez, una decoradora de interiores que era capaz de describir a las personas por sus casas. Nunca logró que le dijera qué veía en él a partir del análisis de su dormitorio, pero ella lo dejó a las pocas semanas de todas formas, así que no pensaría nada bueno. Mirando ese cuarto, ella podría haber hecho un perfil de los padres de los Ballesteros. ¿Por qué pensó en los padres y no en el muerto? Abrió un placard y vio una colección de abrigos pasados de moda que no parecían haberse repuesto de un bombardeo de naftalina y humedad.
—Ya me había olvidado de la cara de mi hermano así, tranquilo —dijo Ballesteros, de pie junto a la cabecera—. En los últimos meses lo veía poco, y encima, estaba siempre de mal humor.
— Este no es su cuarto, ¿no? —preguntó Rojas.
— No, él dormía al lado. ¿Cómo se dio cuenta?
Tampoco le contó a Tracia que el tono de admiración de Ballesteros le devolvió el buen ánimo que el fervor del oficial y el recuerdo de aquella novia habían disuelto.
—Entré en esta habitación porque es la primera que mira a la calle lateral. Me equivoqué, porque la de él es la segunda puerta, dice usted. Los dos cuartos dan a la casa de los Agudo, así que si no estaba en el primero, estaría en el siguiente.
En el segundo dormitorio, Rojas encontró los objetos que hablaban de Carlos, el resto de sus restos. No le pareció necesario contarle a Tracia que en ese momento identificó otra cosa que lo incomodaba de ese lugar: los ruidos allí eran diferentes a los que acostumbraba a escuchar en su casa, tal vez porque los materiales eran de otra época. Había telas espesas, alfombras, almohadones bordados. Sin duda, un caso para su decoradora.
Carlos había puesto la cama junto a la ventana de modo que quien se acostara podía mirar por debajo de la persiana. Desde la casa de los Agudo, la persiana, descascarada y polvorienta, parecería del todo baja, pero en realidad quedaba suficiente espacio para observar sin ser visto. Rojas se acostó para comprobar su hipótesis, pero se incorporó con una disculpa cuando vio que José Luis Ballesteros lo miraba con reprobación. En el placard encontraron ropa deportiva de talla demasiado grande para Carlos.
—Llegó a usar XXL porque se hizo muy sedentario y se entretenía comiendo —relató su hermano—. Empezó a adelgazar por la enfermedad y me encargó ropa nueva. No me dijo qué le pasaba. Y si yo insistía, peor era, más se retraía. Sólo conseguí que dijera que le quedaba suficiente tiempo, pero nunca entendí bien para qué. Le juro que hice todo lo posible para que consultara a otro médico, viendo que en mí no confiaba, pero nunca me hizo caso.
José Luis siguió hablando sobre el límite de sus responsabilidades ante un adulto en pleno uso de sus facultades que rehusaba tratamiento, pero Rojas ya no lo escuchaba. No iba a acusarlo de abandono de persona. Se detuvo frente a un mueble de estantes amplios donde se alineaban las computadoras que Carlos usó durante sus años de reclusión, y calculó que ese era el único que se había incorporado a la casa en cuarenta años. Su hijo Ariel se habría sentido feliz con esa colección: ante las miradas de asombro del oficial y de José Luis, identificó todos los modelos en voz alta, empezando por las de arriba, una Apple II y una Texas Instruments. Esperaba encontrar una Commodore, pero no había ninguna. De la TI Carlos había saltado a una IBM y luego a una Macintosh. No era fiel a una marca. El segundo estante exhibía una Compaq Desktop, una Macintosh portable, una IBM ThinkPad, una iMac. En el centro del estante más bajo y ancho, que hacía las veces de escritorio y donde Carlos en apariencia trabajaba, había una MacBook Air y un iPad. Imaginó que el muerto, después de lustrar los ceniceritos de bronce de planta baja y de cumplir con otras tareas de mantenimiento, se instalaría por largo rato frente a esa computadora. Tal vez al iPad lo usaba para leer en la cama, como le habían contado que se hacía ahora.
—Tengo un hijo programador —les explicó al oficial y a José Luis Ballesteros—. Mis amigos hablan de fútbol con sus hijos para ver si la conversación lleva a un tema trascendente, pero yo tuve que aprender sobre esto. De programación nunca entendí nada, pero aprendí los modelos y qué avance trajo cada uno.
—Carlos sabía mucho de computación. Cuando se encerró dejó la abogacía y se dedicó a leer y a aprender sobre eso.
—¿Y sus libros?
—Acá enfrente, donde dormía yo de soltero.
El tercer dormitorio conservaba lo que Carlos había leído todos esos años. Ballesteros le comentó al oficial que pensaba donar todo a una biblioteca, porque en su familia a nadie le gustaba leer. Frente a los libros se alineaban, además, algunos recuerdos: una Polaroid, un walkman Sony, una caja transparente con cassettes, un yo-yo de Coca-Cola, un cubo Rubik en su caja, dos cronómetros. Una capa de polvo delgada y uniforme, como si quien limpiaba cada rincón una vez por semana hiciera ya dos que no pasaba por ahí, enmascaraba las superficies.
—¿Y qué otras cosas hacía, aparte de leer y aprender computación? —preguntó el oficial.
—Miraba televisión. Ya no quedan televisores en la casa porque me los hizo regalar. Dijo que a alguien le podían servir. Miraba sólo por la computadora, que yo sepa.
Rojas pensó que la película favorita de Carlos estaba en la ventana, no en la pantalla de la Mac Air. Le extrañó tanto orden. Los hikikomori suelen acumular objetos y vivir en la suciedad, pero no era ese el caso. Tal vez Carlos se había deshecho de papeles y fotos cuando se dio cuenta de que llegaba el final, se había ido desprendiendo de las cosas de a poco, o bien podía ser que su heredero hubiera limpiado antes de llamar a la policía.
Tracia lo interrumpió para preguntarle qué era un hikikomori.
—Personas que hacen como él, se aíslan del mundo y se comunican a través de la computadora, o ni eso. Suelen ser acumuladores compulsivos. Cada vez aparecen más, sobre todo en Japón. Se salen del sistema y siguen a cargo de los padres aún siendo adultos, hasta que se quedan sin familiares y se los descubre cuando salen a pedir atención médica o recursos para comer.
Volvieron al hall de distribución y se quedaron conversando allí. Los paneles de madera y las luces difusas lo hacían el mejor lugar para hablar del muerto. No le contó a Tracia que se ubicó de espaldas al espejo por precaución. Sonó el timbre y el oficial les hizo señas de que bajaba a abrir.
—Usted dijo que él vivía solo —le dijo a José Luis Ballesteros—. ¿Quién limpiaba la casa? Veo que está todo impecable. No hay ni un papel fuera de lugar, ni una mancha en la pared.
Rojas se preguntaba de dónde saldría ese olor a humedad, si todo parecía estar seco y recién pintado.
—Mientras vivía mamá, ella se encargaba de que Carlos tuviera todo lo necesario, aunque había días que él no le hablaba, y otros que ni siquiera la dejaba entrar a su cuarto. Papá murió hace mucho y ella hace ya siete, no, ocho años. Entonces me empecé a encargar yo. Le hacía una compra quincenal y se la acomodaba en la alacena y en la heladera. Si estaba de buen humor, bajaba él a saludarme, pero las más de las veces, subía yo y le hablaba desde la escalera, para no invadirlo. Al principio le manejaba la cuenta del banco, pagaba su tarjeta de crédito. Después empezó a hacerlo él por banca electrónica, pero yo seguí a cargo de las compras. Le descontaba el monto de su asignación mensual. Me encargaba de administrar el campo y le depositaba un tercio de las ganancias. Me quedaba con dos tercios porque, al fin y al cabo, yo hacía todo el trabajo y él se había quedado con esta casa. Él estuvo de acuerdo con ese arreglo. Cuando mamá murió, empezó a limpiar y a mantener todo en buen estado, por lo menos la parte de adentro de la casa. Era muy habilidoso. Lo único que no cuidaba era el jardín, así que hice cubrir el pasto con piedra y cada tanto mi jardinero se da una vuelta, arranca los yuyos y limpia el frente con una escalera que le dejo preparada.
—¿Qué más hacía usted por él?
La pregunta era torpe, pero de tan inverosímil que le sonaba la historia, a Rojas le costaba interrogar a ese hombre, autor de una narrativa imposible y a la vez capaz de contestar sus preguntas con tono franco y gesto de preocupación.
—Recibía en mi casa las cosas que él compraba por Internet y se las traía. Carlos nunca se asomaba a la puerta y mantenía las persianas bajas. Yo ingresaba el auto a la cochera, descargaba la provista o sus compras de libros o ropa, y me llevaba la basura en el baúl del auto. Me decía que teníamos que simular que yo venía a constatar cómo estaba la casa, no que visitaba a mi hermano.
—Es muy raro esto que me cuenta —murmuró Tracia. Parecía afectada por el relato.
Rojas le confesó que en ese momento no creyó la historia de Ballesteros y que todavía no la creía en su totalidad, a pesar de su aprecio por el médico. Siguió contándole que la maquinaria que había puesto en funcionamiento el juez Rezek se movía rápido: el forense subió la escalera, lo saludó con un gesto y entró al dormitorio donde esperaba el cuerpo.
—¿Cómo supo que había muerto? —le preguntó Rojas a José Luis—. Por lo que me cuenta, pudieron haber pasado días sin que usted se enterara.
—Intercambiábamos mensajes. Todas las noches yo le preguntaba cómo estaba y él me enviaba un ok —José Luis sacó su celular del bolsillo del pantalón, abrió los mensajes y le mostró el intercambio.
—Voy a precisar el celular de su hermano.
Rojas se preguntaba por qué Carlos habría elegido la habitación de sus padres para morir. El juego de dormitorio era Luis XV, con cubiertas de mármol y tallas intrincadas. ¿Habría sido la solemnidad del mobiliario lo que lo decidió por ese lugar? Levantó la persiana para ver mejor la casa de enfrente. El sol la iluminaba a pleno. Por sobre el tapial pudo ver que el césped estaba crecido y que había telas de araña con tierra en ventanas y cornisas. Faltaban un par de tejas y una de las persianas estaba torcida.
—Ella murió hace un mes. La casa debe estar por salir a la venta —dijo Ballesteros a su lado.
Comparó el contenido de las aplicaciones de mensajería de los celulares de los dos hermanos y comprobó que los intercambios coincidían, aunque el hermano sobreviviente, con acceso a los dos dispositivos, bien podía haber eliminado mensajes en ambos. Aprovechó a mirar la galería de fotos del celular del muerto. Estaba vacía. No notó que había más gente en el cuarto hasta que levantó la vista de los teléfonos y vio que acomodaban el cuerpo de Carlos en la camilla para trasladarlo a la morgue judicial. La voz de Ballesteros lo trajo de vuelta a la conversación:
—¿Empieza a creer lo que le cuento, doctor?
Le dijo que le creía, aunque no era así. Esta vez no temió desobedecer a Schillaci y apoyó al juez en su pedido de autopsia. El forense dictaminó muerte natural. El hombre había estado enfermo por años y tenía que haber sufrido dolores tremendos. Unos días después de que se enterró a Carlos con la discreción que había pedido su hermano, recibió en la fiscalía una caja chata y liviana. Era la Mac Air con una nota de José Luis. Le agradecía que hubiera mantenido el nombre de la familia fuera de los medios y le decía que la computadora tenía contraseña y que de todas formas no la quería, que se la regalaba a su hijo, que seguro podría abrir los archivos usando la libreta que también le mandaba. En la caja encontró un cuadernito con anotaciones que sólo Ariel sería capaz de entender. Rojas le confió a Tracia que no sabía si podía aceptar algo tan costoso pero, después de todo, el regalo no estaba dirigido a él y no había cuentas pendientes con Ballesteros, así que llevó la computadora a su casa.
Un par de golpes discretos en la puerta indicaron la llegada del próximo paciente.
—Y después de eso averigüé dónde atendía José Luis y cambié de endocrinólogo —resumió Rojas mientras caminaba hacia la puerta—. Aunque no le creí todo lo que me contó, si hemos de depender de alguien es mejor que esa persona nos deba un favor, ¿no le parece?
—Es muy buen médico —dijo ella al despedirlo.
Lo era. Ballesteros le explicó por qué era tan difícil para él contener su diabetes: su cuerpo reaccionaba al sufrimiento con desequilibrios mínimos pero trascendentes para su estado general, lo debilitaba al negarse a producir los jugos que construían un cuerpo sano. Le confirmó que no había cura para él y que su bienestar dependía de controlar sus niveles de glucosa y de reducir riesgos a los vasos sanguíneos. Debía dejar de fumar, algo que hizo de inmediato, y de beber alcohol, tema sobre el que seguía trabajando. Le dijo que corría el riesgo de un ataque al corazón, de quedar ciego, de que algunos órganos se resintieran con el paso del tiempo. Debía temer a las infecciones, llevar una vida equilibrada, evitar los disgustos. Ballesteros le redujo algunas cosas a números simples. Le dijo, por ejemplo, que tenía el doble de chances de morir que una persona sin la enfermedad. El gusto de Ballesteros por las explicaciones directas hizo que, una vez cerrado el caso de la muerte de Carlos, Rojas se sintiera a gusto en la conversación que iniciaron.
De regreso a casa después de aquella primera visita a Tracia, sintió los pies nuevos, jóvenes. Aunque a su criterio siempre serían despreciables, ahora no se veían tan maltrechos. En la plaza, los jóvenes celebraban la primavera en lo que más parecía una tarde de invierno. Él apretaba en el bolsillo del saco el rectangulito de papel con la promesa de un segundo encuentro con ella. Esa noche, antes de apagar la luz, en la libreta azul que tenía junto al despertador —no se acostumbraba al reloj del celular— escribió dos líneas: una serie de números —la fecha, la temperatura máxima del día y su nivel de glucemia, que se tomaba con un pinchazo en el dedo— y un sucinto comentario laudatorio sobre su nueva podóloga.