Читать книгу Mientras vence afuera la sombra - Susana Ibáñez - Страница 8
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Rojas se permitió llorar sin ruido y sin mirarse los pies mientras Tracia le desprendía las uñas levantadas. No hablaban, él para no hacer audible el sollozo y ella, imaginaba él, para dejarlo lagrimear tranquilo. Lo invadía una sensación de agobio: hartazgo del caso Mounier, uno de los más complejos de los últimos años y, se pensaba, la razón del atentado, cansancio por las consecuencias de la operación y por la manera poco razonable en que había procedido Rafael Schillaci, el jefe de la fiscalía, en la investigación del ataque. Como bien había dicho Tracia, debía sentir gratitud por estar vivo, pero hoy no sabía si valía la pena transitar una vida también habitada por personas como las que debía cruzarse a diario. Entre esas personas se encontraba Schillaci.
Fue Schillaci quien les comunicó a los medios locales que la agresión que le rompió el fémur a Rojas había sido una represalia por el caso Mounier. En realidad debió haberse llamado caso Lorefice —el muerto era Lorefice—, pero en vez de tomar el nombre de la víctima, tomó el del principal sospechoso, que se había convertido en un personaje fascinante para el público: el acusado sostenía que lo contrató el mismísimo gobernador Higgins para cuidar a su hija Valeria, juraba que no mató a Lorefice y aseguraba que nunca pensó siquiera en acosar a la hija de Higgins y menos aún en abusar de ella, algo de lo que no se lo acusó pero que muchos sospechaban que había estado en sus planes.
Nada concreto ligaba el ataque con ese caso, pero era fácil interpretar las palabras que oyeron los testigos y que todavía se repetían en su memoria como una explicación del ataque y una amenaza. “La piba” con la que Rojas no debía meterse podía ser la hija de Higgins, y ante un gobernador no había que “retobarse”. Ya al frente de la investigación del atentado, Schillaci obtuvo apoyo político, visibilidad, tiempo de aire, pero no hallaba, todavía, a los responsables. ¿Para qué vivir, pensaba, cruzando el insomnio de la clínica durante su internación, si no podía hacerlo en plenitud, si debía compartir esa sobrevida con tipos como Schillaci, que se beneficiaba de desgracias ajenas?
En esa cuarta visita a Tracia, Rojas trataba de sentir gratitud. Por fortuna, ya no veía esa clínica como su última parada antes de la muerte, como la imaginaba durante su convalecencia, sino como un sitio que visitaba para apurar su recuperación. En un intento de escapar de la visión de sus pies amoratados y de los movimientos cautelosos de Tracia, y ante la imposibilidad de evadirse a tierras extrañas —a veces las tierras de Tracia estaban más lejos aún que su imaginación—, para olvidar el ataque repasó los detalles de una historia que Tracia, la Tracia concreta, diminuta y perfumada que se dedicaba a prolongar su posibilidad de caminar, le contó en su segunda visita.
Recordaba esa ocasión en detalle porque la ciudad estaba ese día bajo el asedio de una tormenta oscura y grave, de esas que se mueven despacio sobre la ciudad, empujadas por un aire caliente que parece haber sobrado de malos veranos. La gente caminaba rápido bajo los aleros y miraba al cielo con tristeza e intranquilidad. Tormentas como esa solían despertar el recuerdo monstruoso de las inundaciones que habían ido hundiendo a la ciudad en un desasosiego persistente. Entendía ahora que su amistad con Tracia se fundó en un intercambio inicial de historias extraordinarias. Otras relaciones se construían con el fluir de los años, capeando juntos adversidades y celebrando logros, pero la de ellos se parecía a un pacto, un contrato tácito de discreta e inusual reciprocidad discursiva.
En la fiscalía estaban al tanto de que él hacía una salida mensual de la oficina por motivos personales, para ver al endocrinólogo y a la podóloga. En esa segunda visita tenía turno con Ballesteros a las diez y con ella a las once de la mañana, horario que conservó desde entonces y que le permitió quedarse unos minutos más de la hora prevista para cada paciente. De doce a dos ella almorzaba y atendía solo emergencias, uno de los pedidos de la clínica al alquilarle el consultorio. Si no la reclamaba nadie, Rojas prolongaba la conversación.
Ese día llegó tarde a su cita con Ballesteros. El tránsito enloquecía por lo inminente de la tormenta, que se anunciaba con ráfagas cargadas de tierra. Era el fin de la sequía. El viento arrancaba de los intersticios de la ciudad granos de arena y piedras mínimas que se estrellaban contra la piel y los vidrios. La gente caminaba con las manos frente a los ojos para protegerse de la metralla de polvo. En las esquinas se arremolinaban papeles desprendidos vaya uno a saber de qué bolsillos. Un rato después, apenas entró al consultorio de Tracia, se largó a llover con estruendo. La encontró inquieta por la tormenta: se movía por el consultorio como un animal perseguido por la tala, ocupada en tareas que parecía dejar siempre inconclusas, daba respingos y se estremecía con cada trueno. Después de unos minutos de preparativos, se sentó en el banco y se tomó un momento antes iniciar el trabajo.
—Aborrezco las tormentas. Mire cómo me tiemblan las manos. —Le mostró los dedos inquietos, suspendidos en el aire—. En un rato se me pasa. ¿Se acuerda de lo que me contó la última vez que vino, doctor?
Rojas asintió, avergonzado por lo indiscreto que había sido al confiarle cómo conoció a Ballesteros.
—¿Sabe que me hizo recordar algo que pasó en mi familia cuando yo era chica?
—¿Qué cosa?
—Una mujer se suicidó en casa de mis abuelos, en las sierras. Una amiga de mi madre. Anoche hablé con mis hermanas y les pregunté si se acordaban. No había pensado en eso en años. La mujer pasó con nosotros una cena de Año Nuevo. No la invitaron, apareció de sorpresa. Nunca supe cómo se llamaba.
Tracia empezó a cubrir la piel reseca de sus pies con algodones húmedos. Había algo raro en esa mujer, le dijo. A los diez años no se comprende por qué una cara se ve así, pero ahora Tracia sabía que si los ojos parecen de vidrio y se desdibujan es porque el sufrimiento ha sido largo. Aquella noche, mientras la familia celebraba en el patio trasero la última noche del año (¿1989? ¿1990?), ella se dedicó a observarla. La mujer no comía. Fumaba en la mesa, algo que en su familia estaba prohibido, pero como el abuelo no le dijo nada, ella la admiró por el cigarrillo transgresor. Era diferente a su madre: no tenía la cintura cuadrada ni pechos grandes, ni usaba delantal; delgada, de dedos largos y uñas cuidadas y sin pintar, llevaba el pelo suelto y, como única joya, aros que parecían aspirinas; estaba bronceada y se había puesto mucho perfume. Tracia no se cansaba de mirarla fumar. Con la mano derecha sostenía el cigarrillo vertical —hizo el gesto poniéndose el alicate entre los dedos— y con la izquierda se llevaba, cada tanto, la copa de vino a los labios. Dijo que la hipnotizaban esas manos, tan bronceadas como los hombros pero con parte de los dedos blanca, como si se hubiera quitado muchos anillos.
Mientras esperaban las doce, la mujer se puso a buscar canciones alegres en la radio. Asomadas a la puerta, las tres hermanas la miraban bailar sola en el comedor. A las doce, los hombres pusieron en marcha el espectáculo que solían montar en el fondo, más allá de la huerta. Se turnaban con los fuegos artificiales mientras el resto de la familia intercambiaba deseos de un buen año. La mujer se acercó a las tres hermanas, se inclinó y las besó con la cara fría. Por muchos años Tracia no pudo olvidar su perfume. Las miró a los ojos a las tres y les dijo, tocándoles las caras con la mano helada: “Les deseo mucha suerte en la vida”. Sonaba solemne, triste. “Suerte en la vida”, repetía. Tracia sintió miedo en ese momento, no sabía si de la vida, de no tener suerte, o de nunca llegar a ser como esa mujer. Lo último que recordaba de esa noche era que la mujer y su madre se fueron por la galería hacia la huerta en sombras, abrazadas por la cintura, con las cabezas juntas.
Tracia se quedó callada un rato. El viento abrió la ventana de un golpe. Cuando se levantó a cerrarla, se cortó la electricidad. Del otro lado de la puerta se oyeron exclamaciones de contrariedad. Ella levantó la persiana para que entrara la luz grisácea del mediodía y encendió un par de velas. El consultorio se llenó primero de olor a fósforo quemado y después de perfume a vainilla.
—No puedo trabajar con tan poca luz —dijo, como para sí. Se quedó frente a la ventana, con la mirada en la calle y en la lluvia, que caía en diagonal. Él tuvo ganas de acompañarla, pero no podía levantarse del sillón con un pie lleno de algodones—. Si encima está sin paraguas, tiene para rato acá. No hay taxis a la vista. Le convido un café.
Salió, dejó la puerta entornada y regresó al rato con una bandeja con dos tazas que apoyó en el banco donde trabajaba; cerró la puerta, le alcanzó el café y le ofreció stevia. Ignoraba si era por la enfermedad, pero a veces, cuando estaba en ese consultorio, Rojas tenía la impresión de disolverse en el aire, tan poco sentía la densidad de su cuerpo. En esos momentos, la temperatura de una taza, la suavidad de la loza y la curva por la que deslizaba el índice para llevarse el café a los labios le devolvían la certeza de seguir envuelto en materia viva. En ocasiones deseaba que esos minutos de insensibilidad se hicieran cada vez más frecuentes, hasta dejar de sentir del todo.
Mientras tomaban café, Tracia continuó con su historia. Al levantarse, casi al mediodía, las hermanas vieron que la habitación de la amiga de la madre seguía cerrada. En la familia nadie cerraba las puertas durante el día, pero como la mujer era tan sofisticada —bailaba sola, fumaba frente al abuelo— no les extrañó. Les dieron algo de comer en la galería e insistieron en que jugaran afuera. A la hora de la merienda el abuelo las llevó a andar en sulky. Cuando se alejaban de la casa, Tracia llegó a ver que una camioneta de la policía entraba a la propiedad envuelta en una polvareda. No recordaba si le preguntó algo al abuelo ni si él les explicó qué pasaba. Regresaron con la caída del sol.
—Mamá lloraba. Papá nos dijo que era porque le dolía la cabeza, que teníamos que dejarla tranquila. Nos dieron leche y pan dulce y nos mandaron a dormir. A la mañana siguiente todo había vuelto a la normalidad.
—Pobre mujer.
—Sí, pobre mujer. Lo que me contó el otro día acerca del hermano del doctor Ballesteros se parece a esto. La de él fue otra forma de suicidio.
Se quedaron un rato en silencio. Cada vez entraba menos luz por la ventana y las velas, que habían endulzado el aire, no parecían tener poder sobre esas tinieblas. Para iluminar mejor el consultorio, Tracia abrió la puerta que daba al pasillo, donde los generadores de la clínica mantenían encendidas un par de lámparas. La luz retomó una batalla que Rojas intuía perdida —si la oscuridad era el mal o el miedo, o un monstruo que esperaba el mejor momento para tragarnos, a la larga iba a triunfar sobre la luz— pero en el gradual agrisamiento del espacio compartido con Tracia aprendió que el silencio y la penumbra podían unir a las personas. Se quedaron inmóviles, habitantes de un momento que nunca figuraría en los libros de historia pero que, pensaba, seguro no se repetiría con frecuencia en los anales de la podología.
Tres renglones le alcanzaban para resumir todo un día. Esa noche anotó en la libreta su nivel de glucemia, los milímetros de lluvia caídos, la velocidad del viento y que Tracia le habló de su infancia. Hasta que el sueño le permitió olvidar, pesó las muertes que habían invadido el consultorio esa tarde: la del hermano del doctor Ballesteros tenía la contundencia de un cuerpo ahuecando una cama de otro siglo, mientras que la de la mujer que deseaba suerte en la vida poseía la fragilidad indirecta del recuerdo ajeno, palabra que señalaba la destrucción de otro, en casa de otro, en la vida de otro, ingrávido cuerpo no visto y vuelto historia contada por la boca del otro.
Para Rojas el de Carlos Ballesteros tenía más importancia que otros decesos en domicilio, y no solo por su insólita reclusión, sino porque lo asociaba, primero, con su relación con José Luis, que se iba convirtiendo de a poco en su amigo, y segundo, porque a los pocos días de darle acceso a la computadora del muerto, Ariel se fue a probar suerte a España. Se había independizado tan de a poco que Rojas, ocupado con la fiscalía y con el deterioro que producía en él la diabetes, no llegó a notarlo: apenas obtuvo su título, comenzó a trabajar en software para empresas desde la casa paterna; con sus primeros ingresos alquiló un monoambiente, pero siguió compartiendo casi todas las cenas con su padre; las comidas se espaciaron con la aparición de una novia que luego lo dejó. Para cuando retomaron las cenas, Ariel se había vuelto pesimista.
—En este país no pasa nada —decía—. Acá no se puede crecer, con esta gente de mierda.
En una de esas cenas le dijo que había enviado currículums a empresas de Europa. A los pocos meses, justo después de que Carlos Ballesteros se acomodó en la cama de sus padres para morir prolijo, lo llamaron de España para trabajar a prueba. Ariel usó parte de los ahorros de Rojas para el pasaje, para alquilarse algo y vivir allá unos meses.
—Si veo que no pasa nada, me vuelvo.
A Ariel le gustaba decir no pasa nada y se predisponía a que nada pase, pero le fue bastante bien y ahora apenas llamaba. Rojas suponía que las distancias repentinas, la geográfica y la del silencio elegido, se justificaban por la novedad de los paisajes y las personas. Al principio pensó que con los días la comunicación volvería a la normalidad, pero en esos meses hablaron, a los sumo, a razón de una vez por semana. Durante los días que siguieron al atentado se comunicaron con frecuencia, pero cuando dejó la clínica retomaron el ritmo anterior. Rojas solía enviar un mensaje y a partir de eso a veces se concertaba una llamada en la que intercambiaban información de salud y del clima. No les quedaba mucho más que decirse. Evitaba darle detalles de su recuperación y tampoco le contaba sobre sus problemas en el trabajo. Ahora que se daba cuenta de que Ariel tampoco le hablaba del suyo, pensaba que tal vez el jefe de su hijo en España fuera tan detestable como Rafael Squillaci.
El atentado tomó a la fiscalía por sorpresa. Rojas no había recibido amenazas ni parecía, en ese momento al menos, que el caso Mounier fuera a irritar a gente peligrosa. Lo que lo aturdía durante su temprana convalecencia no era tanto el efecto de los calmantes ni el rebote de la agresión en los medios, sino las palabras que llegó a oír por sobre el estruendo de los motores mientras lo amasijaban a palazos en la calle: “Esto es por la piba. No te vuelvas a retobar, Rojas.”
Quedó sobre el asfalto hirviente, con los brazos sobre la cabeza y las piernas en dos gritos. “Saben”, pensó en esos minutos, “saben de la diabetes.” No habían querido matarlo, solo darle un castigo que le arruinara la vida, una convalecencia larga, acaso hacerle perder una pierna, o la fe. Con el brazo sobre la cara, trataba de no mirar alrededor, en parte porque le parecía importante en ese momento ocultar su identidad y también por sentirse avergonzado de la debilidad súbita, de necesitar a extraños que hablaban de él con curiosidad y alarma. Oyó a alguien decir que policía y ambulancia estaban en camino. Con la vista a ras de suelo, observaba las zapatillas y las sandalias de la gente que lo asistía; vio una rodilla de jean hincada junto a su oreja; sintió una mano en el hombro, sobre la camisa pegoteada por el sudor; le aconsejaban no moverse. El sol del mediodía le ardía en los antebrazos, que no quitó de la cara ni cuando lo acomodaron en la camilla. Al primer policía que se le acercó le dijo quién era y le pidió que comunicara el ataque a la Procuración y mantuviera su identidad en reserva ante los medios.
Habría querido no ser noticia, pero durante los dos meses de internación, Schillaci dio una entrevista diaria sobre su evolución. El mismo hombre que le había pedido que no nombrara a la hija del gobernador al elevar la acusación contra Mounier por el asesinato de Lorefice ahora decía en televisión que el ataque contra el fiscal se relacionaba con ella. Mirando el noticiero en el sanatorio, con los pies elevados por la inflamación y con custodia en la puerta, Rojas no llegaba a entender a qué jugaba ahora su jefe.
Durante las semanas que estuvo en la clínica, sus compañeros de la fiscalía y Delia, que limpiaba su casa semana por medio, se turnaban para visitarlo y compensar por la lejanía de Ariel; se organizaron para llevarle lo necesario y para actuar como filtro con los medios. Él sabía que lo que les dijera a sus colegas llegaría a oídos de Schillaci, así que cuidaba sus palabras con todos ellos. Solo confiaba en Felipe Ascasubi, un chico nuevo que siempre se ubicó cerca de él. Bajito y escuálido, de barba corta y desprolija y una voz muy grave que contrastaba con su altura, salvo Rojas nadie lo tomaba en serio, pero era leal, estudioso y trabajador.
Se perdió el casamiento de Felipe por el ataque. Felipe lo visitó unos días antes de la boda, apenas lo internaron, y por segunda vez de regreso de su viaje, cuando estaban por darle el alta. Los demás compañeros trataban de hablar de frivolidades para distraerlo; si tocaban el tema del atentado, era para asegurarle que Schillaci estaba haciendo lo imposible por dar con los responsables —él no les creía—, pero por suerte Felipe, siempre franco, tenía otra política de visita de enfermos: antes de contarle sobre el viaje y su nueva vida, le dijo lo que pensaba.
—Lo primero que se me ocurrió es que solo dos personas podían querer hacerte boleta, el viejo Higgins y Mounier, pero después me di cuenta de que no tendría sentido. El gobernador puede ser muchas cosas, pero es demasiado inteligente para mandar matones a atacarte. Y Mounier es un pobre tipo, no tiene recursos para contratar a gente que tenga esas motos ni ese auto.
—Paso horas pensando en eso, horas. Y encima, contra todos los pronósticos —agregó Rojas—, el Rafa Schillaci, que te acordás que me pidió no mencionar a Higgins en el caso y acusar solo a Mounier por el asesinato, ahora nombra al gobernador cada dos palabras.
—Bueno, viste que Schillaci tiene agenda propia. Nadie entiende quién está detrás de esto, y muy sotto voce la gente admite que tampoco pueden explicar su actitud. Y eso que dice, que está haciendo avances en la investigación, nada que ver.
Aunque apreciaba a Felipe, el atentado lo hacía desconfiar. No sabía con quién podía hablar y con quién era mejor hacerse el tonto. El chico tenía un nuevo corte de pelo y le habían modernizado la barba.
—¡Ya estás listo para el casorio! Bueno, lo mejor para vos y para Yazmina. Cuando vuelvas hacemos un picadito. Te debo el regalo, pibe.
Para quedarse solo, le dijo que quería dormir. Se había propuesto no exponer sus opiniones hasta tener una estrategia armada. Le molestaba que Schillaci obtuviera rédito de su desgracia, pero peor aún era que para hacerlo cambiara los hechos, que su historia transmutara el dolor de sus piernas en otros sufrimientos. La explicación que Schillaci daba del ataque, por ejemplo, podía condenar a Mounier en los medios aun sin prueba suficiente para procesarlo, ponerlo en peligro en la cárcel o provocar el fin de la carrera política de Higgins, que por más cuestionado que estuviera por nombramientos y licitaciones a la medida de los amigos, tal vez ni recordaba a Mounier, a quien había conocido cuando todavía trabajaban en la universidad.
Se tomó unos días antes de volver a hablar del ataque con sus compañeros de la fiscalía. Lo miró desde todos los ángulos de los que fue capaz, aún consciente de que algunos quedaban a oscuras. Analizó el episodio de las motos con desapasionamiento. “No te vuelvas a retobar.” ¿Qué orden había desobedecido? Y también: ¿cuánto hacía que no oía esa expresión? ¿Se usaba todavía? Cada vez le costaba más enlazar ese ataque con el caso, tanto que cuando lo visitó uno de los compañeros que seguían a Schillaci, le agradeció las cosas que le llevó —espuma de afeitar, la crema de los pies, un libro sobre las guerras médicas— y le dijo:
—No creo que el ataque se relacione con Mounier. Para mí que se equivocaron de persona.
—Pero según Rafa —los que todavía lo respetaban le decían así, y luego de un tiempo de conocerlo lo llamaban Schillaci a secas—, por lo que te dijeron mientras te atacaban, la orden tiene que haber venido del gobernador…
—¡Justo por eso! Nunca me metí con la hija en el caso, al contrario. Higgins no tenía nada que recriminarme. Se equivocaron de tipo, te digo.
No bien se fue su compañero, Rojas sintió algo de alivio en medio del dolor que le hostigaba el cuerpo, feliz de poder tirar del hilo y desarmar, aunque le llevara semanas, la operación de Squillaci, cualquiera fuera. Eso les diría a los medios cuando lo entrevistaran: que fue un error, que los fiscales no eran blanco de matones, que todo estaba en orden y que pensaba trabajar igual que hasta ese momento, sin presiones. Squillaci tendría que sacarse la capa de héroe y explicar por qué implicaba al gobernador en el caso Mounier y por qué creía que el atentado era una represalia por ese caso en particular. No le importaba si por afirmar esto nunca llegaba a saberse quién lo había atacado. En ese momento solo quería tener razón, o mejor aún, que se sospechara que Schillaci no la tenía.
Tracia terminó de retirar la última uña levantada y le untó los pies con un gel frío que lo trajo de vuelta al presente. En el recuerdo quedaron la reclusión de Carlos Ballesteros, la tormenta de la segunda visita y la marca del suicidio en la infancia de Tracia.
—Esto lo va a refrescar. Hace un calor insoportable afuera.
Estaban en pleno enero, pero el aire acondicionado se retaceaba. El directorio de la clínica parecía investigar el punto exacto de calor en el que los pacientes empezaban a quejarse. Tracia buscó las muletas que había puesto fuera del paso y se las alcanzó. Él se movió con fingida solvencia. Lo avergonzaba la renguera que no lograba eliminar todavía. Mientras se acomodaba las muletas bajo los brazos, notó que Tracia evitaba mirarlo, como dándole privacidad.
—Doctor, si necesita algo, me llama y lo atiendo en su casa.
—Me obligan a salir de casa a diario, Tracia. Es parte del tratamiento, me dicen. Gracias, igual.
—¿Lo vienen a buscar?
—Sí, tengo que avisar apenas termine y me buscan en auto. Justo a esta hora cambia la custodia.
—¿No lo busca su hijo?
—No, Ariel se fue a España hace unos meses. ¿Se acuerda que le conté?
—Cierto, me había olvidado.
Tracia escribía la fecha de la próxima visita en el acostumbrado rectángulo de papel amarillo.
—Todavía tengo custodia policial. No quieren que me suba a taxis por seguridad. Tengo que mandarle un mensaje al oficial de la tarde por si el anterior no le dijo dónde me trajo.
—Mándelo, entonces, que ya terminamos.
Tracia fue con él hasta la sala de espera —dijo que ahí había mejor señal— y se sentó a su lado para hacerle compañía.
—Vaya, Tracia, no se distraiga por mí.
—Yo terminé el consultorio por hoy, doctor. Me guardo una tarde libre por semana. Hasta que vengan a buscarlo soy su custodia.
Le causó gracia que una mujer tan pequeña oficiara de guardaespaldas, pero lo aliviaba tenerla cerca unos minutos más.
—¿Es el caso Mounier lo que lo ha puesto en peligro, verdad? —le preguntó Tracia.
—Eso dice mi jefe, pero yo pienso otra cosa. ¿De quién es esa casa?
Para cambiar de tema, señaló la vereda de enfrente. A través de la doble puerta de vidrio de la clínica se veía una casa de fachada imponente que brillaba al sol del mediodía. Apoyada sobre el muro, una escalera de madera muy frágil llegaba casi por milagro hasta un balconcito en el segundo piso. En uno de los peldaños más altos, un hombre flaco hacía equilibrio mientras pintaba de blanco la base de un balaustre. El viento le arremolinaba el pelo, de un rubio opaco, y hacía flamear el faldón de su camisa.
—De Andrade Costas, el historiador.
—A ese hombre se lo va a llevar el viento. Qué peligro lo que está haciendo.
Rojas había visto antes esa casa, pero siempre cerrada a cal y canto, el espacio entre las baldosas de la vereda reventado de yuyos. Ahora tenía los postigos abiertos, cortinas blancas y flores en los balcones. La vereda estaba limpia de brotes. Comentó que parecía construida en los años veinte, porque no tenía cochera a pesar de lo magnífico de los detalles de mampostería y de las aberturas. También apreció que no hubieran cometido el error de recortar una cochera en el frente, como solían hacer quienes priorizaban la comodidad sobre la simetría.
—Usted tiene que haber visto, Tracia, esas cocheras que dejan ver sobre el dintel el rastro de la ventana que suplantan. Siempre me pregunto qué hacen esas familias con la reja que quitan de la ventana, con los postigones, el alféizar de mármol…
El oficial que debía buscarlo nunca contestó el mensaje. Tras veinte minutos de espera, Tracia se incorporó.
—Doctor, no lo voy a dejar acá, en este banco tan incómodo. Puedo acercarlo yo a su casa. Mi auto es chico, pero se puede acomodar en el asiento de atrás.
Poco habituado a que se ocuparan de él por afecto y no por obligación, a Rojas se le atascó la voz. Tracia fue en busca de su cartera y cerró el consultorio. Para cuando pudo hablar sin que le temblara la garganta, ella estaba lista para llevarlo. Era riesgoso andar por la calle sin nadie que lo custodiara después del atentado, pero él no quería hacerle reclamos al guardia de turno.
—Me espera acá, adentro de la clínica, que acerco el auto.
No era la primera vez que fallaba el cronograma de custodias. A veces pensaba que lo hacían a propósito, que detrás de esos errores circulaban sobornos de quienes lo habían querido matar. Su temor alimentaba una hipótesis menos probable: el mismo gobierno provincial podía desear su muerte para que fuera sencillo archivar la causa contra Mounier y de esa forma el nombre del gobernador no se ligara a un asesinato. Ya se tratara de una logística pobre o de crasa conspiración, lo cierto era que su seguridad personal quedaba por unos minutos en manos de una pedicura bajita de nombre raro. Alguna vez pensó en hacer un reclamo formal por lo inconstante del esquema de guardaespaldas, pero le había ocurrido lo usual: a la vez que pensaba en cómo redactar el reclamo, desarmaba sus propios argumentos. ¿Tenía sentido que él, que al principio se había opuesto a tener custodia, ahora señalara que no se cumplían los horarios? Y si sostenía que el ataque no se relacionaba con el caso sino que había sido un error, ¿por qué preocuparse por el incumplimiento de los horarios? Quien se hubiera confundido al atacarlo, no destinaría más recursos a equivocarse otra vez.
Esperó a Tracia tras la puerta de entrada, oculto de posibles atacantes por una de las columnas que enmarcaban el ingreso. Ella estacionó en la dársena exclusiva para pacientes, y con la ayuda de un enfermero lo sentaron atrás, con la pierna operada sobre el asiento, y cruzaron las muletas en el de adelante para que viajara cómodo. Tracia condujo las cuadras que separaban la clínica de la casa de Rojas.
—Tiene el papelito con la fecha del próximo turno, ¿no?
Le dijo que sí y lo apretó en el bolsillo. Al llegar a su casa, ella le alcanzó las muletas, lo ayudó a incorporarse y lo acompañó hasta el cordón. Tras agradecerle la molestia, mientras cerraba la puerta la observó regresar al auto. Caminaba como una bailarina o una gimnasta, no apoyada sobre la cadera como la mayoría de las mujeres, sino enhiesta, sostenida por lo más estrecho de la espalda. Empezó a contar los días que faltaban para volver a verla. Esa mujer lo hacía olvidar que tenía el cuerpo maduro, por demás partido —por momentos olvidaba la cercanía del fin—, que estaba tan cansado que solo quería llegar a la cocina y desplomarse sobre una silla que, si no le fallaba la memoria, había sido de sus padres. Intentó recordar —y no solo recordar, grabar en su memoria— la presión del brazo de Tracia en su espalda al ayudarlo a bajarse del auto, pero no lo logró. Lo que ahora armaba en su imaginación era un recuerdo inventado, el de un medio abrazo que nunca existió.
Por la noche en su cuarto, tomó medidas para luchar contra el insomnio que le provocaba el caso Mounier. A la luz de su lámpara de lectura, buscó el sueño en un libro sobre los últimos tesoros descubiertos en tierra búlgara, donde tantísimos siglos atrás había florecido la cultura tracia. Ya sabía sobre los más conocidos, los de Panagiurishte, Rogozen y Valchitrán, pero no de otros menos famosos, el de Letnitsa, por ejemplo. Leyó que los objetos de ese tesoro mostraban escenas mitológicas ilustrativas del carácter divino que los tracios le atribuían al rey.
Cuando estaba ya a punto de dormirse, anotó en su libreta cuánto había medido su glucemia esa mañana, la velocidad del viento y la temperatura máxima del día. Agregó que la custodia lo dejó tres horas enteras solo y que esa mañana en fisioterapia pudo duplicar el número de abdominales.