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1.

Dos lecciones que se pueden extraer de la pandemia

A) El valor insustituible de la esfera pública en la salud y la economía - La pandemia de coronavirus es un evento trascendental, que nos obliga a repensar la política y la economía, la democracia y las relaciones internacionales. Y para reflexionar sobre nuestro pasado y nuestro futuro.

Primero que nada, sobre nuestro pasado. Esta tragedia ha sacado a la luz la miopía de las políticas gubernamentales que, con el fin de bajar los impuestos y promover la salud privada, han recortado el gasto público en salud en Italia, como en muchos otros países, provocando el cierre de hospitales y pabellones hospitalarios, la supresión de decenas de miles de camas, la reducción del personal de salud y la desmovilización de la atención domiciliaria.

Y no solo eso: el coronavirus ha pillado desprevenidos a todos los gobiernos. Aunque el peligro de una pandemia ya se había sido predicho en septiembre de 2019 por un informe del Banco Mundial, no se hizo nada para abordarlo. Ante las guerras, se acumulan armas, se realizan ejercicios militares, se construyen búnkeres, se implementan simulaciones de ataques y técnicas de defensa. La pandemia, en cambio, reveló la ausencia —incluso en los países más avanzados— de las medidas más elementales para enfrentarla: desde la escasez de unidades de cuidados intensivos, de respiradores, tampones y mascarillas; hasta la insuficiencia de médicos y enfermeras. La paradoja fue alcanzada en Estados Unidos por el presidente Trump, quien negó el peligro del virus. Así, la mayor potencia del mundo ha seguido produciendo armas cada vez más letales contra enemigos inexistentes, pero se encontró sin respiradores ni tampones y, por lo tanto, causó la muerte de más de medio millón de personas; más que todas las que murieron en las dos guerras mundiales del siglo pasado.

De ahí la reflexión sobre nuestro futuro. La pandemia ha visto el fracaso tanto de las políticas como de las culturas que caracterizan, en todo el mundo, a las dos derechas, hasta ayer hegemónicas y triunfantes: el fracaso de las políticas (neo)liberales, por un lado, y de las políticas populistas y soberanistas por el otro. De hecho, se pueden extraer dos lecciones: una de signo antiliberal, en relación con el carácter público, y la otra, de signo antisoberano, en relación con el carácter global que debe brindar garantías adecuadas para prevenir y abordar la propagación del virus, las enfermedades resultantes y la devastadora recesión económica. Dos enseñanzas que se apoyan a la vez en el carácter universalista de los derechos a la vida y a la salud: que son derechos de todos, sin distinciones de riqueza, y por tanto en contraposición a la lógica del mercado, y sin distinciones de ciudadanía, y por tanto en contraposición con los intereses nacionales de estados soberanos. Hasta el punto de que podemos reconocer, en la pandemia, una de esas ocasiones históricas de las que quizás podamos decir, según una máxima clásica de Giambattista Vico, que “parecían problemas y eran en realidad oportunidades”1.

La primera lección consiste en reconocer el valor fundamental de la esfera pública. De pronto, con su carga diaria de muertes y personas infectadas, la epidemia ha colocado a la salud en el centro de las preocupaciones de todos. Al infectar potencialmente a todos, ha demostrado el valor inestimable de la salud pública y su carácter universalista y gratuito en la implementación del derecho constitucional a la salud. Ha instado y promovido el fortalecimiento de los sistemas de salud, la multiplicación de camas y unidades de cuidados intensivos, el aumento del número de médicos y enfermeras y la producción de los equipos de salud necesarios. Demostró la irracionalidad —y, en mi opinión, la inconstitucionalidad, en contraste con el principio de igualdad— de la existencia, en Italia, de 20 sistemas de salud tan diferentes como Regiones. Finalmente, destacó la superioridad de los sistemas políticos que cuentan con la salud pública sobre aquellos en los que la salud y la vida se encomiendan a los seguros y los sistemas privados de salud.

Solo la salud pública puede, en efecto, garantizar la igualdad en el acceso al derecho a la salud. Solo la esfera pública puede producir los equipos de salud necesarios —mascarillas, respiradores, hisopos, pruebas de diagnóstico y similares— más allá de la conveniencia económica del momento y la dinámica cambiante del mercado. Solo la esfera pública puede destinar fondos suficientes para el desarrollo y promoción de la investigación médica sobre tratamientos y vacunas, así como para su producción farmacéutica masiva con el fin de hacerlos accesibles de forma gratuita para todos. Finalmente, solo la gestión pública está en condiciones, en caso de pandemia, de limitar el daño derivado de las leyes del mercado, que imponen a las empresas, a pesar de los riesgos de contagio, la carrera por reabrir sus actividades para no ser expulsadas de la competencia o, peor aún, para conquistar cuotas de mercado aprovechando el drama.

Pero no solo eso. Esta pandemia ha mostrado, de manera más general, la necesidad de restablecer una esfera pública en la cúspide de los mercados y los desafíos globales, y, por tanto, repensar el papel del Estado en la economía, con miras de una ampliación, también al mercado, del paradigma del garantismo constitucional. De pronto ha dejado claro a todos el valor vital e insustituible del Estado, del que todos, empezando por los libertarios antiestatalistas, literalmente ahora lo demandan todo: atención gratuita y flujo de capitales para empresas en dificultades, salvar vidas y salvar empresas, limitar infecciones y recuperación económica. Ha demostrado el disparate de la idea de que solo el mercado está capacitado para establecer, con base únicamente en las perspectivas de lucro, en qué sectores productivos invertir, sin importar los daños al medio ambiente, los intereses públicos y los derechos fundamentales de todos. Por tanto, ha rehabilitado la propia idea de política económica como política industrial, social y fiscal destinada a orientar el desarrollo económico y regular favoreciendo o desalentando con el instrumento fiscal y, si es necesario, imponiendo o prohibiendo —qué y cómo producir y consumir—, para proteger los intereses generales, el medio ambiente, la calidad del trabajo y los derechos fundamentales, comenzando por el derecho a la salud.

2.

B) El carácter global de la pandemia y la necesidad de una respuesta global: la propuesta de un fragmento de constitucionalismo global en materia de salud - Hay también una segunda lección, aún más importante, que nos viene de esta pandemia. Viene de su carácter global, y quizás esté provocando un despertar de la razón. Esta pandemia no es, objetivamente, la emergencia más grave: basta pensar en el calentamiento global, que está destinado a hacer el planeta inhabitable, si no se hace nada para detenerlo o, a la amenaza nuclear que, en un mundo poblado por miles de ojivas nucleares capaces de destruir varias veces a la humanidad, también pesan sobre nuestro futuro. Ni siquiera es la emergencia sanitaria más grave. Cada año, durante muchas décadas, alrededor de ocho millones de personas han muerto por enfermedades no tratadas, aunque tratables, y el mismo número por la falta de agua potable y alimentación básica2.

Lo que hizo de la pandemia una emergencia global, vivida de una manera más dramática que cualquier otra, son algunas de sus características específicas. El primero es el hecho de que ha afectado a todo el mundo, incluidos los países ricos, paralizando la economía y perturbando la vida cotidiana de toda la humanidad. La segunda es su espectacular visibilidad: Debido a su terrible balance diario de infectados y muertos en todo el mundo, hace mucho más evidente e intolerable la falta de instituciones supranacionales de garantía adecuadas, que también deberían haberse introducido en aplicación del derecho a la salud reconocido en muchas cartas internacionales de derechos humanos.

La tercera característica específica, que hace de esta pandemia una señal de alarma que señala todas las demás emergencias globales, consiste en el hecho de que se ha revelado como un efecto colateral de las numerosas catástrofes ecológicas —de la deforestación, de la contaminación del aire, del calentamiento climático, de los cultivos y de las ganaderías intensivas— y, por lo tanto, ha desvelado los nexos que vinculan la salud de las personas con la salud del planeta. Por último, el cuarto aspecto alarmante y global de esta emergencia es el altísimo grado de integración e interdependencia que ha revelado: el contagio, incluso en países lejanos, no puede ser indiferente a nadie dada su capacidad de propagarse rápidamente por el mundo.

Golpeando a toda la especie humana sin distinción de nacionalidad o condición económica, poniendo de rodillas la economía, alterando la vida de todos los pueblos de la Tierra y mostrando la interacción entre emergencia sanitaria y emergencia ecológica, así como la interdependencia entre todos los seres humanos, esta pandemia está también, quizá, generando conciencia de nuestra fragilidad común y nuestro destino común. Por su carácter global, ha dejado clara la necesidad, como única respuesta racional, de una respuesta que también sea global. Por tanto, debería enfrentarse con medidas decididas sobre la base de estrategias unitarias, que solo pueden provenir de una institución global de garantía. De hecho, hemos experimentado que basta con que se tomen medidas inadecuadas o inoportunas en algun país o región, para que se activen, a través de los desplazamientos, los peligros de contagio y se multipliquen las infecciones y los decesos en todos los demás países.

Nuestro sistema internacional ya cuenta con la Organización Mundial de la Salud. Pero esta institución no está ni remotamente a la altura de las funciones de garantía que le han sido encomendadas, debido a la escasez de medios y la falta de poderes efectivos. Además, en esta ocasión, ha mostrado una notoria ineficiencia. Sería necesario por ello, reformarse y reforzarla, en términos de financiación y competencias, para permitirle prevenir pandemias y detener el contagio de raíz, para responder a ellas sobre la base de un principio de subsidiariedad que le otorgue al menos la adopción de principios rectores de aplicación general y, sobre todo, la tarea de llevar la ayuda médica necesaria a los países más pobres y desfavorecidos de servicios de salud publica. Si hubiera habido una gestión multinivel tan unificada y oportuna, coordinada por una institución de garantía global verdaderamente independiente, hoy no lamentaríamos millones de muertes.

En cambio, cada Estado ha adoptado contra el virus, en tiempos diversos, medidas diferentes y heterogéneas de una región a otra, a veces completamente insuficientes por estar condicionadas por el temor a dañar la economía y, en todos los casos, han sido fuentes de incertidumbre y conflictos entre diferentes niveles decisionales. En Europa, en particular, los 27 países miembros se han movido sin ningún orden en particular, cada uno adoptando estrategias diferentes, pese a que incluso los tratados constitutivos imponen una gestión común de la epidemia. El Art. 168 del Tratado sobre el Funcionamiento de la Unión establece en efecto que “la Unión garantiza un alto nivel de protección de la salud humana”, estableciendo que “los Estados miembros coordinan entre ellos, en colaboración con la Comisión, las respectivas políticas” y provee para tal efeto que “el El Parlamento Europeo y el Consejo pueden también adoptar medidas para proteger la salud humana, en particular para combatir los grandes flagelos que se propagan a través de las fronteras “. Además, el art. 222 establece que “la Unión y los estados miembros actuarán conjuntamente con espíritu de solidaridad cuando un estado miembro sea víctima de un desastre natural”. En cambio, ha sucedido que la Unión Europea —cuya Comisión tiene entre sus integrantes un comisario de salud, otro de integración y otro de gestión de crisis— ha renunciado a hacerse cargo del gobierno de la epidemia con directrices sanitarias homogéneas para todos los Estados miembros, con el resultado de la propagación de infecciones y el enorme aumento del número de muertes.

Pero la lección que nos enseñó esta pandemia va mucho más allá de la emergencia de COVID-19. Ella señala la necesidad de dar vida, al menos, a un fragmento del constitucionalismo en materia de salud: fortaleciendo a la Organización Mundial de la Salud para convertirla en una verdadera institución global de garantía dotada de los fondos y poderes necesarios para asegurar la efectividad del derecho universal a la salud reconocido en tantas cartas no solo constitucionales sino también internacionales. Es una necesidad que se ha visto dramáticamente confirmada por la profunda injusticia con la que se han distribuido las vacunas y que ha planteado dos problemas. El primero es la intolerable desigualdad mundial generada por el importante acaparamiento de la mayoría de las vacunas por parte de los países ricos. El segundo es el problema de las patentes, que al estar vinculada a la garantía de la vida obliga a suspender su eficacia y que, en perspectiva, requiere la regulación constitucional de la no patentabilidad de las vacunas y de todos los fármacos que salvan vidas, así como la sustitución por una financiación sustancial de la investigación y una adecuada compensación para su producción y distribución.

3.

La hipótesis de una Constitución de la Tierra.- Es esta ampliación de la lógica constitucional al derecho internacional, que la pandemia sugiere como respuesta racional también a las otras, no menos graves, emergencias que amenazan nuestro futuro. En efecto, es posible que el despertar de la razón que, como he dicho, se está produciendo quizás como consecuencia de la pandemia sirva para incitar, además del fragmento de un constitucionalismo planetario en materia de salud, la toma de conciencia de que todos estamos expuestos a otras catástrofes —medioambientales, nucleares, humanitarias—, cuya prevención requiere otras instituciones globales de garantía: por ejemplo, el establecimiento de un dominio planetario para proteger bienes comunes como el agua, el aire, los grandes glaciares y los grandes bosques; la prohibición de las armas nucleares y también de las armas convencionales, cuya difusión es responsable de cientos de miles de asesinatos cada año; el monopolio de la fuerza militar al frente de las Naciones Unidas; un fisco global capaz de financiar los derechos sociales a la salud, a la educación y a la alimentación de base, aunque proclamados en muchas cartas internacionales; en resumen, la refundación del constitucionalismo a nivel global.

Es precisamente esta propuesta —la promoción de un movimiento de opinión dirigido a reivindicar la proclamacion de una Constitución de la Tierra— que hemos avanzado con nuestro proyecto “Constituyente Tierra” en una asamblea celebrada en Roma el 21 de febrero de 2020. La razón de esta propuesta es tan evidente como apremiante. Consiste en los problemas globales de los que depende la supervivencia de la humanidad y que, sin embargo, no son ni pueden ser afrontados por los gobiernos nacionales, sino sólo por la firma de un nuevo pacto global de convivencia: el rescate del planeta del calentamiento climático, los riesgos de conflictos nucleares, el aumento de las desigualdades y la muerte anual de millones de personas por falta de alimentación básica y de medicamentos que salvan la vida, el drama de cientos de miles de inmigrantes cada uno de los cuales huye de uno de estos problemas no resueltos.

Es una propuesta que puede parecer una utopía, irreal e irrealizable, destinada a encontrar el escepticismo de quienes consideran imposible, en tiempos como los actuales de crisis de las propias democracias nacionales, realizar una democracia cosmopolítica y una constitución global que una a 196 Estados soberanos, a veces en conflicto, a pueblos de culturas diversas y, junto, a los nuevos soberanos irresponsables e invisibles en los que se han transformado los mercados globales. Como ya he sostenido en varias ocasiones3, son precisamente estos argumentos escépticos, a mi juicio, los principales motivos de la necesidad y la urgencia de una ampliación del paradigma constitucional a nivel internacional. En efecto, en la base de esos argumentos está la concepción nacionalista e identitaria de la Constitución como expresión de la “identidad” y de la “unidad del pueblo como totalidad política”, formulada por Carl Schmitt en los años treinta del siglo pasado4 y propuesta hoy por los muchos populismos y soberanismos. Es una concepción que el constitucionalismo rígido de hoy ha invertido. La Constitución es un pacto de convivencia pacífica entre diferentes y desiguales —un pacto de no agresión entre diferentes y de ayuda mutua entre desiguales— tanto más legítimo, cuanto mayor sea la necesidad y la urgencia de las diferencias de identidad personales que tiene la misión de proteger y las desigualdades materiales que debe reducir. En resumen, es legítima y democrática, no porque todos la deseen, sino porque garantiza a todos. Por otra parte, es evidente que 7.700 millones de personas, 196 Estados soberanos, de los cuales diez poseen armas nucleares, un capitalismo voraz y depredador y un sistema industrial ecológicamente insostenible no pueden sobrevivir a largo plazo sin enfrentarse a la devastación del planeta, al aumento de las desigualdades y de la pobreza y, al mismo tiempo, de los racismos, de los fundamentalismos y de la criminalidad.

Es comprensible que, ante estos desafíos globales a la razón jurídica y política, las políticas de los estados nacionales sean inadecuadas e impotentes: no solo y no tanto por la subordinación de las políticas nacionales a los poderes de los mercados globales generados por la corrupción, los conflictos de interés y presiones de lobby, sino sobre todo por dos graves aporías que afectan a la democracia política, vinculadas por un lado con el tiempo y por otro con el espacio. En democracia, las políticas nacionales están de hecho ligadas al corto plazo, incluso muy corto, de las competencias electorales, o peor aún, de las urnas, y a los espacios restringidos de los territorios nacionales: tiempos cortos y espacios estrechos que obviamente impiden a los gobiernos estatales, solo interesados en el consentimiento electoral, para abordar los desafíos y problemas globales con políticas que se ajusten a ellos. Las amenazas más graves para el futuro de la humanidad —devastación ambiental, explosiones nucleares, masacres de migrantes, hambre, miseria y enfermedades no tratadas que causan la muerte de millones de seres humanos cada año— son así ignoradas por nuestras opiniones públicas y gobiernos nacionales y no entran en su agenda política, enteramente ligado a los estrechos espacios que diseñan las competencias electorales y el corto plazo de las urnas y los plazos electorales.

En resumen, la democracia de hoy solo conoce espacios reducidos y tiempos cortos. No recuerda y de hecho quita el pasado y no se hace cargo del futuro, es decir, de lo que sucederá más allá de los plazos electorales y más allá de las fronteras nacionales. Está afectada por el localismo y el presentismo. Es evidente que la mirada miope de los tiempos cortos y los espacios confinados sólo puede permanecer anclada a los intereses inmediatos y nacionales y, por tanto, excluir cualquier perspectiva de diseño capaz de afrontar los problemas supranacionales y futuros. La democracia política entra así en conflicto con la racionalidad política, es decir, con los intereses a largo plazo de los propios países democráticos. Y, por lo tanto, corre el riesgo de colapsar incluso en los ordenamientos nacionales. También porque en el mundo globalizado de hoy el futuro de cada país depende cada vez menos de la política interna y cada vez más de decisiones externas, tanto políticas como económicas.

4.

La necesidad y urgencia de un constitucionalismo más allá del Estado. Instituciones gubernamentales e instituciones de garantía - Si esto es cierto, la hipótesis de una ampliación del paradigma constitucional más allá del estado, es decir, la idea de una Constitución de la Tierra no es en modo alguno una hipótesis utópica. Al contrario, es la única respuesta racional y realista al mismo dilema al que se enfrentó hace cuatro siglos Thomas Hobbes: la inseguridad generalizada determinada por la libertad salvaje de los más fuertes, o el pacto de convivencia pacífica basado en la prohibición de la guerra y la garantía de la vida. Con dos diferencias que hacen que el dilema de hoy sea mucho más dramático que el concebido en su momento. La primera es que la actual sociedad salvaje de potencias globales es una sociedad poblada ya no por lobos naturales, sino por lobos artificiales —196 estados soberanos y potencias económicas globales— sustancialmente alejados del control de sus creadores y dotados de una fuerza destructiva incomparablemente mayor que cualquier arma del pasado. La segunda es que, a diferencia de todas las demás catástrofes del pasado —las guerras mundiales, los horrores del totalitarismo—, las catástrofes ecológicas y nucleares son en gran medida irreversibles, y quizá no tengamos tiempo de formular nuevos “nunca más”: de hecho, existe el peligro de que nos demos cuenta de la necesidad de un nuevo pacto cuando sea demasiado tarde.

Aquel pacto de convivencia pacífica, no lo olvidemos, ya lo había tenido la humanidad tras la Segunda Guerra Mundial y la liberación del nazifascismo. En ese extraordinario período constituyente de cinco años, entre 1945 y 1948, tras la guerra mundial, no sólo se refundaron las democracias nacionales en los países liberados del fascismo sobre la base de los límites y las restricciones impuestas por las rígidas constituciones a las decisiones de la mayoría. También se refundó el derecho internacional, con la Carta de la ONU y luego con las numerosas cartas de derechos humanos, que se transformó, de un sistema de relaciones entre Estados soberanos basado en tratados, en un sistema jurídico en el que todos los Estados miembros están sujetos al mismo derecho, es decir, a la prohibición de la guerra y al respeto y la aplicación de los derechos humanos. Ya tenemos, por tanto, un embrión de constitución del mundo, formado por la Carta de la ONU y por las numerosas cartas, declaraciones, convenios y pactos internacionales sobre derechos humanos.

Sin embargo, la estipulación en todas estas cartas de los principios de paz, igualdad y derechos fundamentales habría requerido la introducción de sus garantías por parte de una esfera pública global: garantías de paz mediante la aplicación del Capítulo VII de la Carta de la ONU y, por tanto, el monopolio supranacional de la fuerza, la disolución de los ejércitos nacionales y la prohibición de las armas; garantías de los derechos sociales a la salud, la educación y la subsistencia mediante la financiación adecuada de instituciones de garantía global como la FAO y la Organización Mundial de la Salud; garantías de los bienes comunes contra las devastaciones ambientales, mediante el establecimiento de instituciones supranacionales; y garantías jurisdiccionales, empezando por el control de constitucionalidad y de convencionalidad, contra las violaciones de las prohibiciones y obligaciones impuestas por estas garantías. Sin embargo, poco o nada se ha hecho, a excepción de la Corte Penal Internacional introducida por el Tratado de Roma en 1998.

Pues bien, nuestra hipótesis de la Constitución de la Tierra pretende tomar en serio las múltiples cartas de derechos existentes, que son ley vigente, aunque ineficaces para introducir, respecto a ellas, una primera innovación: la disposición, en el texto constitucional, de la obligación de introducir, además de las funciones tradicionales legislativas, ejecutivas y judiciales, también las funciones e instituciones de garantía primaria de los derechos y bienes fundamentales. La hipótesis teórica que subyace a esta innovación es, de hecho, una reformulación de la clásica tipología y separación de poderes teorizada por Montesquieu hace 270 años, en presencia de un sistema institucional enormemente más simple que los actuales: la distinción, que he propuesto repetidamente, entre instituciones de gobierno e instituciones de garantía. Las instituciones de gobierno son aquellas investidas de funciones políticas, de elección y de innovación discrecional respecto de lo que he llamado la “esfera de lo decidible”: no solo, por tanto, las funciones estrictamente gubernamentales de dirección política y de elección administrativa, sino también las funciones legislativas. Las instituciones de garantía, en cambio, son las que tienen funciones vinculadas a la aplicación de la ley, y en particular al principio de la paz y los derechos fundamentales, en garantía de lo que he llamado el “ámbito de lo indecidible (qué y que no)”. Las funciones judiciales o de garantía secundaria, pero incluso antes, las funciones encargadas de la garantía primaria de los derechos sociales, como las instituciones educativas, las instituciones sanitarias, las instituciones asistenciales, las instituciones de seguridad social y otras similares.

Son estas funciones e instituciones de garantía, mucho más que las funciones e instituciones de gobierno, las que necesitan ser desarrolladas globalmente en la implementación del paradigma constitucional. Lo que se requiere, para garantizar la paz, el medio ambiente y los derechos humanos, no es ya la institución de una improbable y ni siquiera deseable reproducción de la forma del Estado a nivel supranacional, —una especie de super Estado mundial, ya sea también basado en la democratización política de la ONU, sino más bien la introducción de técnicas, funciones e instituciones de garantía adecuadas. Las funciones e instituciones del gobierno, de hecho, al estar legitimadas por la representación política, es bueno que permanezca, en la medida de lo posible, dentro de la competencia de los estados nacionales, teniendo poco sentido en un gobierno representativo planetario basado en el principio clásico de una persona/un voto. Por el contrario, las funciones e instituciones de garantía primaria de los derechos fundamentales, y en particular de los derechos sociales a la salud, la educación y la protección del medio ambiente, al estar legitimados no por el consentimiento de la mayoría sino por la universalidad de los derechos fundamentales, no son sólo ellos pueden, sino que en muchos casos deben introducirse internacionalmente. Gran parte de tales funciones contra mayoritarias —en materia de medio ambiente, delincuencia global, gestión de bienes comunes y reducción de desigualdades— de hecho, se refieren a problemas globales, como la defensa del ecosistema, el hambre, las enfermedades no tratadas y la seguridad, que requieren respuestas globales que solo las instituciones globales pueden proporcionar.

Es sobre todo la ausencia de estas funciones e instituciones globales de garantía, la verdadera y gran laguna del derecho internacional actual, equivalente a una flagrante violación de este. Y son estas funciones e instituciones de garantía las que deben ser concebidas y luego introducidas e impuestas normativamente en una Constitución de la Tierra, para garantizar la supervivencia del género humano, amenazado por primera vez en la historia por sus propias políticas irresponsables.

5.

El retroceso del constitucionalismo como resultado de su expansión a nivel global. La verdadera utopía, el verdadero realismo - Hay entonces una segunda innovación, aún más importante, respecto al constitucionalismo tradicional, que una Constitución de la Tierra debería introducir. El constitucionalismo actual es un constitucionalismo de derecho público, anclado en la forma del Estado-nación e insuficiente como sistema de límites y vínculos para garantizar los derechos fundamentales. Las expresiones “estado de derecho”, “estado legislativo de derecho”, “estado constitucional de derecho” son significativas: sólo el Estado y la política serían el lugar del poder y su sometimiento a reglas y controles estaría por tanto justificado. La sociedad civil y el mercado serían en cambio, el reino de la libertad, que tendrían que protegerse sobre todo contra los abusos y excesos de los poderes públicos. En cuanto a las relaciones internacionales, ellas serían el lugar de la soberanía, aunque débilmente vinculada al respeto de los tratados.

La constitución de la Tierra que proponemos elaborar se caracterizará, en cambio, por una ampliación del paradigma constitucional más allá del Estado, en tres direcciones: (a) en primer lugar, en la dirección de un constitucionalismo supranacional o de derecho internacional, además del constitucionalismo estatal actual, mediante la previsión de funciones e instituciones supraestatales de garantía a la altura de los poderes económicos y políticos globales; (b) en segundo lugar, en la dirección de un constitucionalismo de derecho privado, además del constitucionalismo de derecho público actual, mediante la introducción de un sistema adecuado de normas y garantías frente a los actuales poderes salvajes de los mercados; c) en tercer lugar, en la dirección de un constitucionalismo de los bienes fundamentales, además del de los derechos fundamentales, mediante el establecimiento de garantías destinadas a preservar y asegurar el acceso de todos al disfrute de los bienes vitales, como los bienes comunes, pero también los medicamentos que salvan vidas, así como los alimentos básicos.

Se trata de tres ampliaciones dictadas por la propia lógica del constitucionalismo, cuya historia es la de una ampliación progresiva de los mecanismo de tutela: desde los derechos de libertad en las primeras declaraciones y constituciones del siglo XIX, pasando por el derecho a la huelga y los derechos sociales en las constituciones del siglo pasado, hasta los nuevos derechos a la paz, al medio ambiente, a la información, al agua y a la alimentación reivindicados hoy en día y aún no todos constitucionalizados. Ha sido una historia social y política, más que teórica, ya que ninguno de estos derechos ha sido creado desde arriba, sino que todos ellos han sido conquistados por movimientos revolucionarios: las grandes revoluciones americana y francesa, luego las revueltas del siglo XIX en Europa por los estatutos, después la lucha de liberación antifascista que dio lugar a las constituciones rígidas actuales, y finalmente las luchas obreras, feministas, ecológicas y pacifistas de las últimas décadas.

Hoy en día, es un verdadero salto de civilización el que requieren los actuales desafíos y emergencias mundiales y que puede beneficiarse de la movilización de millones de jóvenes en defensa de la Tierra. No se trata sólo de una ampliación, sino también de una inversión y actuación del constitucionalismo. Porque los derechos fundamentales son indivisibles o no lo son. O son verdaderamente universales, es decir, de todos, o se convierten en una glosa ideológica, o peor, en privilegios. De hecho, existe una contradicción no resuelta, presente explícitamente en la Carta de la ONU, entre el universalismo de los derechos fundamentales y la ciudadanía, entre el principio de la paz y la ausencia de monopolio de la fuerza en la cabeza de la ONU y en nombre de la soberanía. El paradigma constitucional invertido por su universalización es, de hecho, incompatible tanto con la ciudadanía, que es el último accidente de nacimiento —un derecho a tener derechos— que diferencia a las personas por su estatus, como con la soberanía, ya que las constituciones rígidas no permiten poderes constituidos ilimitados. “La soberanía pertenece al pueblo”, afirman las constituciones democráticas. Pero esto significa, ya que el pueblo no es un macrosujeto, que no es más que la suma de esos fragmentos de soberanía que son los derechos fundamentales de los que todos —los millones, incluso miles de millones de personas que forman los pueblos— son titulares.

Solo la construcción de una esfera pública planetaria establecida y diseñada por una Constitución de la Tierra puede, en definitiva, revertir el universalismo de los derechos fundamentales y hacer frente a las terribles urgencias actuales. Ciertamente, a esta perspectiva de oponen poderosos intereses y arraigados prejuicios. Mas no debemos concebir como utópico o irrealista, ocultando la responsabilidad de la política, aquello que simplemente no se quiere hacer o que, solo por esto, resulta improbable que se haga. Es necesario evitar la falacia determinista del realismo político vulgar consistente en la naturalización de lo que realmente sucede y en una especie de legitimación cruzada de la teoría por la realidad y de la realidad por la teoría: la legitimación científica, por la descripción del funcionamiento de facto de las instituciones, de la tesis teórica de que no hay alternativa a la primacía de las leyes del mercado y, a la inversa, la legitimación política de las leyes del mercado por la teoría como las normas reales, porque efectivas, fundamentales, mucho más que todas las normas jurídicas incluso las constitucionales. Ya que este tipo de “realismo” acaba legitimando y asumiendo como inevitable lo que sigue siendo obra de los hombres y de lo que son responsables los actuales actores de nuestra vida económica y política. La hipótesis más irrealista es en efecto, que, si las acciones humanas no cambian, la realidad seguirá siendo como es indefinidamente: que podremos seguir basando nuestras ricas democracias y nuestros fastuosos niveles de vida en el hambre y la miseria del resto del mundo, en el poder de las armas y en el desarrollo ecológicamente insostenible de nuestras economías.

Esta es la verdadera utopía actual. Es el propio preámbulo de la Declaración de 1948 el que establece de forma realista un vínculo de implicación mutua entre paz y derechos, entre seguridad e igualdad. Y aunque la actual ausencia de una esfera pública global equivalga a las leyes de los más fuertes, a la larga, tampoco beneficia a los más fuertes: ya que la Tierra, dice un viejo lema del movimiento contra la globalización desenfrenada de hoy, es el único planeta que tenemos. De ello se desprende, por el contrario, que el verdadero realismo consiste en la refundación garantista —la promoción de una Constitución de la Tierra, precisamente— del pacto de convivencia estipulado en aquel embrión de constitución del mundo que confromada por las numerosas cartas de derechos existentes, pero que han permanecido inoperantes hasta ahora debido a la ausencia de adecuadas funciones e instituciones de garantía.

1 La frase aparece en la dedicatoria de Giambattista Vico a la edición de 1730 de La Scienza Nova. Fue recordado a menudo por Vittorio Foa, a propósito de sus ocho años de encarcelamiento, por ser disidente, bajo el fascismo: el más reciente en V. Foa y C. Ginzburg, Un dialogo, Feltrinelli 2003.

2 Uno de cada nueve habitantes del mundo, más de 800 millones de personas, sufrió hambre y sed en 2017. Además, muchos millones de personas mueren cada año por falta de medicamentos necesarios para salvar vidas (Cfr. Los datos del hambre en el mundo in http://www.longweb.org/hunger/hung-ita-eng.htm; Acceso a los medicamentos, en www.unimondo.org/Guide/salute/Accesso-ai-farmaci).

3 Me remito a mi Principia iuris. Teoria del diritto e della democrazia, Laterza, Roma-Bari 2007, vol. II, § 13.10, pp. 50-57; Costutuzionalismo oltre lo Stato, Mucchi, Modena 2017; Per una Costituzione della Terra, en “Teoria politica”, 2020, pp. 39-57; La costruzione della democrazia. Teoria del garantismo costituzionale, Laterza, Roma-Bari 2021, § 3.10, pp. 173-175, § 5.4, pp. 239-247 y § 6.2, pp. 279-288 y Perché una Costituzione della Terra? Giappichelli, Torino 2021, § 3, pp. 32-37. Sobre el proyecto de una Constitución de la Tierra, puede consultarse: www.costituenteterra.it.

4 C. Schmitt, Il custode della Costituzione (1931), tr. it. di A. Caracciolo, Giuffrè, Milano 1981, pp. 135 y 241. También en C. Schmitt, Dottrina della costituzione (1928), tr. it. di A. Caracciolo, Giuffrè, Milano 1984, §§ 1, 3 y 18, pp. 15, 39 y 313 ss. e Id., Principii politici del nazionalsocialismo (1933) a cura di D. Cantimori, Sansoni, Firenze 1935.

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