Читать книгу Mañana nunca llega - Tadeo Palacios - Страница 10
ОглавлениеLequernaqué había llegado al restaurante antes de lo previsto. Mejor, la tarde debía ser perfecta. Bajó de la moto, pagó al conductor con cinco soles y le devolvió el ridículo casco que durante el viaje había tratado de calzarse inútilmente. «Quédate con el vuelto, chino». Hoy más que nunca podía permitirse el lujo de apreciar la gracia que se esconde en la caridad hacia el prójimo. «¡Gracias, profe!». En otras circunstancias, habría prescindido de aquel gesto, acaso indignado por el despilfarro, chupando los dientes y apurando su vuelto. En otras circunstancias quizá, pero no hoy. Se diría que incluso el muchacho lo había puesto de buen humor: imagínate, ¡de barrendero municipal a profesor! Pero, entonces, dónde quedaban los gritos de su señora, la Mañuca, cuando le espantaba las gilas a los hijos: «Aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Bien pintaditas y detallosas en la calle, pero el resto del día, ¡ay!, todas lagañosas». Pura envidia y mala entraña. El que se traga esa vaina es por cojudo, pensó, y sus dientes no pudieron contener esa larguísima carcajada que lo emparentaba más a los chilalos que a los hombres.
Faltaba media hora, según comprobó en la pantallita verde de su Nokia. Extrajo del bolsillo un peine y se lo pasó una, dos veces, como intentando recomponer la raya que partía su cabeza en dos parcelas de caña puntuda.
Como el sol le calcinaba hasta la planta de los pies, ni bien se hubo acicalado, decidió aguaitar adentro del restaurante. El aire acondicionado aliviaba el resquemor de un pellejo maltratado por la intemperie. Los comensales quitaban de sus fuentes ajíes cortados en flor y diminutas sombrillas de papel colorido. Otros desarmaban con el tenedor imponentes torres de pescado en trozos y ungían fuentes de chicharrón con el jugo de limones recién exprimidos. En las paredes los paisajes rurales de chicheríos, cecina tendida y tinas de chicha hirviendo hacían juego con el meticuloso entramado de paja de las sillas y el tejido de los sombreros de chalán clavados al muro.
Lequernaqué buscó y buscó, pero sus pupilas arañadas por el polvo no tropezaron con ninguna cara que le resultase medianamente familiar, o por lo menos conocida, por lo que convino en que mejor esperaría sentadito, a la sombra de una ponciana del parque que estaba a una cuadra, al pie de la iglesia de San Sebastián. No fuera a ser que lo acusaran de zalamero, o peor, de urgido. Así que, con el buche henchido de algo que si no era orgullo por lo menos se le parecía, subió por la calle Tacna, escogió una de las bancas que daban a la pista, dobló un pañuelito para enjugar su frente como quien pule con lija una pared, y resopló ansioso, satisfecho, sintiéndose un poco más augusto que de costumbre. Y pensó en que a veces hay esperas que dignifican.
Anoche, su esposa creyó que le estaba tomando el pelo. «Me crees caída del guabo, ¿no, Teófilo?», le recriminó entre incómoda y divertida. Igualito le respondieron Sosa, Rodríguez y hasta Namuche cuando se los contó, solo que ellos le torcieron la boca y le dijeron que no jodiera y que mejor siguiera pasando la escoba porque todavía les faltaban cuatro calles del centro. Pero no era ningún invento suyo: el mismísimo alcalde de la provincia, Armando Dioses, le había mandado a decir que estaba invitado al almuerzo que el consejo daría el sábado. Desde luego, cuando se lo contó el Orejón Farfán, él tampoco le había creído o, por lo menos no lo hizo al principio. ¿Para qué o por qué el alcalde de la provincia habría de considerarlo? ¿Sabía quién era él?
«¡Qué va a ser, oye, so orejas de paila! ¡Tú nada más vienes a rascarte la verija!». Y Farfán, tan antiguo en el puesto de mandadero como Teófilo en el de limpieza pública, le explicó que tampoco era que el alcalde en persona se lo hubiera pedido, sino que oyó clarito cuando Dioses le dijo a una de las regidoras que «por favor no se olvidaran de avisarle a Lequernaqué para que los acompañe en La Tomasita, el sábado a la una». Y como era el único al que conocía con ese apellido «ripioso» en todo el municipio, le pasaba el dato, por si acaso. «Pero no te botes como basura, cholito. Por esta que Dioses lo hace para congraciarse con los del sindicato, para que vean que es buen patrón y que se preocupa hasta de celebrarle los veinte años de servicio a los piojosos».
Lequernaqué sabía de sobra que lo que Farfán tenía de zángano, lo tenía de boquiflojo. Aun así, no guardaba motivos para desconfiar del Orejón —es más, tuvo razón con lo del pago de los reintegros y lo de las canastas—, por lo que decidió fiarse de su palabra o, mejor dicho, quiso creer con todas sus fuerzas en lo que acababa de escuchar, y lo hizo con tanta vehemencia que, ya en su casa, durante la cena, se lo contó a su mujer e hijos, preso de una emoción desbordante y hasta se diría que redentora. Al verlo, cualquiera hubiera jurado que el alcalde había cruzado el arenal en la cuatro por cuatro del municipio para dejar la invitación a la puerta de Teófilo, en ese descampado lleno de esteras que rodeaba el parque Kurt Beer. Antes de eso, el propio Teófilo había jurado que el tal Armando no era nada más que un pobre rosquete, un miserable. «¡Qué equivocado estaba, Mañuca! Si se nota que el ilustre quiere cambiar las cosas». Y agregó emocionado que los chicos y ella podían repartirse su porción del almuerzo de mañana porque comería con el doctor Dioses.
Esa noche, el aguadito le supo a gloria a pesar de que su familia se rio bajito, apretando las muelas. «Viejo pa’ mentiroso este».
Las flores de la ponciana parecían arder envueltas por el fogonazo del verano. Lequernaqué aprovechó el rato para desempolvar rabiosamente sus mocasines y para subir la basta de un pantalón que, de tanto lavarse, parecía hecho con la piel áspera de los tiburones. Quién lo hubiera dicho: él, que se había dedicado por veinte años a servir en el eslabón más bajo de la cadena de mando edilicia, de la noche a la mañana era invitado a un sitio al que de otra manera no iría. «¡Cincuenta por un poquitito de ceviche! ¡Más caga la soña, cojú!». Y faltando diez minutos ocurrió: mientras se fajaba la camisa, los vio venir por la acera de enfrente. A la cabeza iba el alcalde, seguido por otros siete miembros de su corte. Intentó saludarlos, pero como nadie lo vio —o eso supuso—, ni bien cruzaron la pista, marchó detrás para evitar los aspavientos.
Uno a uno pasó a la mesa que el local había reservado. Cuando todos estuvieron sentados y los mozos habían dispuesto los platitos con chifles y las cartas y los vasos fríos, Lequernaqué ensayó la mejor de sus sonrisas —de veras que trató—, en tanto esperaba que lo reconocieran o que, al menos, lo invitaran a sentarse. «Uno, tres… ocho». Dioses, cinco regidores y dos hombres que le eran desconocidos. ¿Qué no era un almuerzo para agasajar sus veinte años, para reconocer su entrega laboriosa? La mesa llena. Se acercó a uno de los mozos; no obstante, como los vio muy ocupados con sus azafates y sus mandiles impecables —o eso le pareció—, Teófilo levantó por su cuenta una silla de la mesa de al lado y decidió ser el primero en saludar.
—¿Doctorcito?
Armando intentó sin éxito poner un nombre al rostro acabado del sujeto que le tocaba el hombro. Los demás comensales detuvieron su charla y clavaron su atención en el recién llegado, presos de un legítimo desconcierto. «¿Y ese?».
—Eh… Hola… ¿Qué se le ofrece?
—Buenas tardes, doctor Dioses —y extendió la diestra—. Lequernaqué, a sus órdenes.
—Ah, qué bien. Un gusto.
Y volviéndose a uno de sus regidores tras soltar la mano ajena, áspera y sudada, Dioses buscó reanudar el chiste que estaba contando, algo sobre un burro y un mono perdidos en una isla desierta, pero el nervioso hombrecillo insistía. ¿Qué quería? ¿Sería tal vez un partidario en busca de un favor? ¿Uno de los muchos tipos que abrazó en campaña y que venía con una fotografía de ambos, impresa en una a4?
—Esto… Por favor, déjenme un campito para meter la silla.
—Señor, disculpe, pero ¿qué cree que hace? —dijo una de las regidoras, ajando una nariz de puerco—. ¿Quién lo ha llamado?
—Verá usted, el señor alcalde, aquí presente, me invitó a este agasajo —respondió el conserje disfrazado de profesor con una petulancia mal ensayada, devaluada. ¿Qué se había creído esa chola carecoche y patas de pajarito?
—Señor…
—Lequernaqué.
—De acuerdo. Señor Lequernaqué —dijo carraspeando el alcalde—, creo que aquí hay un gran malentendido.
Los demás ni siquiera se esforzaban en esconder su fastidio, alzando los hombros, chistando o negando con la cabeza
—¿Un malentendido? ¿Cómo así, doctor?
—Verá, yo no recuerdo haberlo invitado a ningún almuerzo…
En ese momento, Teófilo le explicó que ayer, el Orejón Farfán —«¿El secretario del consejo? ¿Orestes Farfán?»… «Sí, ese mismito»— le contó que el alcalde pidió a una de sus regidoras que le avise de la reunión; pero, como sabía que las señoritas regidoras siempre andaban muy ocupadas, y como no quería estorbar a nadie, se dio por enterado cuando se lo comentó el Orej… el señor secretario.
—Y de verdad estoy agradecido porque, a veces, uno piensa que lo echan al olvido por su trabajito de barrendero. Y mire lo que son las cosas: cuando menos lo esperaba, me llaman para celebrar los años que le entregué al distrito…
Entre tanto, los ahí reunidos intercambiaban guiños como tratando de buscar una explicación, una excusa, un pretexto capaz de desembarazarlos de esa incómoda escena. Cómo decirle al pobre tipo que el Lequernaqué al que se refería el alcalde en esa conversación ya ocupaba un sitio y un plato, pues era el esposo de la regidora con hocico de lechón y no un trabajador. Algo debía decir el alcalde. Este asunto no podía quedarse así. ¿Qué dirían si se viera al doctor Dioses y a sus regidores comiendo en la misma mesa con ese obrero confianzudo? ¡Habrase visto! ¡El quilombo que metería el sindicato! Tendría que organizar almuerzos y reunirse a pedido de cada trabajador porque sino, cuando menos se lo esperase, por ahí se podría acusar a la gestión de argollera y discriminadora, y toma tu denuncia y adiós al nombre, al porte, a las jerarquías y al principio de autoridad. Había demasiado en juego. Por eso tenía que ser el doctor Armando Dioses, alcalde provincial, el que se hiciera cargo con su don de gentes.
—¿Todo bien, señores?
Teófilo reconoció la figura tosca del guachimán del local.
En ocasiones, en lo que peinaba las veredas de la zona, había intercambiado alguna mueca de desprecio con el hombretón que vigilaba la entrada del restaurante. Escupir y pisar la flema. Ni buenas tardes, ni buenos días, ni nada. Teófilo podía jurar que, sin el sobretodo naranja, las escobas y la carretilla, ni siquiera era capaz de reconocerlo, o quizá sí y por eso se había aparecido para largarlo.
—No, no se preocupe, estimado —se apresuró a decir Dioses y añadió, mirando de reojo a Lequernaqué—, todo va de las mil maravillas.
Y después de excusarse con sus acompañantes, el flamante alcalde provincial se levantó de la mesa y tomó a Teófilo por el brazo derecho.
—Acompáñeme.
Acompasadamente, como deslizándose sin tocar el suelo, ambos se dirigieron hasta el vestíbulo de La Tomasita. Cualquiera hubiera jurado que la charla amical y que ese tufillo impostado que buscaba crear un clima de complicidad lo harían sentir cómodo. Teófilo empezaba, sin embargo, a percibir cierta ingravidez, como si su cuerpo estuviera lleno de helio y fuese un globo que Dioses iba jalando, arrastrando a su antojo para luego soltar.
—Lamento mucho el malentendido, señor Lequernaqué, pero creo entender cómo se originó. Puede confiar en mí, todo esto ha sido un infortunado impase, un terrible caso de teléfono malogrado que, por lo visto, inició el secretario del consejo. ¿Cómo lo llamó usted? Ah, sí, el Orejón Farfán.
Teófilo guardaba un silencio fantasmal, tanto que hubiera deseado transparentarse con tal de que dejaran de punzarle las risitas de la concurrencia que lo auscultaba con desconcierto, reparando en sus mocasines despegados, en el cuello borroneado de su camisa y en la basta descosida del mejor pantalón de su guardarropa.
—Sí, como le decía, este es un infeliz caso de error por homonimia. Muy común en la Administración Pública, debe saber, y cuantimás en asuntos tan triviales como esta comidita de camaradería en la que, usted puede constatar, solo hay miembros del consejo y allegados de extrema confianza. Por ejemplo, ¿ve al caballero de sacón? Es el doctor Lequernaqué, médico del Hospital Privado y esposo de la señora Lozada, la regidora que ve usted ahí con sus lentecitos, tan linda ella.
—Ah…
—Ese fue el origen de la confusión. ¿Se da cuenta? Un apellido peculiar el suyo, ¿no? Aquí nadie se desdice de la invitación porque, bueno, nunca hubo tal. Ese es el señor Lequernaqué que desde el principio iba a venir hoy, no usted.
No cabía la menor duda para Teófilo. Y aunque ese otro Lequernaqué bien pudo haber pasado por algún pariente suyo, un sobrino, el primo que no veía hace años —la piel oscura, el cabello afiladísimo, la fisonomía apretada y robusta—, la clase y el porte de ambos no eran iguales: el médico lucía un cartón en un bien equipado consultorio y un anillo en el anular, enfermera y una esposa con cargo digno. El paquete completo. Cada una de esas cosas le había ganado al tipo su lugar en la mesa de honor. En cambio, Teófilo, que llevaba el anular desnudo, que carecía de un cartón en la pared, o una amante o esposa con cargo honorable, no tenía la menor oportunidad de pararse a su costado sin esquivarle la vista, ruborizado. Él, que coleccionaba cachivaches rescatados durante la faena. Él, que poseía una retahíla de escobas despelucadas, tornillos y clavos en una lata, y dos mudas de uniforme, solo podía contar con el aguadito de patitas que la Mañuca improvisaba cada noche.
—Doctorcito, son veinte años colaborando con el municipio… y yo…
—Sí, y se lo agradezco, no sabe cuánto.
—Creí que era un agasajo que había coordinado con el sindicato. Verá, soy el más antiguo de todos los…
—¡Eso queremos! Ciudadanos y trabajadores honestos como usted nos sacarán del foso al que hemos caído, don Lequernaqué. ¡Mis felicitaciones y siga adelante! Yo también me hice solo. Se sufre, se padece, pero mire hasta dónde he llegado.
Sin darse cuenta, el barrendero se había dejado conducir por el paso ligero de la autoridad hasta el umbral de la picantería, de manera que ahora sopesaban la marcha de los autos que bajaban por la calle Tacna hasta la avenida Bolognesi.
—Mire —siguió Dioses—, nadie tiene por qué, digamos, enterarse de todo este bochornoso incidente. El lunes le prometo que reprenderemos a ese tal Farfán por las molestias que nos ha causado, sobre todo a usted. ¡Un memorándum se va a ganar ese metete, querido Teófilo! ¿Puedo tutearlo, cierto?
—Sí, pero…
—Bueno, bueno, Teófilo, a ver, dónde la puse… Espérame… ¡Ah, aquí está!
Y sacando una billetera de su pantalón al cuete, Armando Dioses tomó la mano callosa —e igualmente sudada— del obrero, la abrió con cuidado, le mostró los dientes espantosamente blancos y alineados, puso cincuenta soles entre sus dedos y se los cerró en puño sobre el dibujo chaposo de Abraham Valdelomar.
—¿Cincuenta soles? Yo no puedo…
—¡Por favor, Teo! Acéptelos. No es mucho, pero creo que compensa sus pasajes y, por supuesto, el tiempo perdido —y volviéndose al sitio que aguardaba su retorno con una cerveza, continuó—… En fin, no quiero ser descortés con mis invitados. Ha sido todo un placer y lamento mucho que hayamos pasado por esto, de verdad, con toda el alma.
Sin apretones, sin un abrazo, sin una sola palmada. Solo Teófilo y su pequeñez, su silencio y esa muestra de secreta, aunque sucia benevolencia, ardiéndole en la mano, palpitando tanto como la vergüenza en el lado izquierdo de las costillas.
El reloj de la iglesia San Sebastián daba la una y cuarto. Los gallinazos pendían del cielo dejando que el sol encendiera sus alas y sus sombras, proyectadas sobre la ciudad, recorrían las calles como enormes espectros intermitentes. El calor hacía de la brisa un suspiro terroso que le golpeaba con malicia el paladar.
Lequernaqué no supo qué lo había atravesado. Tampoco quería percatarse de que su pecho, ahuecado, fofo, combado una vez más en dirección al suelo, había perdido eso que, si no era confianza, por lo menos se le parecía. Al final, esa irrefrenable necesidad de creer que podía significar, por lo menos una vez, algo más que un par de extremidades pegadas a un palo de escoba o a una carretilla lo empujó a exhibir el espectáculo ambulante que era la comedia de su figura maltrajeada. Incluso si un buen día consiguiera limpiar cada mísero grano de arena de esa ciudad condenada a arder por toda la eternidad, suya era la condescendiente lástima del anonimato, le estaba reservada.
La culpa había sido enteramente suya.
Quería llorar, pero sus ojos, gastados por las horas que pasaba barriendo, se encontraban secos.
Se vio invadido por el impulso de romper el billete en dos y dejarlo en la pista para que el lunes pudiera echarlo en una de las bolsas con las que cargaría su carretilla, mas supo contenerse: solo por esa noche, al menos, quería dejar de comer aguadito.
Aquella tarde de sábado, con el hambre subiéndole por la garganta y una amarga cólera deslizándose por su espinazo, Teófilo comprobó dos cosas mientras recogía sus pasos hacia el paradero de motos del óvalo Bolognesi: la primera fue que, después de todo, Armando Dioses era un pobre rosquete. Y la segunda, y quizá la más importante, era que su mujer estaba en lo correcto: la mona, aunque se vista de seda, mona siempre se queda.