Читать книгу Mañana nunca llega - Tadeo Palacios - Страница 8
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La primera vez que me enseñaste tu trabajo, viejo, fue cuando el abuelo murió.
Entonces tenía diez años y sentía envidia de los demás muchachos del colegio. Ellos tenían papás capaces de levantar una casa, como el del Bizco Jiménez, que era ingeniero. O que ganaban mucha plata soldando huesos rotos, remendando el pellejo ajeno, curando gente, como el papá de la Pulga Salgado. Él, por ejemplo, me enseñó las fotos que le habían sacado en el consultorio de su viejo. La piecita era reluciente y seguramente olía a desinfectante, a flores, a lo que debe oler la esperanza cuando alguien recibe la noticia de que va a sanar pronto. Tú, por el contrario, te negabas a dejar el cuartito calcinado por el cloroformo y el Pinesol en el que rondaba la pena ajena. Después de todo, la funeraria fue lo único que el abuelo te dejó y era tuya hasta la última de sus telarañas.
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Estoy cansado. Dos muchachos me echan una mano y las solicitudes nuevas no dejan de llegarnos. Pensé varias veces en desconectar el teléfono, apagar el celular y borrar nuestro sitio de Facebook. Supongo que, si continuases aquí, conmigo, lo habrías hecho mejor. Los hospitales reventaron hace semanas y los hornos de cremación ya no aceptan más cuerpos. Pensé en cerrar el local, pero es muy tarde para detenerse ya. No. En realidad, me niego a parar. Los primeros meses la peste nos obligó a escondernos. Un largo e indefinido escape hacia dentro. Las autopistas, desiertas al principio, hoy están abarrotadas con la gente que intenta adaptarse a la tragedia y, a pesar de mascarillas y pruebas y controles, sigue muriendo todavía. Nadie quería exponerse al bicho, salir y calzarse las botas, los trajes. Pero tú insististe. Si no eras tú, entonces quién, me decías. Yo no podía desmentirte.
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Me acuerdo de aquella primera vez en la trastienda, juntos. Los ataúdes blancos y café, negros y grises, con los acabados y las molduras repujadas asoleándose, y las rosas y los Cristos silenciosos y empernados a la madera, y las lámparas con sus luces tenues sobre pedestales, como exhibiendo un simulacro del adiós para todo el que se asomara al vestíbulo: una muestra inmediata y por adelantado de lo último que rodearía a sus restos. El abuelo parecía dormir sobre la camilla metálica bajo un chorro de luz fluorescente. Le habías puesto una túnica holgada. Hasta ese día me habías mantenido lejos, siempre del lado opuesto del mostrador, como si quisieras alejarme del peso que, sabías, venía con los muertos ajenos. Me tomaste por los hombros y en silencio miramos al papá estarse inmóvil, envuelto por fin en una quietud inquebrantable, sin cables entrando y saliéndole del brazo, sin el bip de las máquinas ni el dolor de los tubos forzándole la boca. En el cuartito aquel, entre herramientas y frascos, en medio del gruñido incesante del aire acondicionado, me dijiste que, cuando tú te marchases y tu carne se hubiera amoratado, me tocaría prepararte, despedirte. Mis diez años no eran suficientes para prometértelo, viejo, y solo nos estuvimos ahí por el resto de la tarde fría, girando sobre nuestras cabezas. Quería llorar. A mis amigos les dejarían casas nuevas y hasta una clínica. Te miro ahora y todavía no me salen las palabras que pude haberte susurrado, que debí pronunciar como quien hace una promesa. No lo hice.
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De lunes a domingo, de siete a siete, ocupabas una silla en el dintel de la puerta del local. Recogías las sobras de los hogares que no iban a encargarle una casa al papá de Jiménez y recibías a los que no pasaban por la consulta del doctor Salgado. Durante décadas, el de nosotros había sido el único servicio fúnebre de Piura. El abuelo Maldonado lo recibió de su padre y este último decidió abrirlo frente al Hospital Obrero, en medio de la pampa seca que cortaba en dos lo que luego habría de ser la avenida Grau. Después, una a una las compañías de seguros fueron abriendo sucursales. Decías que lo de ellos era un negocio, un trámite indeseable, irrespetuoso y, para colmo, carísimo. Y había que ser un miserable
para buscar enriquecerse con el sufrimiento ajeno. «A los muertos no se les filetea como si fueran ganado o chivos», repetías. Para lidiar con la muerte a diario, para decidirse a hacer de la despedida un oficio, había que estar dispuesto a dejar un poco la vida en ello, viejo. Y si no eras tú el que ofrecía ese consuelo, si no eras tú el que tendía esa mano, si no eras tú en medio del arenal, bajo la luz del fluorescente y el asedio de los zancudos, ¿entonces quién?
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Recuerdo que, por mucho, detesté lo que hacíamos. «Ahí van los gallinazos», nos decían medio en broma, medio en serio. Tú solo sonreías y callabas. Me peleé cuatro o cinco veces por eso, ¿sabes? Y te odié por legarme el estigma de tus entrañas, la carga de ponerse al hombro a los muertos de los demás y llevar colgando sus fantasmas en las letras de mi apellido. Hasta que los amigos y los extraños se acostumbraron a la idea, supongo, y dejaron de molestarme o se aburrieron, o todo a la vez. Con el tiempo, Salgado y Jiménez hasta me respetaban porque, según ellos, había que tener estómago y nervio para quedarse a solas con los cuerpos amoratados y retocarlos y peinarlos y vestirlos y devolvérselos a la familia que los aguarda, que espera entre llantos a quien habrán de dejar partir. «¿Si ustedes no lo hacen, quién lo haría? Mis respetos». Tu dedicación desterró la vergüenza de mi pecho y ya no pude dejarte solo, viejo. Esta también sería mi carga.
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Te hizo sentir orgulloso lo rápido que pude atenerme al oficio y a su técnica. Me hiciste postular para doctor, pero el puntaje no me alcanzaba ni para sacamuelas. Soy bruto, viejo, pero no cojudo. Por eso pasábamos las tardes y noches encargando flores, arrendando el auto, preparando los ataúdes, despachando lamparones y, por supuesto, cuidando de los «clientes»; y yo observaba cómo remendabas la carne, cómo dejabas secos los cuerpos, y la sangre en tirabuzón se iba por la canaleta y envolvías con ungüentos al «paciente» y curabas con formol y les calzabas el hábito y su poquito de rubor, su peinadita. Miraba y aprendía, miraba y metía poco a poco la mano. En mis ojos seguía tatuada la imagen del papá Maldonado y su rostro, esos gestos del que por fin ha llegado a un refugio de quietud, libre de dolor, donde la enfermedad no lo alcanzará de nuevo (eso decía la vieja). Y devolvía los ojos a los cuerpos a los que debíamos vestir, arreglar, coser, curar, limpiar, maquillar. Y en todos se repetía para mí la cara del abuelo, tu cara, la mía. Este era el encargo que teníamos: acompañar, disfrazar la ausencia que llega con el último aliento, esconderlo bajo el ropaje del sueño tranquilo, hacer posible el duelo.
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¿Cómo un bicho en el aire, en la saliva de los otros, en la piel, en las gotitas que baleaban el rostro del prójimo iba a detenerte? ¿Cómo mantenerte escondido y seguro durante la pandemia que nos amenazaba? ¿Ibas a permanecer solo con la vieja escuchando por la tele que tu gente caía, que acababan a la intemperie? ¿Cómo resistirte a semejante riesgo venido de los confines del mundo? Nadie iba a pudrirse bajo el sol del mediodía en tanto estuvieras ahí.
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Me acuerdo cuando entraste por la puerta, de improviso, para encargarte de la misión que sentías propia a pesar de lo mucho que te pedí descansar. La vieja me avisó llorando por teléfono y te esperé sentado bajo el dintel de la entrada del local, listo para impedirte el paso y devolverte por donde habías llegado. «Los chicos y yo lo tenemos cubierto, viejo». Pero nunca escuchaste. En la arena se desparramaban las carpas de los que aguardaban a que el hospital les devolviese a sus familiares vencidos, sofocados por el bicho. Me saludaste desde detrás de una mascarilla, como si nada pasara, como si supieras por anticipado que nada podía hacerse para impedirte venir, para despojarte de tu momento, de eso a lo que te habías dedicado por treinta y cinco años: «¿Qué mierda haces afuera?», dijiste, y te seguí.
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Nos cuidamos. Procuramos hacerlo mucho más que antes. ¿Por qué ocurrió? Nos pinchábamos el dedo a diario. Negativo todas las veces. Los chicos que contratábamos iban con escafandras, levantaban a los caídos, les envolvían, les fumigaban, los depositaban en la carroza y forraban los ataúdes. Pero insistías: «Nadie merece ser tratado como ganado». Y te rehusabas a dejarme solo. Rechazabas la oferta de quedarte en el dintel de la puerta y preferías acompañarme cuando hiciera los arreglos; cuando, detrás de una bata de astronauta, intentaba borrar de los rostros la desesperación de la asfixia, aun cuando sabía que ya en el cajón embalado en plástico nadie volvería a verlos jamás.
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Muchas veces vi cómo devolvías el dinero, se lo apretabas en la mano a las hijas cuya madre les había sido arrebatada, a las mujeres cuyo esposo se perdió en el abismo de la uci y el coma inducido. Lo hiciste durante la pandemia, a pesar de que el dinero no nos sobraba; lo hacías como siempre lo hiciste antes del encierro con los casos que considerabas más graves, más urgentes. A mediados de julio, rehusaste parar. Prohibiste que imitásemos a las compañías que ya habían cedido. ¿Ya estabas enfermo?
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La vieja está sola en la casa junto a tu sitio vacío. Yo no he vuelto desde que tuve que pasar por ti. Ahora estoy a tu lado y te miro tendido en la misma camilla en la que tu padre dormía hace tanto. Te miro y arreglo tu corbata. Toco tu rostro. Es injusto que nadie más que yo pueda hacerlo ahora. Acaricio con rubor tus mejillas lívidas y acicalo el cabello que aún te queda. Lamento tanto no tener a nadie a mi lado todavía. El bicho te tomó por asalto y sin mostrarse. No hay un hijo que prometa frente a tu cuerpo encargarse de mis huesos.
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La primera vez que me enseñaste tu trabajo fue cuando el abuelo murió. Aquella vez, mis diez años no bastaron para responderte. Ahora que te abrazo en silencio y que la rigidez de tu cuerpo hiere mis brazos, tampoco puedo decirte que toca despedirnos. Tú solo has cerrado los ojos. Te pondrás de pie por la mañana, ¿no es cierto, viejo?
Descansa por el momento. Yo seguiré aquí velando tu sueño, en tanto el frío gira sobre nosotros y el zumbido de la luz colma mi pecho.