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Me busca hasta el cansancio

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Al observar mi vida veo que continuamente me extravío.

Mi vida es un continuo extraviarme para que Él me encuentre, para que lo necesite cada vez más, para que se vuelva cada más cercano; para que continuamente descubra que «Él, buscándome, se sentó agotado»1. «Agotado» parece significar aquí también «amor hasta el cansancio». Después del pecado original Dios amará al hombre buscándolo «hasta el cansancio», hasta el agotamiento.

En la Eucaristía Jesús me visita a mí, que continuamente estoy extraviado. Este extravío es mi estado normal; por lo tanto no hay motivo para entristecerse. Solo como alguien que está extraviado puedo ser encontrado. De otra manera Él no me encontrará, porque no creeré necesitarlo, no le permitiré al Amor eucarístico entrar en mí. El hecho es que debe haber dos amores que se buscan mutuamente. Él siempre me da la gracia para que lo busque, porque mi búsqueda es expresión de la fe, la esperanza y el amor.

Él me busca hasta el cansancio, hasta el agotamiento. Este cansancio lo conducirá hasta la Cruz. Cruz que no es un fracaso, que no es el final; que se transformará en el poder y la gloria de la Resurrección. La Cruz es el signo de Dios que me salva, que se revela continuamente en la Eucaristía y que al mismo tiempo se esconde tanto que puedo no «verlo» e, incluso, no quererlo.

Él me quiere encontrar incesantemente, en cada momento, en cada instante de mi vida; pero de manera especial en la Eucaristía, en donde me puede asumir y en donde yo puedo encontrarme con Él, como Magdalena, después de la Resurrección. Ella estaba feliz al descubrir que todo lo que parecía perdido había vuelto a aparecer nuevamente con un poder todavía mayor. ¿Por qué pensaba ella que todo parecía perdido? Porque si había muerto Aquel que le había perdonado todo, también ese perdón había «muerto», había perdido su significación. Si Él había fracasado totalmente junto con el aparente fracaso que significó la Cruz, ella también habría fracasado totalmente. Ya no habría perdón, pues Él ya no estaba vivo. Haber encontrado a Jesús a quien buscaba era, por lo tanto, algo maravilloso. Él le había devuelto el sentido y la vida... y todo lo demás.

Con frecuencia voy a la santa Misa extraviado. Tal vez a veces a mí también me parece que todo está perdido. Pero Él, por medio de su amor eucarístico, me puede volver a dar todo, como a Magdalena, si lo deseo a Él, si lo espero. La participación en la Eucaristía debería ser también un irse abriendo a su amor, que es redentor, que es tanto agápe como eros, según las maravillosas palabras de Benedicto XVI2. Dios, al venir a mí en la Eucaristía, desea que le permita estar presente tanto en mi buscar como en mi encontrar.

El extravío con el que voy a la santa Misa se convierte para Él en material de Redención. Él ahora entrega su Cuerpo3 por mí. Ahora derrama su Sangre por mí, que estoy extraviado en la temporalidad. Restablece mi cercanía con Él. Tal vez incluso más que la cercanía..., eso depende de mí, de la intensidad de mi deseo, de la esperanza de ser encontrado.

En esos momentos de mayor extravío Él mismo me atrae con su gracia desde el altar. Porque, aunque Dios es plena y perfecta posesión, me trata como si Él también «tuviera la esperanza» de que descubriré su amor maravilloso, que se derrama desde el altar eucarístico. En cada santa Misa me buscas. Eres Tú quien sale a mi encuentro, y soy yo el encontrado por ti. Tú siempre eres el primero. Cuando me extravío, cuando me preocupo porque me parece que ya todo está perdido (puesto que por mí mismo no soy capaz de regresar), Tú me encuentras para decirme: «Mira, soy Yo; estoy aquí, sobre el altar».

A mí nadie me busca; solo Él lo hace. Cuando en los momentos de crisis veo que nadie me quiere, entonces puedo aferrarme como al ancla de esta verdad prodigiosa: aunque todo mi ser es más bien el extravío mismo, todo el Ser divino se hace presente buscándome a mí. Y en Él, finalmente, encontraré todo, porque Él me lo da todo. Y precisamente, en el hecho de dármelo todo, descubro que me quiere llevar más profundamente a desearlo solo a Él. Quiere que comprenda que el mundo –mis amigos, familia, seres queridos, cercanos y lejanos– en realidad no alcanzan la perfección de su amor, porque para el mundo a menudo soy un objeto utilizable, necesario para resolver asuntos. Tarde o temprano descubriré que, si alguien me quiere por mí mismo, es reflejo del amor cuya fuente es solo Él.

Tal vez aprenderé también que hay que dejar al mundo ser como es: no hacerle reclamos por no necesitarme; permitir que Dios, a través de mí, llegue a los demás, para que la gracia se derrame sobre otras personas. Esta es la ley del Amor, conquistar la mayor cantidad de almas extraviadas, almas que descubran que son anheladas por Dios, lo que significa que Él está enamorado de ellas. Precisamente este enamoramiento es lo que engendra su movimiento de búsqueda; parece decir: «Me buscas demasiado poco, me necesitas demasiado poco, porque todavía no te has enamorado de Mí. Sigues viviendo muy poco de la fe».

Vivo demasiado poco de la fe, porque con frecuencia vivo como si Él no existiera. Vivir de la fe significa intentar continuamente dirigir mi pensamiento hacia Él. ¿Qué está haciendo Él ahora? Cuando yo me levanto, me baño, me preparo para salir, ¿qué hace Él?, ¿descansa?, ¿observa?, ¿está muy lejos? Cuando estoy desayunando apresurádamente –no para ir a su encuentro, sino a trabajar, por lo tanto en estado de extravío–, ¿qué hace Él? Cuando voy a la santa Misa, apresurando el paso para no llegar tarde, para cumplir con el deber, Él me busca hasta el cansancio.

Debería abrirme a la luz de esta esperanza: saber que Él me busca siempre, pero sobre todo cuando la Iglesia me permite estar tan cerca de su amor redentor, del amor que se me revela a Sí mismo en el Sacrificio eucarístico. Cuando voy a la santa Misa tal vez Él me conceda el don de la fe y, en la medida de esa fe, mi corazón será feliz porque ¡Él está tan cerca!

De hecho, precisamente a través de la fe puedo «tocarlo». Magdalena no recibió este don. Soy más privilegiado que ella, porque en aquella madrugada de la Pascua de Resurrección, Él no le permitió que lo tocara todavía. La envió a los Apóstoles con una misión. Como si quisiera decirle a ella, ¡o más bien a mí!:

En realidad solo me «tocas» a través de la fe, cuando en virtud de mis palabras me presento sobre el altar eucarístico para realizar la obra de la Redención, todavía no consumada. No está consumada porque se consumará solo cuando la recibas plenamente, que siempre estás extraviado. Y me podrás «tocar» cuando, después de terminada la oración eucarística, venga a ti en la santa comunión.

Pero –debo preguntarme–, ¿acaso comulgar engendra en mí una oración de gratitud? ¿Me apresuro a decirle: «¡Maestro mío, qué bueno que estás aquí! Tú, resucitado, presente en tu Redención, en tu amor, que es una solicitud tan incomprendida por mí? Algún día –tengo la esperanza– me introducirás en tu gloria. Y entonces veré que durante toda mi vida me buscaste continuamente con tu amor redentor, con tu amor eucarístico».

Asombrosa cercanía

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