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ARMA TRAMA

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Lo de los roedores se solucionó relativamente rápido con una gata que me traje del Botánico y una nueva analista que interpretó todo lo que cabía interpretar hasta matar mi propia tara.

Nunca le comenté nada a mi ex acerca de “Tamar” porque, como decía, el papel quedó olvidado en el fondo de un cajón. No sé si él esperaba alguna respuesta, tal vez no. En todo caso, ¿qué podría haberle respondido? ¿Correspondía una devolución literaria, de esas que solíamos propinarnos mutuamente cuando el otro terminaba un texto? De hecho, así había empezado nuestra relación. Cuando nos conocimos, por la mediación de amigos celestinos, yo estaba terminando de escribir mi primer libro mientras él ya era un consagrado precoz que a los 27 años portaba la cucarda de dos premios literarios importantes (el Paidós y el Monte Ávila). Cuando le comenté que no lograba darle un orden a la suma de textos que conformarían mi libro, como arma de seducción él se ofreció rápidamente a ayudarme. Así fue como inauguramos un trabajo en colaboración que mantuvimos durante años. Antes de entregar un original a la editorial esperábamos las sugerencias del otro. Mi ex mantuvo esa costumbre incluso más allá de nuestra separación. Yo, en cambio, unos años antes de ese acontecimiento, necesité liberarme del ojo crítico de él para entender mejor cuáles eran mis propias limitaciones y preferí que leyera mis libros después de publicados. (Según mi analista de ese entonces, liberarme de esas críticas fue un paso para liberar mis propios escritos de algunas ataduras retóricas de las que yo misma me quejaba).

Eran épocas en las que la costumbre de concurrir a un taller literario todavía no estaba naturalizada. De hecho nuestra generación los empezó a implementar tímidamente como un medio de supervivencia pero con la secreta convicción de que se trataba de algo un tanto espurio. Como el enemigo por entonces eran para nosotros los “temas”, los “referentes”, los “contenidos”, resultaba difícil sortearlos si uno quería a la vez trasmitir alguna enseñanza de escritura. Yo, por ejemplo, escribí en 1977 un texto en el que publicitaba mi “laboratorio de escritura” abriendo paraguas de antemano: ofrecía, usando la metáfora del laboratorio, lo que yo creía era una opción más cool, una especie de intermedio entre el grupo de estudios (formato que sí valorábamos en ese entonces) y el taller literario. Pretendía, no sé bien de qué manera, pasar información teórica al mismo tiempo que daba a los participantes una devolución de lo que producían. Se ve que quería preservarme de tener que meter mano en esos “contenidos” comunicables que latían en el corazón de los escritos ajenos. Mi coraza era la teoría y quería parecerme más a Masotta con sus exitosos grupos de estudios que a algún escritor norteamericano enseñando en el writing program de una universidad. Por ese entonces yo llamaba con desprecio “pragmatismo norteamericano” a una práctica que con los años entendí hasta qué punto servía para interrumpir de cuajo el malsano solipsismo que suele atacar a los escritores.

Ahora bien, como nosotros mismos no concurríamos a talleres (de hecho tampoco los había) pero la necesidad de mostrar lo que escribíamos y recibir alguna devolución se nos imponía como a cualquier mortal, lo hacíamos dentro del círculo cerrado del grupo, sin la mediación de alguien con más experiencia y menos intereses creados. También había otra opción: transformar a la pareja en un taller literario. Eso hicimos durante años mi ex y yo con resultados disímiles. Otros también parecen haberlo hecho. Ricardo Piglia, en sus Diarios, se queja de que Josefina Ludmer, quien por entonces era su pareja, le hubiera criticado un texto después de publicado: “Con Iris, antes de dormir, extraña sensación cuando ella me critica (cuando ya no hay arreglo) ‘El fin del viaje’. Lo peor es que tiene razón, todo relato se puede mejorar. Me afirmo, sin embargo, en el entusiasmo de Saer por el cuento, sobre el que me escribe una carta muy generosa”. Aquí Josefina –cuyo nombre completo es Iris Josefina Ludmer– aparece como Iris. Según la situación que narre, Piglia juega con esa duplicidad aludiendo a “Josefina L.” como alguien que es parte del mundillo literario, o a “Iris” cuando se refiere a la intimidad de la pareja. Entre esos dos personajes de la ficción autobiográfica, es Iris quien critica, “cuando ya no hay arreglo”, dejando en su interlocutor “una extraña sensación” que lo lleva a ampararse en el afecto y la generosidad del amigo.

En la vereda opuesta Ted Hughes, en Birthday Letters, libro de poemas enteramente referido a su relación amorosa con Sylvia Plath, narra cómo criticó, en una revista universitaria, un poema de Plath antes de conocerla, con el fin secreto de seducirla: “más para alcanzarte/ que para reprocharte, más para establecer contacto/ a través de la ajetreada astronomía/ del balancín de los estudios superiores/ o la socialización, a un nivel más bajo, que para corregirte/ con nuestros arcaicos principios preparamos/ un ataque, una mutilación, riéndonos”. Es posible que, como Hughes, también Iris haya querido, a su manera, poner a funcionar una maquinaria crítica como arma de seducción. En este caso esa maquinaria –que Ricardo Piglia siempre admiró tanto– le pertenecía a Josefina L. Sin embargo, parece ser que por fuera de la literatura, en la intimidad de la pareja que él invoca en sus Diarios, Piglia necesitaba contar, para armar la trama del amor, más con la dama del nombre secreto que con la escritora del nombre público.

De todos modos, ya sea con Iris o con Josefina, ya sea con Tamara o con Tamar, hacer del tallerismo en pareja una instancia del amor no es tarea sencilla. “Ya no hay arreglo”, afirma Piglia casi como diciendo, lacanianamente, que “no hay relación sexual”. Porque una absoluta empatía con el texto que escribe nuestro partenaire supondría escribirlo nosotros y eso parece imposible: un desfasaje temporal nos separa siempre de lo que quisiéramos que coincida. O el texto ya estaba publicado cuando la pareja todavía no se había constituido (como en el caso Plath-Hughes) o el texto se publicó cuando la pareja se estaba consolidando (como en el caso Ludmer-Piglia) o, como en mi caso, un libro no publicado pero sí terminado se volvió publicable gracias a la gestión de quien en realidad lo que buscaba era candidatearse para el amor.

El libro de Tamar

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