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MARTA MARAT

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Tuvieron que pasar más de quince años desde aquel día en el que encontré el mensaje debajo de la puerta de mi casa, para que me diera cuenta de que era posible llegar a leerlo en clave amorosa. Resulta paradójico porque justamente por ese entonces yo venía leyendo con entusiasmo lo que Julia Kristeva dice acerca del secreto que pesa sobre el nombre de la dama en la retórica cortesana de los trovadores herméticos (no pocos de ellos enamorados de alguna noble señora casada). Para Kristeva, ahí estaría el germen de la poesía laica de amor, ya que la metáfora poética, que antes invocaba a Dios, pasaría a guiñarle el ojo a una musa humana.

Sin embargo –y esto es para pensarlo–, muchas veces nuestras pasiones teóricas no coinciden con nuestros momentos vitales, aunque sin ninguna duda los anticipan. Y así fue como el poema “Tamar”, si es que realmente atesoraba alguna clave destinada a mí –Tamara–, había fallado en su cometido. Porque al poco tiempo de separarnos y después de no haber intercambiado más palabras que las estrictamente necesarias y burocráticas, yo esperaba de mi exmarido algún mensaje contundente del tipo “te extraño”, “volvamos”, “estoy dispuesto a cambiar”, etc. Es decir, esperaba que me lanzara algún dardo en una lengua efectiva o, mejor dicho, afectiva, como esa que Philip Roth dice que usaba su padre, “una lengua apoética, expresiva y a bocajarro, con todas sus flagrantes limitaciones y toda su fuerza perdurable”. Esa hubiera sido para mí, en aquel momento, una verdadera prueba de amor. Me encontré, en cambio, con un poema en clave cuyos bolsones semánticos, en esa situación de emergencia vital, no quise ni pude detenerme a descifrar. Además, hay que tomar en cuenta que la dedicatoria no me pertenecía: nunca me hubiera dado vuelta ante un llamado a la tal “Marta Marat”. En este caso, para mí la práctica del anagrama y su posible resolución oral (por ejemplo, que repetir muchas veces Marta Marat fuera el trabalenguas de Tamara) no me destrababa el intríngulis de la separación. Así fue como, sintiéndome expulsada del poema, enojada o, mejor, decepcionada, tiré la hoja A4 en el fondo de un cajón y me olvidé hasta que reapareció por casualidad, en medio de un montón de fotos y papeles viejos, hace unos días.

Hacía rato que el hechizo lenguajero que nos había mantenido unidos se venía resquebrajando. Dos escritores que durante veinticinco años se habían amado bajo la invocación de la literatura (con todos los distintos sentidos que esa palabra fue tomando a lo largo de dos décadas) empezaban a protagonizar, casi sin darse cuenta, una crisis que los terminaría separando. El interlocutor de siempre, aquel cómplice incondicional que militaba codo a codo en las filas de lo que nosotros en la década del setenta dábamos en llamar, bajo esa misma complicidad, “la escritura”, ya empezaba incluso a dejar de entender lo que el otro le quería decir cuando aludía a ese término. Yo, por ejemplo, me sentía en ese momento completamente Tamara, es decir, una mujer separada que no podía detenerse a leer entre líneas los avatares de aquella neonata que terminó llamada Tamar por el préstamo que sus padres tomaron a cuenta de otras Escrituras. Mientras, mi ex, empeñado en mantenerse protegido bajo el velo de la ficción, decía emerger de un sueño que a mí me sonaba más literario que real. ¿Es que acaso podía yo inferir que él había soñado conmigo (quiero decir, con Tamara)? De hecho, la nota manuscrita no dice nada parecido a “soñé con vos”, declaración que hubiese bastado para dar rienda suelta a una lectura romántica. “Emerjo de un sueño con la máxima cantidad de bolsones semánticos y combinaciones de tu nombre” no parecía aludir al contenido manifiesto de ese sueño, sino a una especie de elaboración posterior que precipitó al soñante de cabeza hacia un ejercicio literario. El hecho es que el poema resultante que, encima, tentado por sus inclinaciones de novelista, mi ex le dedica a un personaje de ficción, no me permitió a mí ninguna ensoñación. Es decir, no consideré la posibilidad de que él hubiera querido, a través de este mensaje velado, rearmar la trama amorosa de nuestra relación a pesar de que el primer verso parece ser claro cuando dice: “Arma trama, Ama”. Pero en ese momento a mí no me resultó para nada claro.

En la concepción misma del término “escritura”, que nos había unido como pareja militante del formalismo duro y puro, estaba implícito que escribir no es lo mismo que comunicar y, de hecho, hoy algo de esa convicción todavía me resuena, aunque ya no a la manera programática que nos hacía alucinar con un mundo de la escritura un poco esquizofrénico, capaz de funcionar al margen de lo comunicable. Sí suscribo, por ejemplo, a ese pensamiento de Goethe citado por Käte Hamburger, cuando dice que su poesía “no contiene ni una pizca que no haya sido vivida pero tampoco ninguna tal y como se vivió”. Sin embargo, nada de lo que había vivido con mi exmarido durante los veinticinco años de relación me resonaba en aquel momento en “Tamar”. Ahora en cambio, ya libre de las urgencias de aquellos tiempos, con la falsa bonhomía de quien se sienta a escribir sus memorias como si la vida fuera algo narrable, me parece que la teoría de Kristeva acerca del secreto de amor que pesa sobre el nombre de la dama coincide palmo a palmo con el secreto de Tamara: la loca pretensión de que el poema “Tamar” le diga algo que le permita recuperar de algún modo al hombre que alguna vez amó. Pero en aquel entonces lo que yo quería era a ese hombre de nuevo conmigo, quería a aquel marido real y despierto que, en vez de atar una rama con las letras de mi nombre, me había enamorado empuñando una escoba y matando en serio, en el escenario de la realidad real, a una rata.

El libro de Tamar

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