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1 LOS SIGNIFICADOS DE «AUTISMO»

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Tuve la fortuna de nacer en 1947. De haberlo hecho diez años más tarde, mi vida como persona con autismo habría sido muy distinta. En 1947, el diagnóstico de autismo tenía solo cuatro años. Casi nadie sabía qué significaba. Cuando mi madre observó en mí los síntomas que hoy etiquetaríamos de autistas —conducta destructiva, incapacidad para hablar, sensibilidad al contacto físico, fijación en los objetos que giran, etc.— hizo lo que creyó adecuado. Me llevó al neurólogo.

Bronson Crothers era director del Hospital Infantil de Boston desde su fundación, en 1920. Lo primero que el doctor Crothers hizo en mi caso fue encargar un electroencefalograma, o EEG, para descartar que padeciera una crisis de ausencia. Después me examinó los oídos para asegurarse de que no era sorda. «Bien, desde luego es una niña rara», le dijo a mi madre. Después, cuando empecé a verbalizar un poco, el doctor Crothers modificó su evaluación: «Es una niña rara, pero aprenderá a hablar». Diagnóstico: daño cerebral.

Nos remitió a una especialista en habla que dirigía una pequeña escuela en el sótano de su casa. Imagino que se podría decir que los otros niños también tenían daño cerebral; padecían síndrome de Down y otros trastornos. Yo no era sorda, pero tenía dificultades para oír las consonantes, por ejemplo la c de cup. Cuando los mayores hablaban deprisa, solo oía los sonidos vocálicos, así que pensaba que tenían su propia lengua especial. Pero la logopeda me hablaba más despacio, lo cual me ayudaba a oír los difíciles sonidos consonánticos, y cuando decía cup pronunciando la c, la terapeuta me felicitaba, exactamente lo que hoy haría cualquier terapeuta conductual.

Al mismo tiempo, mi madre contrató a una niñera que no hacía más que jugar con mi hermana y conmigo a juegos de guardar y seguir el turno. El sistema de la niñera también se parecía al que hoy se emplea en terapia conductual. Montaba el juego de forma que las tres debiéramos seguir un turno. Durante las comidas, me enseñaron a comportarme en la mesa, y no se me permitía rodar el tenedor por mi cabeza. El único momento en que podía volver a mi autismo era durante una hora después de la comida. El resto del día, tenía que vivir en un mundo sin balanceos ni giros.

Mi madre hizo una labor heroica. De hecho, descubrió ella sola el tratamiento estándar que hoy aplican los psiquiatras. Es posible que estos no se pongan de acuerdo sobre los supuestos beneficios de un determinado aspecto de una terapia frente a un determinado aspecto de otra terapia. Pero el principio básico de todos los programas, incluido el que se empleó conmigo (el de la Escuela de Terapia del Habla del Sótano de la Señorita Reynolds más Niñera), es participar con el niño en actividades que impliquen una relación de uno a uno durante horas, todos los días, entre veinte y cuarenta horas a la semana.

Sin embargo, el trabajo que realizó mi madre se basaba en el diagnóstico inicial de daño cerebral. Solo diez años después, cualquier médico probablemente habría hecho un diagnóstico distinto. Después de analizarme, le habría dicho a mi madre: «Se trata de un problema psicológico; todo está en la mente de la niña». Y a continuación me hubieran internado.

He escrito mucho sobre el autismo, pero realmente nunca lo he hecho sobre cómo se llega al propio diagnóstico. A diferencia de la meningitis, el cáncer de pulmón o la faringitis estreptocóquica, el autismo no se puede diagnosticar en el laboratorio —aunque se está intentando desarrollar sistemas para hacerlo, como veremos más adelante—. En su lugar, como ocurre con muchos síntomas psiquiátricos, como la depresión y el trastorno obsesivo-compulsivo, el autismo se identifica con la observación y la evaluación de conductas. Estas observaciones y evaluaciones son subjetivas, y las conductas varían de una persona a otra. El diagnóstico puede ser confuso, y puede ser vago. Ha ido cambiando con los años, y sigue cambiando.

El diagnóstico de autismo se remonta a 1943, cuando Leo Kanner, médico de la Universidad Johns Hopkins y pionero de la psiquiatría infantil, lo propuso en un artículo. Pocos años antes,1 había recibido una carta de un padre preocupado llamado Oliver Triplett Jr., un abogado de Forest, en el estado de Misisipí. A lo largo de treinta páginas, Triplett explicaba con detalle los cinco primeros años de la vida de su hijo Donald. Donald, escribía, no mostraba signos de querer estar con su madre, Mary. Además, podía «abstraerse perfectamente» de todos los que lo rodeaban. Tenía frecuentes pataletas, muchas veces no atendía por su nombre y se encandilaba con los objetos que giraban. Pero, con todos sus problemas evolutivos, Donald demostraba dotes inusuales. A los dos años, había memorizado el salmo 23 («El Señor es mi pastor...»). Podía citar al pie de la letra veinticinco preguntas y respuestas del catecismo presbiteriano. Le encantaba decir al revés las letras del alfabeto. Tenía una entonación perfecta.

Mary y Oliver llevaron a su hijo de Misisipí a Baltimore para que lo visitara Kanner. En los pocos años siguientes, este empezó a identificar en otros niños rasgos parecidos a los de Donald. ¿Existía un patrón?, se preguntó. ¿Todos esos niños padecían el mismo síndrome? En 1943, Kanner publicó un artículo: «Autistic Disturbances of Affective Contact», en la revista Nervous Child.2 En él se exponían historias de casos de once niños que, pensaba Kanner, compartían una serie de síntomas (de los cuales, hoy se reconocerían como propios del autismo la necesidad de estar solo y necesidad de la invariabilidad. Estar solo en un mundo que nunca cambiaba).

Desde el principio, los profesionales de la medicina no supieron qué hacer con el autismo. ¿Era biológica la fuente de esas conductas, o era psicológica? ¿Estos comportamientos eran lo que los niños habían traído consigo al mundo? ¿O eran lo que el mundo les había inculcado? ¿El autismo era fruto de la naturaleza o de la crianza?

Kanner se inclinaba por la explicación biológica del autismo, al menos al principio. En ese artículo de 1943 señalaba que las conductas autistas parecían darse a una edad temprana. En el último párrafo decía: «Hemos de suponer, por tanto, que estos niños han venido al mundo con la incapacidad innata de formar el contacto afectivo habitual y de base biológica con las personas, del mismo modo que otros niños llegan al mundo con minusvalías [sic] físicas o intelectuales innatas».

Pero había en estas observaciones un aspecto que lo desconcertaba. «No es fácil evaluar el hecho de que todos nuestros pacientes sean hijos de padres muy inteligentes. Tanto es así, que en el ambiente familiar se observa un alto grado de obsesión —pensaba, sin duda, en la carta de treinta y tres páginas de Triplett—. Los diarios e informes minuciosamente detallados y el recuerdo frecuente, después de varios años, de que los niños habían aprendido a recitar veinticinco preguntas y respuestas del catecismo presbiteriano, a cantar treinta y siete nanas, o a distinguir entre dieciocho sinfonías, constituyen un buen ejemplo de la obsesión parental».

«Hay otro aspecto destacado —proseguía Kanner—. En todo el grupo, hay muy pocos padres y madres que sean realmente cariñosos. En su mayor parte, padres, abuelos y familiares son personas muy preocupadas por abstracciones de carácter científico, literario o artístico, y con poco auténtico interés por las personas».

Estas observaciones de Kanner no son tan condenatorias para los padres como cabría pensar. En esa primera fase de su estudio del autismo, Kanner no apuntaba necesariamente a una relación de causa y efecto. No decía que si los padres se comportaban de esta forma, provocaban que sus hijos se comportaran de esa forma. Lo que hacía era señalar similitudes entre los padres y sus pacientes. Al fin y al cabo, los padres y su hijo pertenecían al mismo acervo genético. Las conductas de ambas generaciones se podrían deber al mismo desliz biológico.

Sin embargo, en 1949, en un artículo posterior, Kanner pasaba de centrar la atención en lo biológico a ponerla en lo psicológico.3 El artículo ocupaba diez páginas y media, de las cuales Kanner dedicaba cinco y media al comportamiento de los padres. Once años después, en una entrevista publicada en Time,4 decía que los niños autistas solían ser hijos de padres «que se descongelaban por un momento para fabricar al niño». Y como Kanner era el primero y principal experto sobre el tema, su actitud determinó el concepto que la profesión médica tuvo sobre el autismo durante al menos un cuarto de siglo.

Más adelante, Kanner mantuvo que muchas veces se le «citaba equivocadamente al decir que “toda la culpa es de los padres”».5 También se quejaba de que los críticos soslayaban su preferencia original por una explicación biológica. Y él mismo no era precisamente un admirador de Freud. En un libro que publicó en 1941, decía: «A quien quiera adorar al Gran Dios del Inconsciente y a sus arrogantes intérpretes, nada hay que se lo pueda impedir».

Pero Kanner también era producto de su tiempo, y sus años más fecundos coincidieron con el auge del pensamiento psicoanalítico en Estados Unidos. Cuando Kanner observaba los efectos del autismo, es posible que al principio se dijera que probablemente eran de carácter biológico, pero no por ello dejó de buscar una causa psicológica. Y cuando especulaba sobre quiénes eran los villanos que podían haber infligido tal herida psíquica, se dirigió a los sospechosos habituales del psicoanálisis: los padres (en especial la madre).

Es probable que el razonamiento de Kanner lo dificultara el hecho de que la conducta de los niños que son producto de unos padres poco entregados a su labor de tales se puede parecer a la de los niños con autismo. Los niños autistas pueden parecer maleducados, cuando en realidad no son más que inconscientes de las señales sociales. Pueden entregarse a pataletas. No pueden estarse quietos, compartir los juguetes ni dejar de interrumpir las conversaciones de los mayores. Quien haya estudiado las conductas de los niños con autismo podrá haber llegado fácilmente a la conclusión de que el problema son los padres, no los propios niños.

Pero en lo que Kanner se equivocó estrepitosamente fue al dar por supuesto que, dado que una parentidad deficiente puede provocar un mal comportamiento, toda mala conducta ha de ser resultado de una mala parentidad. Dio por supuesto que la capacidad de un niño de tres años de nombrar a todos los presidentes y vicepresidentes de Estados Unidos no podía no ser debida a una intervención externa. Supuso que la conducta psíquicamente aislada o físicamente destructiva del niño no podía no ser debida a unos padres emocionalmente distantes.

De hecho, Kanner invertía la relación de causa y efecto. El niño no se comportaba de forma psíquicamente aislada o físicamente destructiva porque los padres eran emocionalmente distantes. Al contrario, los padres eran emocionalmente distantes porque el hijo se comportaba de forma psíquicamente aislada o físicamente destructiva. Mi madre es un buen ejemplo. Dejó escrito que cuando no le devolvía los abrazos, pensaba: «Si Temple no me quiere, guardaré las distancias».6 Pero el problema no era que no la quisiera. Era que la sobrecarga sensorial del abrazo me obstaculizaba el sistema nervioso. (Por entonces, claro está, nada se sabía de la hipersensibilidad sensorial. Hablaré de este tema en el capítulo 4.)

La lógica inversa de Kanner encontraría su adalid en Bruno Bettelheim, el influyente director de la Escuela Ortogénica para niños perturbados de la Universidad de Chicago. En 1967, Bettelheim publicó La fortaleza vacía: autismo infantil y el nacimiento del yo, un libro que popularizó la idea de «madre nevera» de Kanner. Al igual que Kanner, Bettelheim pensaba que el autismo probablemente era de naturaleza biológica. Y como las de Kanner, sus ideas sobre el autismo se basan, pese a todo, en principios psicoanalíticos. Decía Bettelheim que el niño autista no estaba predeterminado biológicamente para manifestar los síntomas, sino predispuesto biológicamente hacia esos síntomas. El autismo estaba latente; hasta que aparecía una pobre parentidad y le daba vida.7

Si mi madre no me hubiera llevado al neurólogo, es posible que se la hubiese culpado de ser una madre nevera. Solo tenía diecinueve años cuando yo nací, y era su primera hija. Como muchas madres primerizas que se enfrentaban al «mal» comportamiento del hijo, mi madre supuso al principio que algo debía de hacer mal. Sin embargo, el doctor Crothers le alivió la angustia. Cuando yo estaba en segundo o tercer curso de primaria, mi madre consiguió que un médico me aplicara el tratamiento Kanner completo, y le informó que la causa de mi comportamiento era una lesión psíquica y que yo, mientras no la supiera identificar, estaría condenada a habitar en mi propio mundo de aislamiento.

Pero el problema no era una herida psíquica, y mi madre lo sabía. El planteamiento psicoanalítico ante un trastorno era encontrar la causa de la conducta y eliminarla. Mamá dio por supuesto que no podía hacer nada con la causa de mi conducta, así que su sistema fue ocuparse del propio comportamiento. En este sentido, mi madre fue por delante de su época. La psiquiatría infantil tardaría décadas en alcanzarla.

La gente me pregunta a menudo: «¿Cuándo supo realmente que era autista?». Como si en mi vida hubiera un momento determinante, una revelación sobre el antes y el después. Pero en los años cincuenta la idea de autismo no funcionaba así. Por entonces, la psiquiatría infantil era aún joven, y yo también. Las palabras autismo y autista apenas aparecían en el intento inicial de la Asociación Psiquiátrica Americana de estandarizar los diagnósticos psiquiátricos, en la primera edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM), publicado en 1952, cuando yo tenía cinco años. Las pocas veces que aparecían estas palabras, se empleaban para describir síntomas de un diagnóstico distinto, la esquizofrenia. Por ejemplo, en la entrada Reacción esquizofrénica, Tipo infantil, se hacía referencia a «reacciones psicóticas de los niños, manifestaciones principalmente de autismo», sin ninguna explicación posterior de qué era el propio autismo.

Mi madre recuerda que uno de los primeros médicos de mi vida se refirió de pasada a «tendencias autistas». Pero yo nunca oí la palabra autista aplicada a mí hasta que tuve doce o trece años; recuerdo que pensaba: «¡Oh! La diferente soy yo». Pero ni siquiera entonces hubiera sido capaz de decir exactamente cuáles eran las conductas autistas. No hubiese sabido decir por qué me costaba tantísimo hacer amigos.

A los treinta y tantos, cuando estaba realizando el doctorado en la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign, todavía era capaz de ignorar que el autismo afectaba a mi vida. Una de las asignaturas obligatorias era la de estadística, y yo estaba desesperada. Solicité seguir el curso con un profesor particular, en lugar de la asistencia regular a las clases, y me dijeron que para ello necesitaba la correspondiente autorización y que debería pasar por una «evaluación psicoeducativa». El 17 y el 22 de diciembre de 1982 me reuní con un psicólogo y realicé diferentes pruebas estándares.8 Hoy, cuando saco aquel informe del archivo y lo leo de nuevo, las puntuaciones prácticamente me hablan a gritos: «La persona que hizo esos test era autista».

En un subtest en el que tenía que identificar una palabra que se pronunciaba sílaba a sílaba, obtuve una puntuación propia de segundo curso de primaria. La misma puntuación obtuve en un subtest en que tenía que comprender frases cuyos sustantivos eran sustituidos por símbolos arbitrarios; por ejemplo, una bandera significaba «caballo».

«¡Claro! —pensé—. Claro que lo hacía mal en esos test». Me obligaban a retener en la cabeza una serie de conceptos que había acabado de aprender. Una bandera significaba «caballo», un triángulo significaba «barca», un cuadrado significaba «iglesia». Un momento, ¿puede repetirme qué significa una bandera? O la sílaba que escuché hace tres segundos era mo, la de hace dos segundos era de, la de hace un segundo era ra¸ y ahora la nueva sílaba es ción. Espere, ¿me repite la primera sílaba? Mi éxito dependía de mi memoria a corto plazo, y —como les ocurre a muchas personas autistas, como averiguaría más tarde— mi memoria a corto plazo es mala. ¿Qué tenía de extraño?

En el otro extremo, lo hacía bien en ejercicios de sinónimos y antónimos porque sabía asociar las palabras del test a imágenes de mi mente. Si el psicólogo que me examinaba me decía «stop», veía una señal de stop. Si decía «pase», veía una luz verde. Pero no eran una señal de stop ni una luz verde cualesquiera. Veía una señal de stop concreta y una luz verde concreta de mi pasado. Veía un montón de ellas. Incluso recordaba una luz de paso de un puesto fronterizo de México, una luz roja que se volvía verde si los policías decidían no registrarte las maletas, y había visto esa luz hacía más de diez años.

Bueno, ¿y qué?, pregunto de nuevo. Por lo que sabía, todo el mundo pensaba con imágenes, y ocurría simplemente que yo lo hacía mejor que la mayoría de las personas, algo que ya sabía. En ese punto de mi vida, llevaba varios años haciendo dibujos de arquitectura. Ya había vivido la experiencia de terminar un dibujo, quedarme mirándolo y pensar: «No puedo creer que lo haya hecho yo». Lo que no había pensado era: «Puedo hacer este tipo de dibujos porque he estado paseando por el jardín, he guardado todos sus detalles en la memoria, he almacenado las imágenes en el cerebro como si fuera un ordenador, y después he recuperado las que me interesaban. Puedo hacer este tipo de dibujos porque soy una persona con autismo». Del mismo modo que no había pensado: «He alcanzado el percentil 6 en razonamiento y el 95 en capacidad verbal porque soy una persona con autismo». Y la razón de que no pensara estas cosas es que «persona con autismo» era una categoría que en aquellos tiempos solo empezaba a existir.

La palabra autismo, claro está, formaba parte del léxico psiquiátrico desde 1943, por lo que la idea de personas con autismo llevaba presente como mínimo el mismo tiempo. Pero la definición era vaga, por decirlo suavemente. Si nadie me señalaba ninguna cosa extraña en la forma de comportarme, no iba por ahí pensando que era una persona con autismo. Y, en este sentido, no creo que fuera una excepción.

La segunda edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales se publicó en 1968, y, a diferencia de la anterior de 1952, no hacía ninguna mención al autismo. Por lo que sé, la palabra autista sí aparecía dos veces, pero, de nuevo, como ocurría en el DSM-I, solo lo hacía para describir síntomas de esquizofrenia y no en relación con un diagnóstico propio. «Comportamiento autista, atípico e introvertido», decía una referencia; «pensamiento autista», decía la otra.

Pero en la década de 1970 la profesión psiquiátrica dio un giro completo a su forma de pensar. En lugar de buscar las causas al estilo del antiguo psicoanálisis, los psiquiatras empezaron a centrarse en los efectos. En vez de considerar que el diagnóstico exacto era una cuestión secundaria, los profesionales de la psiquiatría empezaron a intentar clasificar los síntomas de modo estricto, ordenado y uniforme. Y así decidieron que había llegado el momento de que la psiquiatría se convirtiera en una ciencia.


Saber «descargar» imágenes de mis visitas a instalaciones ganaderas para elaborar este esbozo de una rampa de carga de doble plataforma no me parecía nada fuera de lo normal. © Temple Grandin.

Este giro se produjo por dos razones.9 En 1973, David Rosenhan, un psiquiatra de Stanford, publicó un artículo10 en que explicaba que él mismo y colegas suyos habían simulado ser esquizofrénicos y psiquiatras locos tan bien que los psiquiatras los internaron y retuvieron contra su voluntad en hospitales mentales. ¿Qué credibilidad científica puede tener una especialidad médica si sus profesionales pueden hacer diagnósticos equivocados con tanta facilidad, unos diagnósticos erróneos, además, de consecuencias potencialmente trágicas?

Otra razón de ese giro fue sociológica. En 1972, el movimiento de los derechos de las personas homosexuales protestó contra la clasificación que en el DSM se hacía de la homosexualidad como una enfermedad mental, como algo que había que curar. La batalla se ganó, y con ello se planteó la pregunta de qué confianza merecía cualquier diagnóstico del DSM.

Pero probablemente el factor más importante que intervino en el paso de la atención de la psiquiatría de las causas a los efectos, de la búsqueda de una lesión psíquica a la catalogación de los síntomas, fue el auge de la medicación. Los psiquiatras descubrieron que para tratar a sus pacientes no era necesario indagar en las causas. Con el tratamiento de los efectos podían aliviar el sufrimiento del paciente.

Pero para tratar los efectos tenían que saber qué medicamentos eran los adecuados para cada enfermedad, lo cual significaba que debían saber cuáles eran las enfermedades, lo cual significaba que tendrían que identificar las enfermedades de forma específica y coherente.

Una consecuencia de este enfoque más riguroso fue que el equipo de trabajo de la Asociación Psiquiátrica Americana por fin se planteó la pregunta evidente: ¿Cuál es esta conducta autista que es síntoma de esquizofrenia? Para responder la pregunta, había que aislar la conducta autista de otros síntomas que apuntaran a la esquizofrenia (delirios, alucinaciones y demás). Pero para definir la conducta autista, había que definir las conductas autistas —en otras palabras, disponer de un listado de síntomas de referencia—. Y una lista de síntomas de referencia que no se solapara con otros síntomas de esquizofrenia apuntaba a la posibilidad de un diagnóstico independiente: autismo infantil o síndrome de Kanner.

El DSM-III, publicado en 1980, situaba el autismo infantil en el listado de una categoría más amplia denominada trastornos generalizados del desarrollo (TGD). Para que se le diagnosticara autismo infantil, el paciente debía cumplir con seis criterios. Uno de ellos era la ausencia de síntomas que indicaran esquizofrenia. Y los otros:

• Manifestación antes de los treinta meses.

• Falta generalizada de reactividad a otras personas.

• Carencias graves en el desarrollo del lenguaje.

• Si existe el habla, patrones de habla peculiares, como ecolalia inmediata y retardada, lenguaje metafórico e inversión pronominal.

• Reacciones extrañas a diversos aspectos del entorno, por ejemplo, resistencia al cambio, interés o apego peculiares por objetos animados o inanimados.

Pero aquella definición era muy poco precisa. De hecho se convirtió en una especie de diana móvil, que cambiaba con cada edición del DSM con los intentos de la Asociación Psiquiátrica Americana de fijar con exactitud qué era el autismo —una trayectoria habitual de los diagnósticos psiquiátricos que dependen de las observaciones del comportamiento—. En 1987, la edición revisada del DSM-III, el DSM-III-R, no solo cambió el nombre del diagnóstico (de autismo infantil a trastorno autista), sino que amplió el número de criterios diagnósticos de seis a dieciséis, divididos en tres categorías, y especificaba que la persona debía mostrar al menos un total de ocho síntomas, dos de ellos como mínimo pertenecientes a la categoría A, uno a la B y uno a la C. Esta sensibilidad propia de un menú chino se tradujo en mayores tasas de diagnósticos. Un estudio de 199611 comparaba los criterios del DSMIII y el DSM-III-R aplicados a una muestra de 194 niños de preescolar «con destacada discapacidad social». Según el DSM-III, el 51% de los niños eran autistas. Según el DSMIII-R, lo era el 91% de los mismos niños.

La edición de 1987 del DSM también ampliaba un anterior diagnóstico de la categoría de TGD, el trastorno generalizado del desarrollo atípico, a un diagnóstico de multicontenido que abarcaba casos en que los síntomas de autismo eran más suaves o en que estaba presente la mayoría de los síntomas, pero no todos: el trastorno generalizado del desarrollo no especificado (TGD-NE). El DSM-IV, publicado en 1994, complicaba aún más la definición de autismo al añadir un diagnóstico completamente nuevo: el síndrome de Asperger.

En 1981, la psiquiatra y médico británica Lorna Wing12 introdujo al público de habla inglesa el trabajo que el pediatra austríaco Hans Asperger había realizado en 1943 y 1944. Mientras Kanner estaba intentando definir el autismo, Asperger identificaba una clase de niños que mostraban varias conductas distintivas: «falta de empatía, poca capacidad de hacer amigos, conversaciones unilaterales, intensa concentración en un determinado interés y movimientos torpes». Señalaba también que esos niños podían hablar sin cansarse nunca de temas que les interesaran; les apodó «pequeños catedráticos». Asperger bautizó el síndrome como «psicopatía autista», pero Wing pensó que, debido a las lamentables asociaciones que la palabra psicopatía había adquirido con los años, «es preferible el término neutro de síndrome de Asperger».

Esta incorporación al DSM es importante en dos sentidos. El evidente es que supuso el reconocimiento oficial del síndrome de Asperger por parte de las autoridades psiquiátricas. Pero, unido al TGD-NE y sus criterios diagnósticos de «síntomas autistas pero no exactamente autismo», el síndrome de Asperger también era significativo porque cambiaba la forma de pensar sobre el autismo en general.

La inclusión del autismo en el DSM-III en 1980 fue importante porque lo formalizaba como diagnóstico, mientras que la creación del TGD-NE en el DSM-III-R en 1987 y la incorporación del síndrome de Asperger en el DSM-IV en 1994 lo fueron porque enmarcaban el autismo como un espectro. Técnicamente, el síndrome de Asperger no era una forma de autismo, según el DSM-IV; era uno de los cinco trastornos agrupados como TGD, junto con el trastorno de autismo, los TGD-NE, el síndrome de Rett y el trastorno desintegrador de la infancia. Pero muy pronto adquirió la reputación de «autismo de alto funcionamiento», y cuando, en 2000, apareció la edición revisada del DSM-IV, en los diagnósticos se hablaba de forma indistinta de trastorno generalizado del desarrollo y trastorno del espectro autista (o TEA). En un extremo del espectro estarían personas con discapacidad grave. En el otro, se podría encontrar a Einstein o a Steve Jobs.

Esta amplitud, sin embargo, forma parte del problema. No debió de ser casualidad que justo en el momento en que la idea de un espectro autista entraba en la corriente principal del pensamiento tanto popular como médico, lo hiciera también la idea de un autismo «epidémico». Si se da a la comunidad médica un diagnóstico nuevo para que lo asigne a una diversidad de conductas familiares, es evidente que la incidencia de ese diagnóstico va a aumentar.

¿Aumentó? Si lo hizo, ¿no se observaría una caída en algunos otros diagnósticos, aquellos que habrían recibido estos nuevos casos de autismo o de síndrome de Asperger?

Sí, y la realidad es que se ven pruebas de esa caída. En el Reino Unido, algunos de los síntomas de autismo se habrían identificado anteriormente como síntomas de trastorno del habla o el lenguaje, y esos diagnósticos de los años noventa disminuyeron en más o menos la misma proporción en que aumentaron los diagnósticos de autismo. En Estados Unidos, esos mismos síntomas habrían sido diagnosticados como retraso mental, y, de nuevo, el número de esos diagnósticos disminuyó al tiempo que aumentaban los de autismo. Un estudio de la Universidad de Columbia13 de 7.003 niños de California diagnosticados como autistas entre 1992 y 2005 descubrió que a 631, o aproximadamente a uno de cada once, se les había cambiado el diagnóstico de retraso mental por el de autismo. Al incluir a los sujetos a los que anteriormente no se les había hecho ningún diagnóstico, los investigadores observaron que la proporción de niños a los que, con criterios diagnósticos más antiguos, se les habría diagnosticado retraso mental y ahora se les diagnosticaba autismo era de uno a cuatro.

Un análisis posterior de la misma muestra de población realizado por la Universidad de Columbia descubrió que los niños que vivían cerca de otros niños autistas tenían mayor probabilidad de recibir ellos también el diagnóstico de autismo, seguramente porque sus padres conocían mejor los síntomas.14 ¿El niño habla de forma repetitiva? ¿Es esquivo y no quiere que lo tomen en brazos? ¿Sabe jugar bien a las palmitas? ¿Establece contacto visual? Los niños a los que antes se les diagnosticaba retraso mental no eran los únicos que tenían más probabilidades de recibir ahora el de autismo, sino que había más niños que tenían esas mismas probabilidades, y punto (lo cual basta para explicar el aumento del 16% de la prevalencia entre la muestra de población).

Para ver los efectos de una mayor conciencia del autismo y del síndrome de Asperger, no tengo más que observar al público que acude a mis conferencias. Cuando empecé a dar charlas sobre autismo en los años ochenta, la mayoría de las personas con autismo que iban a escucharme estaban en el extremo grave y no verbal del espectro. Y siguen viniendo a mis conferencias. Pero hoy son mucho más habituales los niños de una extrema timidez y con las manos sudorosas, y pienso: «Bueno, se parecen a mí: en el espectro pero en el extremo de alto funcionamiento». ¿Habrían permitido sus padres, en los años ochenta, que les hubieran hecho pruebas para determinar si eran autistas? Probablemente no. Y luego están los niños obsesos y empollones a los que llamo pequeños Steve Jobs. Pienso en los niños con los que iba a la escuela que eran exactamente como estos, pero a ellos no se les puso ninguna etiqueta. Hoy se la colgarían.

Hace poco hablé en una escuela para alumnos autistas, o cien niños pequeños sentados en el suelo, en el gimnasio. No jugaban mucho con las manos, por lo que seguramente estaban en el extremo de alto funcionamiento del espectro autista. Pero nunca se sabe. Me miraban como lo hacían los niños a los que había visto unos meses antes en la Feria de las Ciencias del estado de Minnesota. ¿A los niños de aquella escuela especial se les diagnosticó autismo solo para que pudieran ir a una escuela en que se les dejaría solos para que hicieran lo que mejor supieran —ciencias, historia, cualesquiera que fuesen sus fijaciones—? Y, de nuevo, ¿algunos de los niños de la feria encajaban en el diagnóstico de autismo o síndrome de Asperger?

Es casi seguro que la cantidad de diagnósticos de trastorno del espectro autista aumentó espectacularmente debido a otra razón,15 una razón que no ha recibido toda la atención que merece: un error tipográfico. Sorprendente, pero así es. En el DSM-IV, la definición de trastorno generalizado del desarrollo no especificado que se suponía que debía aparecer era: «discapacidad grave y generalizada para la interacción social y de las habilidades de comunicación verbal o no verbal» (la cursiva es mía). Sin embargo, lo que realmente apareció fue: «discapacidad grave y generalizada para la interacción social recíproca o de las habilidades de comunicación verbal o no verbal» (la cursiva es mía). Para que le diagnosticaran TGD-NE, el paciente no necesitaba reunir los dos criterios, sino uno u otro.

Es imposible saber cuántos médicos hicieron un diagnóstico equivocado de TGD-NE basándose en ese error. La redacción fue corregida en 2000, en el DSM-IV-TR. Aun así, no podemos saber cuántos médicos siguieron haciendo diagnósticos erróneos, aunque solo fuera porque para entonces el diagnóstico incorrecto se había convertido en el diagnóstico estándar.

Unidos todos estos factores —unos estándares vagos, la inclusión del síndrome de Asperger, el TGD-NE y el TEA, la mayor conciencia y el error tipográfico— lo raro hubiese sido que no se hubiera producido una «epidemia».

No digo que la incidencia del autismo no haya aumentado con los años. Parece que los factores medioambientales desempeñan un papel en el autismo —medioambientales no solo en el sentido de las toxinas del aire o los fármacos presentes en la sangre de la madre, sino otros factores, como la edad del padre en el momento de la concepción del hijo, que parece que afecta a la cantidad de mutaciones genéticas del esperma, o el peso de la madre durante el embarazo (véase el capítulo 3)—. Si el entorno cambia a peor —si sale un fármaco nuevo del que después se descubre que provoca síntomas de autismo, o si un cambio en el mercado laboral hace que las parejas esperen a tener hijos—, el número de casos puede aumentar. Si el entorno cambia a mejor —si la comunidad dispone de servicios para poder diagnosticar trastornos del espectro autista, de modo que los padres puedan ir de un médico a otro hasta que el niño obtenga el diagnóstico «correcto»—, también podría aumentar el número de casos.

Cualquiera que sea la suma de razones, la incidencia declarada de diagnósticos de autismo no ha hecho sino aumentar. En 2000, los centros para el Control y Prevención de Enfermedades decidieron que la Red de Control del Autismo y las Discapacidades del Desarrollo (ADDM) recabara datos sobre los niños de ocho años, para realizar estimaciones sobre el autismo y otras discapacidades evolutivas en Estados Unidos.16 Los datos de 2002 indicaban que 1 de cada 150 niños tenía un TEA. Los datos de 2006 subían la incidencia a 1 de cada 110 niños. Los datos de 2008 —los más recientes en el momento de escribir estas páginas, y base del último informe, de marzo de 2012— subían la incidencia aún más, hasta 1 de cada 88 niños. Es un aumento del 70% en seis años.

La muestra la componían 337.093 sujetos de catorce comunidades de otros tantos estados, o más del 8% de los niños de ocho años que ese año había en el país. Dado el tamaño y la amplitud de la muestra, sorprendía la falta de coherencia geográfica. La cantidad de niños identificados como poseedores de TEA variaba mucho de una comunidad a otra, desde solo 1 de cada 210 hasta nada menos que 1 de cada 47. En una comunidad, 1 de cada 33 niños varones tenía un TEA. La tasa de incidencia de los TEA entre los niños negros aumentó en un 91% desde 2002. Entre los niños hispanos, el aumento fue aún mayor: el 110%.

¿Qué está ocurriendo? «En este momento, no está claro», escribía Catherine Lord, directora del Centro para el Autismo y el Desarrollo del Cerebro de Nueva York, en CNN. com cuando apareció el informe de 2012. Y, lamentablemente, el DSM-5,17 publicado en 2013, no aclara las cosas (véase el capítulo 5).

Cuando se limpia un armario, llega un momento en que la suciedad es más aún que al empezar. Hoy nos encontramos en este punto de la historia del autismo. En varios sentidos, el conocimiento que tenemos del autismo ha aumentado muchísimo desde los pasados años cuarenta. Pero en otros estamos tan confundidos como siempre.

Afortunadamente, creo que estamos preparados para pasar ese punto de máxima confusión. Como dice Jeffrey S. Anderson, director de neuroimagen funcional de la Facultad de Medicina de la Universidad de Utah: «En medicina hay una larga tradición de enfermedades que empiezan en la psiquiatría y acaban por pasar a la neurología»18 —por ejemplo, la epilepsia—. Y hoy el autismo se suma a esta tradición. En el futuro, el autismo va a desvelar sus secretos gracias al escrutinio de la ciencia pura, gracias a nuevas líneas de investigación que analizaremos en los dos capítulos siguientes.

Por un lado, en el estante correspondiente al capítulo 2, colocaremos la neuroimagen. Por otro, en el estante correspondiente al capítulo 3, colocaremos la genética. Podemos empezar a reorganizar el armario con confianza, porque hoy disponemos de una nueva forma de pensar sobre el autismo.

¿Está en la mente?

No.

Está en el cerebro.

El cerebro autista

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