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Capítulo 1

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NINGÚN hombre tenía derecho a estar tan atractivo con unos vaqueros azules desgastados y una chaqueta de cuero marrón que había conocido mejores días.

Y ninguna mujer a punto de casarse debía reparar en ello, se dijo Rosie Marchetti. Sobre todo, cuando ya estaba esperando a su novio en el altar.

¿Qué hacía Steve Schafer allí?

El corazón le dio un vuelco de la impresión. ¿Y por qué la afectaba tanto verlo?, ¿por qué permitía que ese hombre ejerciera tanta influencia sobre ella?

Lo observó mirar en derredor y las manos empezaron a temblarle cuando él se dirigió a la capilla de la iglesia. No lo habría visto de haberse tratado de un hombre normal, pero Steve Schafer rozaba el metro noventa y pesaba ochenta y siete kilos. Era rubio, tenía ojos azul oscuro y un mentón firme que podría haber sido cincelado por un escultor.

Algo en él atraía a las mujeres, las cuales se veían obligadas a coquetear para llamar su atención. Y ella no era una excepción, porque no había logrado, desde que lo conocía, encontrar el antídoto al encanto que exhalaba…

En cualquier caso, ¿qué estaba haciendo el mejor amigo de su hermano en su boda secreta?

Y entonces lo supo. Había supuesto que algo ocurriría; si no un milagro ni un terremoto, sí al menos algún tipo de entrometimiento por parte de su familia. Se llevó una mano al vientre y procuró no impacientarse aún más por el retraso de su novio.

Hasta la noche anterior no había telefoneado a Los Ángeles para informar de que iba a casarse con Wayne. Su madre le había pedido que pospusiese la ceremonia, para que ellos pudieran ofrecerle una boda por la iglesia por todo lo alto; pero Rosie le había explicado que Wayne y ella estaban locamente enamorados y que no podían esperar. No era fácil engañar a Florence Evelyn Marchetti, pero, tras colgar el teléfono, Rosie había pensado que su madre la había creído… en cuyo caso, la presencia allí de Steve sólo podía deberse a que había sucedido algo malo que no tuviera nada que ver con la boda.

–¿Mi madre está bien? –le preguntó en cuanto Steve entró en el vestíbulo de la capilla–. No habrá tenido otro ataque al corazón, ¿verdad?

–Está perfectamente, Ro –la serenó él, después de quitarse las gafas de sol.

–¡Gracias a Dios! –exclamó aliviada.

Nunca se habría perdonado que el anuncio repentino de su boda le hubiese provocado una recaída. El ataque que Florence Marchetti había sufrido hacía tres meses había traumatizado a toda la familia. Por suerte, el médico les había dicho que el corazón no había sufrido apenas y que se recuperaría sin problemas. Había sido una bendición disfrazada, un aviso de la necesidad de que iniciase una nueva y más saludable vida.

–Mamá te ha enviado para convencerme de que no me case –dijo entonces Rosie, mirándolo con desconfianza.

Steve no lo negó. Se limitó a mirar la capilla, decorada con flores de plástico metidas en jarrones de plástico junto a sillas de plástico. Rosie intuyó lo que estaba pensando Steve. A ella tampoco la entusiasmaba la decoración.

–Éste no es tu estilo –afirmó Steve con dureza y una veta de reproche en su mirada.

¿Y él qué sabía cuál era su estilo? ¡Si nunca le había prestado la menor atención! Y, ¡maldita fuera!, ¿por qué la seguía molestando tanto su indiferencia? Prefirió no pensar al respecto. En realidad, estaba enfadada por su mera presencia indeseada.

Puede que sus padres tuviesen derecho a no estar de acuerdo con su decisión, pero no lo tenían a interferir o a mandar a un intermediario de su parte.

Sabía que Wayne no les caía bien. No habían ocultado que pensaban que su única hija se merecía a alguien mejor; pero es que a todos los hombres que había llevado a casa les habían encontrado pegas. Wayne no era médico ni abogado ni profesor; de hecho, no estaba muy segura de cómo se ganaba la vida. Pero le gustaba. Además, había otro aspecto que considerar, aunque ellos no estuvieran enterados.

–Voy a casarme. No lograrás que cambie de opinión –aseguró finalmente, a la defensiva, en vez de con la agresividad que había deseado.

–Vas a cometer un error –la agarró por un brazo–. Deja que te invite a un café y hablamos tranquilamente.

–No pienso irme a ninguna parte –replicó Rosie, al tiempo que se zafaba de la mano con que Steve la sujetaba–. Wayne llegará en seguida. Tenía que hacer un par de cosas. Y quería darme una sorpresa. Es un hombre muy dulce y atento –añadió, tratando de convencerse a sí misma más que a Steve.

–Lo que tú digas.

–Será mejor que te marches, Steve –le pidió Rosie–. Se supone que va a ser una boda sin testigos y no sé cómo iba a explicarle tu presencia –añadió.

–Si te vienes conmigo, no tendrás que explicarle nada a nadie.

–No puedo hacer eso –replicó ella.

–Wayne no te merece, Rosie. Deberías encontrar a alguien mejor.

–Hablas igual que mis padres –dijo ella, apretando el ramo de flores con fuerza–. Y ni ellos ni tú conocéis a Wayne como yo.

–Eso no lo niego –contestó Steve con ironía.

Aunque sólo hacía unos instantes que había estado pensando en lo inadecuado que era fijarse en otro hombre estando ella a punto de contraer matrimonio, Rosie se sintió obligada a defender a su prometido. Estaba harta de aguantar las críticas de su familia y no iba a tolerarlas nunca más. Ella ya era una mujer adulta y sabía lo que estaba haciendo. Steve Schafer no tenía derecho a entrometerse y estropearlo todo.

–Wayne es un hombre maravilloso. Es atento, generoso, amable. Y listo. Y muy guapo. Voy a casarme con él, digas lo que digas – concluyó tajante.

–Ya me temía que te pondrías cabezota.

–¿Qué quieres decir con eso? –preguntó Rosie–. ¿Qué pasa?

Al mismo tiempo que exigía conocer la verdad, tuvo un mal presentimiento. Wayne estaba retrasándose demasiado.

Steve la miró cansina y disgustadamente. Algo le decía a Rosie que no le iba a gustar lo que iba a oír:

–Wayne no va a venir –sentenció él.

–No… no te creo –balbuceó nerviosa. Tragó saliva y la cabeza se le quedó en blanco. No sabía qué pensar, pero, en parte, se sentía aliviada–. Dijo que vendría al mediodía. Sólo han pasado unos pocos minutos…

–Son bastante más de las doce.

–Vendrá –insistió Rosie, cuyas manos comenzaron a temblarle–. Tiene que venir –susurró.

–Si quieres esperarlo, como quieras. Pero te aconsejo que te ahorres el plantón. Hazme caso, Rosie. No va a venir –aseveró Steve, en cuya expresión se notaba cierta lástima… la cual la irritaba más que la misma ausencia de Wayne. ¿Cómo se atrevía a sentir lástima por ella?

–¿Qué te ha hecho Wayne para que tengas tan mala opinión de él?

–Vámonos de aquí. Te llevaré al hotel y luego comeremos algo. Ya hablaremos…

–No pienso marcharme hasta que mi novio aparezca.

–Te estoy diciendo que no va a venir –repuso Steve.

–¿Cómo lo sabes?

–Porque es un gusano.

–No es verdad y eso no es una respuesta –protestó Rosie–. No puedo creerme que me estés haciendo esto.

–Ojalá no tuviera que hacerlo –repuso Steve–. Lo creas o no, no me estoy divirtiendo. Vámonos a algún sitio donde podamos hablar en privado. Comeremos cualquier cosa y luego te acompañaré al hotel para que recojas tus cosas.

–Estás intentando separarnos. Quieres que me vaya antes de que Wayne llegue para que piense que le he dado plantón.

–Procura que la imaginación no se te recaliente.

–¡No son imaginaciones! ¡Voy a esperarlo! –exclamó Rosie–. Y no necesito compañía. Puedes irte cuando te apetezca.

En ese momento se abrió la puerta de la capilla y entró un hombre con traje negro y un libro en una mano. Caminó hacia ellos y se detuvo cuando estuvo a su altura:

–¿Por fin apareció el novio? –preguntó mientras miraba con recelo la chaqueta de cuero y los vaqueros de Steve.

–No, está a punto de marcharse –contestó Rosie–. Wayne llegará de un momento a otro.

–Steve Schafer –se presentó éste.

–Charles Forbes –dijo el juez de paz, mientras le estrechaba la mano.

–Ha habido un cambio de planes –comentó Steve entonces–. La señorita Marchetti no va a casarse hoy al final. Lamentamos haberlo hecho perder el tiempo.

–Ya es muy tarde –dijo el juez, el cual miró a Rosie con simpatía–. Podemos esperar hasta que llegue la siguiente pareja. Pero esta tarde tengo la agenda muy apretada. Recuerde que le he tenido que hacer un hueco para casarla hoy, señorita Marchetti.

–Ya lo sé, gracias –respondió Rosie–. Pero espere un poco más, por favor. Tiene que venir. Estoy segura.

–No tiene sentido que le hagas perder el tiempo, Rosie. Wayne no va a venir –insistió Steve.

–¿Cómo puedes estar tan seguro? –le preguntó, temerosa de que Steve respondiera.

–Vamos fuera…

–No, no pienso moverme de aquí hasta que no me digas por qué estás tan seguro de que Wayne no va a venir.

–Lo sé porque le he dado mucho dinero y un billete de avión para que se marche tan lejos como pueda. Luego, lo acerqué en coche al aeropuerto y esperé hasta que el avión despegó. Wayne no va a casarse contigo, Rosie. Ni hoy ni nunca.

Steve le dio una propina al camarero del servicio de habitaciones y cerró la puerta de la suite de Rosie. Se había metido en el baño nada más llegar al hotel y llevaba dentro cerca de una hora. Tendría que romper la maldita puerta como siguiera encerrada…

–¡La comida! –la llamó.

–No tengo hambre.

–He pedido que suban una botella de vino.

–Todavía falta mucho para la hora feliz –replicó Rosie con sarcasmo.

Steve se alegraba de no estar en la misma habitación que ella. Una Marchetti enojada era un espectáculo de cuidado. Cuando se le pasara el enfado, trataría de animarla con un poco de vino.

–Es del que te gusta. Supongo que es lo menos que podía hacer.

–Supones mal. Además, ¿tú qué sabes qué vino me gusta a mí? – respondió ella.

Lo sabía. Llevaba años observándola con disimulo en las reuniones familiares y había memorizado todos los detalles referentes a Rosie.

–Lárgate y déjame en paz –añadió ella, segundos después.

Steve se dio media vuelta y se mesó su corto pelo. Le desagradaba haber herido a Rosie, pero sólo había hecho el trabajo que le habían encargado. Ya había cumplido con su misión y podía irse. Los Marchetti le habían ofrecido el refugio que tenían en la montaña para que pasase unos días. Hacía años que no se tomaba un respiro y estaba deseando un poco de tranquilidad. Como estaban a mediados de enero, era probable que hubiese nieve. Ya habían finalizado las vacaciones, no habría turistas… pero no podía dejar así a Rosie; no hasta que saliera del baño y la llevara junto a su madre.

Miró con agrado la decoración de la suite, con muebles de madera relucientes y combinaciones de colores elegidas por algún experto diseñador de interiores. ¿Quién habría imaginado que un hombre como él se encontraría metido en un sitio así de lujoso? Aunque, por otra parte, los años habían suavizado el carácter arisco del niño delgaducho que había sido.

Un niño que no había conocido a su padre y cuya madre lo había abandonado en una parada de autobús de Los Ángeles. Había crecido en un orfanato, junto a otros chicos iguales que él, furiosos y resentidos.

Oyó un grifo abierto en el baño. Rosemarie Teresa Christina Marchetti. Steve sonrió. Por suerte, se había alejado del mal camino cuando Nick, el hermano de Rosie, se había cruzado en su vida. Se habían hecho grandes amigos y la familia Marchetti había cuidado de él como si de un hijo más se tratase.

La oyó moverse y se quedó pensativo: no sabía qué era peor: si aquel encierro ya prolongado o hacerle frente cuando saliese. Esperaba que no estuviese muy furiosa con él, pero, sobre todo, no quería verla llorar.

Se estaba comportando con una calma nada habitual en ella, lo cual lo ponía nervioso. Y aunque temía el momento en que estallara la tormenta, lo prefería a proseguir con aquel enfado sordo y silencioso. Tenía que llevarla a casa cuanto antes para que alguien la consolara cuando rompiese a llorar.

–¿Steve? –lo llamó Rosie, tras abrir la puerta del baño.

–¿Qué?

Se había quitado el vestido de seda beige y estaba más guapa incluso con el suéter y la camiseta blanca de debajo. Para la boda, se había recogido su negro y rizado cabello en un moño, mientras que ahora se le estaba soltando… como si acabara de salir de la cama de un hombre. Ese pensamiento despertó una llamarada de deseo en Steve.

Pero hacía tiempo que había aprendido que era mejor no pensar en Rosie en ese sentido. Nick nunca lo había dicho con tales palabras, pero le había dejado claro que debía pensar en ella como en una hermana… lo que le impedía ponerle las manos encima. Y él siempre había aceptado su función de hermano protector.

–¿Por qué lo has hecho? –le preguntó Rosie–. Podías haberle dicho que no.

–¿A tu madre?

–No, a Olivia, la novia de Popeye… ¡Pues claro que a mi madre! Cuando te pidió que arruinaras mi boda, podías haberle dicho que no caerías tan bajo.

Tenía razón, pero Steve no era capaz de sentirse culpable. No se arrepentía en absoluto. Había creado una empresa, había ganado mucho dinero como asesor y nunca se había sentido tan satisfecho de haber hecho un buen trabajo como en esos momentos.

Porque Rosie era una mujer entre un millón y había estado a punto de cometer un error fatal.

Ella no lo sabía, pero estaba mejor sola que casada con el bobo arribista de Wayne. Enfrentarse a éste y no darle un buen puñetazo había sido una de las cosas más difíciles de su vida. Sobre todo, después de que empezara a contar mentiras sobre Rosie.

–Ya sabes por qué no podía negarme –respondió Steve por fin.

–No, no lo sé. Es muy sencillo: sólo tienes que abrir la boca y pronunciar una sílaba: no. Así de fácil.

–Jamás podré pagar a tus padres todo lo que han hecho por mí.

–Ya les has devuelto el préstamo de la universidad –repuso ella–. Con intereses.

–No se trata de dinero.

–Se trata de cuando eras un niño y mi padre te sorprendió robando en su restaurante y, en vez de llamar a la policía, te dio trabajo, ¿no?

–Exacto.

–Eso no te convierte en su esclavo.

–¿Esclavo? Rosie, has leído demasiados libros en esa librería que tienes.

–Lo digo en serio, Steve. Estoy de acuerdo en que mis padres te echaron una mano, pero no tienes que sacrificarte por ellos eternamente. Les basta con que hayas salido adelante con éxito.

–Ya sé que no me exigen nada.

–Pero estás de su parte.

–No estoy de parte de nadie; y no se trata de una situación en la que estás tú contra todos.

–¿No? –Rosie se mordió el labio inferior.

Cuanto más hablaba, más se convencía Steve de que ya habría llorado en el baño. La miró: no tenía los ojos hinchados, ni la nariz roja… No, la tormenta no había descargado todavía.

Parecía enfadada, lo que era más que lógico, pues acababan de reventarle su boda. Pero lo superaría. Además, al hablar de las cosas que le gustaban de Wayne no había dicho que lo quisiera. Aunque no le agradase la idea, sabía que Rosie no estaría sola mucho tiempo. Sólo esperaba que tuviera mejor ojo al escoger a su siguiente pareja. Una chica como Rosie se merecía lo mejor.

–Lo has estropeado todo –dijo ésta mientras sacaba el neceser en que guardaba el maquillaje.

–Puede que ahora así te lo parezca, pero dale tiempo. Ya verás…

–Lo que has hecho no cambiará por más tiempo que pase. Has destruido mi vida –lo acusó con resentimiento–. Tú y mi madre.

Steve quiso decirle que le había salvado la vida; pero ella no lo entendería en esos momentos. Casi le habría gustado salir con las manos vacías al investigar a su prometido; pero se había encontrado con algo peor de lo esperado. De hecho, esperaba no tener que revelar nunca la información que había recabado.

Posteriormente, la noche anterior, los padres de Rosie lo habían telefoneado para avisarle de la boda. Había tenido que ponerles al corriente de lo que había descubierto sobre Wayne, tras lo cual la madre de Rosie había pensado en el soborno.

–Tu madre estaba preocupada por ti –dijo Steve con suavidad.

–Mi madre cree que no hay ningún hombre lo suficientemente bueno para mí. Ya lo sabes.

–Te quiere mucho. Toda tu familia te adora y quiere lo mejor para ti.

–¿Y quién decide que es lo mejor para mí?, ¿no debería ser yo? Ya tengo veintiséis años; va siendo hora de que me dejen vivir mi vida. Y si me doy de bruces, pues adelante: ¡es mi cara!

Y era una cara preciosa, aunque no podía decírselo.

–Están orgullosos de ti, Rosie –repuso Steve.

–¡Orgullosísimos! –exclamó, negando con la cabeza.

–Fíjate en tu librería. Están contentísimos con lo bien que va.

–Eso no cuenta. No pudieron obligarme a trabajar en el negocio de la familia y me gasté mis fondos de inversión en abrir la tienda. Estamos hablando de relaciones personales. Mis padres no confían en mí, Steve. Es así de sencillo –luego lo miró acusadoramente–. Y tú… creía que me apoyarías. Fuiste el único que no eras partidario de que trabajara en el restaurante con mis hermanos.

Porque él pasaba muchas horas allí, y si Rosie hubiese seguido los pasos de sus hermanos, él no lo habría soportado. La había animado a que abriese aquella librería, pero por puro egoísmo.

–Siento que estés disgustada –dijo–. Pero ya verás que es por tu bien.

–Nunca lo veré. ¿Cómo has podido ayudarlos a que me hagan esto? – los ojos se le agrandaron–. Investigaste a Wayne, ¿verdad? – preguntó entonces, furiosa.

–Sí, cuando empezaste a salir con él.

–¿Por qué?, ¿te lo pidió mi madre? –preguntó sin perder los nervios.

–Nadie confiaba en él –respondió. Mejor evadirse que decir la verdad; que lo había hecho sin que nadie se lo pidiese. Rosie le preguntaría por qué y no estaba seguro de conocer siquiera la respuesta–. No estaba claro cómo se ganaba la vida, ni de dónde provenían sus fondos…

–Bueno, ¿y qué descubriste?

–¿Quieres ver los informes? –repuso Steve. ¿Cuándo había aprendido a farolear tan bien? Rezó por que ella dijera que no, pues los había dejado en casa de los padres. Además, no le enseñaría todo. Aquella información la destrozaría. Una cosa era hacer el trabajo sucio y otra distinta hacer a Rosie más daño del necesario.

–Sólo dime lo que descubriste –respondió ésta.

–Vive mantenido por mujeres ricas.

–No me lo creo.

–¿Por qué iba a mentirte?

–No lo sé… Pero yo no soy rica. Eso demuestra que me quería a mí –contestó. Dio un paso hacia adelante–. Wayne me animó a que reinvirtiera en la librería los pocos beneficios que ésta me había dado. ¿Ésa es forma de ir detrás de mi dinero?

–Era un estafador –Steve se acercó a ella y le elevó la barbilla para que lo mirase a los ojos–. Tu familia es rica; si no podía conseguir el dinero de ti, lo sacaría de tus padres.

–De modo que mamá te mandó que lo sobornaras.

–En efecto. Y no tardó nada en aceptar –dijo Steve–. Florence pensó que el sufrimiento que sientes ahora no sería nada en comparación con el que padecerías si te hubieses casado con ese hijo de…

Rosie le puso una mano en la boca y se dio media vuelta.

Ya estaba bien: había llegado el momento de la acción. La llevaría corriendo al aeropuerto y tomarían el primer avión de vuelta a California.

–Tenemos que irnos.

–Es horrible –dijo Rosie–. No sabes lo que has hecho.

–Sí lo sé: te he librado de ese embustero.

–Tenía que casarme hoy, Steve. Necesitaba casarme.

–No te entiendo –respondió él, alarmado por el tono en que había dicho lo de que necesitaba casarse–. Define necesitar.

Cuando Rosie se giró hacia Steve, éste no vio las lágrimas que había esperado; sólo una mezcla de rabia y desdicha… y pánico.

–Estoy embarazada, Steve. Voy a tener un bebé.

Amigos del alma

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