Читать книгу Máscaras De Cristal - Terry Salvini - Страница 12
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ОглавлениеLoreley se puso un par de pantalones vaqueros, un jersey de cuello alto, un abrigo de tejido impermeable y un par de botines de tacón bajo. Cubrió la cabeza con una boina de lana peinada, a fin de esconder el apósito, y se cubrió el cuello con una bufanda de la misma tela.
Después de haber comprobado que no se había olvidado nada en el baño y en la habitación, descendió al vestíbulo y pagó la cuenta del hotel dejando en depósito el equipaje, para ir al hospital libre de peso. Tenía cinco horas todavía para someterse al reconocimiento, recoger las maletas y llegar al aeropuerto.
Hizo que llamasen a un taxi y lo esperó sentada en la butaca.
Para estar segura de poder enfrentarse al viaje de regreso se había quedado más tiempo del previsto en el hotel, donde había intentado superar el aburrimiento leyendo y mirando la televisión. Salía de la estancia sólo para bajar al restaurante. El personal se había comportando de manera amable con ella: de vez en cuando la camarera llamaba a su puerta para preguntar si necesitaba algo.
En esos días había recibido dos llamadas. La primera había sido de Davide, que le había preguntado si había alguna novedad sobre ella y su novio. Cuando le había contado la fuga de Johnny y el accidente, él se había quedado al principio sin palabras; luego, había tenido un ataque de ira que había desfogado en coloridos insultos, seguidos por una serie de consejos.
Le había también ordenado que se quedase en la habitación calentita y segura, ¡como si ella hubiese querido sumergirse en la movida, con la rodilla todavía hinchada! Después de aquella regañina le había prometido que iría a buscarla al aeropuerto.
La segunda llamada, en cambio, era de una enfermera que le había comunicado el resultado del examen que faltaba, aconsejándole que fuese a una revisión antes de volver a su país. Dado que ya había cambiado el vuelo para el día siguiente Loreley enseguida había reservado cita para el mismo día de la partida.
La llegada del taxi puso fin al discurrir de aquellos breves recuerdos sobre sus últimos días en París. Loreley entró en el vehículo fulminando con la mirada al conductor, molesta por la larga espera.
―Lléveme al Hospital Sant Louis, por favor. ―se colocó en el asiento. ―Si en Manhattan tuviese que esperar tanto para coger un taxi, llegaría antes a la oficina a pie ―pensó en voz alta.
―¡Entonces, hágalo! ―le dijo el taxista molesto, en un inglés no muy correcto, con el vehículo todavía parado en el borde de la acera. Se volvió a mirarla con una media sonrisa ―¿Sabe? Sólo queda a un par de kilómetros.
Ella ni pestañeó. ―Lo habría hecho pero voy al hospital. ¿Esto no le sugiere nada?
Lo pensaba en serio. Si no hubiese sido por la rodilla todavía fastidiada hubiese ido realmente a pie, de esta forma habría aprovechado para darse un buen paseo, después de cuatro días en la cama.
El taxista movió la cabeza, luego volvió a poner el coche en el carril. Loreley se apoyó en el respaldo intentando calmarse, cada vez que se ponía de malhumor en un taxi la tomaba con quien conducía, era consciente de ello; pero más media hora de espera era realmente demasiado.
¡Venir a París para sufrir todo esto!
Seguramente Kilmer se estaba riendo, se dijo, pensando en la llamada que le había hecho al día siguiente de su alta en el hospital.
En cuanto llegó a la recepción pidió ser recibida por el doctor Legrand que, sin embargo, aquella mañana estaba ocupado en planta; según la enfermera debería contentarse con el de turno pero ella no tenía ninguna intención de dejarse tocar por las manos de otro hombre.
Insistió en su petición hasta que, ante tanta obstinación, la empleada de cabellos cobrizos y las gafas con la cadenita no hizo un intento por contentarla o por quitársela de en medio: le dijo que preguntaría al doctor su disponibilidad para un reconocimiento privado si estaba dispuesto a pagarlo. Loreley no se lo pensó dos veces para enarbolar la tarjeta de crédito.
Fue obligada a esperar más de una hora pero, finalmente, el doctor Legrand encontró tiempo para recibirla.
Después de haberle curado la herida de la cabeza la hizo sentar en su estudio, un lugar más acogedor que el frío consultorio en que la había recibido y más adecuado para una conversación privada.
―Hoy se va, entonces, miss Lehmann.
―París es una ciudad estupenda pero no veo la hora de volver a New York, después de esto… ―señaló el apósito en el lado derecho de la cabeza, sobre la oreja.
―Lo imagino. Hace tiempo que me prometo a mi mismo volver a su ciudad pero al final voy siempre a otro sitio, a lugares más cercanos; no consigo coger bastantes días de asueto para permitirme un viaje tan largo. ―cruzó las piernas y se apoyó en el respaldo de la silla. ―Debería organizarme mejor con el trabajo, para tener por lo menos, de esta manera, una semana para disfrutar de las vacaciones.
―Bueno, si viene, dígamelo. Estaré feliz de volverlo a ver y de poderle mostrarle algunas vistas interesantes y poco conocidas para corresponder a su disponibilidad.
Él sonrió y Loreley volvió a pensar, por enésima vez, que realmente se parecía mucho a Jack Leroy.
Abrió el bolso y sacó de la cartera un pequeño cartón rectangular impreso.
―Esta es mi tarjeta de visita con el correo electrónico y el número del teléfono móvil del trabajo. El personal ya lo tiene pero, para evitar que usted lo deba buscar… ―cogió un bolígrafo negro de encima del escritorio, giró la tarjeta y escribió el número. ―Aquí está. Llámeme cuando quiera: en el caso de que no le responda enseguida, deje un mensaje y le llamaré.
Él alargó la mano, cogió el trozo de papel y leyó el encabezamiento mientras levantaba una ceja.
―Así que usted es abogada.
―Sí, penalista.
Legrand metió la tarjeta en el bolsillo de la bata.
―Si tuviera que ir a New York tendré en cuenta su oferta.
Cogió el sobre blanco que había al lado del expediente de urgencias y extrajo un folio.
―Miss Lehmann, vayamos al grano: las hCG están dentro de los parámetros normales, aunque son un poco altas. Dado que su embarazo está en sus comienzos no necesita correr enseguida al médico, sobre todo ahora que le hemos hecho los análisis y que son todos normales; dentro de un mes, cuando comience con los controles de rutina lleve con usted también esto. ―Le dio el folio.
Loreley lo metió de nuevo en el sobre y a continuación en el bolso.
―A decir verdad tengo ya una cita: para la próxima semana. Un poco pronto, lo sé, pero querría tener respuestas a algunas preguntas.
―Si puedo ayudarla, yo...
―Claro que podría pero temo robarle demasiado tiempo a sus pacientes.
―Hagamos lo siguiente ―le respondió dando una ojeada al reloj de pared ―dentro de una hora es mi descanso para comer. ―Enderezó la espalda y avanzó hacia ella ―si quiere, podemos hablar sobre esto mientras comemos algo: ¿qué le parece?
Loreley hizo sus cálculos: faltaban unas tres horas para la salida del avión, por lo tanto conseguiría cogerlo si no se extendía hablando.
―Es una excelente idea. Si a usted le parece bien a mí también. Prometo ser concisa.
***
Sentada en el asiento del avión, con un vaso de té en la mano, Loreley reflexionaba sobre lo que le había dicho el doctor Legrand. El hecho de que ella se hubiese quedado embarazada a pesar de que hubiese tomado regularmente la píldora, podía ser debido a distintos motivos. El mes anterior había estado enferma algunos días con el estómago revuelto. Como consecuencia el médico le había prescrito unos desinfectantes intestinales; sin hablar de los analgésicos que a menudo tomaba para el dolor de cabeza. Todo esto podía haber causado la mala absorción de las hormonas que contenían las píldoras, con la consiguiente alteración de la actividad anticonceptiva.
Ahora todo tenía sentido. Hacérselo comprender a Johnny, sin embargo, no iba a ser nada fácil. Pero ¿él merecía una explicación después de su comportamiento en París? Con razón o sin ella no habría debido reaccionar de tan mala manera y dejarla sola.
¿Qué confianza podía tener en un hombre que en vez de afrontar la situación huye?
Llevó el vaso de té a la boca pero un ligero movimiento del avión la sobresaltó y un poco de té se vertió sobre el suéter.
¡Porras, estaba más torpe que nunca! Se secó con la servilleta de papel que la asistente de vuelo le había dado junto con la bebida y los pensamientos recomenzaron en donde habían sido interrumpidos.
En los últimos tiempos también ella había tenido un comportamiento parecido: ¿no se había escapado, por lo menos dos veces, de Sonny? ¿Había tenido agallas para confesar a Johnny lo que había sucedido entre ella y aquel hombre?
Apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca y suspiró. Debía tomar algunas decisiones importantes: con respecto al embarazo, con respecto a su relación con John y con respecto al asunto pendiente con Sonny. No podía esperar continuar por ese camino y culpar a los demás. A menudo había oído decir que las mentiras traen otras mentiras hasta que ya no se sabe cómo gestionarlas. ¡Y finalmente se queda uno con el culo al aire!
Giró la cabeza hacia la ventanilla, miró hacia abajo pero no consiguió vislumbrar la tierra.
Todavía faltaba mucho para llegar al aeropuerto JFK donde encontraría a Davide esperándola: él siempre mantenía sus promesas. Con aquel pensamiento y aquella sonrisa en los labios se hundió en un largo y pesado sueño.
Fue despertada sólo por la voz del auxiliar de vuelo que avisaba del inminente aterrizaje e invitaba a los pasajeros a abrocharse los cinturones de seguridad. ¡Realmente había dormido mucho! En esos momentos se sintió extrañamente serena a pesar de lo que había sucedido.
Con gran alivio sus pies tocaron el suelo americano. Soportaba de mala manera el estar encerrada en una caja de metal durante todo ese tiempo: en esto era casi como John.
Fuera del aeropuerto, el cambio de temperatura la obligó a pararse para abrochar bien el cuello del abrigo encima de la bufanda y ponerse el sombrero. Ante el estruendo del motor de un avión levantó la mirada: el cielo mostraba un color azul oscuro con alguna estría anaranjada, como atestiguando que el sol se acababa de poner. Las luces del avión desaparecieron en el interior de una nube oscura.
Algunas personas caminaban rápido para coger los taxis en fila a lo largo de la marquesina mientras que otras miraban a su alrededor buscando algo o a alguien. Más o menos como ella que buscaba a su amigo Davide, por cierto.
Lo vio en la acera de enfrente. En cuanto sus miradas se cruzaron él le sonrió y atravesó la carretera para ir a su encuentro, con sus largas piernas arqueadas que tanto la hacían sonreír cada vez que se paraba a observarlas.
Alzó la mano para saludarlo, feliz de tenerlo como amigo. A decir verdad, en la época de la universidad, cuando se divertían juntos, lo hubiera escogido incluso como futuro marido, si no hubiese sido por un pequeño detalle: finalmente él había comprendido que le atraían más los hombres.
***
Volver a una casa vacía nunca es placentero pero para Loreley fue como recibir un puñetazo en el estómago. No sólo no estaba John, como ya imaginaba, sino que se había llevado la mayor parte de sus efectos personales.
El vestidor había sido vaciado a medias: sólo había dejado los trajes de verano. En los muebles del baño no había nada más que lo suyo, aparte de una maquinilla de afeitar desechable, ya inutilizable.
Comprobó todo el apartamento de arriba abajo, abriendo las ventanas para renovar el aire a pesar de que afuera hiciese un frío de mil demonios. Buscó otros indicios que le pudiesen sugerir lo que había hecho John en su ausencia pero poco había que comprender: él volvería sólo para recoger el resto de sus cosas.
Vació la maleta trolley, puso la ropa sucia a lavar y se dio una ducha sin mojar el pelo para evitar empapar la venda. Todavía faltaban tres días antes de que debiese ir al médico para que le sacasen los puntos. Dio una ojeada a la rodilla y observó que la hinchazón había disminuido y la asimetría entre la derecha y la izquierda apenas se notaba. El dolor lo sentía si apretaba el dedo contra la rótula, en caso contrario percibía sólo una sensación de calor y entumecimiento de la piel.
En vez de volverse a vestir se puso una túnica de pesado raso rojo oscuro y se tiró en el sofá para descansar.
En la sala todo parecía inmutable: la mesita redonda de madera blanca, encima una bandeja con velas perfumadas de diversas formas; la vitrina llena de vasos de cristal y de platos de la época victoriana; las repisas con los libros, los adornos comprados en distintos mercadillos de antigüedades; un espejo con el marco de madera découpage; la chimenea de ladrillos con las paredes de vidrio y el mueble bar con los altos taburetes.
Cada cosa era perfecta y estaba en su sitio habitual.
Ella, en cambio, comenzaba a sentir una cierta desazón, un sentimiento de no pertenencia. Había cogido aquel loft en alquiler junto con John y, sin él llenándolo con su presencia, no lo sentía ni siquiera suyo. Dividían los gastos por la mitad pero ahora ella debería pagar todo y no estaba muy segura de podérselo permitir sin menoscabar el fondo fiduciario que le había dado su padre cuando se había ido de casa, algunos años atrás.
Se había prometido a si misma no coger ni un dólar de aquella cuenta: quería apañárselas sola. Para estar segura, sin embargo, debía dejar aquel apartamento y coger otro más pequeño en una zona menos costosa. Antes de ir a una agencia debía estar segura de qué rumbo tomaría su relación con John: quería darle tiempo para reflexionar y volver atrás para no arrepentirse un día de no haberlo intentado, y para dar a su hijo lo que le correspondía por derecho: una familia y el amor de sus dos padres.
Un rugido al estómago le hizo comprender que debía comer algo, pero en el estado emotivo en el que se encontraba no le apetecía ponerse a cocinar. Mira habría podido prepararle algo bueno si hubiese estado en casa. Le había concedido otro día de asueto para tener tiempo para reflexionar sobre qué hacer, porque no sabía qué se habría encontrando al volver a casa.
Lo lamentaría mucho si un día se veía obligada a decirle que debía buscar otro trabajo. Se había encariñado con aquella mujer tan trabajadora, la de los mil recursos; confiaba mucho en ella y despedirla sería una gran pérdida. También Mira parecía muy comprometida con ella: a menudo le decía que nunca la habían tratado tan bien como en aquella casa y que nunca querría dejarla. ¡Pobre Mira!
Se tocó el vientre. Rió con un sonido agudo, discontinuo, nervioso, hasta que aquel reír se transformó en un llanto que liberó la tensión de aquellos días haciéndola caer en un letargo mental.
El sonido agudo de su teléfono móvil le recordó que tenía que cargarlo. Con gestos lentos se levantó, lo cogió y lo conectó a la toma de corriente; a continuación, intentó dormirse pero no lo consiguió.
Entonces decidió llamar a Hans; necesitaba escuchar una voz familiar. Le sucedía cada vez que se sentía baja de moral, a diferencia de John que, en cambio, se encerraba en sí mismo.
John… ¡siempre en su cabeza!
Con gestos nerviosos marcó el número.
―Loreley, ¿cómo estás? ¿Te has divertido en París? ―le preguntó el hermano.
―Pues claro que me he divertido… ―patinó sobre la última sílaba y se aclaró la voz.
―¿Seguro que todo va bien?
―Hace poco que me he despertado y todavía me siento atontada. ¿Ester y tú qué tal lo habéis pasado?
―Bien. Yo todavía estoy en la oficina mientras que ella está con mamá.
―A propósito de Ester, sabes, en París he conocido a una persona ―dudó, ¿era importante decírselo? Quizás no, pero ¿por qué no hacerlo? ―Verás, esta persona que he conocido, al primer golpe de vista lo he confundido con Jack, el hermano de Ester.
Desde la otra parte de la línea cayó el silencio.
―¿Hans, estás ahí?
―Te he oído.
―Perdona, haz como si no te hubiese dicho nada.
―Déjate de excusas y dime quién es ese tío.
―Lo he conocido cuando estaba en el hospital y… ―se bloqueó. ¡Maldita sea! No quería hablarle de la caída.
―¿Pero qué estás diciendo? ¿Qué ha ocurrido?
―Nada grave. ¡Estoy bien, de verdad! ―tiró un mechón de cabellos detrás de la oreja para escuchar mejor.
―¡Dime la verdad! ―insistió Hans con voz brusca.
Cuando él usaba aquel tono significaba que no pararía hasta que no recibiese una respuesta convincente.
―Tropecé en las escaleras del hotel, en París, pero no me he hecho mucho daño, por suerte: sólo una rodilla hinchada y unos puntos en la cabeza.
―Paso a verte.
―Ahora no. Todavía me tengo que recuperar del viaje ―sólo faltaba que viniese a visitarle: notaría la ausencia de Johnny.
―Iré más tarde, así tendrás todo el tiempo para reposar.
―Necesito estar en paz. ¡No insistas! Y te aviso, si vienes de todas formas: no te abro.
Transcurrieron unos segundos de silencio.
―De acuerdo, pero nos vemos entre semana, ¿entendido?
―Digamos que mejor voy yo a verte, con frecuencia paso cerca de donde vives. De esta manera también veré a Ester.
―A ella le encantará, seguro. Ahora háblame de ese hombre: has dicho que lo has conocido en el hospital. ¿Es un médico?
―Es el que me ha puesto los puntos. Y repito: este tío es el vivo retrato de Jack con barba; cuando, a continuación, lo he escuchado hablar me he dicho que no podía ser él: su inglés no es perfecto como el del otro y el acento es francés. Además el personal del hospital se dirigía a él como el doctor Jacques Legrand. Así que está claro que no puede ser tu cuñado. Me miraba como si fuera una desconocida.
―Realmente extrañas las sorpresas de la vida…
Loreley tuvo la impresión de advertir en la voz del hermano también un algo de preocupación, además de perplejidad.
―También yo lo he pensado.
―Por favor no le digas a Ester lo que me acabas de decir. Le ha costado mucho tiempo aceptar la desaparición de la única persona que le quedaba de su familia.
―¡Pues claro que no! Tranquilo.
―¿Y John?
―Está bien, mucho mejor que yo. En este momento está en el trabajo. ―estaba convencida.
―Salúdalo de mi parte. Debo dejarte, perdona: dentro de unos minutos tengo una reunión. Avisa también a mamá que estás en casa e intenta reposar.
Un poco más de reposo y para volver a caminar bien necesitaría de la fisioterapia, pensó resoplando.
―Mañana tengo que volver al bufete o Kilmer me despide de verdad.
―Intenta mantenerte firme con él, no te dejes atemorizar. Nos vemos entre semana.