Читать книгу Máscaras De Cristal - Terry Salvini - Страница 8
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ОглавлениеEthan pasó a su lado casi a la carrera, como si tuviese prisa por dejar el bufete.
―¡Eh, Loreley!
Ella, que estaba hojeando un expediente, se paró y lo miró por encima de las gafas de montura azul. Él llevaba una trenca oscura colgada del brazo y el inevitable sombrero en la mano, señal de que estaba yendo al juzgado o a ver a algún cliente.
―El jefe te quiere ver en el estudio ―le dijo, con una expresión compasiva.
―¿Hay problemas a la vista?
―Ni siquiera yo lo sé, pero cuando me ha pedido que te mandase con él tenía una sonrisita extraña...
―Nada bueno para mí, en fin; ¿qué te apuestas?
―Yo sólo apuesto si estoy seguro de ganar. Ahora debo salir corriendo. Buena suerte ―mientras decía esto le guiñó un ojo y desapareció detrás de la puerta.
Loreley suspiró. Dentro de un rato Kilmer le daría un trabajo fastidioso, pensó mientras iba hacia la oficina al lado de la suya.
Cuando entró lo vio sentado detrás del escritorio, con un traje gris oscuro. Él esbozó una media sonrisa, que más parecía una mueca, mientras le tendía una carpeta de documentos que ella cogió sin quitar la mirada de su rostro.
Cuando leyó las pocas palabras estampadas sobre el papel se puso rabiosa, pero intentó seguir impasible. Ya había escuchado en las noticias el homicidio ocurrido el día anterior, al lado de la residencia de sus padres, y se había quedado muy sorprendida y disgustada debido a su crudeza. Conocía de vista a la familia de la víctima, una matrimonio de empresarios jubilados que tenían una sola hija y sólo el pensar que debería defender a la persona que se la había arrebatado era suficiente para que se le hiciese un nudo en el estómago.
El jefe la miraba severo, casi como retándole.
―¿Por qué me debo ocupar yo de esto?
―Ethan está siguiendo otro caso y Patrick está enfermo. Además, el tío que contactó con nosotros para confiarnos la tarea te quiere justo a ti; se ve que prefiere a las mujeres. ―Dejó escapar una risita pero enseguida se volvió a poner serio. ―Lo siento.
¡No es verdad que lo sientas!
Kilmer se apoyó en el alto respaldo de la butaca, de piel negra, que crujió por su peso.
―Si necesitases ayuda, no dudes en pedírmela ―prosiguió en tono cordial que a ella, sin embargo, le sonó enseguida a falso.
¡Ya podía ir olvidándose!, pensó Loreley. Cerró la carpeta y la mantuvo cogida entre las manos.
―Ven a verme si acabas antes del cierre del bufete, así nos ponemos al día.
¡Como no! ¡Espera sentado! Haría todo lo posible por retrasarse, se dijo mientras asentía con la cabeza.
―Date prisa: tu nuevo cliente te espera.
Con una sonrisa forzada, la misma que él le había reservado cuando había entrado, Loreley dejó la habitación, los hombros derechos y el paso seguro, intentando controlarse; pero tenía unas ganas tremendas de darle una cuantas patadas en su gordo culo.
***
Defender a aquel que ella creía indefendible nunca había estado en su programa, ni lo consideraba una manera de hacer carrera, por lo tanto, la causa que le habían asignado era difícil de digerir. Le hubiera gustado rechazarla pero ya había perdido terreno al abstenerse de defender a Leen Soraya Desmond y no podía volverse atrás otra vez. Kilmer perdería los estribos, cogiendo al vuelo la excusa perfecta para echarla del bufete. Siempre había advertido en él una cierta intolerancia hacia ella pero, en los últimos tiempos, se había intensificado.
Cada vez más, su jefe le exigía un mayor compromiso, más de lo que pretendía de Ethan, y tenía la sospecha de que el motivo era debido al hecho de que ella era una privilegiada por nacimiento, una muchacha que no había debido hacer otra cosa que pedir algo para conseguirlo. Él, en cambio, había sudado para asegurarse una cierta posición y una discreta cuenta bancaria, trabajando duro durante treinta años.
De esta manera, el día anterior, se había visto obligada a aceptar aquella causa ingrata que la había mantenido despierta hasta altas horas de la noche.
¿A qué tecnicismo legal podía apelar para evitar que su asistido acabase sus días en la cárcel? Un hombre de treinta y un años que había golpeado hasta la muerte a su compañera, dejándola agonizante sobre el suelo de casa para, a continuación, irse como si no hubiese ocurrido nada. ¿Cuántos casos parecidos debería ver todavía en las salas de los tribunales? No era su deber juzgarlo pero, ¿cómo podía preparar una buena defensa, basada en una recíproca confianza con su cliente, si ella misma no sentía ningún tipo de empatía por aquel individuo, ningún tipo de comprensión?
A veces se preguntaba si no había cometido un error al escoger la especialidad de penalista. Quizás no era la adecuada, tendría que haberse ocupado de derecho civil; o quizás sólo estaba atravesando un período de confusión, de conflicto con el propio trabajo. Quién sabe…
Se daba cuenta de que, a pesar de todo, para convertirse en una buena abogada debería endurecerse.
En la sala de interrogatorios su cliente había declarado que le había dado sólo un par de bofetadas a la muchacha y no el haberla matado. Antes de salir de casa la había visto tocarse las mejillas, llorando. Estaba viva y enfadada.
Un asesino que se declara inocente, desde luego no era una novedad.
El camarero puso sobre la mesita el café que había pedido, haciendo que Loreley dirigiese la atención al punto en que se había parado: en la página del periódico estaba impreso el artículo de aquel crimen. Figuraban incluso los nombres del acusado y del abogado defensor: el suyo.
¿Qué perverso sentimiento empujaba a un hombre a masacrar a golpes a la mujer que decía que amaba? ¿O a pretender tenerla atada a él a toda costa cuando, en cambio, ella sólo quiere que la dejen libre?
Había escuchado muchas historias análogas a ésta, y otras que seguramente permanecían ocultas, porque las víctimas a menudo sufrían sin reaccionar: la mayor parte de las veces por miedo pero, en algunos casos, por una inclinación a la sumisión. Le volvió a la mente el recuerdo de una amiga de la época de la universidad que se había salvado solamente porque había denunciado a tiempo a su novio y luego había visitado a un psicólogo para salir de su dependencia.
¿Hasta que punto una víctima puede ser considerada sólo víctima y no también un cómplice, dado que acepta sufrir la violencia en silencio? Por suerte las cosas estaban cambiando pero no demasiado rápidamente. Todavía no.
Con un gesto de frustración giró un par de páginas y se paró en cuanto vio un artículo con la imagen de un tipo alto y moreno que salía del teatro al lado de una hermosa mujer de cabello rojo.
Las manos le temblaron. ¡Otra vez él!
Desde que aquel hombre se había arriesgado a morir a manos de su ex mujer, su fama había dado un gran salto hacia delante, dándolo a conocer incluso a gente que nunca lo había visto.
No se paró a leer el pequeño artículo; cerró el periódico y lo tiró sobre la silla vacía a su lado. ¡Al diablo!
Advirtió una absoluta necesidad de descargar la tensión y lo único que conseguía distraerla del trabajo era patinar sobre hielo. Sí, claro, ¿por qué no? Todavía no había ido ese mes.
Acabó de tomar su café, pagó y llamó al taxi para ir a casa y coger lo necesario. Pidió al taxista que la esperase abajo y en menos de una hora estaba en el Chelsea Piers, en el Hudson River Park.
Era justo en ese lugar donde se había puesto por primera vez las cuchillas en los pies. Recordaba bien aquel día porque había probado qué significaba caer y tener que levantarse a pesar del miedo.
Se había enamorado a primera vista de aquel deporte y se había convertido en una óptima patinadora. Había ganado algunos campeonatos locales pero, después, a causa de la universidad, se había visto obligada a acabar con el deporte profesional. Volver a patinar no había sido fácil porque el terror por caerse otra vez de mala manera la había bloqueado y había necesitado bastantes meses para conseguir regresar al hielo.
Pero aquella batalla la había ganado.
Después de vestirse con un chándal totalmente adherente, de tejido elástico negro e impermeable, Loreley comenzó a entrelazar y fijar los cordones de la bota alrededor de los ganchos. Todavía no había terminado con la aburrida pero importante operación cuando el teléfono móvil que usaba para el trabajo sonó.
Las ganas de no responder eran tales que, antes de sacarlo de la mochila, se quedó escuchando la Danza del Sable de Khachaturian durante unos segundos. Hubiera querido dejarlo sonar hasta que se parase pero el nuevo caso requería que ella estuviese disponible todo el día.
Miró la pantalla: era un número desconocido.
―¡Hola, Loreley! ¿Molesto? ¿Estás trabajando?
―No, no… ―Intentó comprender a quién pertenecía aquella voz masculina; no quería hacer el ridículo pero en aquel momento no conseguía relacionarla con nadie que conociese.
―Si tienes una hora libre, querría hablarte. La última vez que nos hemos visto no ha sido posible.
―La verdad estoy ocupada y…. ―se paró. ―¿Sonny?
Pronunció aquel nombre echando todo el aire que tenía en los pulmones.
―Perdona, di por descontado que me habías reconocido.
―Nunca hemos hablado por teléfono, tu voz parece un poco distinta.
Hubo un pequeño silencio incómodo, luego él volvió a hablar:
―Quizás me he equivocado al llamarte.
―¡No! Es que me has cogido desprevenida. Estoy en la pista de patinaje de Chelsea Park.
Nunca le había dado su número. Vaya, pero él había llamado al del trabajo que se podía encontrar incluso en Internet.
―¿Estás acompañada?
―No, estoy sola ―le respondió, arrepintiéndose enseguida. Si quería evitar a aquel hombre habría debido decir otra cosa.
―Entonces puedo ir a donde estás, si te apetece. No estoy muy lejos de Chelsea: en veinte minutos podría estar allí.
Loreley reflexionó un poco. Antes o después ocurriría: mejor quitarse el peso de encima lo antes posible y poner fin a lo de aquella noche, de esta manera podría continuar con su vida de siempre.
―Tendrás que alquilar los patines porque yo ya estoy entrando en la pista ―si no sabía patinar, verlo sufrir un poco la divertiría.
―Ya lo había entendido. Llego enseguida.
Con los cabellos cogidos en una cola de caballo y la protección de plástico azul en las cuchillas Loreley salió del vestuario y se dirigió hacia la pista.
Sonrió satisfecha al observar que hacía poco había sido pulida pero había esperado que hubiese menos gente, sobre todo menos niños, que le producían aprensión. Precisamente había sido para evitar embestir a uno de ellos que había caído al suelo. El consiguiente traumatismo craneal y en las vértebras cervicales le había disminuido el sentido de la orientación y, aunque ya estaba curada desde hacía tiempo, los dolores detrás del cuello todavía se dejaban notar.
Se quitó el protector de las cuchillas y se deslizó ligera sobre el manto inmaculado durante unos minutos dejándose llevar por la música. El frío que sentía llegar desde los pies ascendía y le envolvía el cuerpo pero, para ella, era un abrazo placentero, a veces electrizante y otras relajante.
Comenzó con unos ejercicios de calentamiento y se deleitó con algunos pasos entrecruzados y figuras sencillas y, sólo cuando se sintió segura, comenzó a intentar los saltos: desde los más sencillos a los saltos Flip y Lutz, hasta lanzarse a intentar un doble Axel que, sin embargo, le salió inseguro y renunció a probar de nuevo. Acabó con algunos trompos de alta y baja intensidad.
No fue más allá para no arriesgarse a hacerse daño.
Las notas de la música se volvieron suaves, lentas, casi como si quisiesen acariciarla. Ella se impulsó, echó el busto hacia delante, tensó la pierna de atrás hasta llevar el pie un poco más arriba de la cabeza y extendió los brazos a la altura de los hombros, asumiendo la figura del ángel. Levantó el rostro y dejó que su cuerpo se deslizase por la pista, decidido y delicado al mismo tiempo.
Sentía el aire fresco rozándole la piel del rostro y levantarle la larga cola de caballo rubia. Cerró los párpados y advirtió un torbellino de sensaciones que parecían llevarla hacia la nada, hacia una quietud infinita.
De repente se dio cuenta de las personas que había a su alrededor, con las que podría haber chocado, y abrió los ojos de par en par. Sintió una mano acariciar la suya, todavía extendida rozando el aire circundante. Se volvió, enderezándose sobre si misma y devolviendo el pie levantado al suelo.
―¡Ah, ya has llegado!
―No quería interrumpirte ―le dijo Sonny, que casi había aparecido como por arte de magia a su lado. Vistiendo un pesado gabán, bufanda y gorro de lana, patinaba intentando mantener su misma velocidad.
Loreley redujo la velocidad.
―No te excuses, soy yo la que no debería hacer ciertas cosas en una pista con toda esta gente.
Habitualmente iba a patinar en horarios en los que sabía que encontraría muy pocos patinadores pero aquella tarde no había conseguido respetar aquella lógica cautela.
Un chavalito pasó como una flecha a su lado, casi tocándola, y ella se inclinó en sentido contrario, acercándose a Sonny que le puso una mano en la espalda para protegerla.
―No nos quedemos aquí o nos van a arrollar ―dijo él mirando a su alrededor.
―Yo preferiría que no nos parásemos de ninguna manera…
Mientras decía esto Loreley aceleró hasta dejar al hombre a su espalda y llegar hasta la parte opuesta de la pista donde los grandes ventanales ofrecían un hermoso panorama del Hudson River y del puerto donde se encontraba el centro deportivo.
Sonny la vio realizar el slalom para superar a los patinadores que se encontraban de camino. Hubiera podido alcanzarla perfectamente en unos pocos segundos pero prefirió no seguirla. Estaba claro que estaba intentando retrasar el momento en que debían aclarar las cosas entre ellos y no quería presionarla.
¿Qué le diría a Loreley? ¿Qué no le había gustado hacer sexo con ella? ¿Lo creería? Ni siquiera lo creía él. Aunque no recordaba con pelos y señales todo lo que había ocurrido, sabía que no había desfogado jamás de esta manera sus bajos instintos como aquella noche; quizás porque no estaba demasiado sobrio pero esto ahora ya no importaba demasiado. Lo que más le preocupaba era algo bien distinto.
¡Entre todas las mujeres presentes en la boda justo tuvo que llevarse a la cama a la hermana de Hans!
Había bebido pero no tanto como para no comprender quién era la mujer que estaba conduciendo a su habitación. Y ¿por qué precisamente ella? Si Hans se enteraba no creería que había sido una coincidencia; no, lo habría acusado de haberlo hecho a propósito.
Encogió los hombros. ¿A quién le importa?
Loreley era adulta. Había sido consciente, borracha pero consciente, y también partícipe. Nadie hubiera podido condenarlo y él se equivocaba al crearse problemas, sobre todo porque ella se había ido a hurtadillas de la habitación del hotel sin ni siquiera esperar a que él se despertase, sin decirle una palabra.
Aquella mañana le había costado reconstruir todo lo sucedido, en un primer momento había sentido alivio porque aquella muchacha se había volatilizado, evitando de esta manera tener que dar y recibir explicaciones, pero luego se había dicho que siempre quedaría algo pendiente hasta que no hablasen.
Se detuvo en el borde de la pista y esperó a que ella se acercase para hacer aparecer una hermosa sonrisa.
―¿Desde hace cuántos años patinas? ―le preguntó,
―Comencé con el patinaje artístico cuando tenía cinco años pero lo abandoné en el primer año de universidad. De vez en cuando vengo aquí para distraerme y moverme un poco. No es saludable estar sentado durante horas en un bufete o en un tribunal. Y además, me gusta demasiado patinar. ¿Y tú?
―Yo jugaba al hockey cuando era poco más que un chaval. Lo he dejado hace mucho tiempo para dedicarme a la música.
―Viéndote nadie lo diría.
―Creo que es como con las bicicletas: vuelves a cogerla después de mucho tiempo y parece que sólo la hayas montado hace unos días. Ahora sería mejor que nos fuésemos a hablar a otro sitio; quizás a beber algo, aquí en el bar.