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Capítulo 3

Aunque no tenía autopsias programadas para ese día, Maura bajó a las dos y se cambió para ponerse el uniforme de trabajo. Estaba sola en el vestuario de mujeres y se tomó su tiempo para quitarse la ropa de calle. Dobló la blusa y los pantalones, y los colocó en un ordenado montoncito dentro de la taquilla. Notó la tela crujiente sobre la piel desnuda, como sábanas recién lavadas, y encontró consuelo en la rutina familiar de atarse la cinta del pantalón y meter el cabello dentro del gorro. Se sintió acolchada y protegida por el algodón limpio y por el papel que desempeñaba con ese uniforme. Echó un vistazo al espejo, a un reflejo tan frío como el de una desconocida. Sintió todas las emociones blindadas contra su imagen. Abandonó los vestuarios, avanzó por el pasillo y empujó la puerta de acceso a la sala de autopsias. Rizzoli y Frost ya estaban de pie junto a la mesa, ambos con bata y guantes, obstaculizándole con la espalda la vista de la víctima. El primero que vio a Maura fue el doctor Bristol. Estaba de cara a ella y su generosa barriga llenaba la bata de cirujano extragrande. La mirada del forense coincidió con la de Maura al entrar en la sala. Frunció el entrecejo por encima de la mascarilla, y Maura adivinó el interrogante en sus ojos.

—He pensado en darme una vuelta por aquí para presenciar ésta —comentó ella.

Entonces Rizzoli se volvió para mirarla. También ella frunció las cejas.

—¿Estás segura de que quieres estar presente?

—¿No sentirías tú curiosidad?

—Pero no estoy segura de que quisiera presenciarlo. ¿A ti te parece bien, Abe?

El doctor Bristol se encogió de hombros.

—Bueno, qué diablos, supongo que yo también sentiría curiosidad —dijo—. Únete al grupo.

Se colocó al lado de la mesa donde estaba Abe y, al ver por primera vez el cadáver sin impedimentos, la garganta se le secó. Había visto su cuota de horrores en aquel laboratorio, había contemplado la carne en todos sus estados de deterioro, cuerpos tan dañados por el fuego o por los traumatismos que apenas podrían calificarse de humanos. Pero la mujer que había encima de la mesa estaba, por lo que se refería a su experiencia, notablemente indemne. Le habían limpiado la sangre, y la herida por donde había entrado la bala, en el lado izquierdo del cuero cabelludo, aparecía oculta por el negro cabello. El rostro no había sufrido daños y el torso estaba sólo estropeado por las manchas naturales de la piel. Había marcas recientes de pinchazos en la ingle y en el cuello, donde Yoshima, el ayudante del depósito de cadáveres, había sacado sangre para los análisis del laboratorio. Pero, salvo esos detalles, el torso estaba intacto: el escalpelo de Abe aún no había realizado una sola incisión. De haber tenido ya el pecho abierto y expuesta la cavidad, la vista del cadáver no habría sido tan inquietante. Los cadáveres abiertos eran anónimos. Los corazones, pulmones y bazos no eran más que órganos, tan carentes de individualidad que se podían trasplantar como piezas de recambio de un automóvil entre un cuerpo y otro. Pero aquella mujer todavía estaba entera y sus rasgos eran perfectamente reconocibles y asombrosos. La noche anterior, Maura había visto el cuerpo vestido por completo y en sombras, iluminado sólo por el rayo de la linterna de Rizzoli. Ahora sus rasgos estaban expuestos con dureza a la luz de las lámparas de la mesa de autopsias; la ausencia de ropa revelaba el torso desnudo, y aquellos rasgos le resultaban algo mas que familiares.

«Dios mío, es mi propia cara, mi propio cuerpo lo que hay encima de la mesa.»

Sólo ella sabía cuan exacto era el parecido. Nadie más en aquella sala había visto la forma de los pechos desnudos de Maura, la curva de sus muslos. Sólo conocían lo que ella les había permitido ver: su rostro, su cabello. Era imposible que supieran que las similitudes entre aquel cadáver y ella llegaban a la intimidad del tono castaño rojizo del vello púbico.

Observó las manos de la mujer, los dedos largos y estilizados como los de la propia Maura. Manos de pianista. Los dedos estaban ya manchados de tinta. También le habían hecho radiografías del cráneo y de la dentadura. Esta última radiografía estaba expuesta en la caja luminosa: dos blancas hileras de dientes relucían como en la mueca del gato de Cheshire. «¿Sería ése el aspecto de mi radiografía? ¿Somos idénticas incluso en el esmalte de nuestros dientes?»

—¿Habéis averiguado algo más acerca de ella? —preguntó con un tono de voz que le sorprendió por su falsa tranquilidad.

—Todavía estamos comprobando el nombre de Anna Jessop —dijo Rizzoli—. Todo lo que tenemos hasta el momento es ese permiso de conducir de Massachusetts, expedido hace cuatro meses. En él pone que tiene cuarenta años, cabello negro, ojos verdes, mide un metro sesenta y nueve y pesa cincuenta y cinco kilos. —Rizzoli echó un vistazo al cadáver de encima de la mesa—. Yo diría que concuerda con la descripción.

«Y yo también —pensó Maura—. Tengo cuarenta años y mido un metro sesenta y nueve. Sólo el peso es diferente. Yo peso cincuenta y siete.» Sin embargo, ¿qué mujer no mentiría sobre su peso para el permiso de conducir?

Observó en silencio cómo Abe completaba el examen externo. De vez en cuando efectuaba una anotación sobre el diagrama impreso del cuerpo de una mujer. Herida de bala en la sien izquierda. Manchas naturales en el bajo torso y los muslos. La cicatriz de una apendicectomía. Luego dejó el bloc y se trasladó a los pies de la mesa para recoger muestras vaginales. Cuando Yoshima y él hicieron girar los muslos para exponer el perineo, la mirada de Maura se centró en el abdomen del cadáver. Se quedó mirando la cicatriz de la apendicectomía, una delgada línea blanca sobre la marfileña piel.

«También yo tengo una.»

Recogido el frotis, Abe se acercó a la bandeja del instrumental y cogió el escalpelo.

Observar el primer corte fue casi insoportable. De hecho, Maura se llevó la mano al pecho como si sintiera la hoja penetrando en su propia carne. «Esto ha sido un error —pensó mientras Abe practicaba la incisión en forma de Y—. No sé si seré capaz de presenciarlo.» Pero se quedó anclada en su sitio, atrapada por la fascinación del horror mientras veía a Abe separar la piel de la caja torácica, desollándola con celeridad, como si fuera una pieza de caza. Trabajaba sin darse cuenta del horror de Maura, centrada toda su atención en la tarea de abrir el torso. Un patólogo eficiente podía efectuar una autopsia complicada en menos de una hora y, en aquel punto del análisis del cadáver, Abe no perdería el tiempo con una disección innecesariamente elegante. Maura siempre había pensado en Abe como en un hombre simpático, muy aficionado a la comida, la bebida y la ópera, pero en aquellos instantes, con su abultado abdomen y su enorme cuello de toro, le recordaba a un carnicero obeso en el momento de clavar el cuchillo en la carne.

La piel del pecho estaba ya abierta, los pechos ocultos debajo de los colgajos separados, costillas y músculos a la vista. Yoshima se inclinó encima con las tijeras y cortó las costillas. Cada golpe seco provocaba en Maura un respingo. «Con qué facilidad se quiebran los huesos humanos —pensó—. Creemos que nuestro corazón está protegido en el interior de una recia caja de costillas, y sin embargo basta con el apretón de las agarraderas, el corte de la tijera y, una tras otra, las costillas se rinden al acero templado. Estamos hechos de un material muy frágil.»

Yoshima cortó el último hueso y Abe cercenó las hebras de los tendones y de los músculos. Los dos retiraron la coraza del pecho como si levantaran la tapa de una caja.

En el interior del tórax abierto brillaron el corazón y los pulmones. «Órganos jóvenes», fue el primer pensamiento que acudió a Maura. Pero no, reflexionó. A los cuarenta años no se es tan joven, ¿verdad? No era fácil reconocer que, a los cuarenta años, ella estaba ya en la mitad de su vida. Que, al igual que la mujer tendida sobre la mesa, no se podía considerar una joven.

Los órganos que vio en el pecho abierto tenían apariencia normal, sin señales evidentes de patología. Mediante cortes precisos, Abe separó los pulmones del corazón y los depositó en una palangana de metal. Bajo las intensas luces realizó cortes para ver el parénquima del pulmón.

—No era fumadora —informó a los dos detectives—. No hay edema. Un tejido sano y hermoso.

Excepto por el hecho de que estaba muerto.

Volvió a dejar los pulmones en la palangana, donde formaron un montoncito rosado, y cogió el corazón. Cabía con facilidad en su enorme mano. De pronto, Maura fue consciente de su propio corazón, que palpitaba con fuerza en su pecho. Al igual que el de aquella mujer, cabría en la mano de Abe. Sintió un atisbo de náusea sólo de pensar en que él pudiera sostenerlo, que le diera la vuelta para inspeccionar los vasos coronarios tal como hacía en aquellos momentos. Aunque sólo fuera una simple bomba mecánica, el corazón estaba situado en el mismo centro del cuerpo, y verlo expuesto a la vista de todos hizo que sintiera un vacío en el pecho. Respiró hondo y el olor de la sangre empeoró la sensación de náusea. Apartó la vista del cadáver y se encontró con la mirada de Rizzoli que, sin duda, había visto demasiado. Ambas se conocían desde hacía casi dos años y habían trabajado juntas en bastantes casos, hasta el punto de tener la máxima consideración hacia la otra como profesional. Sin embargo, al lado de aquella consideración había cierta cautela respetuosa. Maura sabía hasta qué punto eran agudos los instintos de Rizzoli, y mientras ambas se miraban por encima de la mesa, supo que la otra había advertido cuan cerca estaba de salir en estampida de la sala. Ante la muda pregunta de los ojos de Rizzoli, Maura se limitó a apretar la mandíbula. La reina de los muertos reafirmó su carácter invencible.

Se concentró de nuevo en el cadáver.

Abe, inconsciente de la tensión oculta que recorría la sala, había abierto las cavidades del corazón.

—Las válvulas parecen normales —comentó—. Las coronarias están blandas, y los vasos, limpios. Dios, confío en que mi corazón tenga un aspecto tan sano como éste.

Maura echó un vistazo a la enorme barriga y dudó de que fuera así, consciente de la pasión que él sentía por el foie gras y las salsas grasientas. Disfruta de la vida mientras puedas, era la filosofía de Abe. Satisfaz tus apetitos ahora, porque todos acabaremos, más pronto o más tarde, como nuestros amigos sobre esta mesa. ¿De qué sirven las coronarias saludables si has vivido una existencia privada de placeres?

Abe dejó el corazón en la palangana y prosiguió su labor con el contenido del abdomen. El escalpelo penetró hondo a través del peritoneo y fue sacando el estómago, el hígado, el bazo, el páncreas... El olor a muerte, a órganos fríos, le era familiar a Maura. Sin embargo, en esa ocasión también le resultó turbador. Dejó de ser la fría patóloga y, al ver cómo Abe iba cortando con las tijeras y el cuchillo, la brutalidad del procedimiento la horrorizó. «Dios mío, esto es lo que yo hago todos los días, sólo que cuando mi escalpelo corta, lo hace en la carne poco familiar de un desconocido.

»Pero a esta mujer no la siento como a una desconocida.»

Se deslizó dentro de un vacío entumecedor, como si observara de lejos el trabajo de Abe. Fatigada por la noche de insomnio y el jet lag, sintió que se apartaba de la escena que se desarrollaba sobre la mesa, que retrocedía a una atalaya más segura desde la cual pudiera observar con las emociones amortiguadas. Lo que había encima de la mesa era sólo un cadáver. Nadie a quien conociera. Abe liberó con celeridad el intestino delgado y dejó caer la espiral dentro de la palangana. Con las tijeras y el cuchillo destripó el abdomen, dejando sólo un caparazón vacío. Transportó la palangana, ahora pesada con las entrañas, hasta la encimera de acero inoxidable, donde las sacó una a una para hacer una inspección más detallada. En la tabla de cortar, partió el estómago y vertió el contenido en una palangana más pequeña. El olor de los alimentos sin digerir hizo que Rizzoli y Frost se apartaran, con una mueca de repugnancia en el rostro.

—Parece que aquí hay restos de la cena —comentó Abe—. Diría que comió ensalada de mariscos. Veo lechuga y tomates. A lo mejor gambas...

—¿Qué lapso hay entre la hora de la muerte y la última comida? —preguntó

Rizzoli con voz extrañamente nasal y la mano sobre la cara para bloquear los olores.

—Una hora, tal vez más. Intuyo que comió fuera, dado que la ensalada de mariscos no es el tipo de comida que yo me prepararía en casa. —Abe se volvió a Rizzoli—. ¿Encontraron alguna factura de restaurante en su bolso?

—No. Pero pudo pagar en efectivo. Aún estamos a la espera del informe de la tarjeta de crédito.

—¡Dios! —exclamó Frost, todavía apartando la mirada—. Esto está a punto de abortar cualquier curiosidad que haya sentido alguna vez por las gambas.

—Oiga, no debe dejar que esto le preocupe —dijo Abe, que estaba hurgando en el páncreas—. A fin de cuentas, todos estamos hechos del mismo material básico. Grasa, carbohidratos y proteínas. Cuando come un jugoso bistec, lo que come es un músculo. ¿Cree que alguna vez he despreciado un bistec sólo porque es el tejido que disecciono día a día? Todos los músculos tienen los mismos ingredientes bioquímicos, pero algunas veces ocurre que el olor es mejor que el de otros. —Cogió los ríñones, los cortó en delgadas rodajas y dejó caer las pequeñas muestras de tejido en el interior de un tarro con formol—. De momento, todo normal —comentó, y se volvió a Maura—. ¿Estás de acuerdo?

Ella asintió con un gesto mecánico, pero no dijo nada, distraída de repente con la nueva serie de radiografías que Yoshima acababa de colgar en el expositor iluminado. Eran del cráneo. En la toma lateral se podía ver el tejido blando, como el espectro semitransparente de un rostro de perfil.

Maura cruzó hasta el expositor y miró la densidad en forma de estrella, alarmantemente lustrosa contra la sombra más suave del hueso. Se había alojado contra la tapa superior del cráneo. La decepcionante pequeñez de la entrada de la bala en el cuero cabelludo facilitaba pocos indicios acerca de los destrozos que aquel proyectil devastador podía hacer en el cerebro humano.

—Dios mío —musitó—. Es una bala Black Talon.

Abe apartó al vista de la palangana con los órganos.

—Hacía tiempo que no veía una de ésas. Tenemos que ir con mucho cuidado. Las puntas metálicas de esa bala son afiladas como una navaja. Cortan incluso después de atravesar el guante. —Miró a Yoshima, que llevaba trabajando en el centro forense más años que cualquiera de los patólogos y les servía de memoria institucional—. ¿Sabes cuándo fue la última vez que tuvimos una víctima con una Black Talón?

—Hará unos dos años, creo —dijo Yoshima.

—¿Tan poco?

—Recuerdo que el doctor Tierney se encargó del caso.

—¿Podrías pedirle a Stella que lo compruebe? Mira si el caso se cerró. Este tipo de bala es lo bastante inusual como para que nos preguntemos si existe alguna relación.

Yoshima se quitó los guantes y se dirigió al interfono para llamar a la secretaria de Abe.

—Hola. ¿Eres Stella? El doctor Bristol quiere que investigues el último caso relacionado con una bala Black Talón. Se encargó el doctor Tierney...

—He oído hablar de ellas —dijo Frost, que se había acercado al expositor para examinar de cerca la radiografía—, pero es la primera vez que veo a la víctima de una.

—Tienen la punta hueca y las fabricaba la Winchester —explicó Abe—. Están diseñadas para expandirse y cortar los tejidos blandos. Cuando penetran en la carne, la cubierta de cobre se abre formando una estrella de seis puntas, y cada punta es tan afilada como una garra. —Se trasladó junto a la cabeza del cadáver—. Las retiraron del mercado en 1993, después de que un loco de San Francisco las utilizara para cargarse a nueve personas en un asesinato en masa. Winchester obtuvo una publicidad tan negativa que decidieron dejar de fabricarlas. Pero todavía quedan algunas en circulación. De vez en cuando aparece alguna en una víctima, pero son bastante raras.

Maura aún mantenía la mirada fija en la radiografía, en aquella estrella de blancura letal. Pensó en lo que Abe acababa de decir: «Cada punta es afilada como una garra». Y recordó las rayas marcadas en la puerta del coche de la víctima. «Como la marca de la garra de un ave de rapiña.»

Regresó a la mesa justo en el momento en que Abe completaba la incisión en el cuero cabelludo. Y en aquel breve instante, antes de que él doblara el colgajo de piel hacia delante, Maura no pudo evitar mirar el rostro de la mujer. La muerte había moteado sus labios con un azul negruzco. Mantenía abiertos los ojos, y las córneas se veían secas y empañadas por la exposición al aire. El brillo de los ojos en vida era sólo el reflejo de la luz en las córneas húmedas; cuando los ojos ya no pestañeaban, cuando el fluido ya no bañaba la córnea, los ojos se volvían secos y opacos. No es la partida del alma lo que seca la apariencia de vida en los ojos, sino el hecho de que ya no se produzca el reflejo del parpadeo. Maura miró las dos franjas nubladas que cruzaban la córnea y, por un instante, imaginó cómo debían de haber sido aquellos ojos en vida. Fue una asombrosa mirada al interior del espejo. Había tenido la idea repentina, vertiginosa, de que en realidad era ella la que estaba tendida sobre aquella mesa. De que estaba observando su propio cadáver mientras le practicaban la autopsia. ¿Acaso los fantasmas no merodean por los mismos lugares que frecuentaban cuando estaban vivos? «Éste es el lugar que yo frecuento —pensó—. El laboratorio de autopsias. Aquí es donde estoy condenada a pasar la eternidad.»

Abe apartó hacia delante el cuero cabelludo y la cara se deformó como una máscara de goma.

Maura se estremeció. Al apartar la vista, descubrió que Rizzoli la estaba observando de nuevo. «¿Me mira a mí o mira a mi fantasma?»

El zumbido de la sierra pareció perforar el interior de su cerebro. Abe cortó la bóveda del cráneo puesto al descubierto, al tiempo que conservaba el fragmento por donde había penetrado la bala. Con suavidad, hizo palanca y quitó la tapa de hueso. La Black Talón salió del cráneo abierto y tableteó dentro de la palangana que Yoshima sostenía debajo. Allí relució, con las puntas metálicas abiertas hacia fuera como pétalos de una flor letal.

El cerebro estaba moteado de sangre oscura.

—Hemorragia masiva en ambos hemisferios. Justo lo que esperaba por las radiografías —dijo Abe—. La bala entró por aquí, por el hueso temporal izquierdo. Pero no salió. Pueden verlo allí, en las fotos.

Señaló el expositor luminoso, donde la bala se destacaba como la explosión de una estrella, paralizada contra la curva interna del hueso occipital izquierdo.

—Es curioso que acabara en el mismo lado del cráneo por donde entró — comentó Frost.

—Lo más probable es que se produjera un rebote. La bala penetró en el cráneo y saltó de un lado a otro, destrozando el cerebro. Expulsó toda su energía en los tejidos blandos. Como el giro de las cuchillas de una limadora.

—¿Doctor Bristol?

Era Stella, su secretaria, por el interfono.

—¿Sí?

—He encontrado ese caso de la Black Talon. El nombre de la víctima era Vassily Titov. El doctor Tierney hizo la autopsia.

—¿Qué detective se encargó del caso?

—A ver... Aquí está. Los detectives Vann y Dunleavy.

—Lo consultaré con ellos —dijo Rizzoli—. Veremos qué recuerdan del caso.

—Gracias, Stella —gritó Bristol; luego se volvió a Yoshima, que tenía la cámara a punto—: Vale, dispara ya.

Yoshima empezó a tomar fotos del cerebro expuesto, captando un registro de su aspecto antes de que Abe lo sacara del estuche óseo. «Aquí es donde yacen los recuerdos de toda una vida», pensó Maura mientras observaba los relucientes pliegues de materia gris. El ABC de la infancia. Cuatro por cuatro dieciséis. El primer beso, el primer amante, el primer sufrimiento. Todo depositado, como paquetes del mensajero ARN, en aquella compleja serie de neuronas. La memoria era sólo bioquímica y, sin embargo, definía a cada ser humano como individuo. Mediante unos cuantos golpes de escalpelo, Abe liberó el cerebro y lo llevó con ambas manos, como si fuera un tesoro, hasta la encimera. No iba a diseccionarlo en aquellos momentos, sino que lo sumergiría en un recipiente con fijador para cortarlo más tarde. Sin embargo, no hacía falta microscopio para ver los efectos del traumatismo. Estaban allí, en la sanguinolenta decoloración de la superficie.

—Aquí tenemos la herida de entrada, junto a la sien izquierda —dijo Rizzoli.

—Sí, y el agujero de la piel coincide a la perfección con el del cráneo —acotó Abe.

—Esto concuerda con un tiro directo en el lateral de la cabeza. Abe asintió.

—Sin duda el asesino apuntó a través de la ventanilla del conductor. Y la ventanilla estaba abierta, ya que ningún cristal desvió la trayectoria.

—De modo que ella estaba allí sentada —dijo Rizzoli—. La noche era cálida, la ventanilla estaba bajada, eran las ocho y oscurecía... Así que él se acerca sigiloso al coche, se limita a apuntar el arma y dispara... —Sacudió la cabeza—. ¿Por qué?

—No se llevó el bolso —comentó Abe.

—Por tanto, no fue para robarle —añadió Frost.

—Lo cual nos deja la posibilidad de un crimen pasional. O un asesinato premeditado —dijo Rizzoli, volviéndose hacia Maura.

Allí estaba de nuevo, la posibilidad de un asesinato selectivo.

¿Habría liquidado al objetivo correcto?

Abe sumergió el cerebro en un cubo con formalina.

—Hasta el momento no hay sorpresas —comentó al regresar para realizar la disección del cuello.

—¿Piensas realizar análisis de toxicidad? —preguntó Rizzoli. Abe se encogió de hombros.

—Podemos pedir que hagan uno, pero no estoy muy seguro de que sea necesario. La causa de la muerte está ahí. —Señaló con la barbilla el expositor luminoso, donde la bala se destacaba contra la sombra del cráneo—. ¿Tienes algún motivo para pedirlo? ¿Encontraron los de la policía, científica algún tipo de droga o jeringuillas en el coche?

—Nada. En el coche todo estaba en orden. Es decir, salvo la sangre.

—¿Y toda pertenecía a la víctima?

—En cualquier caso, toda era del grupo B positivo.

Abe se volvió hacia Yoshima.

—¿Has clasificado ya a nuestra chica?

Yoshima asintió:

—Coincide. Es del B positivo.

Nadie estaba mirando a Maura. Nadie vio cómo levantaba la barbilla de golpe ni percibió que la respiración se le aceleraba. Se volvió con brusquedad para que no pudieran verle la cara, se desató la mascarilla y se la quitó de un tirón. Mientras se dirigía al cubo de desperdicios, Abe la llamó:

—¿Ya te has aburrido de nosotros, Maura?

—El jet lag hace mella en mí—dijo mientras se quitaba la bata—. Creo que tendré que largarme temprano. Te veré mañana, Abe.

Salió del laboratorio sin mirar hacia atrás.

El viaje de regreso a casa transcurrió en una especie de neblinosa confusión. Sólo cuando llegó a las afueras de Brookline, el cerebro se le despejó de forma repentina. Y sólo entonces pudo escapar del lazo obsesivo de los pensamientos que no paraban de recorrerle la mente. «No pienses en la autopsia. Apártala de tu cabeza. Piensa en la cena, en cualquier cosa que no sea lo que has visto hoy.»

Se detuvo en el colmado. Tenía vacía la nevera y, a menos que quisiera comer atún y guisantes congelados esa noche, necesitaba hacer la compra. Fue un alivio concentrarse en otra cosa. Iba echando artículos en el carro con la perentoriedad de una maníaca. Era mucho más seguro pensar en comida, en lo que iba a cocinar para el resto de la semana. «Deja de pensar en salpicaduras de sangre y órganos femeninos en palanganas de acero inoxidable. Necesito pomelos y manzanas. ¿No tienen un aspecto excelente estas berenjenas?» Cogió un manojo de perejil e inhaló con avidez el aroma, agradecida de que su acritud borrara, aunque sólo fuera por un instante, el recuerdo de todos los olores del laboratorio donde se practicaban las autopsias. Una semana de platos franceses poco condimentados la había dejado necesitada de especias. «Esta noche —pensó—, cocinaré un curry verde tailandés, tan picante que me abrasará la lengua.»

En casa se cambió, se puso pantalones cortos y camiseta, y empezó a preparar la cena. Daba pequeños sorbos de un burdeos blanco frío, mientras troceaba el pollo o picaba la cebolla y el ajo. La ligera fragancia del arroz de jazmín llenó la cocina. No tenía tiempo para pensar en la sangre del grupo B ni en la mujer de cabello negro porque el aceite humeaba en la cacerola. Era el momento de saltear el pollo y añadir la pasta de curry. Incorporó una lata de leche de coco y tapó la cacerola para dejar que hirviera poco a poco. Alzó la vista hacia la ventana de la cocina y de repente se descubrió reflejada en el cristal.

«Me parezco a ella. Soy idéntica a ella.»

La recorrió un escalofrío al pensar que el rostro que se reflejaba en el cristal pudiera no ser el suyo sino el de un fantasma que la estuviera mirando. La tapa de la cacerola empezó a traquetear ante la presión del vapor. Los fantasmas intentaban salir. Estaban desesperados por captar su atención.

Apagó el fuego, se dirigió al teléfono y marcó el número de un busca que sabía de memoria. Al cabo de unos instantes, Jane Rizzoli la llamó. Oyó sonar el eco de otro teléfono: así que la detective no estaba en casa todavía, sino probablemente sentada ante su escritorio en Schroeder Plaza.

—Siento mucho molestarte —comentó Maura—, pero necesito preguntarte algo.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, sólo quiero saber una cosa más acerca de ella.

—¿De Anna Jessop?

—Sí. ¿Dijiste que su permiso de conducir estaba expedido en Massachusetts?

—Así es.

—¿Qué fecha de nacimiento figura en él?

—¿Cómo?

—Hoy, en la sala de autopsias, dijiste que tenía cuarenta años. ¿Qué día nació?

—¿Por qué?

—Por favor. Necesito saberlo.

—Está bien. Aguarda.

Mientras esperaba, Maura oyó ruido de pasar páginas. Luego Rizzoli regresó al teléfono.

—Según el permiso, su fecha de nacimiento es el 25 de noviembre. Durante unos segundos, Maura no hizo ningún comentario.

—¿Todavía estás ahí? —preguntó Rizzoli.

—Sí.

—¿Qué ocurre, Doc? ¿Algún problema?

Maura tragó saliva.

—Necesito que me hagas un favor, Jane. Te parecerá una locura.

—Ponme a prueba.

—Quiero que el laboratorio de criminología coteje mi ADN con el de ella. Maura oyó que, al otro lado de la línea, el segundo teléfono dejaba al fin de sonar.

—Repítelo —dijo Rizzoli—, porque creo que no te he oído bien.

—Quiero saber si mi ADN coincide con el de Anna Jessop.

—Oye, reconozco que existe una gran semejanza...

—Hay otra cosa.

—¿De qué otra cosa estás hablando?

—Ambas tenemos el mismo grupo sanguíneo. B positivo.

—¿Y cuántas otras personas tienen el B positivo? —inquirió Rizzoli, con toda razón—. ¿Cuántos serán? ¿El diez por ciento de la población?

—Y la fecha de nacimiento. Has dicho que nació el 25 de noviembre. Yo también, Jane.

Esta confesión provocó un silencio repentino.

—Está bien —dijo Rizzoli con voz queda—, has conseguido que se me ponga piel de gallina.

—Entiendes adonde quiero ir a parar, ¿verdad? Todo en ella..., desde su apariencia, el tipo de sangre, la fecha de nacimiento... —Maura hizo una pausa—. Ella soy yo. Quiero saber de dónde procede. Quiero saber quién es esa mujer. Se produjo un largo silencio. Luego Rizzoli comentó:

—Responder a esta pregunta va a ser mucho más complicado de lo que yo imaginaba.

—¿Porqué?

—Esta tarde nos llegó un informe de su tarjeta de crédito. Hemos descubierto que su MasterCard sólo tiene seis meses de antigüedad.

—¿Y qué?

—El permiso de conducir es de hace cuatro meses. La matrícula del coche se emitió hace tres meses.

—¿Y qué pasa con su residencia? Tenía una dirección en Brighton, ¿no? Tienes que haber hablado con los vecinos.

—Anoche, al final pudimos dar con su casera. Dijo que hace sólo tres meses que alquiló el piso a Anna Jessop. Nos dejó entrar en el apartamento.

—Está vacío, Doc. Ni un solo mueble, ni una sartén, ni un cepillo de dientes. Alguien pagó la televisión por cable y una línea de teléfono, pero nadie vivía allí.

—¿Y los vecinos?

—Nunca la han visto. La llamaban «el fantasma».

—Tiene que existir alguna dirección anterior. Otra cuenta bancaria...

—Los buscamos. No hemos podido encontrar nada de esta mujer que remita a una fecha anterior.

—¿Y eso qué significa?

—Significa... —dijo Rizzoli— que hasta hace seis meses Anna Jessop no existía.

Hermanas de sangre

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