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Capítulo 5

Era el no va más en automóviles. Eso decían los anuncios y eso repetía Dwayne, y Mattie Purvis conducía aquel potente automóvil por la calle West Central, parpadeando para reprimir las lágrimas, al tiempo que pensaba: «Tienes que estar ahí. Por favor, Dwayne, tienes que estar». Pero no sabía si estaría. Había tantas cosas sobre su marido que no entendía últimamente, como si un desconocido se hubiese apoderado de él, un desconocido que apenas le prestaba atención ni la miraba.

«Quiero que mi marido regrese. Pero ni siquiera sé cómo lo he perdido.»

El enorme letrero de PURVIS BMW la saludó al frente. Mattie entró en el aparcamiento, pasó ante las hileras de relucientes automóviles último modelo y divisó el coche de Dwayne, aparcado junto a la entrada de la sala de exposición. Se detuvo en la plaza contigua al coche de él y apagó el motor. Se quedó sentada un momento, respirando hondo. Inspiraciones purificaderas, tal como le habían enseñado en las clases de Lamaze. Las clases a las que Dwayne había dejado de asistir un mes atrás, porque pensaba que eran una pérdida de tiempo. «Eres tú quien va a tener al bebé, no yo. ¿Para qué necesito estar allí?»

Cielos, demasiadas inspiraciones profundas. Repentinamente mareada, se tambaleó hacia delante sobre el volante. Sin querer golpeó contra el claxon y dio un respingo ante el fuerte bocinazo. Miró hacia el escaparate y vio que uno de los mecánicos la estaba observando. A ella, a la esposa idiota de Dwayne, que tocaba el claxon sin motivo. Ruborizada, abrió la puerta, sacó su enorme vientre de detrás del volante y entró en la sala de exposición de los BMW.

Allí dentro olía a cuero y a cera de coches. Un afrodisíaco para los tíos, según Dwayne; aquel banquete de olores le provocó una ligera náusea. Se detuvo en medio de las voluptuosas sirenas de la exposición, los nuevos modelos del año, curvas sensuales y cromados que refulgían bajo los focos. Un hombre podía perder el alma en aquel salón. Bastaría con pasar la mano sobre ese flanco azul metálico, demorarse mirando su reflejo en el parabrisas, y empezaría a ver sus sueños hechos realidad. Vería al hombre que podría llegar a ser sólo con poseer uno de aquellos coches.

—¿Señora Purvis?

Mattie se volvió y vio que Bart Thayer, uno de los vendedores de su esposo, le hacía señas.

—Ah, hola —saludó ella.

—¿Busca a Dwayne?

—Sí. ¿Dónde está?

—Creo que... —Bart miró hacia las oficinas del fondo—. Deje que vaya a ver.

—No se preocupe. Ya lo encuentro yo.

—¡No! Quiero decir... Deje que vaya a buscarle, ¿vale? Tome asiento, mejor que esté sentada. En su estado no debería estar de pie mucho rato. Curiosa observación para que la hiciera Bart, cuyo vientre era más voluminoso que el de ella. Logró esbozar una sonrisa.

—Estoy embarazada, Bart, no lisiada.

—¿Para cuándo es el gran día?

—Dentro de dos semanas. Eso creemos, en cualquier caso. Nunca se sabe.

—Es verdad. Mi primer hijo no quería salir. Nació con tres semanas de retraso, y desde entonces siempre llega tarde a todo. —Le hizo un guiño—. Deje que vaya a buscar a Dwayne.

Vio que se encaminaba hacia las oficinas del fondo y le siguió con la suficiente celeridad para observar cómo llamaba a la puerta del despacho de Dwayne. No obtuvo respuesta, así que volvió a llamar. Al final se abrió la puerta y Dwayne asomó la cabeza. Dio un respingo al ver a Mattie, que le saludaba desde la sala de exposición.

—¿Puedo hablar contigo? —le preguntó casi gritando.

Dwayne salió enseguida del despacho y cerró la puerta a sus espaldas.

—¿Qué haces aquí? —le espetó.

Bart miró al uno y al otro varias veces. Luego se apartó poco a poco en dirección a la salida.

—Oye, Dwayne... —dijo—. Creo que voy a salir a tomar un café.

—Sí, sí —murmuró Dwayne—. Puedes ir.

Bart salió presuroso de la sala de exposición, dejando a marido y esposa frente a frente.

—Te estuve esperando —dijo Mattie.

—¿Para qué?

—Para mi cita con el tocólogo, Dwayne. Dijiste que vendrías conmigo. La doctora Fishman esperó veinte minutos, luego ya no pudo esperar más. Te has perdido la ecografía.

—¡Oh, Dios! Se me olvidó... —Dwayne se pasó la mano por la cabeza, alisándose el cabello negro: siempre se preocupaba por el cabello, por la camisa, por la corbata. «Cuando comercializas un producto de primera», le gustaba decir, «tienes que aparentar que también lo eres»—. Lo siento.

Mattie buscó dentro del bolso y sacó una Polaroid.

—¿Quieres al menos echar un vistazo a la foto?

—¿Qué es?

—Es tu hija. Es la foto de la ecografía.

Dwayne echó una ojeada a la foto y se encogió de hombros.

—No se ve gran cosa.

—Aquí puedes ver el brazo, aquí la pierna. Y si te fijas bien, casi el rostro.

—Sí, fantástico. —Se la devolvió—. Esta noche llegaré un poco tarde, ¿sabes? A eso de las seis viene un tipo para probar un coche. Ya cenaré por ahí. Mattie volvió a meter la foto en el bolso y suspiró.

—Dwayne...

Él le dio un beso apresurado en la frente.

—Deja que te acompañe afuera. Vamos.

—¿No puedes salir a tomar un café o algo?

—Espero clientes.

—Pero no hay nadie en la tienda.

—Mattie, por favor. Deja que haga mi trabajo, ¿vale?

La puerta del despacho de Dwayne se abrió de repente. Mattie se volvió a tiempo para ver que salía una mujer, una rubia larguirucha que se alejó presurosa por el pasillo y se metió en otro despacho.

—¿Y ésa quién es? —preguntó Mattie.—¿Quién?

—Esa mujer que acaba de salir de tu despacho.

—¡Ah, ella! —carraspeó—. Es una nueva adquisición. Pensé que ya era hora de contratar a una vendedora. Ya sabes, para diversificar el equipo. Ha resultado un elemento muy valioso. El mes pasado vendió más coches que Bart, y eso ya es decir... Mattie se quedó mirando en actitud pensativa la puerta cerrada de Dwayne. Era entonces cuando había empezado todo: el mes anterior. Cuando todo cambió entre los dos. Desde que la desconocida se había incorporado al equipo de Dwayne.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—Oye, de veras tengo que regresar al trabajo.

—Sólo quiero saber su nombre.

Mattie se volvió, miró a su esposo y, en ese instante, vio la culpa en su mirada, tan luminosa como un tubo de neón.

—¡Oh, Dios! —Dwayne le volvió la espalda—. Lo que me faltaba.

—Señora Purvis. —Era Bart, que la llamaba desde la entrada de la tienda—.

¿Sabe que lleva una rueda pinchada? El mecánico acaba de decírmelo. Aturdida, se volvió y le miró.

—No. Yo... no lo sabía.

—¿Cómo? ¿No te has dado cuenta de que llevabas la rueda deshinchada? — inquirió Dwayne.

—Es posible que... Bueno, la conducción era un poco pesada, pero no podía imaginar que...

—¡Verlo para creerlo!

Dwayne se dirigía ya hacia la salida. «Huye de mí, como siempre —pensó ella—. Y ahora se ha enfadado. ¿Por qué siempre acaba siendo mía la culpa?»

Bart y ella le siguieron hasta el coche. Dwayne, en cuclillas junto a la rueda posterior derecha, sacudía la cabeza.

—¿Te puedes creer que no se haya dado cuenta de esto? —le preguntó sorprendido a Bart—. ¡Mira esta rueda! ¡Ha destrozado el jodido neumático!

—Oye, a veces ocurre —dijo Bart, y dirigió a Mattie una mirada de comprensión—. Escucha, le pediré a Ed que le ponga una nueva. No es ningún problema.

—¡Pero mira la llanta! La ha echado a perder. ¿Cuántos kilómetros crees que habrá conducido de esta manera? ¿Cómo puede alguien ser tan lerdo?

—Vamos, Dwayne —dijo Bart—. No es tan grave.

—No me di cuenta —protestó Mattie—. Lo siento.

—¿Y has conducido así desde la consulta del médico? —Dwayne la miró por encima del hombro, y la rabia que ella advirtió en sus ojos la asustó—. ¿Soñabas con las musarañas o qué?

—Dwayne, no me di cuenta.

Bart dio una palmadita en el hombro de Dwayne.

—Quizá sea mejor relajarse un poco, ¿no crees?

—¡No te metas en lo que no te importa! —le espetó Dwayne.

Bart retrocedió con las manos levantadas en señal de sumisión.

—Está bien, está bien.

Dirigió una rápida mirada a Mattie, una mirada que decía «buena suerte, querida», y se largó.

—No es más que una llanta.

—Debes de haber levantado chispas por toda la carretera. ¿Cuántas personas crees que te habrán visto conduciendo así?

—¿Y eso qué importa?

—¡Dios! Es un BMW. Al conducir un coche como éste, transmites una imagen. La gente que ve este coche espera que el que lo conduzca sea un poco espabilado, algo más que un simple aficionado. De manera que cuando vas por ahí circulando sobre una llanta, echas a perder esa imagen. Haces que los demás conductores de un BMW se sientan mal. Y haces que yo me sienta mal.

—Es sólo una llanta.

—¡Deja ya de repetirlo!

—Pero es que es así.

Dwayne soltó un bufido de fastidio y se puso en pie.

—Me rindo.

Mattie reprimió las lágrimas.

—No es por la llanta, ¿verdad, Dwayne?

—¿Qué?

—Esta discusión es por nosotros. Algo va mal entre nosotros. El silencio de él no hizo más que empeorar las cosas. No la miró; dio media vuelta para encararse con el mecánico que se les acercaba.

—Eh —gritó el operario—. Ha dicho Bart que me acerque a cambiar esa rueda.

—Sí, encárgate de esto, ¿quieres?

Dwayne se calló. Había trasladado su atención a un Toyota que acababa de entrar en el aparcamiento. Un hombre bajó del coche y se quedó mirando un BMW. Se inclinó para leer el adhesivo del concesionario en la ventanilla. Dwayne se alisó el cabello, de un tirón se ajustó la corbata e hizo el amago de dirigirse al nuevo cliente.

—Dwayne —le interrumpió Mattie.

—Tengo un cliente.

—Pero yo soy tu esposa.

Su marido se volvió con brusquedad y le dirigió una mirada llena de odio.

—No sigas por ahí. Déjalo ya, Mattie.

—¿Qué tengo que hacer para llamar tu atención? —gritó ella—. ¿Comprarte un coche? ¿Es eso lo que hace falta? Porque no conozco otra forma. —La voz se le quebró—. No conozco otro sistema.

—Entonces quizá debieras desistir de intentarlo. Porque yo no veo razón para que insistas.

Ella le miró mientras se alejaba. Le vio detenerse un segundo para cuadrarse de hombros y adoptar una sonrisa. De repente, su voz surgió cálida y amistosa al saludar al nuevo cliente en el aparcamiento.

—¿Señora Purvis? ¿Señora?

Mattie parpadeó y se volvió hacia el mecánico.

—Necesito las llaves del coche, por favor. Para meterlo en el garaje y montar esa rueda. —Le tendió la mano manchada de grasa.

Sin decir palabra, ella le dio la llave; luego se volvió a mirar a Dwayne, pero él ni siquiera la miró. Como si fuera invisible. Como si no fuera nadie. Apenas recordaba el viaje de regreso a casa.

De repente se encontró sentada ante la mesa de la cocina, todavía con las llaves en la mano y la correspondencia del día apilada delante de ella. Encima estaba la factura de la tarjeta de crédito, dirigida al señor y la señora Purvis. Señor y señora. Se acordó de la primera vez que la llamaron señora Purvis y de la alegría que experimentó al oír ese nombre. Señora Purvis, señora Purvis...

«Señora Nadie».

Las llaves resbalaron al suelo. Se tapó la cara con las manos y empezó a llorar. Lloró mientras la criatura que llevaba dentro le daba patadas, lloró hasta que le dolió la garganta y las lágrimas empaparon el correo.

«Quiero que vuelva a ser el de antes. Cuando me amaba.»

A través de la confusión de los sollozos oyó el chirrido de la puerta. Procedía del garaje. Levantó la cabeza y la esperanza se le expandió por el pecho.

«¡Está en casa! ¡Ha venido para decirme que se arrepiente!»

Se levantó con tal celeridad que volcó la silla. Medio mareada, abrió la puerta y entró en el garaje. Desconcertada, pestañeó en la penumbra. El único coche aparcado en el garaje era el suyo.

—¿Dwayne? —llamó.

Una franja de luz solar le dio en los ojos. La puerta que conducía al patio lateral estaba abierta de par en par. Cruzó el garaje para cerrarla. Acababa de empujarla cuando oyó pasos a su espalda. Se quedó petrificada, mientras el corazón le latía desbocado. Y en aquel preciso instante comprendió que no estaba sola. Se volvió y, mientras lo hacía, la oscuridad salió a su encuentro.

Hermanas de sangre

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