Читать книгу Fugace Piacere y otras historias - Thais Duthie - Страница 11

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«Es trabajo. Solo trabajo», me recordé.

Odiaba tener que aceptar encargos que no me llamaban la atención en absoluto para poder ganarme la vida. Porque interesarme, lo que iba a ver me interesaba más bien poco. Desde que el género erótico estaba en auge mi jefe me había pedido un trabajo de campo para poder escribir un reportaje y publicarlo en la revista. Había tratado de retrasarlo varios meses, pero me había puesto entre la espada y la pared y ya no me quedaban más opciones.

Empujé la puerta metálica y pesada que daba la bienvenida al lugar. Sentía cómo mi corazón latía con rapidez.

Estaba nerviosa. Mucho, aunque una parte de mí se negara a reconocerlo.

Dejé que mis pasos me guiaran hasta lo que parecía la barra, mirando al suelo, y pedí agua con gas en cuanto una camarera vestida de negro se acercó —quizá debería haber pedido algo más fuerte, pero por lo general evitaba el alcohol—. Solo entonces, me permití mirar a mi alrededor.

Lo primero que llamó mi atención fue la vestimenta que llevaba la mayoría de la gente que se encontraba en aquella cafetería fetichista: corsés, medias de rejilla, prendas de cuero, collares en el cuello e incluso algunos llevaban una correa. Sin embargo, me sorprendió todavía más el hecho de que ciertas personas estaban arrodilladas a los pies de sus dominantes. Tragué saliva, cogí el vaso de agua con gas y fui a sentarme a una de las mesas.

«Esto es demasiado para mí».

Por dentro estaba deseando que nadie percibiera mi presencia, aunque sabía que era del todo imposible. Seguía clavando la mirada en el suelo de parqué oscuro, sin atreverme a levantar la vista y hacer lo que había venido a hacer: observar y aprender. Seguramente tenía varios pares de ojos puestos en mí y eso me inquietaba todavía más. A medida que pasaba el tiempo me arrepentía cada vez más de haber venido. ¿Qué tenía en la cabeza? Pensé en desandar mis pasos e irme por donde había venido, aunque eso supusiera perder mi trabajo en la revista, pero tenía que reconocer que aquello era lo único que me permitía pagar el piso, las facturas y poco más.

El sonido de unos tacones que golpeaban el suelo con decisión me hizo salir de mis cavilaciones. Levanté la cabeza y descubrí frente a mí a una mujer hermosa, tanto que me olvidé de los nervios y del trabajo. Su pelo rubio oscuro estaba recogido en un moño, aunque algunos mechones rebeldes caían sobre su rostro. Llevaba un corsé rojo con detalles de encaje y un pequeño lazo de seda y una especie de falda muy corta y ajustada. Sus largas piernas estaban cubiertas por unos ligueros que abrazaban a unas medias casi transparentes, dejando a la vista un buen trozo de su piel blanca.

Cuando terminé de escrutarla descansé mis ojos en los suyos y no pude evitar morderme el labio sin querer. Por mucho que lo intentara, era incapaz de mirarla a la cara por culpa de aquel corsé que realzaba su pecho sin dejar mucho lugar a la imaginación. Jamás me había pasado algo así, lo juro. Por lo general miraba a las mujeres a los ojos, siempre, porque yo era una y odiaba cuando las miradas ajenas se posaban en mis senos de forma indiscreta. Lo peor es que aquellos pechos no tenían nada de peculiar. Es decir, no eran demasiado grandes ni nada por el estilo, simplemente estaban muy a la vista por el efecto del corsé.

Carraspeó y noté cómo un rubor teñía mis mejillas. Sentía una vergüenza inmensa, lo cual era bastante extraño en mí. No me consideraba insegura, para nada, pero me encontraba en una situación poco común y no sabía cómo reaccionar.

Opté por observarla con cautela, esperando que hiciera o dijera algo, aunque esta vez me fijé en su rostro. Pude apreciar entonces el rojo oscuro de sus labios y la cantidad de maquillaje que cubría sus ojos. Seguro que se había pasado horas frente al espejo para obtener aquel resultado.

El silencio se alargó durante varios segundos en los que notaba como si me costara respirar. ¿Sería porque estaba en un lugar que no debería ni pisar? ¿Porque estaba rodeada de fetichistas y amantes del sadomasoquismo? ¿O porque no sabía cómo tenía que actuar y comportarme dentro de aquel antro? Probablemente era por todos esos motivos, sumado a que por primera vez en mi vida era incapaz de levantar los ojos del escote de una mujer. Como si pudiera adivinar lo que estaba pensando, ella despertó de ese letargo en el que parecía haberse sumido, apartó la silla que había frente a mí, le dio la vuelta para sentarse con las piernas abiertas y tomó asiento con movimientos gráciles. ¿Se estaba contoneando a propósito? Estaba convencida de que solo se había sentado de aquella manera para ponerme todavía más nerviosa.

Poco después, me miró y sonrió.

—Ciao, bienvenida —susurró con un marcado acento italiano, arrastrando las vocales, con una voz tan suave que me hizo estremecer—. Soy Amanda. Lady Amanda, para ti.

«Lo que me faltaba», pensé.

Algo en mi interior me hizo querer replicar. ¿Por qué tenía que llamarla Lady Amanda y no simplemente Amanda? Después recordé que en aquel ambiente todo funcionaba de forma diferente, con una jerarquía, unos rangos, unas normas. Y si me pedía que me dirigiese a ella de esa manera significaba que, con seguridad, se trataba de una dómina.

—Yo soy Noe.

—Noe —repitió.

Mi nombre en sus labios sonaba de manera diferente, más elegante.

—Noe.

—¿Te has perdido, Noe?

Bien, sabía que quizá no llevaba la vestimenta más apropiada —un vestido rojo ajustado y unas sandalias de cuña— y que mi actitud tampoco debía de estar a la altura del lugar. ¿Pero tanto se me notaba? Por la pregunta que acababa de hacerme la mujer sí, con toda certeza.

Me dije que si quería pasar desapercibida en aquel entorno tenía que ser capaz de transmitir seguridad y que pareciera que todo estaba bajo control, aunque en realidad nada lo estuviera.

—No, no me he perdido, estoy donde quiero estar —dije en un tono serio.

—Entonces supongo que también quieres acompañarme a una de las salas del local.

Ladeé la cabeza escuchando su voz y me sentí hipnotizada. Incluso llegué a preguntarme si tendría el autocontrol suficiente como para decirle que no. Una parte de mí sabía que estaba adentrándome en un terreno desconocido y que, si aceptaba, no habría marcha atrás. Pero la otra se estaba dejando llevar por los encantos de Lady Amanda: su figura espectacular, su voz, su carisma y, por encima de todo, aquella aura misteriosa que parecía irradiar. Y esta última parte estaba deseando dejarse llevar por una vez en la vida.

—Por supuesto.

—Sígueme, Noe —me ordenó antes de ponerse en pie y echar a andar hacia un pasillo oscuro que había al fondo de la sala.

Estaba absorta observando sus movimientos, siguiéndola; como si caminar sobre sus pasos fuera todo lo que necesitaba en aquellos momentos. Hasta me olvidé del agua con gas que acababa de pedir y de lo que había venido hacer.

Al fondo del pasillo había una cortina negra que daba paso a la parte privada de la cafetería. Parecía un lugar amplio, enorme, con muchos recovecos y espacios escondidos. Continuamos andando por otro largo pasillo decorado con cuadros minimalistas. Había puertas pintadas de diferentes colores y Lady Amanda se detuvo frente a una rojo carmín. El cartel que colgaba de dicha puerta decía: «Piedi, perché li voglio se ho ali per volare». Supe enseguida que era italiano y, aunque no era una lengua que conociera, hice asociaciones rápidas: pies, por qué, alas, volar. No tardé mucho en recordar que se trataba de una frase que había dicho la pintora mexicana Frida Kahlo en algún momento de su vida: «Pies, para qué los quiero si tengo alas para volar». ¿Qué debía de significar aquello? ¿Y por qué solo esa puerta tenía una frase escrita en ella?

Lady Amanda introdujo una llave en la cerradura y se abrió paso entre las sombras. Yo la seguí. La habitación descansaba en la penumbra y me pareció percibir un ligero olor a canela. De pronto, se hizo la luz. Cuando mis ojos se acostumbraron a ella pude observar la cama —mucho más grande que las de matrimonio— y el dosel de terciopelo escarlata que la rodeaba. Los armarios altos al fondo y las cómodas con cajones. El chaise longue del mismo color que la cortina. La pared entera llena de espejos. El sofá y la mesita frente a él. A Lady Amanda mirándome con esa expresión curiosa en el rostro. Y yo… me sentí abrumada.

—Bienvenida a mi paraíso —murmuró acercándose a mí.

Y entonces, nada.

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