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Entrada en la casa

Historia de la domesticación

¿Cómo se domesticaron los cerdos salvajes? O dicho más fácil: ¿cómo llegaron a entrar en la casa? Probablemente fue un largo camino: ya la Brehms Tierleben [Vida animal, de Brehm] resaltaba el temperamento tímido, poco apegado de los cerdos:

Prudentes y temerosos, por lo general huyen ante cualquier peligro, pero en cuanto son acosados oponen una valerosa resistencia, e incluso a menudo no dudan en atacar a sus adversarios. Para esto buscan derribarlos y herirlos con sus filosos colmillos y saben utilizar estas temibles armas con tanta habilidad y fuerza tan significativa que pueden volverse muy peligrosos. Todos los jabalíes defienden a sus hembras y sus crías con mucho sacrificio. Ineducables y tercos, no parecen adecuados para una domesticación demasiado compleja, y tampoco puede decirse que sus atributos sean precisamente atractivos. (8)

Contra toda apariencia, sin embargo, la domesticación de los cerdos, que pertenecen al orden de los artiodáctilos y al suborden Suina, se inició hace por lo menos ocho mil años. Según clasificaciones más recientes, los jabalíes salvajes se dividen en treinta y dos subespecies, que a su vez pueden reunirse en tres grupos –siempre en proceso de revisión–: “los auténticos jabalíes (el grupo scrofa), distribuidos en Europa, norte de África y Asia Occidental y Central, los cerdos anillados (el grupo vittatus) distribuidos en Indonesia así como en Japón, China y Siberia Oriental, y los cerdos indios (el grupo cristatus) distribuidos en el subcontinente indio y en Indochina”. (9)Casi todas estas regiones conocen o conocieron formas de coexistencia entre cerdo y hombre. La historia de la domesticación del cerdo salvaje comenzó en diferentes regiones de Asia. Como en el caso de las ovejas y las cabras el proceso de domesticación sólo puede deducirse a partir de una disminución importante del tamaño de los huesos animales. En las excavaciones del yacimiento neolítico de Çayönü (en Anatolia, al pie de las montañas Tauro), aproximadamente la mitad de los huesos de cerdo que se encontraron pudieron asignarse a animales domesticados; también pudo probarse un paulatino comienzo de la crianza de cerdos a inicios del 7000 a.C. en el yacimiento de Jarmo (en las estribaciones de la cordillera del Zagros).

A diferencia de la cría moderna, la domesticación de los animales salvajes casi nunca se produjo de modo planeado o siguiendo una estrategia. Durante mucho tiempo fue el resultado –más o menos casual– del pragmatismo de diferentes medidas que se tomaron para poder criar a los animales: fue un efecto secundario del encierro y de la falta de movimiento, de condiciones limitadas de alimentación o de la matanza preventiva de animales rebeldes y orgullosos que dificultaban un manejo de la piara. Podría describirse la domesticación como una especie de alianza entre animales y hombres en la que se produjo un trueque eficiente: la alimentación y la protección de los enemigos compensaron la perdida parcial de libertad de desplazamiento. No es casual que esta relación nos recuerde el tipo de función de las ciudades tempranas y la dependencia recíproca de los campesinos y los habitantes urbanos, en la que se intercambiaba, por un lado, el producto de la cosecha y, por otro, competencias agrarias, de construcción (muros, canales y sistemas de riego), económicas (graneros, comercio) y militares (instalaciones de defensa).

Algunos animales –por ejemplo, los perros– directamente buscaron la alianza con los hombres, a tal punto que la etología contemporánea se pregunta quién domesticó a quién. Otros animales, por el contrario, no se pudieron domesticar en absoluto, porque morían enseguida en el encierro o dejaban de reproducirse. En el curso del proceso, los bueyes, burros o caballos se convirtieron en valiosas fuerzas de trabajo; las cabras, las ovejas y las vacas brindaron un significativo aporte a la vida común con los hombres en la medida que transforman un alimento indigerible para el estómago humano (como la hierba y el heno) en leche, grasa, manteca, queso o lana. Resulta casi obvio que estos animales sólo se comieran excepcionalmente y en raras ocasiones. Sencillamente, su carne viva era más valiosa que la carne faenada, que además era difícil de conservar. Los cerdos, en cambio, desde un principio fueron criados para su consumo. No servían como animal de tiro ni de carga ni de monta; a lo sumo se los podía usar –cuando no había ni bueyes ni burros disponibles– para trillar en la era. Sin la faena no producían grasa y no daban leche o queso, pero comían los mismos alimentos que los humanos: los cerdos son omnívoros, como los seres humanos. Y no fue raro que este parecido convirtiera la crianza de cerdos en un riesgo económico-alimentario. Pues en tiempos de escasez de alimentos había que asegurarse de que la manutención de los cerdos no le quitara a la mesa de los humanos más de lo que le proporcionaba. Por eso los criadores de cerdos se preocupaban por que sus piaras se alimentaran en los prados y no dependieran tanto de los cubos de alimento que salían de la cocina.


Crianza de cerdos en el antiguo Egipto: mural de la tumba de Ineni, arquitecto tebano que sirvió bajo Amenofis I y Tutmosis I (dinastía XVIII); el látigo de nudos resulta amenazante.

Las dehesas preferidas podían ser bosques caducifolios o mixtos, zonas pantanosas o cañaverales. Es de suponer que, vistas desde esta perspectiva ecológico-alimentaria, las regiones montañosas de la Media Luna Fértil resultaran poco apropiadas. Diferentes eran el sudeste asiático y China, donde el cerdo fue el primer animal aprovechado en la economía doméstica. Como relata Norbert Benecke, los hallazgos más antiguos de huesos de cerdo doméstico provienen de la cultura china Cishan, de hace aproximadamente ocho mil años. Las vacas, ovejas y cabras aparecieron sólo posteriormente, en la cultura Yangshao. En el antiguo Egipto puede observarse la existencia de cerdos domésticos aproximadamente desde el 5000 a.C.; hallazgos de huesos testimonian su propagación en el Alto y el Bajo Egipto. Los cerdos se criaban en grandes piaras –incluso en templos– y por lo menos hasta el florecimiento del Reino Antiguo su consumo era frecuente; en el culto de los muertos, los lechones se usaban como parte del ajuar funerario. Sin embargo, se conocen pocas ilustraciones o menciones de cerdos en documentos de aquella época. La literatura especializada cita una y otra vez algunas excepciones: figurillas prehistóricas de cerdos hechas de arcilla, una escultura animal predinástica de Merimde Beni-Salame (al noroeste de El Cairo, fechada en el 5000 a.C.), que supuestamente representa a un cerdo doméstico o tal vez un jabalí, un mural de la tumba de Kagemni en Saqqara (de la sexta dinastía, hacia 2300 a.C.), que representa a un pastor que alimenta a un lechón dándole en la boca comida que él previamente ha masticado. A un príncipe de El Kab (en el Alto Egipto, ochenta kilómetros al sur de Luxor) se le certifica a comienzos de la dinastía XVIII (hacia 1550 a.C.) el siguiente ganado: ciento veintidós vacas, cien ovejas, mil doscientas cabras y mil quinientos cerdos. Aquí los cerdos tenían la primera posición, algo que confirman los huesos hallados en El Kab, según afirma Joachim Boessneck en su investigación Tierwelt des Alten Ägypten [Mundo animal del antiguo Egipto]. En otras listas, por el contrario, los cerdos casi no aparecen. E incluso cuando un gran supervisor de la casa, bajo Amenofis III –que gobernó de 1388 a.C. a 1351 a.C.– donó para el “templo fúnebre de su rey en Menfis mil cerdos y mil lechones, estos números significan más bien una gran cantidad y no una cifra exacta”, dice Boessneck. Un mural de la dinastía XVIII muestra animales llamativamente flacos, de patas altas, con hocicos largos, orejas erectas, una crin alta en el lomo y una cola enroscada.


Sacrificio de un cerdo joven: tondo de un vaso ático de figuras rojas (hacia 500-510 a.C.).

La contradicción entre frecuentes hallazgos de huesos y escasos testimonios pictóricos o escritos bien puede explicarse por la reputación cada vez más negativa de los cerdos. En el antiguo Egipto era notable una ambivalencia respecto a los cerdos que, sin embargo, no condujo a una prohibición de la carne porcina. Heródoto habla de esta ambivalencia en el libro segundo de sus Historias:

Los egipcios miran al puerco como animal impuro; por eso, si al pasar alguien roza un puerco, va a bañarse al río con sus vestidos, y por eso los porquerizos, aunque sean naturales del país, son los únicos entre todos en no entrar en ningún templo, y nadie quiere darles en matrimonio sus hijas ni tomar las de ellos [...] Los egipcios no juzgan lícito sacrificar cerdos a los demás dioses sino solamente a la Luna y Dioniso, y en un mismo tiempo, en un mismo plenilunio, sacrifican cerdos y comen la carne [...] El sacrificio de los cerdos a la Luna se hace así: después de sacrificar la víctima, juntan la punta de la cola, el bazo y el redaño, cubren todo con la gordura que rodea los intestinos y luego lo arrojan al fuego. La carne restante se come el día del plenilunio en el que se haya hecho el sacrificio. (10)

A partir de lo descripto por Heródoto puede explicarse también la gran cantidad de huesos encontrados en El Kab. La ciudad albergaba el centro de culto más importante de la diosa buitre, Nejbet, que más tarde se identificó con Selene, la diosa griega de la Luna; a su vez quizás fue precisamente el sacrificio ritual periódico lo que contribuyó a la domesticación de los cerdos.


Así es el mundo del cerdo doméstico: cerco, bebedero y aves de corral.

Como sea, los cerdos nunca abandonaron el campo asociativo de lo salvaje. También y precisamente como animales sacrificiales se los asigna –igual que el hipopótamo– al dios Seth, el oscuro hermano y antagonista de Osiris. En una escena del Libro de las Puertas (dinastía XVIII), que habla sobre el viaje de Ra, el dios del Sol, al infierno, el dios Thot, señor de la escritura y del calendario, representado como un mono con un bastón, expulsa del Barco del Cielo a un cerdo, que encarna al dios Seth. Este representaba lo yermo, el desierto, la tormenta y el caos; al mismo tiempo, se lo consideraba la divinidad protectora de los oasis y señor del Sur.


Y así es el de los jabalíes: árboles, helechos y hongos.

Era hijo de la diosa del cielo, Nut, a la que en ocasiones se calificaba de “madre cerda que devora a sus hijos”. Esta caracterización simbólica corresponde al hecho de que las cerdas hambrientas devoran a sus hijos y también puede asociarse a la desaparición de las estrellas durante el crepúsculo. Tales representaciones se enmarcan no sólo en la tensión entre mundo salvaje y civilización, que Hans Peter Duerr investigó en su libro Traumzeit [Tiempo onírico] de 1978, sino también en el ciclo ideal y cosmológico de vida, muerte y reencarnación. Allí los cerdos tienen –igual que Seth en la mitología– una posición ambivalente: no sólo pertenecen a la casa, sino también al mundo salvaje, al bosque y al pantano; se los considera símbolos de la fertilidad pero también de la muerte y del traspaso de límites. Su domesticación no es completa; esta observación coincide con el hallazgo zoológico-arqueológico de hábitos salvajes en los cerdos domésticos hasta la Edad Media, lo que se toma por un indicio de que “hasta ese tiempo en los establos de cerdo hubo cruce constante con cerdos salvajes”. “También el material osteológico de diferentes épocas que se encontró presenta señales que hablan de una ocasional hibridación entre formas domésticas y salvajes. Por otra parte, las condiciones de cría primitivas fueron determinantes del fenotipo y definieron en gran parte el parecido de los cerdos domésticos con los salvajes jabalíes”, (11)tal como puede verse en el grabado de Durero que retrata al hijo pródigo.


En el grabado de Durero sobre la narración bíblica del hijo pródigo, los cerdos domésticos todavía se parecen a jabalíes.

Más de cuatro siglos después, Alfred Brehm advertía sobre un exceso de confianza en la exitosa domesticación de los cerdos:

Su extraordinaria capacidad de reproducción y su indiferencia respecto a los cambios del entorno los vuelven muy apropiados para la crianza doméstica. Pocos animales se dejan amansar con tanta facilidad, pero también pocos animales vuelven con tanta facilidad a su estado salvaje. Un jabalí joven se acostumbra sin problemas al encierro más estrecho, al establo más sucio pero a su vez un cerdo doméstico nacido en cautiverio, con sólo pasar algunos años en libertad, se convierte en un animal feroz y malvado que apenas se distingue de sus antepasados. (12)

¿Retorno de lo reprimido? ¿La domesticación como mera apariencia?

Hasta cierto punto, la domesticación de los cerdos ha resultado ser precaria. Sea como víctimas sacrificiales y representantes de Seth, sea como animales de faena en la masiva cría moderna, los cerdos se nos aparecen como seres con una supuesta tendencia a asilvestrarse, tendencia que puede remitirse al hecho de que a los cerdos, más que a cualquier otro animal, se los cría para su muerte. Los cerdos necesitaban el ámbito salvaje (por ejemplo, el bosque); los humanos, sólo su carne. Las preguntas que pueden plantearse respecto a los perros –¿quién dejó entrar a quién en la casa, ¿quién domesticó a quién?– resultan imposibles ante la profunda asimetría entre hombres y cerdos. Los cerdos nos resultan más lejanos que otros animales domésticos; al mismo tiempo, garantizan –como pura reserva alimenticia– la supervivencia en tiempos de escasez y hambre. Dicho de otro modo: la construcción de la alianza entre hombres y cerdos fue ante todo cosa de vida y muerte. Los cerdos nos resultan al mismo tiempo cercanos y lejanos.

8. Alfred Edmund Brehm et al., Brehms Tierleben. Allgemeine Kunde des Tierreichs, tomo 3: Die Säugetiere, Lepizig y Viena, Bibliographisches Institut, 1900, pp. 512 y ss.

9. Norbert Benecke, Der Mensch und seine Haustiere. Die Geschichte einer jahrtausendealten Beziehung, Stuttgart, Theiss, 1994, p. 249.

10. Heródoto, Historien, libro II, 47, Stuttgart, Kröner, 1971, p. 121.

11. Norbert Benecke, op. cit., p. 256.

12. Brehm et al., op. cit., p. 513.

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