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LOS SERES Y SU CONTINGENCIA
SI LO QUE HEMOS DICHO ES EXACTO, la revelación cristiana ejerció influencia decisiva sobre el desarrollo de la metafísica al introducir en ella la identificación de Dios y del Ser. Ahora bien: esta primera decisión implicaba una modificación correlativa de nuestra concepción del Universo. Si Dios es el Ser, no es solamente el ser total: totum esse; como acabamos de ver, es también el verdadero ser: verum esse; lo que significa que lo demás no es sino ser parcial y ni siquiera merece verdaderamente el nombre de ser[1]. He ahí, pues, lo que en el primer momento nos parece que constituye la realidad por excelencia: el mundo de la extensión y del movimiento que nos rodea, rechazado en la penumbra de la apariencia y relegado en la zona inferior de una casi irrealidad. Nunca se insistirá bastante sobre la importancia de ese corolario y ahora quisiera señalar por lo menos su significación esencial.
Que la realidad sensible no sea la realidad verdadera no es seguramente una revelación traída por el cristianismo. Todo el mundo recuerda a Platón y la manera en que subordina los seres a sus Ideas. Inmutables, eternas, necesarias, las ideas son; en tanto que mudables, perecederas, contingentes, las cosas son como si no fuesen. Todo cuanto tienen de ser les llega de que participan de las ideas; pero no participan solo de las ideas, puesto que sus formas transitorias no son sino reflejos proyectados por las ideas sobre un receptáculo pasivo, suerte de indeterminación tomada entre el ser y el no-ser, que vive una vida miserable y precaria y cuyos flujos y reflujos, como los de un inmenso Euripo, comunican a los reflejos de las ideas que ellos arrastran su propia indeterminación. Todo lo que sobre el particular ha dicho Platón es verdad para un cristiano, pero de una verdad mucho más profunda de lo que jamás pensó Platón y, en cierto sentido, de otra verdad. Lo que distingue a las filosofías cristianas del helenismo es precisamente el hecho de que aquellas se fundan en una idea del ser divino a la cual ni Platón ni Aristóteles se remontaron jamás.
Desde el momento en que se dice que Dios es el Ser, está claro que en cierto sentido solo Dios es. Admitir lo contrario es comprometerse a sostener que todo es Dios, lo que el pensamiento cristiano no sabría hacer, no solo por razones religiosas, sino también por razones filosóficas, de las cuales la principal es que si todo es Dios, no hay Dios. En efecto, nada de lo que conocemos directamente posee los caracteres del ser. En primer lugar, los cuerpos no son infinitos, puesto que cada uno de ellos está determinado por una esencia que lo limita al definirlo. Lo que conocemos es siempre tal o cual ser, jamás el Ser, y aun suponiendo efectuado el total de lo real y de lo posible, ninguna suma de seres particulares podría reconstituir la unidad de lo que es, pura y simplemente. Pero hay más. Al Ego sum qui sum del Éxodo corresponde exactamente esta otra palabra de la Biblia: Ego Dominus et non mutor (Malaq., III, 6). Y, en efecto, todos los seres por nosotros conocidos se hallan sometidos al devenir, es decir, a la mudanza; no son, pues, seres perfectos e inmutables como lo es necesariamente el Ser mismo[2]. En este sentido no hay hecho ni problema más importante para el pensamiento cristiano que el del movimiento; y porque la filosofía de Aristóteles es esencialmente un análisis del devenir y de sus condiciones metafísicas, esta ha llegado a ser, y siempre seguirá siéndolo, parte integrante de la metafísica cristiana.
A veces extraña ver a santo Tomás de Aquino comentar hasta en su letra misma la física de Aristóteles y sutilizar sobre las nociones de acto y de potencia como si a ello estuviera enlazada la suerte de la teología natural. Y lo está, en cierto modo. El lenguaje de Aristóteles es un lenguaje bien forjado, y por eso los conceptos que allí se expresan forman una ciencia; pero siempre se puede encontrar, bajo las expresiones técnicas que utiliza, la realidad misma de que habla, y esa realidad es casi siempre la del movimiento. Nadie ha discernido más claramente que él su carácter misterioso bajo su misma familiaridad. Todo movimiento implica ser, pues si no hubiese nada, nada podría moverse, y el movimiento es, pues, siempre el de alguna cosa que se mueve. Por otra parte, si lo que se mueve fuese plenamente, no estaría en movimiento, pues cambiar es adquirir ser o perder ser. Para llegar a ser algo es menester primeramente no haberlo sido, y a veces hay que dejar de ser otra cosa, de modo que moverse es el estado de lo que, sin no ser nada, no es sin embargo plenamente el ser. Bergson acusa a Aristóteles y a sus sucesores de haber reducido a cosas el movimiento y de haberlo desmenuzado en una serie de inmovilidades sucesivas. Nada menos cierto; y es confundir a Aristóteles con Descartes, quien, en ese punto preciso, es la negación misma de aquel. Todo el aristotelismo medieval, yendo más allá de la sucesión de los estados de lo móvil, ve en el movimiento cierto modo de ser, es decir en el sentido lato, cierta manera de existir, metafísicamente inherente a la esencia de lo que existe así, y, por consiguiente, inseparable de su naturaleza. Para que las cosas cambien, tal como vemos que hacen, no basta con que, estables en sí mismas, pasen de un estado a otro, como el cuerpo se muda de un lugar a otro sin dejar de ser lo que es en la física de Descartes. Es menester, al contrario, que, como en la física de Aristóteles, aun la mudanza local de un cuerpo señale la mutabilidad intrínseca del cuerpo que se muda, de modo que bajo cierto aspecto, la posibilidad de dejar de estar donde está atestigüe la posibilidad de dejar de ser lo que es.
Esta es la experiencia fundamental que Aristóteles se esfuerza por formular diciendo que el movimiento es el acto de lo que está en potencia en tanto que está en potencia. Es una definición —se admite desde Descartes—, a la cual tenemos derecho de no hacerle caso; y la de Descartes parece seguramente mucho más clara, pero quizá sea, como bien lo vio Leibniz, porque no define en modo alguno el movimiento. No es la definición de Aristóteles lo oscuro, sino el movimiento mismo que ella define: lo que es acto, puesto que es, pero que no es actualidad pura, puesto que deviene y cuya potencialidad, sin embargo, tiende a actualizarse progresivamente, puesto que cambia. Cuando se superan así los vocablos para alcanzar las cosas, no se puede dejar de ver que la presencia del movimiento en un ser es reveladora de cierta falta de actualidad.
Ya se percibe sin duda en qué podía interesar a pensadores cristianos este análisis del devenir y por qué los filósofos de la Edad Media le atribuyeron tanta importancia. Sin embargo, cosa digna de observar, es también uno de los puntos en que mejor se ve cómo el pensamiento cristiano ha sobrepasado al pensamiento griego profundizando las nociones mismas que les son comunes. Leyendo en la Biblia la identidad de la esencia y de la existencia en Dios, los filósofos cristianos no podían dejar de ver que la existencia no es idéntica a la esencia en nada que no sea Dios. Ahora bien: a partir de ese momento, el movimiento dejaba de significar solamente la contingencia de los modos de ser, o aun la contingencia de la substancialidad de los seres que se hacen o se deshacen según sus participaciones cambiantes a lo inteligible de la forma o de la idea; significaba la contingencia radical de la existencia misma de los seres en devenir. En el mundo eterno de Aristóteles, que dura fuera de Dios y sin Dios, la filosofía cristiana introduce la distinción de la esencia y de la existencia. No solo sigue siendo cierto decir que, dejando a Dios a un lado, todo lo que es podría no ser lo que es, sino que también es cierto decir que, fuera de Dios, todo lo que es podría no existir[3]. Esta contingencia radical imprime al mundo que ella afecta un carácter de novedad metafísica muy importante y cuya naturaleza aparece de lleno cuando se plantea el problema de su origen.
Nada más conocido que el primer versículo de la Biblia: «En el principio, creó Dios el cielo y la tierra» (Gén., I, i). Tampoco aquí hay huella de filosofía. Dios no justifica por vía metafísica la afirmación de lo que hace, ni tampoco la definición de lo que es. Sin embargo, ¡qué acuerdo metafísico profundo, necesario, entre esas dos afirmaciones sin pruebas! Si Dios es el Ser, y el único Ser, todo lo que no es Dios solo de Él puede tener su existencia. Por una especie de salto súbito, he ahí toda la contingencia griega excedida y unida, sin filosofía, a su raíz metafísica última[4]. Al entregar en esta fórmula tan sencilla el secreto de su acción creadora, parece que Dios da a los hombres una de esas claves de enigma por largo tiempo buscadas, que por anticipado estamos seguros de que existen, que no encontraremos jamás a menos que nos las den, y cuya evidencia se impone sin embargo con fuerza invencible apenas nos las han dado. El Demiurgo del Timeo está tan cerca del Dios cristiano que toda la Edad Media verá en su actividad como un esbozo de la obra creadora; sin embargo, da todo al universo, salvo la existencia misma[5]. El Primer Motor inmóvil de Aristóteles es también, en cierto sentido, el padre y la causa de todo lo que es, y por eso santo Tomás llegará hasta escribir: Plato et Aristoteles pervenerunt ad cognoscendum principium totius esse. Sin embargo, santo Tomás nunca atribuye la noción de creación al Filósofo, y si no usó ni una sola vez esta expresión para calificar su doctrina del origen del mundo, es que en efecto el primer principio de todo el ser, tal como Platón y Aristóteles lo concibieron, explica integralmente por qué el universo es lo que es, pero no por qué es[6].
Menos conciliadores en la forma que santo Tomás, los agustinianos de la Edad Media se complacieron en señalar esta laguna de la filosofía griega y aun a veces reprochándosela con amargura[7]. Otros intérpretes, sobre todo entre los modernos, sin llegar hasta ver en esa laguna la marca de un vicio congénito del aristotelismo, al comprobar que Aristóteles permanece completamente ajeno a la noción de creación[8], ven en ese olvido un silogismo grave, que lo pone en contradicción con sus propios principios[9]. La verdad es quizá más sencilla todavía, pues lo que faltaba a Aristóteles para concebir la creación era precisamente el principio. Si hubiese sabido que Dios es el Ser y que en Él solo la existencia es idéntica a la esencia, sería en efecto inexcusable de no haber pensado en la creación. Una causa primera que es el Ser y que no es causa del ser para todo lo demás, sería evidentemente absurdo. No se necesitaba el genio metafísico de Platón o de Aristóteles para darse cuenta de ello, y por poco especulativos que se suponga a los primeros cristianos, lo fueron bastante como para darse cuenta. Ya en la Epístola de san Clemente, es decir, en el primer siglo después de Jesucristo, vemos aparecer el universo cristiano, con la existencia contingente que le es propia, pues Dios «ha constituido todo por el verbo de su majestad y puede subvertirlo todo por su verbo» (Epist. ad Corinth., XXVII, 4). Por más modesto metafísico que fuese el autor de El Pastor de Hermas, es bastante especulativo para comprender que el primer mandamiento de la Ley implica, también la noción de creación: «Ante todo, cree que existe un Dios único, que ha creado todo y ha acabado todo, y ha hecho pasar a todo de la nada a la existencia; lo contiene todo y nada puede contenerlo» (Mand., I, 1). Y aún no estamos sino a comienzos del siglo ii. En la misma época, la Apología de Aristides extrae una prueba de la creación de la comprobación misma del movimiento, esbozando así lo que el tomismo desarrollará en el siglo xiii con una técnica más rigurosa, pero exactamente con el mismo espíritu[10]. Y si queremos llegar hasta fines del siglo ii, encontraremos en la Cohortatio ad Graecos (XXII-XXIII) una crítica directa del platonismo, con su dios artífice, pero no creador, a cuyo poder escapa el ser mismo del principio material. Nada más sencillo para aquellos cristianos; pero, si supieron lo que los filósofos ignoraron, es sencillamente, como lo reconoce sin dificultad Teófilo de Antioquía, (Ad Autolyc., II-1 o) porque habían leído la primera línea del Génesis. Ni Platón ni Aristóteles la leyeron, y eso quizá haya cambiado toda la historia de la filosofía. Seguramente pueden acumularse como plazca los textos en que Platón pone al Uno en el origen de lo múltiple y Aristóteles al necesario en el origen de lo contingente[11]. Pero en ningún caso la contingencia metafísica de que hablan podría exceder la unidad y el ser en el cual piensan. Que la multiplicidad del mundo de Platón sea contingente en relación a la unidad de la Idea, es cosa natural; que los seres del mundo de Aristóteles, arrastrados de generaciones a corrupciones por la marea incesante del devenir, sean contingentes en relación a la necesidad del primer motor inmóvil, es igualmente natural; pero que la contingencia griega en el orden de la inteligibilidad y del devenir alcanzara alguna vez la profundidad de la contingencia cristiana en el orden de la existencia, es de lo que no tenemos ninguna señal y lo que no se podía pensar en concebir antes de haber concebido al Dios cristiano. Producir el ser, pura y simplemente, es la acción propia del Ser mismo[12]. No se puede alcanzar la noción de creación ni la distinción real de la esencia y de la existencia en lo que no es Dios, mientras se admitan cuarenta y cuatro seres en cuanto seres. Lo que falta tanto a Platón como a Aristóteles es el Ego sum qui sum.
Esta conquista metafísica marcaba evidentemente un progreso considerable para la noción de Dios, pero modificaba correlativamente, y de manera no menos profunda, la noción del universo tal cual la habían concebido hasta entonces. A partir del momento en que el mundo sensible es considerado como el resultado de un acto creador, que no solo le ha dado la existencia, sino que se la conserva en cada uno de los momentos sucesivos de su duración, ese mundo sensible se encuentra en grado tal de dependencia que viene a quedar herido de contingencia hasta en la raíz de su ser. En lugar de hallarse suspendido a la necesidad de un pensamiento que se piensa, el universo está suspendido a la libertad de una voluntad que lo quiere. Esta visión metafísica nos es familiar hoy día, pues el mundo cristiano no es solamente el de santo Tomás, de san Buenaventura y de Duns Escoto, es también el de Descartes, de Leibniz y de Malebranche; ya no nos damos cuenta sino difícilmente del cambio de perspectiva que ella supone en relación a la concepción griega de la naturaleza. Sin embargo, es imposible pensar en ello seriamente sin experimentar cierto terror. Más allá de las formas, de las armonías y de los números, son las existencias mismas las que en lo sucesivo no se bastan; este universo creado, del que san Agustín decía que por sí mismo se inclina sin cesar hacia la nada, es a cada instante salvado del no-ser solo por el don permanente de un ser que aquel no puede ni darse ni conservarse. Nada es, nada se hace, nada hace, sin que su existencia, su devenir y su eficiencia no sean tomados a la subsistencia inmóvil del Ser infinito. El mundo cristiano no relata solo la gloria de Dios por el espectáculo de su magnificencia, lo atestigua por el hecho mismo de que existe: «He dicho a todas las cosas que rodean a mis sentidos: habladme de mi Dios, vosotras que no lo sois, decidme algo de Él. Y todas gritaban con voz fuerte: ¡Él es quien nos ha hecho! Para interrogarlas, las miro y no tengo más que verlas para comprender su respuesta»[13]. Ipse jecit nos; la vieja palabra del Salmo no resonó nunca para los oídos de Aristóteles, pero san Agustín la oyó y las pruebas cosmológicas de la existencia de Dios se vieron transformadas.
Puesto que, en efecto, la relación entre mundo y Dios reviste un aspecto nuevo en la filosofía cristiana, es menester necesariamente que las pruebas de la existencia de Dios asuman una significación nueva. Nadie ignora que toda la especulación de los Padres de la Iglesia y de los pensadores de la Edad Media sobre la posibilidad de probar a Dios a partir de sus obras va directamente unida a la famosa palabra de san Pablo en la Epístola a los romanos (I, 20): invisibilia Dei per ea quae jacta sunt, intellecta conspiciuntur. En cambio, no parece que se haya prestado suficiente atención a un hecho, cuya importancia es, sin embargo, capital: que al unirse a san Pablo, todos los filósofos cristianos se apartaban por eso mismo de la filosofía griega. Probar la existencia de Dios per ea quae jacta sunt, es comprometerse por anticipado a probar su existencia como creador del universo; en otros términos, es admitir desde la iniciación de la investigación que la causa eficiente que se trata de probar por el mundo no puede ser sino su causa creadora y, por consiguiente también, que la noción de creación estará necesariamente implicada en toda demostración de la existencia del Dios cristiano.
Que tal sea el pensamiento de san Agustín, no se puede poner en duda, puesto que la célebre subida del alma hacia Dios, en el Libro X de las Confesiones, supone que el alma excede sucesivamente a todas las cosas que no se han hecho para elevarse al creador que las ha hecho. En cambio, el lenguaje aristotélico de que usa santo Tomás, aquí como en otras partes, parece haber equivocado a excelentes historiadores sobre el verdadero sentido de las pruebas cosmológicas o, como él mismo se expresa, de las “vías” que sigue para establecer la existencia de Dios.
Obsérvese primero que, para él como para todo pensador cristiano, la relación de efecto a causa que une la naturaleza a Dios se plantea en el orden y sobre el plano de la existencia misma. Sobre ese punto no hay duda posible: «Todo lo que es, en un sentido cualquiera, debe necesariamente su ser a Dios. De un modo general, en efecto, para todo lo que depende de un orden, se comprueba que lo que es primero y perfecto en un orden cualquiera es causa de lo que le es posterior en el mismo orden. Por ejemplo: el fuego, que es el más caliente de los cuerpos, es causa del calor de los demás cuerpos calientes, pues lo imperfecto extrae siempre su origen de lo perfecto, como la simiente viene de los animales o de las plantas. Ahora bien: hemos demostrado precedentemente que Dios es el ser primero y absolutamente perfecto; debe ser, pues, necesariamente, la causa que hace ser todo lo que es»[14]. Los ejemplos sensibles que utiliza aquí santo Tomás no pueden ocasionar dificultad, pues está claro que, lejos de requerir una materia preexistente para ejercerse sobre ella, la acción creadora excluye toda suposición de ese género. Es como acto primero del ser que Dios es causa de los seres; la materia no es sino el ser en potencia, ¿cómo condicionaría la actividad del acto puro?[15]. En realidad, todo depende del acto creador, y hasta la materia misma; hay que admitir, pues, antes que cualquier otra causalidad ejercida por Dios en la naturaleza, aquella por la cual causa al ser mismo de la naturaleza; y por eso, todas las demostraciones cristianas de la existencia de Dios por la causa eficiente son en realidad otras tantas pruebas de la creación. Es posible no percibirla a primera vista, y sin embargo la misma prueba por el primer motor inmóvil, la más aristotélica de todas, no puede recibir otra interpretación. Movere prae supponit esse[16]: ¿en qué queda la prueba de Aristóteles a la luz de este principio?
Hay movimiento en el mundo; nuestros sentidos lo atestiguan. Ahora bien: nada se mueve sino en la medida en que está en potencia; nada mueve sino en la medida en que está en acto. Y como no se puede estar en potencia y en acto a la vez y desde el mismo punto de vista, es menester necesariamente que todo lo que está en movimiento sea movido por otro. Pero no se puede remontar hasta lo infinito en la serie de las causas motrices y de las cosas movidas, pues entonces no habría primer motor, ni por consiguiente movimiento. Ha de haber, pues, un primer motor que no sea movido por ningún otro, y que es Dios[17]. Nada más puramente griego, a primera vista, que semejante argumentación: un universo en movimiento, una serie jerárquica de móviles y de motores, un motor primero que, inmóvil, comunica el movimiento a toda la serie, ¿no es ese el mundo mismo de Aristóteles, de quien, por lo demás, se sabe que la prueba ha sido tomada?
Sin duda, es la cosmografía misma de Aristóteles, pues la estructura del mundo de santo Tomás es físicamente indiscernible de la del mundo griego; pero bajo esta analogía física, ¡qué diferencia metafísica! Se le podía adivinar por el simple hecho de que las cinco vías tomistas declaran expresamente seguir el texto del Éxodo[18]. De golpe nos vemos transportados sobre el plano del Ser. En Aristóteles, el Pensamiento que se piensa pone en movimiento todos los seres a título de causa final. Que en cierto sentido el Acto puro sea el origen de toda la causalidad eficiente y motriz que se encuentra en el mundo, es seguro, puesto que si las causas motrices segundas no tuvieran fin último, ninguna de ellas tendría razón de moverse ni de ser movida, es decir, de ejercer su motricidad[19]. Por lo tanto, si el Primer Motor da a las causas la facultad de ser causas, únicamente por una suerte de acción transitiva vendría a dar a las causas segundas, a la vez la facultad de ser y de ser causas. No mueve sino por el amor que suscita, y aun ese amor lo provoca sin inspirarlo. Cuando leemos, en los comentarios de La Divina Comedia, que el último verso del gran poema no hace sino traducir el pensamiento de Aristóteles, estamos lejos de lo cierto, pues el amor che muove il Sole e Valtre stelle solo tiene de común el nombre con el primer motor inmóvil. El Dios de santo Tomás y de Dante es un Dios que ama; el de Aristóteles es un Dios que se deja amar; el amor que mueve al cielo y a los astros, en Aristóteles, es el amor del cielo y de los astros por Dios, en tanto que el que los mueve en santo Tomás y Dante es el amor de Dios por el mundo; entre las dos causas motrices hay toda la diferencia que separa la causa final de la causa eficiente. Y debemos ir todavía más lejos.
Aun suponiendo que el Dios de Aristóteles fuese una causa motriz y eficiente propiamente dicha, lo que no es seguro, su causalidad caería sobre un universo que no le debe la existencia, sobre seres cuyo ser no depende del suyo. En este sentido, solo sería el primer motor inmóvil, es decir, el punto de origen de la comunicación de los movimientos, pero no sería el creador del movimiento mismo. Para comprender el alcance del problema, basta con recordar que el movimiento está en el origen de la generación de los seres y que, por consiguiente, la causa del movimiento generador es la causa de los seres engendrados. En un mundo como el de Aristóteles, todo está dado: el Primer Motor, y los motores intermediarios, y el movimiento, y los seres que ese movimiento engendra. De modo, pues, que si se admitiese que el Primer Motor fuese la primera de las causas motrices que mueven por causalidad transitiva, el ser mismo del movimiento escaparía aún a su causalidad. Las cosas son de otro modo en una filosofía cristiana, y por eso, cuando quiere demostrar la creación, santo Tomás no tiene que hacer más sino recordar la conclusión de su prueba de Dios por el movimiento. «Ha sido demostrado por argumentos de Aristóteles que existe un primer motor inmóvil que llamamos Dios. Ahora bien: en un orden cualquiera, el primer motor es causa de todos los movimientos de ese orden. Así, pues, que vemos un gran número de seres venir a la existencia en consecuencia del movimiento del cielo, y que Dios ha sido probado como motor primero en ese orden de movimientos, es menester que Dios sea para todos esos seres la causa de su existencia»[20]. Es natural que si Dios crea las cosas por el solo hecho de que mueve las causas que producen esas cosas por su movimiento, es menester que Dios sea motor en cuanto creador del movimiento. En otros términos: si la prueba por el primer motor basta para probar la creación, es menester necesariamente que la prueba por el primer motor implique la idea de creación; ahora bien: la idea de creación es ajena a la filosofía de Aristóteles; la prueba tomista de la existencia de Dios, aun cuando no hace sino reproducir literalmente una argumentación de Aristóteles, tiene, pues, un sentido que solo a ella pertenece y que el filósofo griego jamás le atribuyó.
Lo mismo ocurre con mayor razón en lo que se refiere a la causa eficiente, y la misma diferencia separa en ella el mundo griego del mundo cristiano. En los dos universos encontramos la misma jerarquía de causas segundas subordinadas a una causa primera; pero, por no haber superado el plano de la eficiencia para alcanzar el del ser, la filosofía griega no sale del orden del devenir. Este es el motivo por el cual Aristóteles, si nos fijamos bien en ello, puede subordinar a la primera causa una pluralidad de causas segundas inmóviles como la primera; porque, si esas causas recibieran la eficiencia que ellas dan, ¿cómo podrían ser inmóviles? Pero pueden y deben ser inmóviles si, no dependiendo de ningún ser en su ser, su causalidad encuentra en la primera causa la causa de su ejercicio más bien que la de su causalidad. Al contrario, basta con hojear a santo Tomás para comprobar que su prueba se establece sobre un plano muy diferente, pues la prueba de Dios por la causa eficiente es en él la prueba tipo de la creación. «Hemos establecido por una demostración de Aristóteles que existe una primera causa eficiente que llamamos Dios. Ahora bien: la causa eficiente produce al ser por medio de sus efectos. Luego Dios es la causa eficiente de todo lo demás»[21]. Es imposible decir más claramente que, cuando se trata de Dios, causa eficiente significa causa creadora y que, probar la existencia de una primera causa eficiente, es probar la existencia de una primera causa creadora. A santo Tomás le place declarar que en esto sigue a Aristóteles; nada mejor, pero puesto que la eficiencia de que se trata no se refiere al mismo aspecto de lo real en los dos sistemas, hay que resignarse a admitir que la prueba tomista de Dios por la causa eficiente significa una cosa muy diferente a la de Aristóteles[22].
El problema que se plantea en adelante, y quedará planteado para toda la metafísica clásica, es el problema ininteligible a los griegos de rerum originatione radicali. ¿Por qué, preguntará Leibniz, hay algo en vez de no haber nada? Y es exactamente el mismo interrogante que se plantea todavía, en la filosofía cristiana, sobre el plano de la finalidad.
Es cosa comúnmente admitida hoy que la idea de finalidad está definitivamente eliminada por la ciencia del sistema de las ideas racionales. Queda por saber si la eliminación es tan definitiva como algunos la imaginan. Por el momento, no pretendemos nada más que señalar el punto preciso sobre el cual descansan las pruebas de Dios que se fundan en ella. Suponiendo que hay orden en el mundo, pregúntase cuál es la causa de este orden. Y a este respecto se imponen dos observaciones. Primeramente, no se pide que se admita que el orden del mundo sea un orden perfecto; lejos de eso; aun cuando la suma de desorden aventajara en mucho a la del orden, con tal que quedara solo una ínfima parte de orden, habría que investigar la causa. En segundo lugar, no se pide al espectador que se enternezca sobre la maravillosa adaptación de los medios a los fines y de detallar las sutilezas con la ingenuidad de un Bernardino de Saint-Pierre. Que el finalismo se haya desacreditado científicamente por la buena voluntad un tanto boba de algunos de sus representantes, es cosa cierta; pero la prueba por la finalidad no es solidaria de los errores de aquellos. Para que esta obre, basta admitir que el mecanismo físico-biológico sea un mecanismo orientado. E inmediatamente salta la pregunta: ¿de dónde proviene esa orientación del mecanismo? El yerro de los filósofos que se plantean este interrogante reside en que no siempre disciernen que este recubre dos preguntas. Una, que no conduce a nada, consiste en buscar la causa de las “maravillas de la naturaleza”; pero, aun suponiendo que no se equivoquen a propósito de esas maravillas —y se equivocan a menudo— no se puede en ningún caso ir más allá de la concepción de un ingeniero jefe del universo, cuyo poder, tan sorprendente para nosotros como el del civilizado para el no civilizado, sería sin embargo un poder del orden humano. A este finalismo es al que se opone el mecanismo de Descartes, y es él quien lo justifica. Fabricar un animal puede ser difícil, pero nada prueba a priori que sea cosa propia de la naturaleza de un animal el no poder ser fabricado. Descartes mismo, ese profeta del maquinismo, estimaba que por lo menos se requeriría un ángel para fabricar máquinas volantes: hoy comprobaría que los hombres las fabrican en serie con una facilidad y una seguridad aumentadas sin cesar. El nudo de la cuestión no está ahí; y la verdadera pregunta es la segunda. Así como la prueba por la finalidad no considera a Dios como el ingeniero jefe de esta vasta empresa, igualmente la prueba por el primer motor no considera a Dios como la Central de energía de la naturaleza. Lo que se pregunta exactamente es, si hay orden, ¿cuál es la causa del ser de ese orden? La famosa comparación del relojero no tiene sentido a menos que se trascienda el plano del hacer para alcanzar el del crear. Así como todas las veces que comprobamos un arreglo debido al arte, inducimos la existencia de un artífice, única razón suficiente concebible de ese arreglo, así también, cuando comprobamos, además del ser de las cosas, el de un orden entre las cosas, inducimos la existencia de un ordenador supremo. Pero lo que tomamos en consideración, en ese ordenador, es la causalidad por la cual confiere el ser al orden; esto nos interesa mucho más que la ingeniosidad de un ordenamiento cuya naturaleza, demasiado a menudo y quizá siempre, se nos escapa. Descartes no deja de tener razón al chancearse de los que, pretendiendo introducirse en el consejo de Dios, se ponen a legislar en su nombre; pero, no hay necesidad de violar los secretos de su legislación para conocer su existencia. Nos basta con que haya una existencia; pues si ella es, lo es del ser, es decir, ya sea de lo contingente, que no se explica por sí mismo, ya sea de lo necesario, que suficiente por sí, basta al mismo tiempo a dar razón de lo contingente que de ello deriva.
Para quien concibe netamente este punto, la interpretación de las pruebas cosmológicas de la existencia de Dios se aclara, y se comprende por qué hemos podido decir, que hasta cuando repetían al pie de la letra a Aristóteles los filósofos cristianos se movían en un plano diferente del de aquel[23]. Para que se comprenda mejor esta verdad, basta con evocar la controversia, célebre en la Edad Media, entre los que admitían la existencia de pruebas puramente físicas de la existencia de Dios, como Averroes, y los que no admitían sino pruebas metafísicas de su existencia, como Avicena. Averroes representa aquí una tradición mucho más cercana de la tradición griega, pues en universos como los de Platón y de Aristóteles, donde Dios y el mundo se afrontan eternamente, Dios no es sino la clave de bóveda del cosmos y su animador; no se pone, pues, como el primer término de una serie que vendría a ser al mismo tiempo trascendente a la serie. Avicena, al contrario, representa la tradición judía más consciente de sí misma, pues su Dios, al que llama estricta y absolutamente el Primero, no es ya el primero del universo, es el primero en relación al ser del universo, anterior a ese ser y, por consiguiente también, fuera de él. Por eso, exactamente hablando, se debe decir que la filosofía cristiana excluye por esencia toda prueba únicamente física de la existencia de Dios, para no admitir sino pruebas físico-metafísicas, es decir, suspendidas al ser en cuanto ser. El hecho de que santo Tomás utilice en esas materias la física de Aristóteles no prueba nada, si, como acabamos de decirlo, empezando en físico, termina siempre en metafísico; antes bien podría señalarse que aun su interpretación general de la metafísica de Aristóteles trasciende al aristotelismo auténtico, porque al elevar el pensamiento a la consideración de Aquel que es, el cristianismo ha revelado a la metafísica la naturaleza verdadera de su objeto propio. Cuando un cristiano define con Aristóteles la metafísica como la ciencia del ser en cuanto ser, puede asegurarse que lo entiende siempre como la ciencia del Ser en cuanto Ser: id cujus actus est esse, es decir, Dios.
Parece, pues, que, empleando una expresión de W. James, el universo mental cristiano se distingue del universo mental griego por diferencias de estructura de más en más profundas. Por una parte, un Dios que se define por la perfección en el orden de la calidad: el Bien de Platón, o por la perfección en un orden del ser: el Pensamiento de Aristóteles; por otra parte, el Dios cristiano que es primero en el orden del ser y cuya trascendencia es tal que, según la vigorosa palabra de Duns Escoto, cuando se trata de un primer motor de ese género, hay que ser más metafísico para probar que es el primero, que físico para probar que es motor. Del lado griego, un dios que puede ser causa de todo el ser, inclusive su inteligibilidad, su eficiencia y su finalidad, salvo de su existencia misma; del lado cristiano, un Dios que causa la existencia misma del ser. Del lado griego, un universo eternamente informado o eternamente movido; del lado cristiano, un universo que comienza por una creación. Del lado griego, un universo contingente en el orden de la inteligibilidad o del devenir; del lado cristiano, un universo contingente en el orden de la existencia. Del lado griego, la finalidad inmanente de un orden interior a los seres; del lado cristiano, la finalidad trascendente de una Providencia que crea el ser del orden con el de las cosas ordenadas[24].
Dicho esto, podemos tratar de responder a una cuestión difícil que quizá no se pueda ni elucidar completamente, ni conseguir evitarla. ¿Hemos de decir que al exceder al pensamiento griego, el pensamiento cristiano se le opone, o simplemente que lo prolonga y lo acaba? Por mi parte, no veo ninguna contradicción entre los principios asentados por los pensadores griegos de la época clásica y las conclusiones que los pensadores cristianos extrajeron de ellos[25]. Parece al contrario, ya que se las deduce, que esas conclusiones aparecen como evidentemente incluidas en esos principios; de modo que el problema residiría entonces en saber cómo los filósofos que descubrieron esos principios pudieron desconocer hasta ese punto consecuencias necesarias que en ellos se hallaban implicadas. Ello se debe, me parece, a que Aristóteles y Platón no consiguieron discernir el sentido pleno de las nociones que ellos mismos fueron los primeros en definir, porque no profundizaron el problema del ser hasta el punto en que, sobrepasando el plano de la inteligibilidad, alcanza el de la existencia. No estuvieron descarriados en el planteo de sus preguntas, pues el que plantearon es bien el problema del ser y por eso sus fórmulas siguen siendo buenas; la razón de los pensadores del siglo XIII fraternizaba con ellas no solo sin pena, sino con alegría, porque podía leer allí las verdades que ellas contienen, aunque ni Platón ni Aristóteles las hubiesen descifrado. Es lo que explica a un tiempo que la metafísica griega hiciera entonces progresos decisivos y que esos progresos se realizaran bajo el impulso de la revelación cristiana: «El aspecto religioso del pensamiento de Platón no fue revelado en toda su fuerza sino en tiempo de Plotino, en el siglo III después de Jesucristo; el del pensamiento de Aristóteles, pudiera decirse sin paradoja injustificada, no lo fue sino en el momento en que lo sacó a luz Tomás de Aquino, en el siglo XIII»[26]. Digamos quizá más bien san Agustín que Plotino, tengamos en cuenta en todo caso el hecho de que Plotino mismo no ignoró el cristianismo, y podremos concluir que si el pensamiento medieval pudo conducir al pensamiento griego a su punto de perfección, ello se debe a la vez porque el pensamiento griego era ya verdadero, y porque el pensamiento cristiano podía verificarlo más completamente todavía en virtud de su cristianismo mismo. Planteando el problema del origen del ser, Platón y Aristóteles estaban en el buen camino, y justamente porque estaban en el buen camino significaba un progreso sobrepasarlos. En su marcha hacia la verdad se detuvieron en el umbral de la doctrina de la esencia y de la existencia, concebidas como realmente idénticas en Dios y realmente distintas en todo lo demás. Es la verdad fundamental de la filosofía tomista y, puede decirse, de la filosofía cristiana entera, pues aquellos de sus representantes que creyeron deber contestar la fórmula conciertan en cuanto al fondo para reconocer la verdad[27]. Platón y Aristóteles construyeron un arco magnífico cuyas piedras suben todas hacia esa clave de bóveda; pero esta no ha sido puesta en su lugar sino gracias a la Biblia. Y son cristianos quienes la han puesto. La historia no debe olvidar ni lo que la filosofía cristiana debe a la tradición griega, ni lo que debe al Pedagogo divino. Sus luminosas lecciones parecen de una evidencia tal que no siempre recordamos haberlas recibido por la vía de la enseñanza.
[1] «... cum ad sanctum Moysen ita verba Dei per angelum perferantur, ut quaerenti quod sit nomen ejus, qui eum pergere praecipiebat ad populum Hebraeum ex Aegypto liberandum, respondeatur: Ego sum qui sum; y dices filiis Israel, qui est misit me ad vos (Êxod., III, 14); tanquam in ejus comparatione qui vere est quia incommutabilis est, ea quae mutabilia facta sunt non sint. Vehementer hoc Plato tenuit, et diligentissime commendavit. Et nescio utrum hoc uspiam reperiatur in libris eorum qui ante Platonem fuerunt, nisi ubi dictum est, Ego sum qui sum; et dices eis, Qui est misit me ad vos». San AGUSTÍN, De civ. Dei, VIII, 11; Patr. lat. t. 41, col. 236. Por una singular ilusión de perspectiva, Agustín atribuye esta doctrina a Platón que, según él, la habría encontrado en la Biblia. La mutabilidad es, en su pensamiento, tan inseparable de la contingencia ontológica, que no puede imaginar que, habiendo tenido la primera idea, Platón no tuviera también la segunda.
[2] La inmutabilidad de Dios se deduce inmediatamente del texto del Éxodo: «Dixit ergo eis Jesus: Amen, amen dico vobis, id est, in veritate assero; antequam Abraham fieret, sicut creatura in esse producitur; ego sum. Non dicit: ego factus sum, quia esse non coepit; non dicit: ego fui, quia esse ejus non transit in praeteritum. Ideo dicitur Exodi tertio: Ego sum, qui sum3, quia esse ejus est increatum et intransibile». San BUENAVENTURA, Com. In.
[3] En efecto, la contingencia radical de la existencia de lo que no es Dios es lo que expresa la distinción tomista entre la esencia y la existencia. Era inevitable que esta intuición fundamental, contemporánea de los orígenes mismos del pensamiento cristiano en su substancia, acabara por encontrar su fórmula técnica. Esta fórmula aparece por vez primera con nitidez en Guillermo de Auvernia: «Quoniam autem ens potentiale est non ens per essentiam, tunc ipsum et ejus esse quod non est ei per essentiam duo sunt revera, et alterum accidit alteri, nec cadit in rationem nec quidditatem ipsius. Ens igitur secundum hunc modum compositum est resolubile in suam possibilitatem et suum esse». (Citado por M. D. ROLAND-GOSSELIN, Le “De ente et essentia” de Saint Thomas d’Aquin, París, J. Vrin, 1926, p. 161; esta obra es fundamental para el estudio de la cuestión y de su historia). Como la noción que expresa esta distinción está estrechamente enlazada al cristianismo, que profundiza él mismo la tradición judía, no hay que asombrarse de que santo Tomás, a pesar de sus esfuerzos, no consiguiera encontrar la distinción de esencia y de existencia en Aristóteles (véanse sobre ese punto las excelentes páginas de A. Forest, La structure métaphysique du concret selon saint Thomas d’Aquin, París, J. Vrin, 1931, cap. V, art. 2, pp. 133-147). En un mundo eterno y no creado, como el del filósofo griego, la esencia es eternamente realizada y no puede ser concebida sino como realizada. Importa, pues, comprender que la distinción real de esencia y de existencia, aunque solo se formula netamente a partir del siglo XIII, es una novedad filosófica de la que puede decirse que estaba virtualmente presente desde el primer versículo del Génesis. En un ser creado, por simple que sea, aunque fuese una forma separada y subsistente como el Ángel, la esencia no contiene en sí la razón suficiente de su existencia; es menester que la reciba. Luego su esencia es realmente distinta de su existencia. Esta composición radical, inherente al estado de criatura, basta para distinguir a todo ser contingente del Ser mismo (cf. santo TOMÁS DE AQUINO, Quodlibet, II, art. 4, ad. l: «Sed quia non est suum esse, accidit ei aliquid praeter rationem speciei, scilicet ipsum esse...») La expresión accidit, que podría hacer confundir el pensamiento de santo Tomás con el de Avicena, debe ser entendida en el sentido que le da el mismo santo Tomás. Esta no significa que la esencia es una cosa que, sin la existencia, no existiría; pues ¿qué sería esa cosa que no existiera? Significa que la existencia actual de lo posible realizado no pertenece a ese posible sino en virtud de la acción creadora que le confiere la existencia. A. Forest ha señalado muy exactamente dónde se encuentra el nudo de la cuestión, y de ahí mismo lo que confiere a la solución tomista su verdadero sentido: «La esencia no designa en santo Tomás, al modo de Avicena, una naturaleza que pudiera ser entendida como tal, independientemente de su relación con la existencia; lo que
aquí separa a los dos filósofos es la doctrina de la necesidad griega por un lado, y de la libertad cristiana por otro lado» (op. cit., p. 154. Cf. p. 161). En otros términos, la composición real de esencia y de existencia no implica que Dios pueda hacer subsistir esencias que no existían, o retirar a los seres que él ha creado su existencia para no dejarles sino su esencia —hipótesis, en efecto, absurdas—, sino que hubiera podido no crearlas y que no le sería imposible aniquilarlas. Así: «de un modo general, la distinción de esencia y de existencia está en relación con la doctrina de la creación» (op. cit., p. 162). Esta fórmula es la verdad misma, y no veo nada que agregar a la demostración que de ella da A. Forest, si no es la de enlazar el todo al Éxodo.
[4] Sobre el sentido del plural Elohim, véase A. LODS, Israel, pp. 290-293. Los hebraizantes no concuerdan completamente respecto al carácter primitivo del monoteísmo judío, ni en cuanto al sentido exacto que puede haber tenido la noción de creación en el relato bíblico (véase M. J. LAGRANGE, Études sur les religions sémitiques, 2.ª ed., París, Gabalda, 1905; P. W. SCHMIDT, Der Ursprung der Gottesidee, Munster en West., Aschendorff, 2.ª ed., 1926). En todo caso, es seguro que la idea de creación ejerció profunda influencia sobre el pensamiento de Israel a partir del siglo vi, y de ello daremos pruebas en la sucesión de estos estudios, particularmente respecto de la idea de providencia. Los cristianos la hallaron, no solo afirmada, sino definida en el libro II de los Macab., 7, 28. Lo que los filósofos cristianos hicieron, pues, fue elaborar filosóficamente un dato religioso cuya interpretación, en la época en que lo recibieron, estaba fijada hacía ya mucho tiempo. Véase la utilización del texto de los Macab., en ORÍGENES, In Joan. Comm., I, 17, 103; en ROUET DE JOURNEL, Enchiridion patristicum, t. 478, p. 174. Puede observarse, como quien dice in vivo, el paso del orden de la revelación al orden del conocimiento en este texto conmovedor de san Agustín: «Audiam et intellegam, quomodo in principio, fecisti coelum et terram. Scripsit hoc Moyses, scripsit et abiit, transiit hinc a te ad te neque nunc ante me est. Nam si esset, tenerem eum et rogarem eum per te obsecrarem, ut mihi ista panderet... Sed unde scirem, an verunt diceret? Quod et si et hoc scirem, num ab illo scirem? Intus utique mihi, intus in domicilio cogitationis nec graeca, nec latina, nec barbara veritas sine oris et linguae organis, sine strepitu syllabarum diceret: ‘verum dicit’ et ego statim certus confidenter illi homini tuo: ‘verum dicis’». San AGUSTÍN, Confes., XI, 3, 5. A la verdad promulgada desde afuera por la revelación responde por dentro la luz de la verdad racional. La fe ex auditu despierta inmediatamente una resonancia consonante en la razón.
[5] San Buenaventura no vacila sobre ese punto: «Nisi tu sentias, quod totalitas rerum ab ipsa (essentia divina) procedit, non sentis de Deo piissime. Plato commendavit animam suam factori, sed Petrus commendavit animam suam Creatori». In Hexaem., IX, 24; ed. Quaracchi, t. V, p. 376. San Buenaventura tendría en su contra la opinion de A. E. Taylor (Plato, pp. 442-444), que sostiene, al contrario, que el Demiurgo «es un creador en el sentido pleno del término». Con eso parece entender sobre todo, en las páginas a que remitimos, que el mundo platónico no es un universo eterno como el de Aristóteles, sino que empezó con el tiempo como el mundo cristiano. A. E. Taylor no nos dice si iría hasta atribuir a Platón la creación del mundo en el sentido cristiano de don del ser por el Ser. Lo haría probablemente, porque, según él, el Demiurgo no trabaja sobre una materia preexistente, lo que llamamos materia no siendo sino no-ser a los ojos de Platón (A. E. TAYLOR, A Commentary on Plato’s Timaeus, Oxford, Clarendon Press, 1928, p. 79 y p. 493). En otro sentido, Jowett emplea constantemente el vocablo creación en su traducción de Timeo, pero, al decir que «los elementos se mueven de modo desordenado antes que comience la obra de creación» (op. cit., p. 391), muestra bien que su creación es una seudocreación, puesto que la existencia de los elementos la precede. Según P. E. More, al contrario: «la creación no podía no ser para un filósofo griego —lo que debía ser para los cristianos— la evocación de alguna cosa fuera de la nada por la simple palabra fiat. En realidad, en el sentido en que la tomamos, creación es antes bien una expresión engañosa de lo que sería más propiamente el acto de labrar o de forrar. Para Platón, el pensamiento de un creador y de una criatura implicaba necesariamente la presencia de una substancia de que la criatura sea sacada» (P. E. MORE, The Religion of Plato, p. 203). Hay que reconocer que se simplifica hasta el exceso el pensamiento de Platón atribuyéndole sin más la admisión de una materia increada, cuyo nombre ni siquiera se encuentra en sus obras. Sin embargo, es difícil explicarse la actividad ordenadora del Demiurgo sin admitir que aquello a que da forma sobre el modelo de las Ideas sea algo, sea lo que sea, por lo demás. ¿Cuál es el origen de ese elemento que no es la Idea? En ninguna parte dice Platón que el Demiurgo lo crea, ni siquiera que lo concrea con la forma. Ya sea un algo dado anterior a su actividad formadora —es lo que dice Platón, pero no estamos obligados a tomarlo al pie de la letra, sobre todo en un mito— o un algo dado contemporáneo de esa actividad creadora, es siempre un algo dado. Parece muy difícil por consiguiente escapar a la conclusión de que hay en el universo platónico un elemento que no cae en el dominio de la acción del Demiurgo. Aun sin tener en cuenta la relación del Demiurgo a las Ideas, su actividad parece, pues, más bien formadora que creadora. Véanse las conclusiones muy firmes de A. RIVAUD, Timeo (en PLATÓN, Œuvres complètes, t. X), París, 1925, p. 36. La influencia de Platón ha sido tan profunda, que Filón el Judío, que debió ser el primero en desarrollar una filosofía de la creación ex nihilo, jamás concibió esa idea. Véanse sobre ese punto las profundas observaciones de É. BRÉHIER, Les idées philosophiques et religieuses de Philon d’Alexandrie, 2.ª ed., París, J. Vrin, 1925, pp. 78-82. Parece, pues, que la tradición religiosa judía no dio sus frutos filosóficos sino una vez injertada en el tronco cristiano. Los primeros pensadores cristianos tuvieron el sentimiento exacto de la diferencia que los separaba
de Platón sobre ese punto. Partiendo del Éxodo, uno de ellos define a Dios como el Ser: Έγώ είμι δ ών, y luego hace observar que el artesano de Timeo no es el creador de la Biblia, porque le hace falta un algo dado sobre el cual ejercer su actividad: véase Cohortatio ad Graecos, XXI-XXII. La misma reserva corresponde formular en lo que se refiere a Platón en TEÓFILO DE ANTIOQUÍA, Ad Autolycum, II, 4. Ireneo combate también la tesis platónica, pero tal cual la encontraba, deformada, en los gnósticos: Adversus H aer eses, II, 1-3.
[6] SANTO TOMÁS DE AQUINO, In Phys., lib. VIII, lect. 2, n. 5. No podía tratarse de plantear en una lección el problema de la interpretación de ese texto, así como tampoco de los textos análogos que se encuentran en santo Tomás (véase R. JOLIVET, Essais sur les rapports entre la pensée grecque et la pensée chrétienne, París, J. Vrin, 1931, p. 54 y sig.). Se dice a veces que santo Tomás atribuyó a Platón y a Aristóteles la idea de creación, y ello causa extrañeza. De hecho, santo Tomás nunca tuvo esa ilusión.
En cuanto a Platón, no hay duda posible. En un texto muy neto, opone los platónicos a Aristóteles y al cristianismo, por haber admitido una pluralidad de principios del ser universal (Dios, materia, ideas), en vez de admitir un principio único; en el mismo lugar se ve que discierne muy bien la diferencia entre la acción informadora de las ideas platónicas y la acción creadora del Dios cristiano: Super lib. de causis, XVIII, final. Además, santo Tomás observa varias veces que, según ciertos intérpretes, Platón consideraba a la materia como increada, de donde resulta que no tendría idea de ella ni de los individuos que de ella dependen: Sum. theol., I, 15, 3, ad 4m. Por último, él sabe muy bien, como es natural, que Aristóteles le reprochó a Platón el considerar las ideas como subsistiendo aparte: Sum. theol., I, 15, 1, ad 1.ª. En esas condiciones, santo Tomás no puede pasar como habiendo ignorado que, en el mundo de Platón, hay ser que no viene del de Dios. Tampoco se equivoca sobre el caso de Aristóteles. Si ha habido equivocación, es por no haber observado que la fuente de todo lo que dice sobre ese particular se halla en san AGUSTÍN, De civ. Dei, VIII, 4: «Fortassis enim qui Platonem, caeteris philosophis gentium longe recteque praelatum, acutius intellexisse atque secuti esse fama celebriore laudantur, aliquid tale de Deo sentiunt, ut in illo inveniatur et causa subsistendi, et ratio intelligendi et ordo vivendi». Patr. lat., t. 41, col. 228-229. San Agustín dice, pues, que quizá ciertos intérpretes de Platón se han elevado hasta ahí. Probablemente piensa, como de costumbre, en Plotino, Proclo y quizá Porfirio. Armado de ese texto, al cual hace referencia, santo Tomás reconstruye toda la historia del problema y la divide en tres etapas. 1.º: Los antiguos presocráticos, que no investigan sino la causa de las transmutaciones accidentales de los cuerpos y suponen que su substancia misma no tiene causa. 2.º: Platón y Aristóteles, que se plantean el problema de la causa de la substancia de los cuerpos. Estos admiten una materia que no tiene causa («distinxerunt, per intellectum, inter formam substantialem et materiam, quam ponebant incausatam») y una causa formal universal (Aristóteles), o varias (las Ideas de Platón). Uno y otro (utrique) se elevaron, pues, a la consideración del principio universal que hace que cada ser particular no solo sea tal substancia, sino esta substancia; alcanzaron “principium totius esse”, y no se puede decir que el Dios de Aristóteles no sea “causa substantiae coeli”. Pero debió tenerse en cuenta que santo Tomás jamás emplea el vocablo creatio al referirse a Platón ni a Aristóteles, pues esta causa universal de la substancia de los seres no es su causa creadora. 3.º: En efecto, después de Platón y de Aristóteles, otros se elevaron a la consideración de la causa de la existencia misma de esas substancias: «Utrique igitur (se. Platón y Aristóteles) consideraverunt ens particulari quadam consideratione (se. una consideración que no alcanza sino un aspecto del ser), vel inquiantum est hoc ens, vel inquantum est tale ens. Et sic rebus causas agentes particulares assignaverunt. Sed ulterius aliqui erexerunt se ad considerandum ens inquantum est ens; et consideraverunt causam rerum non solum secundum quod sunt haec vel talia, sed secundum quod sunt entia. Hoc igitur quod est causa rerum, inquantum sunt entia, oportet esse causam rerum, non solum secundum quod sunt talia, per formas accidentales; nec secundum quod sunt haec, per formas sunstantiales; sed etiam secundum omne illud quod pertinet ad esse illorum quocumque modo. Et sic oportet ponere etiam materiam primam causatam ab universali causa entium». Sum. theol. y I, 44, 2, Resp.
Si resumimos ese texto decisivo, aparece que santo Tomás concede a Platón y a Aristóteles el conocimiento de la causa universal de la substancialidad de los seres, pero que no les concede que conocieran la causa de la existencia de esas substancias. El texto muy claro de la Suma permite interpretar el de De potentia, III, 5, Resp., que nos remite precisamente a san Agustín, De civit. Dei, VIII, 4. Santo Tomás no modifica en él su historia del problema. Nota, como otras tantas etapas recorridas por la reflexión filosófica: 1.º: la explicación de las mutaciones accidentales; 2.º: comienzo de explicación de las formas substanciales: “Posteriores vero Philosophi...”; 3.º: consideración del ser en general: «Posteriores vero Philosophi ut Plato, Aristoteles et eorum sequaces, pervenerunt ad considerationem ipsius esse universalis; et ideo ipsi soli posuerunt aliquam universalem causam rerum, a qua omnia alia in esse prodirent, ut patet per Augustinum (De civit. Dei, VIII, 4, non procul a fine). Cui quidem sententiae etiam catholica fides consentit». Santo Tomás atribuye, pues, a Platón, a Aristóteles y a sus sucesores, la posición de una causa universal de las cosas, pero no dice que todos hubieran alcanzado la noción de una causa creadora. Puesto que se refiere al texto de san Agustín, hay que entender su conclusión en función de ese texto, lo que vuelve a llevarnos a la doctrina de la Suma: falta de creación en Platón y en Aristóteles; creación, fortassis, dice san Agustín, en ciertos neoplatónicos. Santo Tomás suprime el fortassis porque, escribiendo en el siglo XIII, piensa en Avicena, quien ciertamente ha concebido a Dios como el Dios bíblico: «Est autem ponere aliquod ens quod est ipsum suum esse... Unde oportet quod ab uno illo ente omnia alia sint, quaecumque non sunt suum esse, sed habent esse per modum participationis. Haec est ratio Avicenae (Metaph., VIII, 7, y IX, 4)...». De potentia, ibid. Solamente entonces se llega a la noción de creación propiamente dicha y se enlaza directamente a la distinción de la esencia y de la existencia en lo que no es Dios.
La verdadera posición de santo Tomás en la Suma ha sido muy claramente notada por J. MARITAIN, La philosophie bergsonienne, 2.ª ed., París, M. Rivière, 1930, p. 426.
[7] San Buenaventura, por ejemplo, estima que Aristóteles «non pervenit ad hoc»; véase É. GILSON, La philosophie de saint Bonaventure, París, J. Vrin, 1924, pp. 181-182. Entre los historiadores modernos, cuyo método
es naturalmente más riguroso que el de los pensadores medievales, se encontrará el mismo punto de vista en el trabajo de J. CHEVALIER, La notion du nécessaire chez Aristote et ses prédécesseurs, París, F. Alcan, 1915, pp. 183-189. En sentido contrario, véase Alej. HALENSIS, Summa theologica; ed. Quaracchi, t. II, n. 26, p. 37.
[8] R. JOLIVET, Aristote et la notion de création, en Revue des sciences philosophiques et théologiques, XIX (1930), p. 218.
[9] «Es realmente asombroso que santo Tomás, y tantos otros después de él, se hayan rehusado a creer en ese formidable ilogismo. Y sin embargo, existe: no hay ningún texto formal, ni siquiera una fugaz alusión, referente al acto creador. Aristóteles ha ignorado la creación». R. JOLIVET, art. cit., p. 233. Este trabajo es con mucho el más ajustado que se pueda recomendar sobre la cuestión. Las conclusiones, firmes en su moderación, parecen difícilmente discutibles.
[10] TEXTO EN ROUET DE JOURNEL, Enchiridion patristicum, t. 110, 111, p. 40.
[11] Textos alegados por santo TOMÁS DE AQUINO, Sum. theol., I, 44, 1, Resp.
[12] Santo TOMÁS DE AQUINO, Sum. theol., I, 44, 1, Resp.
[13] San AGUSTÍN, Confes., lib. X, 6, 9. La respuesta que san Agustín atribuye a la naturaleza está tomada del Salmo, 99, 3. El capítulo siguiente (Confes., X, 7, 10) enlaza inmediatamente la investigación de Dios en la naturaleza a la palabra de san Pablo que vamos a citar: Rom., I, 20. Así se marca, en los textos mismos y sin que sea menester imaginarla, la unidad interna de la revelación y de la filosofía cristianas.
[14] Santo TOMÁS DE AQUINO, Compendium theologiae, I, cap. LXVIII.
[15] Santo TOMÁS DE AQUINO, op. cit., cap. LXIX. «Probat enim (Aristóteles) in II Metaphys., quod id quod est maxime verum et maxime ens, est causa essendi omnibus existentibus: unde hoc ipsum esse in potentia, quod habet materia prima, sequitur derivantum esse a primo essendi principio, quod est maxime ens. Non igitur necesse est praesupponi aliquid ejus actioni, quod non sit ab eo productum». In Phys., lib. VIII, lect. 2, art. 4. No se puede sobrepasar más claramente las conclusiones de Aristóteles en nombre de un principio aristotélico.
[16] «Ad cujus intellectum est sciendum quod prius est aliquod esse in se quam moveri in alterum. Unde movere praesupponit esse. Quod si ipsum sit subjacens motui, iterum oportebit praesupponi aliquod principium motus, et sic quousque deveniatur ad aliquod ens immobile, quod est principium movendi seipsum omnibus». Santo TOMÁS DE AQUINO, Sup. libr. de Causis, lect. XVIII.
[17] Santo TOMÁS DE AQUINO, Sum. theol., I, 2, 3, Resp.
[18] «Sed contra est quod dicitur, Êxod., III, 14, ex persona Dei: Ego sum, qui sum». Santo TOMÁS DE AQUINO, Sum. theol., I, 2, 3.
[19] Se ha sostenido que el Dios de Aristóteles mueve al universo como causa eficiente: F. RAVAISON, Essai sur la métaphysique d’Aristote, t. I, pp. 576-577 (cf. R. MUGNIER, La théorie du premier moteur et l’évolution de la pensée aristotélicienne, París, J. Vrin, 1930, pp. 113-114). Véase también en ese sentido la discusión de J. MARITAIN, La philosophie bergsonienne, 2.ª ed., pp. 422-426. Sin embargo, parece difícil hallar un texto de Aristóteles que atribuya explícitamente a Dios una causalidad eficiente transitiva propiamente dicha.
[20] Santo Tomás de Aquino, Cont. Gent., II, 16.
[21] Santo TOMÁS DE AQUINO, ibid. La prueba directa de la creación dada más adelante por santo Tomás, op cit., II, 15, se apoya expresamente sobre ese capítulo vi, donde establece «quod Deo competit esse aliis principium essendi».
[22] «Cuanto más universal es un efecto, tanto más elevada es su causa, porque cuanto más elevada es su causa, tanto más grande es el número de efectos a los que se extiende. Ahora bien: ser es más universal que ser uno... De ahí resulta que por encima de ese género de causas que obran solo causando movimiento y cambio, hay esa causa que es el primer principio del ser, y hemos probado que es Dios. Luego Dios no obra solamente causando el movimiento y el cambio...». Santo TOMÁS DE AQUINO, Cont. Gent., II, 16. Casi no es necesario recordar que no solo los agustinianos, sino también sus adversarios irreconciliables, los averroístas, tuvieron clara conciencia de la diferencia entre el pensamiento griego y el pensamiento cristiano sobre ese punto; véase P. MAN-DONNET, Siger de Brabant (Les philosophes belges, VII), De erroribus philosophorum, p. 4, n. 4, y p. 8, n. 2. Hasta es en parte el contrasentido cometido con respecto a la relación histórica de santo Tomás a Aristóteles lo que explica en cierta medida la sospecha de los agustinianos hacia aquel. A fuerza de acentuar lo que tomaba a Aristóteles y de no hacer sino sugerir discretamente lo que le daba, santo Tomás se hacía difícil a sí mismo la tarea de mostrar que los principios de Aristóteles no se hallaban unidos en él a las consecuencias que se derivan en Aristóteles. Por eso, por no discernir bien el sentido nuevo que confería a los principios mismos, agustinianos y averroístas no vieron de pronto en su doctrina sino un aristotelismo que no se atrevía a ir hasta el cabo en sus conclusiones, y como un averroísmo vergonzoso. Se ve que se trata de cosa muy diferente. Agreguemos, por último, que es natural que el pensamiento cristiano haya sido precedido en ese terreno por el pensamiento judío, puesto que tienen la Biblia en común. Sobre la doctrina de Maimónides, véase el importante cap. de A. FOREST, La structure métaphysique du concret selon saint Thomas d’Aquin, París, J. Vrin, 1931, pp. 50-51.
[23] «Santo Tomás no ha modificado la posición de los problemas que se le planteaban; hasta puede decirse, en cierto modo, que la solución de esos problemas ha seguido siendo la misma. Pero no es menos cierto, como nos esforzaremos por demostrar, que hay en esos planteos una verdadera originalidad del pensamiento tomista; esta originalidad consiste según nuestro modo de ver en la afirmación de principios nuevos que vienen a pedir soluciones casi universalmente adquiridas». A. FOREST, La structure métaphysique du concret selon saint Thomas d’Aquin, París, J. Vrin, 1931, p. 46. Es otro modo de matizar la misma respuesta que nosotros damos. Por nuestra parte vamos un poco más allá; pues si ha habido introducción de principios nuevos, o aun simple profundización de antiguos principios, las posiciones antiguas se hallan a su vez profundizadas y ya no son exactamente las mismas. Han progresado, como los principios.
[24] Véase Avicenne et le point de départ de Duns Scot, en Archives d’hist. doctr. et littéraire du Moyen Âge, II (1927), pp. 98-99. Hemos tratado de probar la tesis respecto de santo Tomás porque es en lo que a él se refiere donde más se la desconoce. Sería un juego probarla en cuanto a Duns Escoto. Ya conocemos su desconfianza hacia las pruebas físicas de la existencia de Dios; su poco gusto por la prueba por el primer motor se debe precisamente a que tiene demasiados aires de ser una prueba física. Si se trata de un primero de los motores naturales, no es de Dios de quien se trata; si ese motor es primero, no solo en el orden de la motricidad, sino en el del ser, es de Dios de quien se trata, pero entonces ya no es al físico, sino al metafísico a quien pertenece ocuparse de ello. Como lo ha dicho Duns Escoto en una fórmula sorprendente: «¿Cómo probaría el físico que un motor es primero, sin ser en eso más metafísico para probarlo primero, que físico para probarlo motor?» (In Metaph., lib. VI, qu. 4.ª ed. Wadding, t. IV, p. 671). El día que escribió esas líneas, Duns Escoto llegó hasta el fondo de la filosofía cristiana. Y eso le ocurrió a menudo. Por lo demás, hay que agregar que, en cuanto al fondo, no contradice en nada aquí a la de santo Tomás. Antes se diría que una filosofía cristiana esclarece a la otra. La prueba que Aristóteles da de la existencia del primer motor está perfectamente en su lugar en su Física, lib. VII; aun cuando su primer motor no sea un ser físico, puede ser alcanzado directamente como causa del movimiento, que es el objeto mismo de la física. En santo Tomás, por el contrario, la prueba se desarrolla sobre el plano del ser, y es por consiguiente una prueba metafísica, pues la contingencia del movimiento no es aquí sino un caso particular y notablemente evidente de la contingencia radical del ser creado. Para convencerse de ello basta con recordar que la prueba de un primer motor inmóvil, luego inmutable, implica en santo Tomás que este ser sea eterno, necesario, habens esse per seipsum; de donde se sigue: quod essentia divina, quae est actus purus et ultimus, sit ipsum esse, y por último: quod Deus est primum et perfectissimum ens, unde oportet quod sit causa essendi omnibus quae esse habent (véase Compend. theologiae, cap. LXVIII). Semejante primer motor es evidentemente más metafísico como primero que físico como motor.
[25] El P. Laberthonniére captó muy bien el elemento de novedad radical introducido en la historia de la filosofía por la revelación cristiana (L. LABERTHONNIÉRE, Le réalisme chrétien et Vidéalisme grec, París, Lethielleux, 1904). Para él, esa novedad va hasta una “oposición radical” entre el helenismo y el cristianismo (op. cit., p. 9); esta oposición, que resalta en los Padres, parece atenuarse en la Edad Media gracias al esfuerzo de los pensadores cristianos por paliarla (op. cit., pp. 10-11). Que haya una oposición entre el helenismo y el cristianismo sobre el plano religioso, es la verdad misma. En el orden religioso, el cristianismo es un comienzo absoluto; pero no es seguro que esta revolución haya acarreado más que un progreso filosófico; los cristianos jamás pensaron que no hacían sino completar la religión griega, pero siempre pensaron que no hacían sino completar la filosofía griega; puede, pues, haber habido novedad religiosa sin oposición filosófica, pues las oposiciones de conclusiones, donde las hay, se resuelven por profundización de los principios. Una nota más justa parece haber sido dada por H. RITTER, Histoire de la philosophie chrétienne, t. I, p. 47: «Aristóteles ha influido únicamente en la forma exterior de las obras de la escolástica, la cual, por el fondo íntimo de su pensamiento, se acercaba infinitamente a los Padres de la Iglesia». Y más adelante: «De donde se sigue que podemos considerar a la filosofía escolástica como la simple continuación de la filosofía de los Padres» (op. cit., p. 52). Esta vez, sin embargo, sería decir demasiado poco, pues Aristóteles ha suministrado a los pensadores de la Edad Media una técnica y principios que, sin alcanzar la plena conciencia de su propio valer, eran ya principios verdaderos. El pensamiento cristiano aportaba vino nuevo, pero los viejos odres estaban todavía buenos.
[26] GILBERT MURRAY, Five Stages of Greek Religion, 2.ª ed., Nueva York, Columbia University Press, 1925, p. 7.
[27] Entendida en ese sentido, la distinción real de la esencia y de la existencia es esencial, no solo para el tomismo, sino para toda la metafísica cristiana. Está presente en todas partes en san Agustín (véase más adelante, cap. VI), en lo que se refiere al sentido, aun cuando sin la fórmula. La fórmula misma ha sido criticada, especialmente por Suárez; pero cuando critica esta fórmula, Suárez no niega lo que se afirma al planteársela, a saber: que Dios solo es por sí y que ningún otro tiene de sí su existencia. Para iniciarse en el sentido verdadero de esta controversia, que deja intacto el fondo de la cuestión, se consultará a P. DESCOQS, Thomisme et suarézisme, en Archives de philosophiei col. IV, París, G. Beauchesne, 1926, pp, 131-161, sobre todo p. 141 y sig. [cf. Thomisme et scolastique (Archives de philosophie, vol. V), ibid., 1927, pp. 48-59 y 83-140]. Si se entiende la “distinción real” como una distinción física de elementos combinables y separables, escotistas y suaristas tienen razón de negar no solo una distinción de ese género entre la esencia y la existencia, sino hasta que fuera admitida por santo Tomás (véase p. 82, nota 14). Si se entiende, al contrario, en un sentido metafísico, como la entendemos aquí, ningún filósofo cristiano niega lo que la fórmula afirma, aun cuando se rechace la fórmula misma. Es lo que indica con razón el P. Descoqs, art. citado (Arch, de philos., vol. IV), pp. 141-143, y es lo que ha establecido el P. del Prado, De veritate fundamentali philosophiae Christianae, Friburgo (Suiza), 1911, cap. v, pp. 33-37,