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III.

EL SER Y SU NECESIDAD

SI NOS PREGUNTÁRAMOS QUIÉN FUE el más severo juez de la Edad Media y de su cultura, con toda seguridad que uno de aquellos en quienes ha de ser natural pensar sería Condorcet. Sin embargo, aun este irreconciliable adversario de los sacerdotes ha reconocido que su obra filosófica no careció completamente de méritos. En el cuadro que Condorcet traza de la séptima época de los progresos del espíritu humano se leen estas declaraciones, bastante notables para quienquiera tenga en cuenta su odio vivaz contra toda religión establecida: «Debemos a esos escolásticos nociones más precisas sobre las ideas que podemos formarnos del Ser supremo y de sus atributos; sobre la distinción entre la causa primera y el universo al que se supone gobernar; sobre la del espíritu y de la materia; sobre los diferentes sentidos que se pueden aplicar al vocablo libertad; sobre lo que se entiende por la creación; sobre la manera de distinguir entre ellas las diversas operaciones del espíritu humano y de clasificar las ideas que este se forma de los objetos reales y de sus propiedades»[1]. En suma: dejando a un lado el mal humor, Condorcet reconoce que los escolásticos han precisado todas las nociones esenciales de la metafísica y de la epistemología; es un homenaje bastante hermoso, que sería fácil transformar en una decidida apología. Por ahora contentémonos con examinar lo que el pensamiento cristiano ha hecho de la idea de Dios, clave de bóveda de toda la metafísica.

Al emplear la expresión, por lo demás imprecisa, de Ser supremo, Condorcet no hace sino hablar la lengua de su tiempo; pero ese lenguaje mismo no hace sino condensar en dos palabras un trabajo secular de reflexión sobre la enseñanza del cristianismo. Hablar de un ser supremo, en el sentido propio de los términos, es en primer lugar admitir que solo hay un ser que merece verdaderamente el nombre de Dios, y es admitir además que el nombre propio de ese Dios es el Ser, de modo que ese nombre pertenece a ese ser único en un sentido que solo a él conviene. ¿Puede decirse que el monoteísmo haya sido transmitido a los pensadores cristianos por la tradición helénica?

No es muy fácil saber hasta dónde los griegos adelantaron en esa dirección, y los historiadores no siempre se entienden cuando se trata de decidirlo. Sin embargo, puede observarse primeramente que donde el monoteísmo obtuvo un franco reconocimiento, es decir, en el mundo cristiano, inmediatamente ocupó un puesto central y se impuso como el principio de los principios. La naturaleza misma de esta noción lo exige, pues si hay un Dios y si no hay más que uno, todo lo demás deberá referirse siempre a él. Ahora bien: no vemos ningún sistema filosófico griego que haya reservado el nombre de Dios a un ser único y suspendiera a la idea de ese Dios el sistema entero del universo. Es poco probable, pues, a priori, que la especulación helénica consiguiera verdaderamente apoderarse de lo que, no pudiendo ser por esencia sino un principio, el principio, nunca desempeñó en ella ese papel de principio. Veamos si los hechos confirman esta suposición.

Cuando nos atenemos a las evidencias más inmediatas, comprobamos que si bien los poetas y pensadores griegos llevaron con éxito su lucha contra el antropomorfismo en materia de teología natural, nunca eliminaron ni siquiera pensaron en eliminar el politeísmo. Jenófanes enseña que hay un dios muy grande, pero eso significa solo que es supremo entre los dioses y los hombres[2]; ni Empédocles, ni Filolao van más allá, y en cuanto a Plutarco, de sobra sabemos que la pluralidad de dioses es uno de sus dogmas[3]. Al parecer, el pensamiento griego jamás consiguió sobrepasar ese nivel, pues ni siquiera tuvo éxito en las teologías naturales de Platón y de Aristóteles.

Si nos atenemos al problema preciso que aquí se trata de resolver, sin confundirlo con otros más o menos estrechamente emparentados, la respuesta no puede ser dudosa. La cuestión no está en saber si la doctrina de Platón transmitió a la especulación cristiana elementos importantes y numerosos, que más tarde ayudaron a elucidar la noción filosófica del Dios cristiano, que es lo que ha ocurrido principalmente con la Idea del Bien, tal cual está descrita en La República; el problema es otro, pues solo se trata de saber qué es lo que Platón piensa de Dios y si admite o no la pluralidad de los dioses. Ahora bien: la noción de Dios está muy lejos de corresponder en él al tipo superior y perfecto de la existencia, y a eso se debe que la divinidad pertenecía a una clase de seres múltiples, aun quizá a todo ser, sea cual fuere, en la medida exacta en que es. El Timeo (28 G) representa un esfuerzo considerable por elevarse a la noción de un dios que sea causa y padre del universo; pero ese dios mismo, por grande que sea, no solo está en concurrencia con el orden inteligible de las Ideas, sino que es además comparable a todos los miembros de la vasta familia de los dioses platónicos. No elimina a los dioses siderales de que es autor (Timeo, 41 A-C), ni siquiera el carácter divino del mundo al que da forma; primero entre esos dioses, sigue siendo uno de ellos, y si ha podido decirse que en virtud de su primacía el Demiurgo del Timeo es «casi análogo al Dios cristiano»[4], debemos agregar inmediatamente que en esas materias no puede ser cuestión de matices; o no hay más que un Dios, o hay varios, y un dios “casi análogo” al Dios cristiano no es el Dios cristiano.

Lo mismo sucede en lo que respecta a Aristóteles; y la afirmación no debe sorprendemos, porque el cristianismo ha penetrado tanto en la historia de la filosofía como en la filosofía misma. Ciertos pormenores de la vida de Aristóteles debieran, sin embargo, llamar la atención sobre este aspecto de su doctrina. El hombre que dispuso por testamento que la imagen de su madre fuera consagrada a Deméter y que se erigieran en Estagira, como él lo había prometido a los dioses, dos estatuas de mármol altas de cuatro codos, una a Zeus Sóter y la otra a Atenea Soteira[5], ciertamente jamás salió de los cuadros del politeísmo tradicional. Aquí también, obsérvese bien, la cuestión no está en saber si Aristóteles contribuyó en gran parte o no a preparar la noción filosófica del Dios cristiano. Lo sorprendente, al contrario, es que luego de ir tan lejos por la buena vía, no la siguiera hasta el cabo; pero es un hecho, y como tal lo consigno, que se detuvo en camino.

Cuando hablamos del dios de Aristóteles para compararlo al Dios cristiano, entendemos hablar del motor inmóvil, separado, acto puro, pensamiento del pensamiento, descrito por él en un texto célebre de la Física (VIH, 6). Más tarde hemos de volver sobre el sentido que conviene atribuirle. Por ahora solo se trata de recordar que el primer motor inmóvil está muy lejos de ocupar en el mundo de Aristóteles el lugar único reservado al Dios de la Biblia en el mundo judeo-cristiano. Volviendo al problema de la causa de los movimientos en la Metafísica (XII, 8), Aristóteles comienza evocando el recuerdo de las conclusiones anteriormente establecidas por la Física: «Según lo que se ha dicho, está claro que hay una substancia eterna, inmóvil y separada de las cosas sensibles. Se ha mostrado igualmente que esta substancia no puede tener ninguna extensión, pero que es impasible e inmutable, puesto que todas las demás especies de cambio son imposibles sin cambio de lugar. Se ve, pues, claramente, por qué el primer motor posee esos atributos». Nada mejor, al parecer. Una substancia inmaterial, separada, eterna, inmóvil, ¿no es ese exactamente el Dios del cristianismo? Quizá; pero leamos la frase siguiente: «No debemos descuidar la cuestión de saber si conviene suponer una substancia de ese género, o más de una, y, en la segunda hipótesis, cuántas hay». Luego de eso empieza sus cálculos para establecer, por razones astronómicas, que ha de haber, bajo el primer motor, cuarenta y nueve, o quizá hasta cincuenta y cinco motores todos separados, eternos e inmóviles. Así, aun cuando el primer motor inmóvil sea el único en ser primero, no es el único en ser un motor inmóvil, es decir, una divinidad. Aunque solo hubiese dos, ya sería bastante para probar que, «a pesar de la supremacía del Pensamiento primero, el politeísmo todavía impregna profundamente el espíritu del Filósofo»[6]. En una palabra: aun considerado en sus más eminentes representantes, el pensamiento griego no alcanzó esa verdad esencial que entrega de un solo golpe y sin sombra de prueba la sentencia de la Biblia: «Audi Israel, Dominus Deus noster, Dominus unus est» (Deut., VI, 4).

Podría muy bien ocurrir que estas palabras no hayan tenido inmediatamente, en el espíritu de quienes las oían, el sentido pleno y neto que ofrecen hoy a un filósofo cristiano. El pueblo de Israel quizá no haya alcanzado sino progresivamente la clara conciencia del monoteísmo y de su verdad profunda[7]; empero, lo que no deja lugar a ninguna duda es que, si hubo algún progreso del pensamiento judío sobre ese punto, ese progreso estaba terminado desde hacía mucho cuando el cristianismo heredó la Biblia. A quien le pregunta cuál es el mayor mandamiento de la Ley, Jesús responde inmediatamente por la afirmación fundamental del monoteísmo bíblico, como si todo lo demás siguiera de ahí: «El primero de todos los mandamientos es este: Escucha, Israel; el Señor tu Dios es el Dios único» (Marcos, XII, 29). Ahora bien: ese Credo in unum Deum de los cristianos, artículo primero de su fe, apareció al mismo tiempo como una evidencia racional irrefragable. Que, si hay un Dios, ese Dios es único, he ahí lo que a partir del siglo XVII nadie se tomará siquiera el trabajo de demostrar, como si se tratase de un principio inmediatamente evidente. Sin embargo, los griegos no pensaron en ello. Lo que los Padres jamás dejaron de afirmar como una creencia fundamental, porque Dios mismo se lo dijo, es una de esas verdades racionales, y la primera de todas en importancia, que no han entrado en la filosofía por el conducto de la razón. Quizá lograríamos hacer comprender mejor la naturaleza de ese fenómeno, cuya influencia sobre el desarrollo de la especulación filosófica fue decisiva, si uniéramos el problema de la esencia de Dios al de su unicidad.

Las dos cuestiones son, en efecto, conexas. Si los filósofos griegos nunca saben exactamente cuántos dioses hay, es porque no tienen de Dios esa idea precisa que hace imposible admitir más de uno. Los mejores de ellos se libran, por un esfuerzo admirable, del materialismo que el politeísmo griego acarreaba consigo; hasta los vemos jerarquizar a los dioses y subordinar los de la fábula a dioses metafísicos, que a su vez se ordenan bajo un dios supremo; pero ¿por qué no le reservan a ese dios supremo la divinidad en propiedad y de modo exclusivo? La respuesta a esa pregunta hay que buscarla en el concepto que se forman de su esencia.

Verdad es que la interpretación de la teología natural de Platón plantea problemas difíciles. Excelentes helenistas, y que al mismo tiempo son filósofos, han sostenido con energía que el platonismo se elevó a una idea de Dios prácticamente indiscernible de la del cristianismo. Según el más firme defensor de esta tesis, el verdadero pensamiento de Platón es que «el grado de divinidad es proporcional al grado de ser; el ser más divino es, pues, el ser más ser; luego el ser más ser es el Ser universal o el Todo del ser». Después de eso, ¿cómo no comprender que τδχαντελώςov en Platón, es el ser universal, es decir, Dios, ese mismo Dios del que Fenelón dirá en su Tratado de la existencia de Dios (II, 52) que encierra en sí «la plenitud y la totalidad del ser», y del que Malebranche, en su Investigación de la Verdad (IV, 11), dirá que su idea es «la idea del ser en general, del ser sin restricción, del ser infinito»?

Nada más literalmente exacto que establecer semejante relación de textos; pero tampoco hay nada más engañoso. El χαντελώς δν de El sofista (248 E), es, en efecto, la totalidad del ser en lo que tiene de inteligible y, por consiguiente, de real; empero lo que quiere significar, es la negativa de seguir a Parménides de Elea en su esfuerzo por negar la realidad del movimiento, del devenir y de la vida. En ese sentido, es muy cierto decir que Platón restituye al ser todo lo que, al poseer un grado cualquiera de inteligibilidad, posee un grado cualquiera de realidad[8]. Pero desde luego Platón ni siquiera nos dice que su “ser universal” sea Dios[9]; y aun suponiendo que se le identifique a Dios, a pesar del silencio de Platón sobre ese punto, todo lo que se puede extraer de esa fórmula es que el dios platónico reúne en sí la totalidad de lo divino como reúne en sí la totalidad del ser. Basta relacionar los dos pensamientos que estamos comparando para ver estallar una profunda divergencia de sentido bajo la comunidad de las fórmulas. Según Platón, «el grado de divinidad es proporcional al grado de ser»; pero no hay grado de divinidad para un cristiano, pues solo Dios la posee. Para Platón, agrégase, «el ser más divino es el ser más ser»; pero, para un cristiano, no puede haber seres más o menos divinos sino por analogía o metáfora; propiamente hablando, no hay más que un Dios, que es el Ser, y seres, que no son Dios. Lo que separa radicalmente a las dos tradiciones es que en Platón no encontramos acepción del vocablo ser que esté reservada propia y exclusivamente a Dios. Por eso a la divinidad se la halla en él siempre en su grado supremo, pero no como un privilegio único; lo divino se encuentra en todo donde está el ser, porque no hay ser que reivindique la plenitud y el privilegio de la divinidad.

Por lo demás, esa es la causa oculta de las dificultades con que tropiezan los intérpretes de Platón, en sus esfuerzos por acercar al Dios cristiano su noción de lo divino. Se han gastado tesoros de ingeniosidad en esa empresa[10]. Unas veces identifican al Demiurgo del Timeo con la idea del Bien de La República, lo cual solo conduce a hacer de ese Demiurgo el Bien y no el Ser[11], cosa que, por lo demás, el mismo Platón nunca hizo[12]. Otras veces quieren reunir en un ser único, que no existe en Platón, la suma de la divinidad, y entonces ya no se sabe qué hacer con esa divinidad difusa que se encuentra por doquier en los seres, más particularmente en las Ideas, como si, en esta doctrina, los dioses no fuesen lo más divino que hay. Pero una dificultad del mismo género espera a los intérpretes de Aristóteles y es la que ahora conviene examinar. ¿Ha tenido éxito este en la difícil operación que consiste en dar cabida, en los cuadros del politeísmo griego, al Ser único del Dios cristiano?

Ciertamente, no faltan textos para apoyar una respuesta afirmativa a esta pregunta. ¿No habla Aristóteles de una esencia soberanamente real, trascendente al orden de las cosas físicas, situada por consiguiente más allá de la naturaleza, y que sería Dios? Parece, pues, que aquí hemos de hallamos verdaderamente ante una teología natural cuyo objeto propio sería, como él mismo lo dice, el “ser en cuanto ser” Metaf., I, i, 1003 a 31), el ser por excelencia (A2, 2, 994 b 18), la substancia siempre en acto y necesaria (A, 1071 b 19 y 1072b 10), en fin, ese Dios que santo Tomás encontrará tan fácilmente en las fórmulas de Aristóteles sin tener jamás que modificarlas en nada. Y, ciertamente, si en las fórmulas de Aristóteles no se hallase nada del Dios cristiano, santo Tomás nunca lo hubiese encontrado. Pudiera decirse que en cierto sentido es difícil acercársele más sin alcanzarlo; pero no es una razón suficiente para decir que lo alcanza. La verdad es que Aristóteles ha comprendido netamente que Dios es, entre todos los seres, el que merece por excelencia el nombre de ser; pero su politeísmo le impedía concebir lo divino como algo más que el atributo de una clase de seres. En él ya no se puede decir, como en Platón, que todo lo que es es divino, pues reserva la divinidad al orden de lo necesario y de la actualidad pura; pero, si su Primer Motor inmóvil es el más divino y el más ser de los seres, entonces sigue siendo uno de los “seres en cuanto seres”. Nunca se dará el caso que su teología natural deje de tener por objeto propio una pluralidad de seres divinos; y eso bastaría para distinguirla radicalmente de la teología natural cristiana. En él, el ser necesario es siempre un colectivo; en los Cristianos, es siempre un singular[13]. Y vayamos más allá todavía. Aun cuando se concediera, contra todos los textos, que el ser de Aristóteles en cuanto ser es un ser único, aún quedaría que ese ser no sería nada más que el acto puro del pensamiento que se piensa. Sería todo eso, pero nada más que eso, y, por lo demás, ese es el motivo por el cual los atributos del Dios de Aristóteles se limitan estrictamente a los del pensamiento. En buena doctrina aristotélica, el primer nombre de Dios es pensamiento y el ser puro se reduce al pensamiento puro; en buena doctrina cristiana, el primer nombre de Dios es el ser. Y porque no se le puede rehusar al Ser ni el pensamiento, ni la voluntad, ni la potencia, es por lo que los atributos del Dios cristiano excederán en cualquier sentido a los del dios de Aristóteles. No se alcanza la noción cristiana del Ser mientras se levantan estatuas a Zeus y a Deméter.

En presencia de esos laboriosos tanteos del pensamiento filosófico, ¡cuán directa parece en su método y sorprendente en sus resultados la vía seguida por la revelación bíblica!

Para saber qué es Dios, es a Dios mismo a quien Moisés se dirige. Queriendo conocer su nombre, se lo pregunta, y esta es la contestación: Ego sum qui sum. Ait: sic dices filiis Israel: qui est misit me ad vos (Éxodo, III, 14). Aquí también, ni una palabra de metafísica, pero Dios ha hablado, la causa se entiende, y el Éxodo es el que sienta el principio del cual quedará suspendida en lo sucesivo toda la filosofía religiosa. A partir de ese momento queda entendido de una vez por todas que el ser es el nombre propio de Dios y que, según la palabra de san Efrén repetida más tarde por san Buenaventura, ese nombre designa su esencia misma[14]. Ahora bien: es decir que el vocablo ser designa la esencia de Dios y que Dios es el único de quien esa palabra designa la esencia, es decir que en Dios la esencia es idéntica a la existencia y que es el único en quien la esencia y la existencia sean idénticas. Por eso, refiriéndose expresamente al texto del Éxodo, santo Tomás de Aquino declarará que entre todos los nombres divinos hay uno que es eminentemente propio de Dios, y este es Qui est, justamente porque no significa nada más que el ser mismo: non enim significat forman aliquam, sed ipsum esse[15]. Principio de inagotable fecundidad metafísica del que todos los estudios que seguirán no harán sino considerar las consecuencias. No hay más que un Dios y ese Dios es el ser: tal es la piedra angular de toda la filosofía cristiana, y no fue Platón, no fue Aristóteles, fue Moisés quien la sentó.

Para darse cuenta de su importancia, la vía más corta es quizá la de leer las primeras líneas del De primo rerum omnium principio de Duns Escoto: «Señor, Dios nuestro, cuando Moisés te preguntó, como al Doctor muy verídico, qué nombre te habría de dar delante de los hijos de Israel; sabiendo lo que de Ti puede concebir el entendimiento de los mortales y develándole tu bendito nombre, le respondiste: Ego sum qui sum: eres, pues, el Ser verdadero; eres el Ser total. Eso lo creo; pero eso es también, si me fuera posible, lo que yo quisiera saber. Ayúdame, Señor, a buscar qué conocimiento del verdadero ser que eres alcanzará mi razón natural, empezando por el ser que tú mismo te has atribuido»[16]. Nadie puede superar la plenitud de semejante texto, puesto que nos entrega a un tiempo el método de la filosofía cristiana y la verdad primera de la que todas las demás derivan. Aplicando el principio agustiniano y anselmiano del Credo ut intelligam, Duns Escoto coloca en el comienzo de su especulación metafísica un acto de fe en la verdad de la palabra divina; como Atenágoras, es al lado de Dios donde quiere instruirse respecto de Dios. No se invoca a ningún filósofo como intermediario entre la razón y el supremo Maestro; pero inmediatamente después de la fe empieza la filosofía. El que cree que Dios es el ser ve en seguida por la razón que no puede ser sino el ser total y el ser verdadero. Veamos, a nuestra vez, cómo esas circunstancias están implicadas en ese principio.

Cuando Dios dice que es el ser, si lo que él dice tiene para nosotros un sentido racional cualquiera, estriba en primer lugar en que el nombre que se ha dado significa el acto puro de existir. Ahora bien: ese acto puro excluye a priori todo no-ser. Así como el no-ser no posee absolutamente nada del ser ni de sus condiciones, así también el Ser no está afectado de ningún no-ser, ni actualmente, ni virtualmente, ni en sí, ni desde nuestro punto de vista[17]. Aun cuando lleve en nuestro lenguaje el mismo nombre que el más general y el más abstracto de nuestros conceptos, la idea del Ser significa, pues, algo radicalmente diferente. Puede ocurrir, y este es un punto sobre el que pronto volveremos, que nuestra aptitud para concebir el ser abstracto no deje de tener conexión con la relación ontológica que nos suspende a Dios; pero Dios no nos invita a plantearlo como un concepto, ni siquiera como un ser cuyo contenido sería el de un concepto. Más allá de todas las imágenes sensibles y de todas las determinaciones conceptuales, Dios se asienta como el acto absoluto del ser en su pura actualidad. El concepto que de él tenemos, débil análogo de una realidad que le excede por todos lados, no puede enunciarse explícitamente sino en este juicio: el Ser es el Ser, posición absoluta de lo que, estando más allá de todo objeto, contiene en sí la razón suficiente de los objetos. Por eso puede decirse con razón que el exceso mismo de positividad que oculta a nuestros ojos al ser divino es sin embargo la luz que ilumina todo lo demás: ipsa caligo summa est mentis illuminatio[18].

A partir de ese punto, en efecto, nuestro pensamiento conceptual va a moverse alrededor de la simplicidad divina para imitar su inagotable riqueza por una multiplicidad de interpretaciones complementarias. Mientras tratamos de expresar a Dios tal cual es en sí, no podemos sino repetir con san Agustín el nombre divino que Dios mismo nos ha enseñado: non aliquo modo est, sed est, est[19]. Para ir más lejos, hay que resignarse a enunciar en juicios de los cuales ninguno puede bastarse, qué contenido puede tener para nosotros ese est dos veces afirmado. Ahora bien: parece que la especulación cristiana ha perseguido ese trabajo según dos vías convergentes, una de las cuales nos conduce a asentar a Dios como perfecto, la otra a asentarlo como infinito, su perfección y su infinitud implicándose, por lo demás, recíprocamente como dos aspectos igualmente necesarios del Ser a quien califican.

Considerado desde el primer punto de vista, el ser puro está dotado de una suficiencia absoluta, en virtud de su actualidad misma. La idea de que lo que es el ser por definición pueda recibir cualquier cosa de afuera es contradictoria, pues lo que tuviera que recibir faltaría a su actualidad. Así, decir que Dios es el ser equivale a sentar su aseidad. Aun hay que entenderse sobre el sentido de esta expresión. Dios es por sí en un sentido absoluto, es decir, que a título de Ser goza de completa independencia tanto desde adentro como desde afuera. Así como no extrae su existencia sino de sí, no puede depender en su ser de no sabemos qué esencia interna que tendría en sí el poder de engendrarse en la existencia. Si él es essentia, es porque ese vocablo significa el acto positivo mismo por el cual el Ser es, como si esse pudiera engendrar el participio presente activo essens, de donde derivaríase la essentia[20]. Cuando san Jerónimo dice que Dios es su propio origen y la causa de su propia substancia, no quiere decir, como lo hará Descartes, que Dios se pone en cierto modo en el ser por su omnipotencia como por una causa, sino que no hay que buscar fuera de Dios ninguna causa de la existencia de Dios[21]. Ahora bien: esta aseidad completa de Dios trae como corolario inmediato su absoluta perfección.

Puesto que, en efecto, Dios es el ser por sí, y puesto que la noción que de él tenemos excluye radicalmente el no-ser con la dependencia que de ellos se deriva, es menester que la plenitud de la existencia se halle en él completamente realizada. Dios es, pues, el ser puro en su estado de completo acabamiento, como puede serlo aquello a lo cual nada puede agregarse ni desde adentro, ni desde afuera. Aún más: no es perfecto de una perfección recibida, sino de una perfección, si decirse puede, existida, y es por donde la filosofía cristiana se distinguirá siempre del platonismo, por más que se esfuercen en identificarlos. Aun cuando se admitiera que el verdadero dios de Platón es la Idea del Bien, tal como la describe en La República (509 B), no se alcanzaría todavía como término supremo sino un inteligible, fuente de todo el ser, por el hecho de ser fuente de toda inteligibilidad. Ahora bien: la primacía del Bien, tal como la concibió el pensamiento griego, obliga a subordinarle la existencia; en tanto que la primacía del ser, tal como la ha concebido el pensamiento cristiano bajo la inspiración del Éxodo, obliga a subordinarle el bien[22]. La perfección del Dios cristiano es, pues, la que conviene al ser en cuanto ser y que el ser asienta al asentarse; no es porque es perfecto, sino que es perfecto porque es, y justamente esta diferencia fundamental, casi imperceptible en su origen, es la que va a brillar en sus consecuencias, cuando haga salir de la perfección misma de Dios su ausencia total de límites y su infinitud.

Lo que es por sí y no hecho se ofrece, en efecto, al pensamiento como el tipo mismo de lo inmóvil y de lo acabado. El ser divino es necesariamente eterno, puesto que la existencia es su esencia misma; no es menos necesariamente inmutable, puesto que nada podría agregársele o quitársele sin destruir su esencia al mismo tiempo que su perfección; es, en fin, reposo, como un océano de substancia íntegramente presente a sí y para quien la noción misma de acontecimiento estaría desprovista de sentido[23]. Pero al mismo tiempo, porque es del ser de quien Dios es la perfección, no es solo su cumplimiento y acabamiento, es también su expansión absoluta, es decir, la infinidad. En tanto que nos atenemos al primado del bien, la noción de perfección implica la de límite, y por eso los griegos anteriores a la era cristiana nunca concibieron la infinidad sino como una imperfección. Cuando, por el contrario, se asienta la primacía del ser, es bien verdad que nada puede faltar al Ser y que, por consiguiente, es perfecto, pero puesto que desde ese momento se trata de perfección en el orden del ser, las exigencias internas de la noción de bien se subordinan a las de la noción de ser, de la que no es sino un aspecto. La perfección del ser no solo exige todos los acabamientos, excluye todos los límites, engendrando por lo mismo una infinidad positiva que niega toda determinación.

Encarado bajo este aspecto, el Ser divino desafía más que nunca la estrechez de nuestros conceptos. No hay una sola de las nociones de que disponemos que no cruja, en cierto modo, cuando intentamos aplicársela. Toda denominación es limitación; ahora bien: Dios está más allá de toda limitación, luego está más allá de toda denominación, por alta que sea. En otros términos: una expresión adecuada de Dios sería Dios: por eso cuando la teología cristiana asienta una, no asienta más que una, que es el Verbo; pero nuestros verbos, por más amplios y extensivos que sean, no dicen sino una parte de lo que no tiene partes y se esfuerzan por hacer entrar en una esencia lo que, según la palabra de Dionisio, es súper esencial. Aun las ideas divinas no expresan a Dios sino quatenus, como otras tantas participaciones posibles, por consiguiente parciales y limitadas, de lo que no participa nada y excede todo límite. En ese sentido, la infinidad es uno de los caracteres principales del Dios cristiano y, después del Ser, el que le distingue de la manera más neta de todas las demás concepciones.

Nada más notable que el acuerdo de los pensadores de la Edad Media sobre ese punto. En la doctrina de Duns Escoto es quizá donde este aspecto del Dios cristiano es más fácilmente reconocible. Para él, en efecto, es una sola y misma cosa probar la existencia de Dios y probar la existencia de un ser infinito, lo que significa sin ninguna duda que, mientras no se ha establecido la existencia de un ser infinito, lo que se ha probado no es la existencia de Dios. Duns Escoto se pregunta, pues: utrum in entibus sit aliquid actu existens infinitum, en lo cual no se halla nada que no concierte con el pensamiento de santo Tomás de Aquino y de los demás filósofos cristianos de la Edad Media, aun cuando esta manera muy especial de formular el problema da al aspecto que estudiamos un carácter de evidencia bastante llamativo. Parte, en efecto, de la idea de ser para probar que se debe necesariamente establecer un ser primero; de su cualidad de primero, deduce que ese ser es incausable; de que es incausable, deduce que ese primer ser existe necesariamente. Pasando luego a las propiedades del ser primero y necesario, Duns Escoto prueba que es causa eficiente, está dotado de inteligencia y de voluntad, que su inteligencia abarca lo infinito y que, dado que se confunde con su esencia, su esencia envuelve lo infinito: Primum est infinitum in cognoscibilitate, sic ergo et in entitate. Demostrar semejante conclusión es, según el Doctor franciscano, establecer el concepto más perfecto que para nosotros sea concebible, es decir, el más perfecto que nos sea posible tener respecto de Dios: conceptum perfectissimum conce ptibilem, vel possibilem a nobis haberi, de Deo[24].

Sin embargo, conviene agregar que san Buenaventura y santo Tomás se entienden perfectamente con Duns Escoto, para afirmar la subsistencia de un ser respecto del cual el eleatismo y el heraclitismo absolutos son igualmente vanos, porque aquel trasciende simultáneamente el más intenso dinamismo actual y el más acabado estatismo formal. Aun en aquellos cuyo pensamiento parece complacerse con el aspecto de acabamiento y de perfección que caracteriza al Ser puro, se descubre fácilmente la presencia del elemento “energía”, que sabemos es inseparable de la noción de acto. En este sentido, santo Tomás mismo, que habla de Dios en el puro lenguaje de Aristóteles, está sin embargo muy lejos del pensamiento de Aristóteles. El “acto puro” del peripatetismo lo es solo en el orden del pensamiento; el de santo Tomás lo es en el orden del ser, y por eso hemos visto que es a la vez infinito y perfecto. Ya sea, en efecto, que no se quiera hacer retroceder más allá de todo límite la realidad de un acto tal, ya sea que no se quiera encerrar sobre sí misma la perfección de su acabamiento, se reintroduce en él la virtualidad y se destruye del mismo golpe su esencia. «Lo infinito —dice Aristóteles— no es aquello fuera de lo cual no hay nada, sino, al contrario, aquello fuera de lo cual siempre hay algo»[25]. Lo infinito del Dios tomista es precisamente aquello fuera de lo cual no hay nada, y por eso después de habernos dicho que el verdadero nombre de Dios es ser, porque ese nombre no significa ninguna forma determinada —non significat formam aliquam—, santo Tomás escribe tranquilamente en fórmulas aristotélicas esta declaración, de la que podemos preguntarnos si Aristóteles la habría comprendido: porque Dios es forma, es el ser infinito —cum igitur Deus ex hoc infinitus sit, quod tantum forma vel actus est[26]—. Santo Tomás no ignora que la forma en cuanto tal es principio de perfección y acabamiento: perfectio autem omnis ex forma est, y precisamente por eso acaba de decir que Dios se llama ser porque ese nombre no designa ninguna forma; pero también sabe que, en el caso único en que el acto puro que se considera es el del ser mismo, la plenitud de su actualidad de ser le confiere de pleno derecho la infinidad positiva, desconocida por Aristóteles, de aquello fuera de lo cual no hay nada; por una paradoja que solo en Dios tiene sentido: sua infinitas ad summam perfectionem ipsius pertinet[27]. Para santo Tomás de Aquino como para Duns Escoto, pertenece a la esencia misma de Dios, en cuanto forma pura del ser, el ser infinito.

Cuando se reflexiona en el sentido de esa noción, aparece claro que había de engendrar, tarde o temprano, una nueva prueba de la existencia de Dios: la que se designa desde Kant con el nombre de argumento ontológico, de la cual a san Anselmo corresponde el honor de haber sido el primero en dar una fórmula definida. Aun los que rehúsan al pensamiento cristiano toda originalidad creadora hacen en general algunas reservas en favor del argumento de san Anselmo, que, desde la Edad Media, no ha dejado de reaparecer bajo las formas más diversas en los sistemas de Descartes, Malebranche, Leibniz, Spinoza, y aun en el de Hegel. Nadie discute que no haya huellas de él en los griegos, pero nadie parece haberse preguntado por qué los griegos nunca pensaron en ello[28], ni por qué, al contrario, es muy natural que fueran los cristianos quienes primero lo concibieran.

La respuesta a esta pregunta aparece con evidencia en seguida de planteada. Para filósofos tales como Platón y Aristóteles, que no identifican a Dios y el ser, resulta inconcebible que de la idea de Dios se pueda deducir la prueba de su ser; para un filósofo cristiano como san Anselmo, preguntarse si Dios es, es preguntarse si el Ser existe, y negar que sea es afirmar que el Ser no existe. He ahí por qué su pensamiento estuvo mucho tiempo asediado por el deseo de encontrar una prueba directa de la existencia de Dios, que se fundara en el solo principio de contradicción. El argumento es bastante conocido para eximimos de relatarlo en detalle, pero su sentido no siempre es claro en el espíritu de los mismos que lo refieren: la inconcebilidad de la no-existencia de Dios no tiene sentido sino en la perspectiva cristiana en que Dios se identifica con el ser y donde, por consiguiente, es contradictorio pretender que se le piensa y que se le piensa como no existiendo.

Si, en efecto, dejamos a un lado el mecanismo técnico de la prueba del Proslogion, por el cual no profeso excesiva admiración, veremos que aquella se reduce esencialmente a lo siguiente: que existe un ser cuya necesidad intrínseca es tal que se refleja en la idea misma que de él tenemos. Dios existe en sí tan necesariamente que, aun en nuestro pensamiento, no puede no existir: quod qui bene intelligit, utique intelligit idipsum sic essey ut nec cogitatione queat non esse[29]. El yerro de san Anselmo, y sus sucesores lo han visto bien, fue no darse cuenta de que la necesidad de afirmar a Dios, en lugar de constituir en sí una prueba definitiva de su existencia, no es sino un punto de apoyo que permite inducirlo. En otros términos: el desarrollo analítico por el cual hace salir de la idea de Dios la necesidad de su existencia no es la prueba de que Dios existe, pero puede ser el dato inicial de esa prueba, pues puede intentarse demostrar que la necesidad misma de afirmar a Dios postula, como su única razón suficiente, la existencia de Dios. Lo que san Anselmo no hizo sino presentir, otros debían necesariamente llegar a manifestarlo. San Buenaventura, por ejemplo, vio muy bien que la necesidad del ser de Dios quoad se es la única razón suficiente concebible de la necesidad de su existencia quoad nos. Que quien quiera contemplar la unidad de la esencia divina —dice— fije primero la mirada en el ser mismo: in ipsum esse, y vea que el ser mismo es en sí tan absolutamente cierto que no puede ser pensado como no siendo: et videat ipsum esse adeo in se certissimum, quod non potest cogitari non esse[30]. Toda la metafísica buenaventuriana de la iluminación se halla tras ese texto, dispuesta a explicar por una irradiación del ser divino sobre nuestro pensamiento la certidumbre que tenemos de su existencia. Otra teoría del conocimiento, pero no menos cuidadosamente elaborada, es también la que justifica la misma conclusión en Duns Escoto. Según este, el objeto propio del intelecto es el ser; ¿cómo, pues, podríamos dudar de lo que el intelecto afirma del ser con evidencia plenaria, es decir, la infinidad y la existencia?[31]. En fin, si salimos de la Edad Media para llegar al origen de la filosofía moderna, con Descartes y Malebranche, se comprueba que el descubrimiento de san Anselmo sigue manifestando su fecundidad. En Descartes particularmente se puede observar con interés que las dos maneras posibles de probar a Dios a partir de su idea se encuentran sucesivamente intentadas. En la V Meditación, intenta de nuevo, después de san Anselmo, el paso directo de la idea de Dios a la afirmación de su existencia, pero ya en la III Meditación había tratado de probar la existencia de Dios como causa necesaria de la idea que de Él tenemos. Y es también la vía que sigue Malebranche, para quien la idea de Dios está en nosotros como una señal dejada por Dios mismo en nuestra alma. En los notables textos donde el filósofo del Oratorio, al analizar nuestra idea general, abstracta y confusa del ser, muestra que ella es la marca de la presencia del Ser mismo en nuestro pensamiento, prolonga auténticamente una de las vías seguidas por la tradición filosófica cristiana por alcanzar a Dios: si Dios es posible, es real; si se piensa en Dios, menester es que sea[32].

Sea lo que fuere de sus prolongaciones modernas, el pensamiento cristiano y medieval debe ser considerado como uno en su afirmación del primado metafísico del ser y en la afirmación de la identidad de la esencia y de la existencia de Dios que de ello se deriva. Esta unidad, cuya importancia es capital, no se afirma solo sobre el principio sino también sobre todas las consecuencias que de ahí se siguen necesariamente en el dominio de la ontología. Pronto veremos desarrollarse algunas de las más importantes, especialmente en lo que concierne las relaciones del mundo con Dios. Al contrario, el acuerdo nunca se hizo hasta hoy sobre la legitimidad de una prueba del Ser por la idea que de él tenemos. Entre los filósofos cristianos, los que siguen la tradición de san Anselmo tienden siempre a considerar esta prueba como la mejor, o aun a veces como la única posible. Pero ellos mismos parecen asediados por una doble preocupación y, por decirlo así, solicitados por una doble virtualidad: o bien asentarse sobre el valor ontológico de la evidencia racional, y entonces se sostiene, como lo hacen el san Anselmo del Proslogion o el Descartes de la V Meditación, que una existencia real corresponde necesariamente a la afirmación necesaria de una existencia; o bien construir una ontología sobre el contenido objetivo de las ideas, y entonces se induce la existencia de Dios como única causa concebible de su idea, vía que abrieron san Agustín y el san Anselmo del De veritate y en la que entraron tras ellos san Buenaventura, Descartes y Malebranche. No es este el lugar de discutir el valor respectivo de esos dos métodos, tanto más cuanto que pronto habremos de compararlos con un tercero; pero quizá se me permita indicar que, por razones que más tarde se verán con mayor claridad, la vía de san Agustín y de san Buenaventura es la que en mucho me parece la mejor. Probar que la afirmación de la existencia está analíticamente implicada en la idea de Dios es, según la observación de Gaunilon, probar que Dios es necesario, si existe, pero no es probar que existe[33]. Al contrario, la cuestión de saber cuál es la razón suficiente de un ser capaz de concebir la idea de ser y de leer en ella la inclusión necesaria de la existencia en la esencia es un interrogante que permanece abierto en cualquier epistemología sea cual fuere. Construir una metafísica sobre la base de la presencia en nosotros de la idea de Dios sigue siendo, pues, una empresa siempre legítima, con tal que no se plantee como una deducción a priori a partir de Dios, sino como una inducción a posteriori a partir del contenido de la idea que de él tenemos. Quizá no fuera imposible mostrar que en ese sentido el método tomista es necesario para traer el método agustiniano a la plena conciencia de su carácter propio y de las condiciones legítimas de su ejercicio; pero es este un punto que se desprenderá de sí mismo cuando hayamos considerado aparte la vía hacia Dios seguida por santo Tomás de Aquino.

[1] CONDORCET, Tableau historique des progrès de Vesprit humain. París, G. Steinheil, 1900, p. 87.

[2] H. DIELS, Die Fragmente der Vorsokratiker, 3.ª ed. Berlín, 1912, t. I, p. 62, fr. 23, y p. 63, fr. 25.

[3] P. DECHARME, La critique des traditions religieuses chez les Grecs. París, 1904, p. 47.

[4] P. DECHARME, op. cit., p. 217.

[5] P. DECHARME, op. cit., pp. 233-234.

[6] M. D. ROLAND-GOSSELIN, Aristote. París, 1928, p. 97. Santo Tomás ha asimilado hábilmente ese texto tan difícil en su comentario. In Metaph., XII, 10.ª ed. Cathala, n. 2586. En sentido contrario a nuestra interpretación, véase M. J. LAGRANGE, Comment s’est transformée la religion d’Aristote, en Revue thomiste, 1926, pp. 285-329. Este artículo pone muy claramente en evidencia los progresos realizados por Aristóteles en la interpretación filosófica de la idea de Dios; pero su autor, inquieto por ciertas exageraciones de Jaeger, se muestra algo menos generoso para Aristóteles de lo que había sido para Platón. Mostrando muy claramente, y es un punto sobre el que volveremos, que ese dios de Aristóteles no es creador (op. cit., p. 302), comprueba luego que la Metafísica admite, no un motor inmóvil, sino cuarenta y siete o cincuenta y cinco (art. citado, pp. 310-313); aunque solo hubiese dos, sería bastante para que nos hallásemos en un plano extraño al de la Biblia y del pensamiento judeo-cristiano. En cuanto a suponer que luego de enseñar la existencia de un motor inmóvil Aristóteles evolucionó para reconocer después varios motores, es plantear una cuestión insoluble. Jaeger y el P. Lagrange se inclinan hacia esta solución (art. citado, p. 312). La hipótesis descansa en el principio constante aplicado por la crítica, pero según nosotros radicalmente falto, de que en el momento en que escribe un hombre no piensa más que en lo que escribe. Es menester no haber pensado nunca uno mismo para creerlo. Hay cosas que pensamos, que consideramos como más importantes que las que estamos escribiendo, pero aplazamos provisionalmente su expresión, debido a su importancia misma. Lo que el historiador toma por la evolución de una filosofía no es a veces sino el desarrollo de la expresión de una filosofía, y las primeras cosas que un filósofo pensó serán a menudo las que dirá últimas. Guando el P. Lagrange escribe: «Una vez eliminada toda la fábula, Aristóteles conserva la creencia en los dioses, muy sinceramente, puesto que coincide con su demostración de los motores inmóviles, pero ¿en qué queda su himno al pensamiento único?» (art. citado, p. 313), la respuesta más razonable es probablemente esta: ese himno queda en nada, porque Aristóteles jamás lo cantó; la primera descripción de un motor inmóvil no excluía de ningún modo la existencia de los demás, pues si así no fuera, cuando se le ofreció la ocasión de hablar de ellos, los habría eliminado.

[7] Respecto de las «veleidades de politeísmo en los antiguos hebreos», véase A. LODS, Israel. París, Renaissance du Livre, 1930, p. 292. En cuanto al supuesto monoteísmo de los griegos (G. MURRAY, Five Stages of Greek Religion. Nueva York, Columbia Univ. Press, 1925, p. 92), se puede decir que no tiene sino el defecto de no haber existido jamás. Los cristianos fueron a menudo demasiado generosos con los griegos sobre ese particular. Es verdad que en ello tenían interés. Se les acusaba de impiedad, porque rechazaban sacrificar a los dioses del Panteón romano; los Apologistas se defendieron tratando de probar que Platón estaba con ellos y que él tampoco había admitido sino un solo principio divino. Sin embargo, aun en ese punto en que se hallaba comprometida su vida, los Apologistas señalaron la distancia que los separaba de los griegos. Uno hace observar que Moisés habla del Ser, mientras que Platón habla de “lo que es”: O μέν γάρ Μωΰσής, ó ών εφη δ δέ Πλάτων, τδ δν. Cohort, ad Graecos, cap. χχιι (Patr. Gr., t. VI, col. 281). Este escrito, falsamente atribuido a Justino, está datado por A. PUECH hacia 260-300: Litt. grecque chrétienne, t. II, p. 216. Asimismo, Atenágoras declara: lo que los griegos llaman el principio divino: Iv τδ Θειον, nosotros lo llamamos Dios: τδν Θεόν; donde ellos hablan de lo divino: περί τού Θειου, nosotros decimos que hay un dios: Iva Θεδν. ATENÁGORAS, Legatio pro Christianis, cap. vn; Patr. gr., t. VI, col. 904.

Sin embargo, es conveniente agregar que esa interpretación tiene en su contra la autoridad de Mr. A. E. TAYLOR, Platonism (G. Harrap, Londres, s. d., p. 103), para quien el monoteísmo de Platón es indudable porque, cuando habla con todo su fervor religioso, Platón ya no dice “los dioses” sino Dios. El hecho es cierto, pero quizá no sea decisivo, pues un politeísta puede decir el dios, pero un monoteísta jamás puede decir los dioses. Lo que Mr. A. E. Taylor nos recuerda muy oportunamente interpretando de ese modo a Platón es que, en efecto, se siente en él una tendencia muy fuerte hacia el monoteísmo, aun cuando no haya llegado hasta el final. Y otro tanto pudiera decirse de Aristóteles.

[8] Tal parece ser, en efecto, el sentido de la famosa argumentación de El sofista (loe. cit.). No hay que dejarse engañar por la aparente individualidad del ser de que habla Platón, y hasta hay cierto riesgo en citar a Fenelón y Malebranche respecto de ese texto (véase A. DIES, Le Sophiste, texto y traducción, en Platón, œuvres complètes. París, 1925, t. VIII, 3.ª parte, p. 357). La conclusión misma del desarrollo prueba que, en todo ese pasaje, los términos ser y todo son equivalentes (Sophiste, 249 d). En lugar de demostrar, como un cristiano, que pues Dios es el ser, necesariamente es intelecto, vida y alma, Platón demuestra que el intelecto, la vida y el alma son del ser. Bien se ve que él quiere decir cuando afirma en el mismo lugar (249 b) “que debe concederse que lo que es movido y el movimiento son seres”. Semejante proposición es muy diferente de la que consistiría en decir que el ser en sí es movimiento, cosa que Platón nunca dijo, ni tampoco, además, Malebranche, cuyo texto alegado en nota (A. DIES, Le Sophiste, p. 357, n. 2) atribuye a Dios la actividad, pero no el movimiento: «Me parece evidente que es una perfección el no hallarse sujeto al cambio» (MALEBRANCHE, Entr. métaphysiques, VIII, 2).

[9] La traducción de esta fórmula por “el ser universal” es seguramente correcta; es la única fórmula que, literalmente correcta, pueda además prestarse al comentario del abate Diés. Pero esta fórmula correcta, no es muy seguro que A. Diés la interprete correctamente. La explica en otro lugar (Autour de Platon, t. II, p. 557), no ya simplemente como para significar el ser perfecto, lo que le parecería débil, sino el ser que es totalmente ser. Ahora bien: para sustantivar así el ser, sería menester que todo el desarrollo fuese diferente de lo que es. El τώ χαντελώς δντ: no significa el ser universal sino en el sentido del orden del ser tomado en su totalidad completa y acabada. Ha de incluirse allí todo cuanto, sin que se le pueda considerar como siendo pura y simplemente, merece sin embargo por alguna razón el nombre de ser: el intelecto (aun cuando implique acción y pasión: ibid., 248 e), el movimiento, la vida, etc. En una palabra, el ser universal no parece significar aquí nada más que la universalidad del ser, o, cuando más, la suma del ser. Cf. R. JOLIVET, Le Dieu de Platon, en Revue apologétique, enero de 1929, p. 57.

[10] Los cristianos mismos han hecho esfuerzos, en este punto como en tantos otros, para hallar precursores suyos entre los griegos. Véase EUSEBIO, Praeparatio evangélica, lib. XI, cap. IX: Del ser, según Moisés y Platón. Eusebio cita en primer lugar la Biblia, Éxodo, III, 14, y a continuación declara que Platón ha copiado literalmente a Moisés al comienzo de su Timeo. Es evidente, pues, que Eusebio lee a Platón a través de la Biblia. En lugar de comprender que el inteligible platónico es el ser por excelencia, como algo que se halla substraído al devenir, comprende con Moisés que la definición de Dios es el Ser (cf. Patr. gr.-lat., t. XXI, col. 867-872). Eusebio cita luego en apoyo de su tesis a NUMENIO, De bono, lib. II (apud EUSEBIO, op. cit., cap. x; Patr. gr.-lat., t. XXI, col. 871-876). Los textos de ese autor, que Eusebio califica de pitagórico, son, en efecto, impresionantes, pero en ellos no se hallará más que el platonismo clásico, con su oposición entre el ser inteligible y el casi no-ser de lo sensible. Cuando Eusebio concluye: esto es lo propio de Platón, y ¿qué es Platón sino un Moisés que habla en griego? (col. 873 c), nos descubre involuntariamente su juego. El cap. xi del mismo tratado de Eusebio reproduce un admirable texto de Plutarco (ibid., col. 875-880), que comenta una antigua inscripción del templo de Delfos: Ei, es decir: Tú eres. Y la afirmación del ser divino, de la unidad divina, es seguramente asombrosa en el desarrollo que interpreta dicha inscripción; aquí se va más allá de Platón; pero Plutarco mismo permaneció fiel al politeísmo griego, de modo que jamás realizó la identificación de Dios y del ser.

[11] El texto famoso de La República (509 b), que coloca al bien más allá de la esencia, bastaría para probar que Platón, aun si hubiese identificado a Dios con el bien, por eso mismo habría rehusado identificarlo con el ser, y aun más con el ser infinito; pues colocar el bien por encima del ser es someter al ser a una determinación que lo limita. Véanse estas justas observaciones de un intérprete de Plotino: «Pero la unidad de medida es necesariamente trascendente a las cosas que se miden, y a las cuales ella sirve para evaluar y fijar». Es probable que sea en ese sentido como debe entenderse el texto de La República (509 b), tan a menudo citado por Plotino: «El Bien está más allá de la esencia y le excede en dignidad y en poder». En todo caso, como lo veremos pocos párrafos más adelante, Ese es el sentido en que Plotino lo entiende. Una esencia no puede ser lo que es sino gracias a la medida que fija exactamente sus límites, y que aquí es llamada el Bien. Ê. BREHIER, La philosophie de Plotin. París, Boivin, 1928, p. 138.

[12] Ni qué decir tiene que sobre ese punto podrían surgir largas, y quizá hasta interminables discusiones. Una de las mejores apologías que conocemos de Platón, y que nosotros mismos invocamos contra nuestra tesis, es la del P. M. J. LAGRANGE, O. P., Platon théologien, en Revue thomiste, 1926, pp. 189-218. Según este excelente exégeta, hay que admitir que la Idea del Bien de que habla La República (VI, 509 b) y de la que Platón dice que da a las cosas no solo su inteligibilidad, sino su ser mismo, es idéntica al Demiurgo del Timeo. El P. Lagrange reconoce que Platón «no lo ha dicho expresamente», pero agrega que «sin embargo lo ha dado a entender muy claramente» (art. citado, p. 196). Desde luego puede sorprender oír decir que un filósofo no se ha tomado la pena de decir expresamente, en una frase, que el Demiurgo es la idea del Bien, por cuanto esta afirmación, si la tenía en el pensamiento, transformaría integralmente el sentido de toda su filosofía. En realidad, si “en ninguna parte, en sus textos, Platón coordina la Idea del Bien y el artesano o demiurgo (art. citado, p. 197), es probablemente porque no los ha coordinado en su pensamiento. Y no podía coordinarlos. Pues si el Demiurgo es la Idea del Bien ¿por qué trabaja con los ojos fijos en las Ideas, él, de quien todas ellas dependen? Aun admitiendo que él sea la Idea del Bien y dé el ser a las cosas, ¿qué entenderíamos con Platón por ser: la existencia, como en el cristianismo, o una inteligibilidad que impide al ser en devenir que se confunda con un puro no-ser? Tal parece el verdadero punto de vista platónico. Que el mundo sensible del Timeo haya sido hecho inteligible, nada más cierto, pero eso no significa que haya recibido la existencia. Tenemos, pues, tres dificultades fundamentales que superar antes de aceptar la identificación propuesta por el P. Lagrange: 1.º no se sabe si Platón ha hecho esta identificación y se sabe que no ha dicho haberla hecho; 2.º, se sabe que ese Bien, aun si es el dios supremo, no es sino el más elevado entre los demás dioses (art. citado, p. 204); 3.º, se comprende de ahí que, no siendo él mismo el Ser, ese dios no pueda darlo a los demás, de modo que, de todas maneras, quedamos en un sistema de ideas diferente al del pensamiento cristiano. Contra la identificación del dios platónico con las Ideas, véase P. E. MORE, The Religion of Plato, Princeton University Press, pp. 119-120 (ya se verá por lo que sigue que, por lo demás, no aceptamos las últimas líneas de ese texto), y P. SHOREY, The Unity of Plato’s Thought, Decennial publications, VI, University of Chicago Press, 1903, p. 65.

Pero el alegato más completo en favor de la identificación de Dios y del ser en Platón es el de A. DIES, Autour de Platon, París, Beauchesne, 1927, vol. II, p. 566 y sig. (bibliografía, p. 573). Si este excelente helenista tiene razón en lo que dice en la página 556, si se puede legítimamente comentar a Platón por Fenelón y Malebranche, reconozcamos sin dificultad que la tesis central de estas lecciones es falsa. Sin embargo, mientras no se pruebe lo contrario, parecería que A. Diés hubiera leído en su posición de cristiano fórmulas que no son cristianas y que, su análisis histórico, al permanecer exactamente lo que es, y las conclusiones que él extrae al quedar exactamente tal cual son, vienen a significar menos de lo que él mismo se imagina. De todos modos, el análisis de los textos platónicos que él propone es de una magistral firmeza e indispensable para quien deseare ver la objeción plantearse en todo su rigor. Las conclusiones de A. Diés se hallan op. cit., p. 556 y p. 561.

Consúltese sobre esta cuestión Eust. UGARTE DE ERCILLA, S. J., Anepifanía del Platonismo, Barcelona, 1929 (discute la tesis de A. Diés, pp. 278-286). A. E. TAYLOR, A. Commentary on Plato’s Timaeus, Oxford, Clarendon Press, 1928, pp. 80-82. R. MUGNIER, Le sens du mot ΘΕΙΟΣ chez Platon, París, J. Vrin, 1930. J. BAUDRY, Le problème de l’origine et de l’éternité du monde dans la philosophie grecque de Platon à l’ère chrétienne. París, Les Belles-Lettres, 1931.

[13] El dios de Aristóteles concebido como un individuo “soberanamente real” ha sido objeto de estudios por parte de O. HAMELIN, Le système d’Aristote, París, Alcan, 1920, pp. 404-405. L. ROBIN, La pensée grecque et les origines de l’esprit scientifique, París, 1923, pp. 368-369. J. J. CHEVALIER, La notion du nécessaire chez Aristote et ses prédécesseurs, París, Alcan, 1915, p. 144.

El epíteto de “sobrenatural”, aplicado por L. Robin al orden aristotélico del ser en cuanto ser, solo le conviene con reservas. El sentido del vocablo sobrenatural depende del sentido que se dé a la palabra naturaleza. En Aristóteles esta palabra designa todo lo que está compuesto de materia y de forma; basta, pues, que un ser sea inmaterial para que sea sobrenatural. En este sentido, todas las substancias aristotélicas “separadas” son sobrenaturales. Para un cristiano, una substancia puede ser inmaterial sin dejar de pertenecer al orden de las naturalezas; los ángeles, por ejemplo, son substancias intelectuales naturales: «substantiae perfectae intellectuales in natura intellectuali» (santo TOMÁS DE AQUINO, Sum. theol., I, 51, 1, Resp.). Para salir del orden natural, en el cristianismo, no es suficiente no estar compuesto de materia y de forma, como los ángeles, es menester además no estar compuesto de esencia y de existencia, lo que equivale a decir que hay que ser Dios. Esto nos lleva a la noción cristiana del ser en cuanto ser: Ego sum qui sum, el único en quien la esencia sea idéntica a la existencia, de la que queda por saber si Aristóteles lá concibió.

El texto más sólido en favor de la afirmativa es aquel al que remite L. ROBIN: Metaf., E, 1, 1026 a 27-32. Aristóteles quiere definir en él el objeto de la teología: «Si, pues, no existen otras substancias fuera de las que consisten en naturalezas, es la física la que será la ciencia primera, y que es universal en cuanto primera. Y esta tiene que considerar el ser en cuanto ser, es decir, lo que es y lo que le pertenece a título de ser». Nada más claro en apariencia, pero ¿qué quiere decir esta fórmula desde el punto de vista de Aristóteles? Se trata bien del Primer Motor, pero no de él solo. El problema planteado consiste en saber si debe superponerse a la Física otra ciencia, que sería la teología. Para saberlo, es menester, como siempre, buscar si hay un objeto específico que se pueda asignar a esta ciencia. Admitamos que la Física tenga por objeto las “naturalezas”, compuestas de materia y de forma; habrá lugar para una teología si existen substancias superiores a las naturalezas, en cuanto son inmateriales y causas de esas naturalezas mismas. Ahora bien: es sabido que hay varias, y Aristóteles lo recuerda además en el mismo capítulo: «Todas las causas deben ser eternas, principalmente las que están separadas e inmóviles, pues son las causas de lo que hay de divino en las cosas visibles» (loe. cit. 1026 a 16-18). Así, pues, la substancia que es el objeto de la metafísica no es la substancia de un ser, sino la de la pluralidad de los motores inmóviles. Son ellos los que son el όυσαάκνητος y el ser en cuanto ser, si pertenece

más eminentemente al primer motor a título de primero, no le pertenece sin embargo exclusivamente. Si se encuentra alguna dificultad en interpretar en ese sentido el término όυσία, bastará con recordar que, en el mismo capítulo, Aristóteles lo utiliza para designar la clase, mucho más numerosa todavía, de los seres físicos: ή φυσική έκιστήμη τυγχάνει ουσα κερί γένος τι τού δντος, κερί γάρ τήν τοιαύτην έστίν ούσίαν έν ή ή άρχή τής κινήσεως καί στάσεως έν αύτη (Metaf., Ε, 1, 1025 a 18-21). Se trata, pues, de oponer una clase a una clase y no una clase a un ser. Es lo que se ve bien en numerosas otras expresiones. El τδ δ’ώς άληθές δν (Metaf. 9 E, 4, 1027 b 18. Cf. K. 8, 1065 a 21) se opone en él al ser por accidente, que es una clase, y es él mismo una clase, la de los seres por excelencia: των κυρ (ως (Metaf., E, 4, 1027 b 31). El objeto propio de la teología natural es bien para él, no el Dios cristiano, sino el orden divino: τδΘειον (1026 a 20), el género de los seres metafísicos: έν τη τοιαύτη φύσει υκαρχει, καί τήν τιμιωτάτην δει κερί τδ τιμιώτατον γένος είναι (1026 a 20-22).

[14] Naturalmente, no se trata de sostener que el texto del Éxodo traía a los hombres una definición metafísica de Dios; pero si no hay metafísica en el Éxodo, hay una metafísica del Éxodo y la vemos constituirse muy temprano entre los Padres de la Iglesia, cuyas directivas sobre ese punto no han hecho sino seguir y explotar los filósofos de la Edad Media. Véanse los textos de SAN EFRÉN DE NISIBIS (hacia 363), en ROUET DE JOURNEL, Enchiridion patristicum, 4.ª ed. Herder, 1922, t. 729, p. 254. San GREGORIO NACIANCENO, op. cit., t. 993, p. 370, y t. 1015, p. 379. San GREGORIO NACIANCENO, op. cit., t. 1046, p. 393. San CIRILO DE ALEJANDRÍA, op. cit., t. 2098, pp. 657-658. Ese texto del Éxodo es el que fue para Hilario de Poitiers el rayo de luz decisivo en medio de sus dudas. Véase el relato del comienzo de su De Trinitate (hacia 356): «Haec igitur, multaque alia ejusmodi cum animo reputans, incidi in eos libris, quos a Moyse atque a prophetis scriptos esse Hebreorum religio tradebat: in quibus ipso creatore Deo testante de se, haec ita continebantur: Ego sum, qui sum (Exod., III, 14); et rursum: Haec dices filiis Israel: misit me ad vos is qui est (Ibid.). Admiratus sum plane tam absolutam de Deo significationem, quae naturae divinae incomprehensibilem cognitionem aptissimo ad intelligentiam humanam sermone loqueretur. Non enim aliud proprium magis Deo, quam esse, intelligitud; quia id ipsum quod est, neque desinentis est aliquando, neque coepti». De Trinitate, I, 5; Patr. lat., t. X, col. 28. San Hilario de Poitiers deduce de esta definición la eternidad de Dios, su infinidad, su belleza perfecta y su incomprensibilidad. Cf. «Illud nomen qui est et Ego sum qui sum, est nomen essentiae proprie; hoc enim est quaedam circumlocutio, significans entitatem in omnimoda perfectione et absolutione, et hoc est nomen proprium divinae substantiae». San BUENAVENTURA, In Sent., I, 2, dub. 4; ed. Quaracchi, t. I, p. 60. Sobre el sentido primitivo del texto mosaico, A. Lods estima que la fórmula quería decir sencillamente que Jehová «es el que es, el Ser que el hombre no podría definir». Esa sería ya una explicación «que no carece de grandeza, pero aparentemente bien teológica, bien poco espontánea para expresar el sentido original del dios madianita» (A. LODS, Israel. París, Renaissance du Livre,

1930, pp. 373-374). Esa es una cuestión reservada a los hebraizantes. Sin embargo, el análisis que el propio A. Lods da de ese texto y la traducción que propone, hacen muy difícil no admitir que Jehová quisiera realmente revelar su nombre a Moisés. Admitiendo, con A. Lods, que “Ego sum qui sum” equivalga a un rechazo de decir su nombre, ¿qué sentido hemos de dar a la continuación del texto tal cual él mismo lo traduce?: «Luego agregó: responderás a los hijos de Israel: es Yo soy quien me ha enviado hacia vosotros». Yo soy es bien, aquí, el nombre de Jehová, como se ve, por lo demás, en el versículo siguiente, donde Jehová se substituye pura y simplemente a Yo soy: «Y Dios dijo también a Moisés: hablarás así a los hijos de Israel: es Jehová, el señor Dios de vuestros padres... quien me ha enviado hacia vosotros». Éxodo, III, 15 (A. LODS, op. cit., p. 373 y nota 2). Bien parece, pues, que la filosofía patrística medieval esté en la prolongación exacta del texto bíblico.

[15] «Sed contra est quod dicitur, Éxod., III, 14, quod Moysi quaerenti: si dixerint mihi: quod est nomen ejus? quid dicam eis? respondit ei Dominus: sic dices ei: qui est, misit me ad vos. Ergo hoc nomen Qui est est maxime proprium nomen Dei». Santo TOMÁS DE AQUINO, Sum. theol., I, 13, 11, Sed contra. En ese sentido, sigue siendo verdad decir que el ser es anterior al bien mismo en la perspectiva cristiana: «hoc nomen bonum est principale nomen Dei inquantum est causa; non tamen simpliciter: nam esse absolute praeintelligitur causae». Ibid., ad 3. Respecto al primado platónico del bien sobre el ser, véase santo TOMÁS DE AQUINO, De malo, I, 2, Resp. Es interesante ver al pensamiento griego oponer el primado del bien al del ser tal cual lo enseña la Biblia, en el tratado de Salustio que ha traducido Gilbert MURRAY, Five Stages of Greek Religion, bajo el título de SALLUSTIUS, On the Gods and the World: «Si la primera causa fuese Alma, todas las cosas poseerían el alma. Si fuese Pensamiento, todas las cosas participarían del pensamiento. Si fuese el Ser, todas las cosas participarían del ser, y, viendo esta cualidad en todas las cosas, algunos creyeron que esta era el Ser. Ahora bien: si las cosas fuesen simplemente, sin ser buenas, ese argumento sería válido; pero si las cosas que son no son sino en virtud de su bondad y porque participan en el Bien, la primera causa debe necesariamente estar más allá de uno y de otro, es decir, del Ser y del Bien. La prueba está en que las almas nobles desprecian la existencia

por amor del bien, cuando arrostran a la muerte por su país, o sus amigos, o por amor a la virtud. Después de ese poder inefable vienen los órdenes de los dioses». Op. cit., pp. 247-248. Este neoplatónico, muerto hacia 370 de la era cristiana, apunta manifiestamente a la concepción judeocristiana cuando rehúsa identificar la primera causa con el ser. Su tratado Des dieux et du monde ha sido traducido al francés por M. MEUNIER, París, ed. Véga, 1931. La mejor edición es la de A. D. NOCK, Sallustius, Concerning the Gods and the Universe. Cambridge Univ. Press.

[16] DUNS ESCOTO, De primo rerum omnium principio, cap. i, art. 1. Cf. JER. DE MONTEFORTINO, /. Duns Scoti Summa theologica, I, 13, 11. Se comparará útilmente san BERNARDO, De consideratione, lib. V, cap. vi, que da un penetrante comentario del mismo texto del Éxodo.

[17] San BUENAVENTURA, Itinerarium mentis in Deum, V, 3.

[18] Ibid., V, 4.

[19] San AGUSTÍN, Confes., XIII, 31, 46: «par quem videmus, quia bonum est, quidquid aliquo modo est: ab illo enim est, qui non aliquo modo est, sed est, est», ed. P. Knoll, Leipzig, Teubner, 1919, p. 329. La lección: “quod est, est”, a veces aceptada me parece acordarse menos bien con el sentido general del pasaje. Agreguemos a ese texto otros dos, citados por J. MARITAIN, La sagesse augustinienne, en Mélanges augustiniens, París, Rivière, 1931, p. 405, nota 1. «Deum ergo diligere debemus trinam quamdam uni tatem, Patrem et Filium et Spiritum sanctum, quod nihil aliud dicam esse, nisi idipsum esse». De moribus ecclesiae catholicae, XIV, 24; Patr. lat., t. 32, col. 1321. «Quae vero proprie de Deo dicuntur, quaeque in nulla creatura inveniuntur, raro ponit scriptura divina; sicut illud quod dictum est ad Moysen: Ego sum qui sum; y, Qui est, misit me ad vos (Êxod., III, 14)». De Trinitate, I, 1, 2; Patr. lat., t. 42, col. 821. Misma remisión al texto del Éxodo, en De Trinitate, V, 2, 3, col. 912. J. Maritain observa con entera razón: «Esos textos contienen virtualmente toda la doctrina tomista de los nombres divinos y de la analogía» (op. cit., p. 405). Ese es, por lo demás, el principio reconocido de la filosofía cristiana; se lo hallará confirmado por las autoridades de san Agustín y de san Juan Damasceno en Alej. HALENSIS, Summa theologica, P. II, inq. II, tract. I, qu. I, cap. n, art. 1-2 (ed. Quaracchi, t. I, pp. 521-523). La contradicción entre el primado del bien afirmado por Dionisio el Areopagita, después de Platón, y el primado del ser afirmado por Juan Damasceno (De fide orthodoxa, I, 9; Patr. gr., t. 94, col. 835), está señalada y levantada por la solución siguiente: «Qui est simpliciter est primum nomen, quoad nos vero primum nomen est bonum» (op. cit., p. 523); la cuestión Damasceno-Dionisio había sido ya discutida por GUILLAUME d’AUXERRE, Summa Aurea, cap. in, qu. 7. Véase más adelante, p. 62, nota 22). La misma doctrina en san BUENAVENTURA, Comment, in Sap., XIII, v, 1: «eum qui est, id est Deum, cui esse est substantiale»; ed. Quaracchi, t. VI, p. 192.

[20] En este sentido puede decirse que el nombre essentia no pertenece en propiedad sino a Dios solo; todo lo demás entra en la categoría de las substantiae: «Nefas est autem dicere ut subsistat et subsit Deus bonitati suae, atque illas bonitas non substantia sit vel potius essentia, neque ipse Deus sit bonitas sua, sed in illo sit tanquam in subjecto: unde manifestum est Deum abusive substantiam vocari, ut nomine usitatiore intellegatur essentia, quod vere ac proprie dicitur; ita ut fortasse solum Deum dici oporteat essentiam. Est enim vere solus, quia incommutabilis est, idque nomen suum famulo suo Moysi enuntiavit, cum ait: Ego sum qui sum, y: Dices ad eos: qui est, misit me ad vos» San AGUSTÍN, De Trinitate, VII, 5, 10; Patr. lat., t. 42, col. 942.

[21] En lo que se refiere a la posición de Descartes, véase Études sur le rôle de la pensée médiévale dans la formation du système cartésien, París, J. Vrin, 1930, pp. 224-233. La verdad que Descartes compromete, forzándola, es que el ser divino es acto, y aun acto puro. En ese sentido, es verdad concluir del texto del Éxodo, con san Jerónimo, que Dios no tiene otro principio que sí mismo: «Loquitur in Exodo Dominus: Ego sum qui sum.,. Numquid solus Deus erat, et cetera non erant?... Cetera, ut sint, Dei sumpsere beneficio. Deus vero, qui semper est, nec habet aliunde principium, et ipse sui origo est suaeque causa substantiae, non potest intelligi aliunde habere quod subsistit». In epist. ad Ephesios., II, 3, 14; citado por ROUET DE JOURNEL, Enchiridion patristicum, t. 1367, p. 498. Las expresiones muy fuertes de que usa aquí san Jerónimo quieren ante todo asegurar la aseidad divina oponiéndola a la existencia creada de todo lo demás.

[22] San BUENAVENTURA, In Hexaemeron, X, 10; ed. Quaracchi, t. V, p. 378. Cf. op. cit., XI, 1; t. V, p. 380. San Buenaventura ha intentado conciliar el primado platónico del Bien, afirmado por Dionisio, con el primado cristiano del Ser, afirmado por Juan Damasceno después del Éxodo (véase Itinerarium mentis in Deum, V, 2), pero mantiene íntegramente el primado del ser, como puede verse en los textos del In Hexaemeron.

[23] La eternidad de Dios es directamente deducida del texto del Éxodo por san Ambrosio; texto en ROUET DE JOURNEL, Enchiridion patristicum, ed. citada, texto 1262, p. 478. La inmutabilidad es deducida por san Agustín; textos en ROUET DE JOURNEL, op. cit., t. 1489, p. 523, y t. 1493, p. 524. La comparación de Dios con “un océano infinito de substancia” parece sugerida por vez primera por el texto del Éxodo a san GREGORIO NACIANCENO, Orat., XLV, 3 (ROUET DE JOURNEL, op. cit., t. 1015, p. 379), pero fue tomada de nuevo y popularizada por san JUAN DAMASCENO, De fide orthodoxa, I, 9, op. cit., texto 2345, p. 736.

[24] DUNS ESCOTO, Opus Oxoniense, lib. I, dist. 2, qu. 1 y 2, art. 2, n. 2. Esta relación íntima de la idea de ser con la idea de infinito fue muy claramente expuesta en el siglo XVII por Fenelón, y como una consecuencia directa del texto fundamental del Éxodo: «Ser cierta cosa precisa, es no ser sino esa cosa en particular. Guando digo del ser infinito que es el Ser simplemente, sin agregar nada, lo he dicho todo. Su diferencia es no-tener ninguna. La palabra infinito, que he agregado, no le da nada efectivo; es un término casi superfluo, que doy a la costumbre y la imaginación de los hombres. Los vocablos no deben ser agregados sino para añadir al sentido de las cosas. Aquí, quien añade algo al vocablo disminuye el sentido, lejos de aumentarlo: cuanto más se agrega, tanto más se disminuye; pues lo que se agrega no hace sino limitar lo que estaba en su primera simplicidad sin restricción. Quien dice el Ser sin restricción implica el infinito, y es inútil decir el infinito cuando no se ha agregado ninguna diferencia al género universal, para restringirlo a una especie o a un género inferior. Dios es, pues, el Ser, y comprendo por fin esta gran frase de Moisés: Aquel que es me ha enviado hacia vosotros. El Ser es su nombre esencial, glorioso, incomunicable, inefable, inaudito a la multitud». FENELÓN, Traité de Vexistence de Dieu, 2.ª parte, cap. v Es digno de notar que el mismo texto del Éxodo haya permanecido en el Gran Catecismo de las Iglesias de Inglaterra y de Escocia, como justificación escrituraria de la infinitud de Dios: The larger Catechism, qu. 7.

[25] ARISTÓTELES, Física, III, 6, 206 b 23. De ello se encuentra una contraprueba histórica interesante en el hecho de que Orígenes, el más griego de los Padres griegos, vacila largamente ante el problema de la infinidad divina: «En efecto, si el poder divino fuese ilimitado, necesariamente no podría tener conciencia de sí mismo; lo que por esencia es sin límites no puede ser asido». De principiis, II, 9, 1. Cf. E. DE FAYE, Origène, sa vie, son œuvre, t. III, pp. 34-35.

[26] Santo TOMÁS DE AQUINO, Compendium theologiae, I, cap. XX.

[27] Op. cit., I, cap. XX.

[28] W. D. Ross, Aristotle, p. 179, habla de una anticipación del argumento ontológico en un escrito de la juventud de Aristóteles, pero si nos atenemos al texto, veremos que se trata de una anticipación de la quarta via de santo Tomás.

[29] San ANSELMO, Proslogion, cap. IV. Esa es, por lo demás, la primera frase del capítulo que sigue al argumento ontológico: «Y es tan verdaderamente, que ni siquiera se puede pensar que no es» (cap. III). Cf. «Así, pues, este ser del que no se puede concebir algo más grande es de un modo tan verdadero que no se puede pensar que no es» (op. cit., cap. m; trad. A. KOYRÉ, París, J. Vrin, p. 15). La manera de ser de Dios, que hace inconcebible su no-existencia, es el “grandor” absoluto de su ser, en otros términos: su infinidad en el orden del ser. Por eso san Anselmo llega a la fórmula que más tarde volverá a usar Malebranche: «Si ergo potest cogitari esse, ex necessitate est. Amplius, si utique vel cogitari potest, necesse est illud esse». «Por consiguiente, si puede ser concebido como existente, necesariamente es. Aún más, si solo puede ser pensado, es necesariamente». Liber apologéticas, cap. I; trad. A. KOYRÉ, p. 73. Es la fuente directa de la fórmula: «Si, pues, se piensa en él, menester es que sea». MALEBRANCHE, Recherche de la vérité, lib. IV, cap. π, art. 3. Véase más adelante, p. 68, nota 32.

[30] San BUENAVENTURA, Itinerarium mentis in Deum, cap. v, η. 3. El mismo teólogo ha formulado muy claramente este carácter propio de la noción cristiana de Dios: designa un objeto cuya no-existencia es impensable. Es uno de esos casos en los cuales la negación misma de una proposición implica su afirmación. Si digo: no hay verdad, hay por lo menos esa verdad que es verdadera: luego, no se puede negar válidamente la verdad sin afirmarla. Si digo: Dios no es, como aquello de que afirmo la no-existencia es el ser mismo, afirmo que el Ser es. Por eso san Buenaventura puso en evidencia, mejor que cualquier otro, la conexión históricamente necesaria de la identificación de Dios y del ser con el argumento llamado ontológico: «Est etiam illud verum certissimum secundum se, pro eo quod est verum primum et immediatissimum, in quo non tantum causa praedicati clauditur in subjecto, sed id ipsum est omnino esse, quod praedicatur, et subjectum quod subjicitur. Unde sicut unio summe distantium est omnino repugnans nostro intellectui, quia nullus intellectus potest cogitare aliquid unum simul esse et non esse; sic divisio omnino unius et indivisi est omnino repugnans eidem, ac per hoc sicut idem esse et non esse, simul summe esse et nullo modo esse est eviden tissimum in sua falsitate; sic primum et summuns ens esse est evidentissimum in sua veritate». San BUENAVENTURA, De mysterio Trinitatis, qu. I, art. 1, Resp.; ed. Quaracchi, t. V. p. 49. «Hoc autem quod primo manifestum est de Deo, scilicet ipsius entitas, et quantum ad hoc non latet, sed patet; et ideo non dubitabile, sed indubitabile», loe. cit., ad. 9m, p. 51.

[31] DUNS ESCOTO, Opus Oxoniense, lib. I, dist. 2, qu. 1 y 2, sec. 2., art. 2, n. 2. Duns Escoto niega, en cierto sentido, que la existencia de Dios sea una verdad inmediatamente evidente, un per se notum; pero agrega que san Anselmo mismo no la creyó tal, puesto que de ella da una demostración. Agreguemos que si Duns Escoto da cabida en su sistema al argumento de san Anselmo, lo hace modificando profundamente el sentido y refiriéndolo a su propia metafísica del ser; no lo aceptaría en la forma misma que san Anselmo le dio. En cuanto a las pruebas de la existencia de Dios en Duns Escoto, deberían ocupar uno de los primeros lugares en una historia de la filosofía cristiana, pues están inmediatamente fundadas sobre la idea de ser y sus propiedades esenciales: la causalidad y la eminencia. Op. Oxon., loe. cit., ed. Quaracchi, n. 244, t. I, p. 201 y sig.

[32] Bien se ve la continuidad de la tradición cristiana en Malebranche: «ARISTE. —Me parece que veo bien vuestro pensamiento. Definís a Dios como se definió él mismo al hablar a Moisés: Dios es aquel que es (Êxod., III, 14)... el ser sin restricción, en una palabra. El Ser es la idea de Dios; es lo que lo representa a nuestro espíritu tal cual lo vemos en esta vida. TEODORO. —Muy bien... Pero el infinito no puede verse sino en sí mismo; pues nada de lo finito puede representar lo infinito. Si se piensa en Dios, menester es que sea. Tal ser, aunque conocido, puede no existir. Se puede ver su esencia sin su existencia, su idea, sin él. Pero no se puede ver la esencia del infinito sin su existencia, la idea del Ser sin el ser». MALEBRANCHE, Entretiens métaphysiques, II, 5. Se comprende que la visión de Dios no ha sido deducida de la Biblia, pero aun la interpretación personal que Malebranche da del argumento de san Anselmo se enlaza con el texto del Éxodo. Fenelón, sin solidarizarse con la metafísica de Malebranche, y declarando que más bien sigue la V Meditación de Descartes, enlaza no menos fuertemente la prueba a la idea de ser: «Es menester, pues, o negar absolutamente que tengamos alguna idea de un ser necesario e infinitamente perfecto, o reconocer que nunca sabríamos concebirlo sino en la existencia actual que hace su esencia». FENELÓN, Traite de Vexistence de Dieu, 2.ª parte, cap. II, 3.ª prueba.

[33] GAUNILON, Liber pro insipiente, 7; Patr. lat., t. 158, c. 247-248.

El espíritu de la filosofía medieval

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