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Volver a Tillie Olsen, por Jane Lazarre


Tillie Olsen es una de las escritoras más influyentes en la literatura americana y, desde luego, en mi propia escritura; una presencia maternal tanto en su obra literaria como en nuestra amistad, que se prolongó desde 1975 hasta su muerte, en 2007. Ahora, con ocasión de esta nueva edición de su obra en español que publica la editorial Las afueras, me propongo reivindicarla. No para mí, aunque yo misma me incluya entre los destinatarios; no para el mundo entero, aunque ella pertenece legítimamente a las multitudes, sino, sobre todo, para aquellos que, en cualquier parte, lucharon contra cualquier forma de injusticia que se encontraron, ya fuera individual o colectiva. Quiero reivindicarla por todos aquellos que intentaron inclinar el arco del universo hacia la justicia, tal y como en su día defendió Martin Luther King.

La obra de Tillie Olsen se inscribe dentro de una tradición del radicalismo judío centrada en la lucha por la justicia económica, racial y de género. Una lucha que supone para los judíos una carga y un privilegio. Los dos aspectos se encuentran arraigados en el conocimiento de la historia de la opresión y la supervivencia, en la convicción de que ambas experiencias requieren grandes dosis de empatía y activismo. Por encima de los antiguos rituales, por encima de la fe religiosa, esa debe ser nuestra herencia más preciada. Al consagrar su vida literaria y personal a estos valores, Tillie Olsen se convirtió en una gran escritora de la experiencia de la maternidad. Tanto en sus ensayos, muy personales, como en la extraordinaria prosa poética de los relatos que conforman este libro, su obra sondea las capas más profundas de una experiencia capaz de conjugar el amor más inquebrantable con el trabajo más exigente y agotador, la devoción con la ira, el poder con la impotencia. Para Olsen, las condiciones de nuestra vida interior y nuestra vida en sociedad —con las actitudes sobre raza, clase y género que estas implican—, están entretejidas de forma inexorable. Como ella misma escribió en uno de sus innovadores textos periodísticos, «el siguiente gran paso de la humanidad debe ser no solo el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, sino el establecimiento de los medios —sociales, económicos, culturales y educativos— para impulsar y hacer posibles dichos derechos.»1

A través de su escritura, así como del apoyo que brindó a otros escritores, Tillie Olsen se unió a esa lucha mediante la palabra.

En «Dime una adivinanza», una extraordinaria novela corta, Eva, una mujer de sesenta y nueve años —una edad que, en esa época, la convertía en anciana—, está a punto de morir. A lo largo de la historia, su marido apenas se dirige a ella por su nombre, sino por otros nombres cargados de desdén —doña oradora sin aliento, doña iluminada—, y cuando le pregunta amargamente: «¿Aún crees que eres una agitadora de la Revolución de 1905?», ella le responde: «Mirar atrás y aprender qué es lo que humaniza a los hombres, eso hay que enseñar. Destruir todos los guetos que nos dividen —sin volver atrás, sin volver atrás—, eso es lo que hay que enseñar».

Una vez confinada en un lecho hospitalario y diagnosticada de cáncer terminal, su hija le dice que «un hombre de Dios» ha venido a su cama para darle consuelo. «El hospital les da una lista —dice la hija—, y tú estás en la lista de los judíos». Pero Eva, aunque débil, aún se guía por la pasión que la caracteriza y por su viva y valiosa memoria, y responde sin contemplaciones: «Ahora mismo ves y que lo cambien. Diles que escriban: raza, humana; religión, ninguna».

«Y a pesar de todo seguía creyendo», dice su marido hacia el final del relato, en los últimos momentos de su vida. Quizá, para entonces, ella ya no puede escuchar cómo, por fin, él la llama por su nombre, Eva, y le pregunta: «¿Acaso sigues creyendo?».

«Oh, sí» es un relato de amistad y separación racial. Una niña blanca y una niña negra son amigas hasta que alcanzan una cierta edad y entonces, con «un presentimiento de comprensión», la madre se da cuenta de «cómo las separan». La historia se escribió mucho antes de que Toni Morrison acuñara la expresión «presencia africanista» como punto de inflexión formal de buena parte de la literatura americana blanca, para describir aquellos encuentros entre personajes blancos y negros en los que «las personas de raza negra desencadenan momentos críticos de descubrimiento o de cambio o de énfasis en la literatura no escrita por ellas»2. Quizá Olsen percibiera la naturaleza de esos momentos de manera que la niña blanca, que no está acostumbrada al poder de las emociones expresadas en la iglesia de negros donde acude la familia de su amiga, se ve abrumada por una serie de sentimientos encontrados y se desmaya. Más tarde, ya en la adolescencia, cuando ambas chicas están en sus respectivos mundos separados, la hija pregunta a la madre: «¿Por qué tiene que importarme?» La madre la acaricia y trata de calmarla mientras piensa: «Que te importe implica que haces algo. Es un largo bautizo en los mares de la humanidad, hija mía. Y mejor sumergirse en ellos que vivir sin que nada te conmueva».

Mediante el uso de oraciones fragmentadas y una gramática muy específica, Tillie Olsen consiguió respecto a la sintaxis y la flexión de la lengua yidis3 lo mismo que Toni Morrison y James Baldwin lograron al desvelar la poética de la lengua de los negros. De ese modo, Olsen impele a los lectores a leer esa lengua moldeada por el uso de los siglos como una forma no solo de comunicación, sino también de poesía. La poesía, en efecto, debe considerarse, en parte, como una forma de encontrar en el habla ordinaria una imaginería y un conjunto de alusiones capaces de sumergirnos en las profundidades de la conciencia. Como esas criaturas marinas que arrastran consigo montones de conchas, algas y arena que van encontrando en su camino, las palabras exactas y las frases rítmicas se nos quedan pegadas a la piel y penetran en nuestras almas.

Las siguientes palabras acompañaron el anuncio del Premio Rea, otorgado a Olsen en 1994: «La autora [combina] la intensidad lírica de un poema de Emily Dickinson con el alcance de una novela de Balzac»4.

*

En 1969, después de dar a luz a mi primer hijo, buscaba desesperada (y ya empezaba a creer que en vano) libros sobre maternidad escritos por autoras que también fueran madres, libros que narraran esa repentina inmersión en el amor más profundo que yo había conocido nunca, pero también el miedo enorme y visceral o la culpa paralizante, capaces de ocultar ese amor con rachas de niebla y confusión, con accesos de ira y llanto que ni reconocía ni lograba entender. Tillie Olsen me proporcionó un lenguaje para nombrar todo aquello de un modo más preciso.

Alrededor del año 1975, poco después de haber publicado mi primer libro, El nudo materno,5 un ensayo autobiográfico sobre la experiencia transformadora que supone dar a luz y aprender a ser madre, recibí un regalo de Tillie: un ejemplar de su novela Yonnondio, From the Thirties. Para entonces yo ya había leído toda su obra de ficción, no solo con la estupefacta admiración de una joven e incipiente escritora, sino también con una oleada de alivio —como esas enormes olas del océano en pleamar que, pese a su altura, pueden ser suaves si se reciben a una prudente distancia, de modo que el cuerpo navega con ellas, seguro y fascinado, para verlas romper en la orilla—. Leer «Aquí estoy, planchando», «Dime una adivinanza» y Yonnondio me permitió presenciar ese choque, leer sobre los sentimientos tan complejos y poderosos que conforman la maternidad desde una distancia suficiente para no hacerme daño y, aun así, deslumbrada por el poder de la ola. La poesía y el coraje de Tillie Olsen me brindaron la posibilidad de participar en el cambio radical de una vida dedicada a la escritura y la enseñanza: la voz materna, por fin, no quedaba relegada a lo trivial, lo sentimental y lo falso, ni restringida a los consejos y manuales de pediatría escritos, casi siempre, por hombres. Con grandes dosis de convicción y honestidad, Olsen estampó esa voz, tanto tiempo enterrada, en la literatura.

En mi ejemplar de Yonnondio, hoy amarillento y deteriorado por el uso, había algo que, según averiguaría más tarde, formaba parte del núcleo esencial de la autora. En la parte central de la novela había insertado una nota. Con esa letra suya tan pequeña, que ahora apenas puedo leer, pegada en la página con una bonita estrella roja (¡antes de que se inventaran los pósits!), había tachado un párrafo y, en el margen, había escrito una nota para mí a modo de corrección. «Omitir», rezaba esta, al lado de unos signos de interrogación escritos en tinta negra. No voy a citar el párrafo aquí, puesto que ella mostró su desagrado al respecto, pero sí diré que precedía al momento en que la hija, Mazie, y su madre, están a solas, y la expresión de la madre, al mirar a lo lejos, sobrevuela su rostro como un viento que cambia de dirección. Entonces, acaricia a su hija de un modo insólito y «Mazie sintió una extraña dicha en el cuerpo de su madre, dicha que nada tenía que ver con ellas, con ella; dicha y distancia, individualidad». Más tarde, «la mirada de la madre vuelve a su rostro, su gesto alerta, afinado en los confines de su cuerpo. (…) Nunca sino entonces vio Mazie aquella mirada —aquella otra mirada— en el rostro de su madre».6

Cada vez que Tillie Olsen revisaba sus propias palabras, reconsideraba su visión en respuesta a los volubles acontecimientos de la historia. Su «individualidad» se propagaba hacia fuera, hacia la amistad, el compromiso político y un sentido sagrado del lenguaje.

Tillie Olsen nació como Tillie Lerner «en una granja arrendada de Nebraska, la segunda de seis hijos de una familia de inmigrantes judíos rusos que habían abandonado su tierra tras la fallida Revolución de 1905. Se crio en Omaha, donde su padre trabajaba como pintor y empapelador y hacía las veces de secretario del Partido Comunista de Nebraska. (…) En 1929 empezó a encadenar una larga serie de trabajos mal remunerados que se prolongarían durante treinta años (camarera de piso, empacadora, empleada en una lavandería, operaria, camarera o secretaria)».7 Son palabras de su hija Laurie Olsen, muy significativas por el hecho de que uno de los valores más característicos de Tillie Olsen fue la transmisión de nuestras creencias a las generaciones siguientes (primero, a sus hijas; después, a otros escritores en cuya obra advirtiera señales de una voz necesaria y, en ciertos casos, expuesta a quedar silenciada por las restricciones económicas y políticas). Habló en contra del apartheid, el racismo y la guerra; en favor de los trabajadores, los derechos de las mujeres y la protección de la tierra. Al igual que los más entregados activistas, podía llegar a defender ferozmente sus convicciones y demostrar su furia ante las injusticias. Todo ello me resultaba muy familiar. Yo me crie en una familia de judíos americanos comunistas, y esa era una pieza más en nuestra historia; pieza que, en mi opinión, contribuía a cohesionarnos: conocíamos los errores cometidos por la vieja izquierda —cierto era lo mucho que se equivocaban en algunos aspectos, pero también su proverbial rectitud, así como la belleza de los valores esenciales que muchos de nosotros aún compartimos—. Aunque transformados y depurados por una visión más contemporánea y un nuevo entendimiento, la radiante esencia de esos valores sigue brillando en el núcleo de todo lo que escribió Tillie Olsen.

Su ensayo Silences, que aborda los orígenes del silencio literario a lo largo de siglos de escritura, constituye una poderosa y nutriente obra para todos los escritores que conozco8. En él, Olsen escribe sobre las dificultades que supone conseguir una voz plena; dificultades que, a veces, devienen serias limitaciones para encontrar, simplemente, un modo de expresión. Melville nos dice al respecto: «Esa atmósfera silenciosa de paz y tranquilidad en la que crece la hierba bajo la cual todo escritor debiera crear (…) rara vez, me temo, la consigo. El dinero es mi maldición [y] lo que me impulsa a escribir, está vetado: no da dinero».9

Al igual que Virginia Woolf imaginó a Judith Shakespeare (la cual, por su condición de mujer, nunca habría podido materializar su genio suponiendo que lo poseyera, como sí hizo su hermano real), Olsen escribió sobre las mayores pérdidas del ser humano, sobre las vidas que nunca llegaron a escribirse «y, entre ellas, las de las mudas e ignominiosas criaturas miltonianas, aquellos que deben luchar por su existencia cada hora que permanecen despiertos: los de escasa formación, los analfabetos, las mujeres».

Sin llegar a ser consciente de los privilegios económicos y de género que le permitieron llevar a cabo su propio proceso creativo, Joseph Conrad lo describió con estas palabras: «Supongo que dormí, que tomé los alimentos que otras manos depositaron ante mí (…). Sin embargo, nunca tuve plena conciencia del pulso fluido de la vida cotidiana, que hizo para mí más llevadero y menos ruidoso un afecto silencioso, vigilante, incansable».10

Olsen nos recuerda que, a lo largo de los siglos, la mayoría de las mujeres escritoras que crearon obras bellas e importantes no estaban casadas, nunca tuvieron hijos y escribieron bajo seudónimos masculinos hasta que, en mi generación, empezó un suave goteo que ahora ya empieza a llenar la entera superficie de la tierra con historias de mujeres, algunas de las cuales —más que antes, pero no las suficientes— llegan a publicarse.

En el relato «Aquí estoy, planchando», una madre sobrecargada de trabajo y con un doloroso sentimiento de culpa hacia su hija mayor, que tiene problemas en la escuela y de cuya ayuda depende para cuidar a los demás hijos, suscribe las famosas líneas que muchas de nosotras nos sabemos de memoria: «Aunque todo lo que hay en ella no vaya a florecer, ¿en cuántos llega a hacerlo? Ya le da para vivir. Solo queda ayudarla a comprender, darle una razón por la que entienda que es algo más que un vestido sobre una tabla, desamparado, antes de que lo planchen».

*

Es como si estuviera viéndola ahora mismo, las dos caminando hacia el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York. Ella iba señalando los cuadros llenos de formas y colores, los retratos que la interpelaban, y siempre, sin importar lo que yo estuviera escribiendo en ese momento, me preguntaba por mis hijos. Quería saber cómo estaban, cuántos años tenían ya. Solía comentar aspectos sobre la forma en que retrataba a las madres y los hijos en mi obra, las complicadas capas de la maternidad, la «amplitud», como decía ella. Fue su propia amplitud la que permitió a muchas escritoras de mi generación empezar a cerrar la grieta existente entre nuestra identidad de escritoras y artistas y nuestra condición de madres. Al imaginarnos cómo podía cerrar esa grieta, vislumbramos la naturaleza de la enfermedad que nos había quebrado hasta entonces, y que convertía el hecho de ser madres y artistas en un cúmulo de inherentes contradicciones. Ella nunca banalizó ese esfuerzo, puesto que conocía las batallas que acompañan un deseo de ese calibre, y escribió la historia para nosotras, enseñándonos a través de su propia y singular honestidad que no estábamos solas. Sin embargo, durante una de nuestras conversaciones sobre la maternidad, me dijo: «Nadie en nuestra sociedad soporta una carga tan dura como las madres que intentan salir adelante solas».

El marido de Olsen, Jack Olsen, era líder sindical, trabajador del sector naval y educador, y con él crio a cuatro hijas y compartió su vida hasta la muerte de este. Sin embargo, su primera obra no apareció publicada hasta que todas sus hijas ya estuvieron escolarizadas. Para entonces, ella seguía trabajando a jornada completa, por lo que la primera línea de su primera obra publicada, «Aquí estoy, planchando», no se debe ni a un ejercicio abstracto de imaginación ni a una inspiración casual.

*

A mediados de los años setenta hice un viaje a Santa Cruz, California, con el fin de entrevistar a Tillie Olsen para una revista femenina que, durante una breve temporada, contó con un equipo editorial progresista y feminista. La entrevista, finalmente, no se publicó, pero ella y yo nos pasamos un día entero conversando. Su gracia y su accesible intimidad vencieron mi vergüenza inicial a medida que me enseñaba las numerosas fotografías de artistas y escritores que poblaban sus estanterías atestadas de libros, hablaba del amor que sentía por sus hijas, de su historia personal, del dolor y las injusticias en el mundo. En ese momento nos encontrábamos en plena guerra de Vietnam mientras seguía la lucha por los derechos civiles, una época dominada por el horror y la esperanza. Hoy, cuando pienso en aquel día que pasamos en el comedor de su casa, y en cómo luego nos sentamos en el césped con sendas tazas de té en la mano, aún soy capaz de recordar cómo me impresionó la pasión que demostraba, cómo escuché y respondí desde la parte más profunda de mi ser —esa distancia y esa individualidad de su obra— conforme ella hablaba de la «enorme importancia» (según sus propias palabras) que el reconocimiento y el aliento suponen para un escritor. Es preciso derribar esos dos términos para quedarse con su sentido más literal, para poder calibrar la fuerza de la comprensión y la empatía que Tillie me brindó en aquel momento. A ella le había faltado valor, de ahí su necesidad de aliento, especialmente por parte de otros escritores, y también había emprendido la enorme tarea de re-considerar —es decir, re-conocer— una vida centrada en proveer y cuidar a los demás en pos de una vida dedicada a la escritura, lo cual supone a menudo ponernos a nosotras mismas y nuestras necesidades en primer lugar. Dicho proceso conlleva una serie de contradicciones que van experimentándose y explorándose, sin llegar nunca a desaparecer.

Asimismo, Tillie se mostró muy interesada por nuestros hijos —ella tenía hijas—, por el modo en que los educábamos. Cuando estábamos hablando de un niño sobre el que ella había leído algo, me dijo: «La evolución de este niño pequeño, dotado de una gran imaginación, lo empuja hacia el deber de convertirse en una persona dura y rencorosa. Sucede que se ve obligado a rechazar a su madre e identificarse con su padre y, para ello, permanece sometido a una presión continua, bochornosa y a veces, ciertamente, brutal. ¿Cómo crías a un niño contra eso? ¿Cuál es el fundamento de la imaginación humana?», me preguntó para responder, acto seguido: «Viene del amor más temprano que uno recibe».

Al tratar el asunto de los cambios respecto a la concepción de la paternidad en los que muchos hombres se hallaban sumergidos por entonces, ella insistió en que «lo que permite que algunos hallen un nuevo tipo de paternidad ha sido el cambio de trabajar seis días a la semana a cinco, y de ocho horas diarias a siete. Cualquiera que trabaje siete horas en vez de ocho sabe que marca una diferencia, hay más disponibilidad».

Entonces pensé en mi marido, un hombre afroamericano del sur, un lugar rendido a la segregación racial, criado por unos padres pobres, y pensé en cómo estaba aprendiendo a ser un padre maternal. Y pensé en mis hijos, que aún eran pequeños, y en los esfuerzos familiares que hacíamos para permitirles que cuidaran su niñez, alejados de los aspectos más violentos y destructivos de la masculinidad histórica, sin por ello comprometer o dañar su percepción de sí mismos en cuanto que hombres. En este sentido, me sentía una privilegiada, puesto que mis hijos tenían un padre que, en muchos aspectos, podían tomar como ejemplo. Pero Tillie Olsen se encargó de recordarme que también vivían en el mundo de las escuelas, la cultura popular y el cine; un vasto mundo de presunciones muy generalizadas sobre lo que significa ser un hombre, una mujer o un ser humano que no se ajuste claramente a una de las dos categorías.

En «¿Qué barco, marinero?» —cuyo título alude a un elegíaco estribillo en cursiva que se repite a lo largo de la historia, quizá en la mente o la memoria de un marino envejecido, alcohólico, arruinado y hecho polvo, o quizá en la de su viejo amigo, o incluso en la de la autora—, se oye la siguiente voz: «Comprender. La fraternidad ha pasado a mejor vida. Antes, ofender a uno era ofender a todos. Antes se daba la vida por los demás. Y si alguien se rajaba se quedaban todos colgados, esperando el permiso de embarque». Al final del relato encontramos la siguiente dedicatoria: «Para Jack Eggan (1915-1938), marino muerto en España, en la retirada de la batalla del Ebro».

En «La huelga», un texto periodístico experimental publicado en Partisan Review, un huelguista afirma: «Perdonad que mis palabras sean febriles y borrosas (…), es que las escribo en un campo de batalla».11

Los sindicatos, la guerra civil española, el legado del activismo judío más radical… Todo eso componía el tejido de las palabras de Tillie Olsen.

Si el término febriles remite a la pasión, borrosas sugiere, a mi modo de ver, las sombras superpuestas de color o aquellas que aún no pueden distinguirse del todo. Tillie Olsen escribe toda su obra desde ese campo de batalla, peleando contra la injusticia con historias de brillante y aguda perspicacia, excavando en las capas más profundas del lenguaje. Las pausas e interrupciones, tan características de su obra, sugieren hondas brechas y escarpados descensos hacia pensamientos y sentimientos vislumbrados e intuidos, aún por nombrar. Si se dan las «condiciones» necesarias para el trabajo creativo, a veces es posible escucharlos en la mente o decirlos en voz alta y entonces, ponerlos por escrito en la página.

Jane Lazarre

Nueva York, 2019



1. Tillie Olsen, «A Vision of Fear and Hope», en Tell Me A Riddle, Requa I, And Other Works, Lincoln, University of Nebraska Press, 2013, p. 132.

2. Toni Morrison, Jugando en la oscuridad: el punto de vista blanco en la imaginación literaria, traducción de Pilar Vázquez, Ediciones del Oriente y el Mediterráneo, 2019, p. 12.

3. La presente traducción intenta mantener la extrañeza que caracteriza el uso del inglés por parte de los hablantes de yidis, adecuando, en la medida de lo posible, esas características al español (N. de la T.).

4. Rebekah Edwards, «Introduction» en Tillie Olsen, op. cit., p. xiii.

5. Jane Lazarre, El nudo materno, Las afueras, 2018.

6. Tillie Olsen, Yonnondio, From the Thirties, Nueva York, Laurel Edition, Dell Publishing, 1974, pp. 119-120.

7. Laurie Olsen, «Bibliographical Sketch» en Tillie Olsen, Tell Me A Riddle, Requa I, And Other Works, Lincoln, University of Nebraska Press, 2013, p. 155.

8. Todas las citas de Silences están extraídas de la edición de Delacorte Press/Seymore Lawrence, Nueva York, 1978, pp. 10-12.

9. Herman Melville, Cartas a Hawthorne, traducción de Carlos Bueno Vera, La uÑa RoTa, 2016, p. 47.

10. Joseph Conrad, Crónica personal, traducción de Miguel Martínez-Lage, Alba Editorial, 2016, p. 129.

11. «La huelga» se publicó originalmente en la revista Partisan Review i, septiembre-octubre de 1934, p. 3-9.

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