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¿Qué barco, marinero?


I

Bajo la luz mugrienta, se concentra el olor del tabaco fumado mucho tiempo atrás y del alcohol bebido mucho tiempo atrás; voces que fanfarronean, maldicen, persuaden y se arrastran; nota el tacto pegajoso de la barra cada vez que busca el vaso a tientas.

¿Qué barco, marinero?

Su rostro resplandece en el espejo empañado por el humo: la corrosión surcando por sus venas.

—¿Por qué está esto tan tranquilo? Venga, pon algo en la gramola. —Lennie y Helen y las niñas—. Aunque a ver qué hora es. Tengo que… Tengo que hacer algo. ¿Me toca guardia? No, anoche no aparecí, esta noche tampoco, ya no vuelvo a embarcar. —Y añade en voz bien alta—: ¡A la mierda el barco! ¿Acaso tiene amigos el barco? Pues que se vayan todos a la mierda. ¿A que sí, Deeck? —Se vuelve para buscar la aprobación de Deeck, pero Deeck ya se ha ido—: ¿Dónde está Deeck? Le di cinco pavos y se ha esfumado.

—Muy bien —contesta un desconocido—, vas ciego. ¿Me das un pavo?

Le da menos de un pavo por un poco de compañía. Pero también se larga.

Y rebusca en los bolsillos para ver cuánto le queda.

En el bolsillo derecho de la camisa, un billete arrugado de cinco. En el bolsillo izquierdo del pantalón, tres, no, cuatro billetes de uno doblados hasta el infinito. En el bolsillo izquierdo de la chaqueta, el resguardo de una casa de empeños, tabaco filipino, una tarjeta: «En Managua, busca a Marie para un poco de hospitalidad», el carné sindical, documentos de identidad, el permiso de embarque, dos de uno y uno de cinco plegados juntos en acordeón. En el bolsillo derecho del pantalón, calderilla. Diecisiete pavos. Las manos le tiemblan.

¿Dónde se lo ha fundido todo? Recuerda a trompicones lo que ha pasado. Ayer soltó ciento cincuenta. No, anteayer, o quizá incluso antes. Siete en una botella nada más cobrar el cheque, veinte que le dio a Blackie, treinta y tres que le devolvió a Goldballs, el taxi a San Francisco, treinta y ocho o treinta y nueve en la chaqueta y los zapatos (chaqueta nueva y zapatos nuevos, bien guapo para ver a Lennie y Helen y las niñas), veinticuatro pavos en las cuotas y diez en la multa. Ay, esa multa…

—¡Eh! —Llama al camarero—. Ponme uno.

Y remueve la bebida, rápido. Veinte, siete, treinta y tres, treinta y nueve. La multa de diez dólares y los cinco que le dio al franchute en el pasillo, y luego estuvo bebiendo toda la noche con Johnson, y no sabe a cuánto le salió, y cuando fue a ver al administrador…

El administrador. En voz alta había gritado, con un amago de cólera y un ligero acento escandinavo, sin dirigirse a nadie en concreto:

—Pero bueno, ¿qué es esto? Si no puedes firmarrr, no hay cheque. Tan borrracho que no puedes ponerrr tu nombre —dijo—, pues no hay cheque.

Solo diecisiete pavos.

—¡Eh! —Llama al camarero—. ¿Qué tal si me fías cincuenta? —Se inclina sobre la barra, en plan confidencial, para ver las relucientes botellas del fondo—. ¿Ves? —Rebusca el resguardo en los bolsillos—. Soldado Michael Jackson, ese soy yo, quinientos veintisiete con once céntimos. ¿No me conoces? Si me paso aquí día y noche. Bell me conoce. Llama a Bell. Llevo aquí bebiendo veintitrés años, cada vez que llego a San Francisco. Pregúntale a Bell.

Pero Bell vendió el bar. Qué fallo no haberse acordado. Cogió sus ahorros y se largó a Petaluma a criar gallinas.

—Bueno, pues vete a la mierda. ¿Y tienes amigos? Pues a la mierda tus amigos. Me voy al Pearl. —¿Y no vas a ver a Lennie y Helen y las niñas?—. A ver qué hay de nuevo, o de viejo, por allí. Para ellos sí que tengo pasta. —Pero la idea es visual, no física. Coge una botella primero. Y aguarda esa agradable sensación de bienestar, que debería estar ahí, pero en su lugar no hay más que un acechante mareo.

The Bulkhead. El cartel verde bilis reluce bajo la lluvia. Llueve y la calle está congestionada por los coches que vuelven a casa del trabajo. Que se jodan. Empieza a cruzar. Chirridos por todas partes. Frenazos en toda la manzana. El señor Norbert Jacklebaum los obliga a parar a todos, sin regocijo. Y sigue hacia el Pearl. Pero alguien lo llama:

—¡Whitey, Whitey! Ven aquí, zopenco. —Es Lennie, alguien parecido a Lennie pero desgastado, tan cambiado que entra en el coche, pero sin hacer preguntas ni responderlas—: ¿Estás en el barco o en la playa? ¿Cuánto ha durado el viaje? ¿Qué pasa, hombre, estás enfermo o simplemente borracho? ¿Solo llevas en tierra tres o cuatro días y ya estás así? No, no nos paramos a comprar ni regalos ni una botella.

Se limita a sentarse mientras el mareo se agazapa por detrás, aguardando el momento de salir a flote, y le arma un lío en la cabeza: Voy a ver a Lennie y Helen y las niñas, sin regalos para nadie, y ni siquiera me siento bien.

¿Qué barco, marinero?

II

Así es como, a pesar de todo, va a visitarlos, cuatro días y otras más cosas demasiado tarde. Es una casa en lo alto de una colina en la que él se ha imaginado entrando una y otra vez, en miles de lugares y miles de momentos: de guardia y a la hora de comer; tumbado en la litera o de cháchara con los compañeros; acostado en las aceras y a cobijo en los portales; en pensiones de mala muerte y celdas; en reuniones del sindicato; sentado en silencio, en esos lugares donde siempre hay que esperar o escuchando a los chicos del «Acércate a Jesús».

Las escaleras se le hacen interminables y apenas es capaz de llegar arriba. Helen (¿Helen? ¿Llena de… canas?), Carol y Allie salen disparadas a recibirlo, presas un febril afán de abrazos y besos.

—¡Ya era hora! —grita Carol una y otra vez con voz de pito—, ¡ya era hora!

¿Quién es real y quién no? Jeannie, de repente más alta que Helen, se queda ahí quieta, mirando.

—¡Ya estoy en primero! —chilla Allie—. Ahora podrás arreglarme la cuna de las muñecas, Whitey, está deztrozada.

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